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100 Clásicos de la Literatura

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Y comprendí por qué tanto les asombró el poeta que suministró mi padre, cuando cantó simplemente las cosas que resonaban las unas en las otras.

Y los tres guijarros blancos del niño: riqueza más grande que muchos materiales en desorden.

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Mis capataces de presidio saben más sobre los hombres de los que saben mis geómetras. Hazlos actuar y juzgarás. Lo mismo del gobierno de mi imperio. Puedo muy bien vacilar entre los generales y los capataces de presidio. Pero no entre aquéllos y los geómetras.

Pues no se trata de conocer las medidas ni de confundir el arte de las medidas con la sabiduría «conocimiento de la verdad», dicen. Sí. De una verdad que permite las medidas. Y, por cierto, puedes servirte desdichadamente de ese lenguaje ineficaz para gobernar. Y tomarás laboriosamente medidas abstractas y complicadas que hubieras podido disponer simplemente si hubieras sabido bailar, o vigilar las prisiones. Porque los prisioneros son niños. Lo mismo los hombres.

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Asediaban a mi padre:

—Nos corresponde gobernar a los hombres. Conocemos la verdad.

Así hablaban los comentadores de los geómetras del imperio. Y mi padre les respondía:

—Conocéis la verdad de los geómetras….

—¿Y qué? ¿No es verdad?

—No -respondía mi padre.

—Ellos conocen -me decía- la verdad de sus triángulos. Otros conocen la verdad del pan. Si lo amasas mal, no se hincha. Si tu horno está demasiado caliente, se quema. Si está demasiado frío, la masa se engrumece. Pero, aun cuando de sus manos salga un pan crujiente que se hace agua en la boca, los que amasan el pan no vienen a pedirme el gobierno del imperio.

—Es probable que digas la verdad en cuanto respecta a los comentadores de los geómetras. Pero están los historiadores y los críticos. Han demostrado los actos de los hombres. Conocen al hombre.

—Yo -dijo mi padre- doy el gobierno del imperio al que cree en el diablo. Pues, con el tiempo que se lleva perfeccionándolo, sirve bastante bien para desenredar el oscuro comportamiento de los hombres. Mas, por cierto, de nada sirve el diablo para explicar las relaciones que existen entre las líneas. Por eso, no espero que los geómetras me demuestren al diablo con sus triángulos. Y nada de lo que hay en sus triángulos puede ayudarlos a guiar a los hombres.

—Eres oscuro -le dije. ¿Crees entonces en el diablo?

—No -contestó mi padre.

Pero añadió:

—Pues, ¿qué significa creer? Si yo creo que el verano hace madurar la cebada no digo nada fecundo ni criticable, pues comienzo por llamar verano a la estación en que la cebada madura. Y lo mismo con las otras estaciones. Pero si deduzco relaciones entre las estaciones como, a saber, que la cebada madura antes que la avena, creeré en esas relaciones, puesto que existen. Poco me importan los objetos relacionados: me sirvo de ellos como de una red para atrapar a una presa.

Y añadía mi padre:

—Ocurre con esto como con la estatua. ¿Piensas tú que para el creador se trata de la descripción de una boca, de una nariz o de un mentón? No, por cierto, sino únicamente de la resonancia de esos objetos los unos sobre los otros. Resonancia que será, por ejemplo, el dolor humano. Es posible, por otra parte, hacértela escuchar, pues no te comunicas con los objetos, sino con los nudos que los atan.

”El salvaje cree -agregó mi padre- que el sonido está sólo en el tambor. Adora el tambor. Otro cree que el sonido está en las banquetas, y adora las banquetas. Otro, por fin, cree que el sonido reside en la potencia de su brazo y lo ves pavonearse con su brazo en alto. Tú reconoces que no está ni en el tambor, ni en las banquetas, ni en el brazo, y llamas verdad al tamborileo del tamborilero.

”Rechazo, pues del gobierno de mi imperio a los comentadores de los geómetras que veneran como ídolo a aquello que ha servido para edificar; y porque un templo los conmueve adoran su poder en las piedras. Ésos vendrían a gobernarme los hombres con sus verdades para triángulos.

Sin embargo, yo me entristecía:

—No existe, pues, ninguna verdad -dije a mi padre.

—Si logras decirme -me replicó sonriendo- a qué anhelo del conocimiento es rehusada una respuesta, lloraré yo también sobre la debilidad que nos traba. Pero no concibo el objeto que quieres que aprehenda. El que lee una carta de amor se estima colmado cualesquiera sean la tinta y el papel en que está escrita. No buscaba el amor ni en el papel ni en la tinta.

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Me pareció entonces que los hombres, sometidas a las ilusiones de su lenguaje y habiendo observado que es fecundo desmontar el objeto para adquirir conocimientos, cuando hubieron comprobado la eficacia fulminante de ese método, arruinaron su patrimonio. Pues lo que es verdad, y sin duda nunca en forma absoluta, para la materia, se torna falso para el espíritu. En efecto, tú, hombre, estás de tal manera hecho, que los objetos te parecen vacíos y muertos si no son de un reino espiritual; y aun cuando seas grueso e insensible, no deseas este objeto más bello que el otro, sino por el sentido que tiene entre los tuyos, lo mismo que si deseas el oro, es porque lo supones henchido de tesoros invisibles, y que si tu mujer desea ese adorno, no es para sujetar la cabellera, sino porque es una convención en un lenguaje, y es jerarquía, y mensaje secreto y signo de dominación.

Así se me apareció la única fuente donde se puedan abrevar el espíritu y el corazón. El único alimento que te conviene. El único patrimonio que debe ser salvado. Y que necesitas reconstruir lo que habías dilapidado. Pues estás allí, sentado entre las ruinas de objetos esparcidos, y si el animal está satisfecho, el hombre está amenazado en ti por el hambre y sin saber de qué tiene hambre, pues al mismo tiempo estás hecho de tal manera que tu necesidad de alimentos es el fruto de tu alimentación; y si una parte tuya es mantenida en la miseria y semidormida por falta de alimento o de ejercicio, no reclamas ni ese ejercicio ni ese alimento.

Por tanto, si nadie desciende hasta ti de tu montaña y no te instruye, no sabrás cuál de los caminos que seguir te salvará. Lo mismo que no creerás, por muy sabiamente que lo razonen, qué hombre nacerá de ti o despertará en ti, pues no está aún presente.

Por eso mi sujeción es potencia del árbol y a través de él, liberación de la rocalla.

Y paso a paso puedo hacerte comunicar con tesoros cada vez más vastos. Pues en verdad ya es bello el del amor y el de la casa y del patrimonio y del imperio y del templo y de la basílica en que se ha tornado el año cuando cambiaron los días de fiesta; pero si tú me permites que te guíe para ayudarte a escalar la más alta montaña, tengo tesoros para ti, tan duros de conquistar que muchos renunciarán a ellos en su ascensión, pues para construir la nueva imagen les robo las piedras de otros templos que adoran.

Pero triunfando para algunos, soy para ellos de tal manera patético que el alma les arde. Pues hay estructuras tan cálidas que son como un fuego para las almas. A ésas yo las llamaré abrasadas de amor.

Ven, pues, a mi casa a edificarte saldrás resplandeciente.

Pero Dios se pierde. Pues te lo he dicho con respecto al poema. Por bello que sea no puede alimentarte todos los días… Mi centinela que va de uno a otro lado tampoco puede ser día y noche, un ferviente del imperio. Se deshace a menudo en las almas el nudo divino que anuda las cosas. Ve a ver al escultor. Está triste hoy. Menea la cabeza ante su mármol. ¿Por qué, se dice, esa nariz, ese mentón, esa oreja…?, pues ya no ve más lo captado. Y la duda es rescate de Dios; pues Él te falta entonces, y te hace daño.

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Pero no te comunicas sino a través de un ceremonial. Pues si escuchas distraído la música y consideras el templo, nada nacerá en ti, y no te habrás alimentado. Por eso no tengo otro medio para explicarte la vida a la que te convido, que comprometerme en ella a la fuerza y amamantarte. Cómo haría para explicarte la música, si al escucharla no es suficiente, mientras no estés preparado para dejarte colmar por ella. Por muy presta a morir en ti que esté la imagen del patrimonio, para no dejar de ella sino sus escombros. La expresión de ironía, que es del cangrejo, un mal sueño, un ruido que te molesta y ya te ves privado de Dios, rechazado y sentado en el umbral con tu puerta cerrada detrás de ti, y totalmente separado del mundo que no es más que una suma de objetos vacíos. Pues no te comunicas con las cosas, sino con los nudos que las atan.

¿Cómo te hará acceder a ellas, si te desligas con tanta facilidad?

De ahí la importancia de mi ceremonial, pues se trata de evitar que lo destruyas todo, cuando te ocurre estar a la puerta de tu casa.

Por eso condeno ante todo al que mezcla los libros.

Y te edifico y te mantengo de tal manera, no para que estés perpetuamente alimentado, lo cual no constituye la debilidad de tu corazón, sino para que seas camino bien trazado, puerta bien abierta, templo bien edificado para recibir. Quiero que seas instrumento de música que aguarda al músico.

Por eso te he dicho que el poema que reservaba para ti era la ascensión de ti mismo.

Y sólo llegan al conocimiento verdadero aquéllos que rehacen el camino perdido y vuelven a encontrar a los seres que han esparcido como escombros.

Quiero mostrarte tu patria, que es la única donde puede moverse tu espíritu.

Por eso vuelvo a decir que mi sujeción te libera y te trae la única libertad que cuenta. Pues tú llamabas libertad a ese poder que tienes de demoler tu templo, de mezclar las palabras del poema, de igualar los días que mi ceremonial había construido como basílica. Libertad de hacer el desierto. ¿Y dónde te encontrarás tú?

 

Yo llamo libertad a tu liberación.

Por eso te he dicho alguna vez: ¿Libertad del esclavo o del hombre, respecto de la úlcera o de la carne sana? ¿Justicia para el hombre o para el hampa? Es contra ti, a través de ti, por ti, que yo soy justo. Y ciertamente, soy injusto para el hombre del hampa, el cangrejo o la larva que no ha tenido muda porque los obligo a renunciar a sí mismos y a que sean.

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Pues instruyéndote te obligo. Pero es tal la sujeción que una vez que se torna absoluta es invisible; si te obligo a dar una vuelta para buscar la puerta en el muro, no me lo reprochas ni lo lamentas.

Pues las reglas del juego del niño son sujeciones. Mas él las desea. Y mis notables ambicionan los cargos y los deberes de los notables, que son sujeciones. Y ves a las mujeres obedecer a la costumbre en la elección de sus adornos, que varían cada año, y allí también se trata de un lenguaje que es sujeción. Pues nadie desea la libertad de no ser comprendido más.

Si llamo casa a una disposición dada de mis piedras, no eres libre de cambiar la palabra so pena de quedarte solo por no saber hacerte comprender.

Si digo que tal día del año es de fiesta y de alegría, no eres libre de no tenerlo en cuenta so pena de quedarte solo por no poder comunicarte con el pueblo del que sales.

Si trazo un dominio coordinado de mis cabras, mis carneros, mis masas, mis montañas, no eres libre de sustraerte a él so pena de quedarte solo pero no colaborar cuando trabajas, en el embellecimiento del dominio.

Cuando tu libertad ha fundido tus glaciares en charcas, te deja en un principio solo, pues ya no eres más elemento del glaciar que se alza hacia el sol bajo su manto de nieve, sino que eres igual a otro del mismo nivel, so pena de odiaros por vuestras diferencias; y habiendo encontrado el estado de reposo que encuentran muy pronto las bolas de billar mezcladas, sin estar ya sometidos a nada que os domine, ni aun a lo absoluto del lenguaje, queda suspendida en adelante toda comunicación entre vosotros, y, habiendo inventado cada uno su lenguaje particular, elegido cada uno su día de fiesta, heos allá apartados los unos de los otros y más solos que los astros en su infranqueable soledad.

Pues qué podéis esperar de vuestra fraternidad, si no es fraternidad en el árbol del cual sois los elementos, y que os domina y os llega del exterior, pues yo llamo cedro a la sujeción de la rocalla, que no es fruto de la rocalla, sino de la simiente.

Cómo podrías llegar a ser cedro si cada uno elige el árbol que hay que edificar, o no tiene voluntad de servir a un árbol o incluso se opone a la elevación de un árbol y lo llamará tiranía y codicia del cedro. Es muy necesario que se os reparta el trabajo y que sirváis al árbol, antes que pretender que el árbol os sirva a vosotros.

Por eso he arrojado mi simiente y os someto a su poder. Y me siento injusto, si es que la justicia es igualdad. Pues yo creo líneas de fuerza y tensiones y figuras. Mas gracias a mí que os he cambiado en ramajes, os nutriréis de sol.

108

De mi visita al centinela dormido.

Bien está que sea castigado con pena de muerte. Ya que reposa en su vigilancia tanto sueño de lenta respiración, cuando la vida te alimenta y se perpetúa a través de ti, como en lo profundo de una ensenada ignorada la palpitación de los mares. Y los templos cerrados con sus riquezas sacerdotales lentamente cosechadas como una miel, tanto sudor y cinceladuras, y piedras acarreadas, y ojos gastados en el juego de las agujas sobre las telas de oro, para hacerlas florecer, y tantos delicados arreglos bajo la invención de las manos piadosas. Y los graneros con provisiones para que el invierno sea fácil de soportar. Y los libros sagrados en los graneros de la sabiduría donde reposa la provisión del hombre. Y los enfermos cuya muerte hago más llevadera, tornándola apacible en medio de la costumbre de los suyos, y casi inadvertida su delegar la herencia. Centinela, centinela, eres el sentido de las murallas que son como una vaina para el cuerpo frágil del poblado, que le impide derramarse, pues si alguna brecha las abre no queda sangre en el cuerpo. Te paseas de un lado a otro, primero abierto al rumor de un desierto que prepara sus armas y que incansablemente vuelve a golpearte como la ola, y a amasarte y a endurecerte al mismo tiempo que te amenaza. Pues no hay distingos entre lo que te destroza y lo que te crea, pues es el mismo viento el que esculpe las dunas y las borra, la misma ola que esculpe los acantilados los derriba, la misma sujeción te esculpe el alma o te la embrutece, el mismo trabajo que te hace vivir te lo impide, el mismo amor colmado, te colma y te vacía. Y tu enemigo es tu misma forma, pues te obliga a construirte dentro de tus murallas, igual que podría decirse del mar que es enemigo del navío, ya que está siempre dispuesto a absorberlo, y que el navío es ante todo lucha contra él; pero del cual también podemos decir que es el muro y el límite y la forma del mismo navío, ya que con el correr de las generaciones ha sido la división de las aguas hecha por la roda, la que esculpió poco a poco la carena, que se ha vuelto más armoniosa para deslizarse, y de tal manera la ha creado y embellecido. Ya que se puede decir que es el viento, que desgarra las velas, el que las ha diseñado como diseñó el ala, y que, sin enemigos no tienes forma ni medida. Pero ¿qué serían las murallas si no hubiera centinela?

Por eso el centinela que duerme deja desnudo al poblado. Y por eso se apoderan de él, cuando lo encuentran, para ahogarlo en su propio sueño.

He aquí que el centinela dormía con la cabeza apoyada en la piedra lisa y la boca entreabierta. Y su rostro era el rostro de un niño. Apretaba aún su fusil contra su cuerpo, igual que un juguete que se lleva en el sueño. Y considerándolo, tuve piedad. Pues tengo piedad, en las noches cálidas, del desfallecimiento de los hombres.

Claudicación de los centinelas, es el bárbaro quien os adormece. Conquistados por el desierto, dejan así las puertas libres de girar lentamente sobre sus goznes aceitados, en silencio, para que sea fecundada la ciudad cuando está agotada y necesita del bárbaro.

Centinela dormido. Vanguardia de los enemigos. Conquistado por anticipado, pues tu dormir es un negarte a ser ligado permanentemente por la ciudad, y una espera de muda y un abrirte a la simiente.

Entonces se me apareció la imagen de la ciudad derrotada por tu simple sueño, pues todo se ata y se desata en ti. Cuán hermosa es tu vigilia, oído y mirada de la ciudad. Y de tan noble comprensión dominando con tu simple amor la inteligencia de los lógicos, que no comprenden la ciudad, sino que la dividen. Para ellos la ciudad consiste en una prisión aquí, allá un hospital, más lejos la casa de sus amigos; y aun a ésta la descomponen en su corazón, no viendo sino una habitación, y otra, y otra. Y no solamente las habitaciones, sino cada objeto de ellas viendo un objeto, y el otro, y el de más allá. Luego hacen desaparecer el objeto. ¿Y qué harán con esos materiales, con los que no quieren construir nada?

Pero tú, centinela, cuando velas estás en relación con la ciudad librada a las estrellas. No esta casa, ni la otra, ni ese hospital, ni ese palacio. Sino la ciudad. No esa queja de moribundo, ni ese grito de parturienta, ni ese gemido de amor, ni ese llamado de recién nacido, sino ese soplo diverso de un cuerpo único. Sino la ciudad. No la vigilia de aquél, ni el sueño de éste, ni el poema de aquel otro, ni la búsqueda de este último, sino esa mezcla de fervor y de sueño, ese fuego bajo las cenizas de la vía láctea. Sino la ciudad. Centinela, centinela, con el oído pegado al pecho de una amada, escuchando ese silencio, esos reposos y esos alientos diversos que no hay que dividir si se desea entender, porque son el latido de un corazón. El cual es sólo latido del corazón. Y no otra cosa.

Centinela, cuando velas eres mi igual. Pues la ciudad reposa sobre ti y sobre la ciudad reposa el imperio. Cierto, acepto que cuando yo paso te arrodillas, pues así andan las cosas, y la savia va de las raíces al follaje. Está bien que suba hacia mí tu homenaje pues es la circulación de la sangre en el imperio, como el amor del desposado hacia la esposa, como la leche de la madre al niño, como el respeto de la juventud hacia la vejez. Pero ¿puedes señalarme a alguien que reciba algo? Pues, para comenzar, yo mismo te sirvo.

Por eso, cuando te apoyas contra tu arma, de perfil, ¡oh mi igual en Dios!, pues ¿quién puede distinguir las piedras de la base de la flecha de la cúpula, y quién puede mostrarse celoso de una o de otra? Por eso el corazón me late de amor al mirarte, sin que ello me impida hacerte encarcelar por mis hombres de armas.

He aquí que tú duermes. Centinela dormido. Centinela muerto. Y yo te miro con espanto pues en ti duerme y muere el imperio. Lo veo enfermo a través de ti porque es un mal signo que me delegue centinelas para dormir…

«Ciertamente, me digo, el verdugo cumplirá su misión y ahogará a ése en su propio sueño…». Pero en mi piedad se alzaba un litigio nuevo e inesperado. Pues sólo los imperios fuertes siegan las cabezas de los centinelas dormidos, pero estos imperios que ofrecen centinelas para dormir, no tienen ya derecho a segar nada. Porque importa comprender bien el rigor. No es cortando las cabezas de los centinelas dormidos como despiertan los imperios; es cuando los imperios se han despertado que se cortan las cabezas de los centinelas dormidos. Otra vez confundes aquí el efecto con la causa. Y viendo que los imperios fuertes cortan las cabezas, tú quieres crear tu fuerza cortándolas, y no eres más que un bufón sanguinario.

Funda el amor, y fundarás la vigilancia de los centinelas y la condenación de los que duermen, pues en este caso son ellos mismos quienes han tronchado el imperio.

Y nada tienes para dominarte si no es la disciplina que te viene de tu cabo, que te vigila. Y los cabos no tienen otra disciplina, cuando dudan de sí mismos, que la de sus sargentos, los cuales los vigilan. Y los sargentos, la de los capitanes que los vigilan. Y así hasta mí, que no tengo más que a Dios para gobernarme, y que si dudo, permanezco como una puerta falsa sobre el desierto.

Pero quiero decirte un secreto que es el de la permanencia. Pues si duermes, tu vida está suspendida. Pero también está suspendida cuando te sobrevienen esos eclipses del corazón que son el secreto de tu debilidad. Pues en torno de ti nada ha cambiado y todo ha cambiado en ti. Y estás ahí, tú, centinela, ante la ciudad; pero no ya apoyado contra el pecho de tu amada escuchando los latidos del corazón sin diferenciarlo de su respiración o su silencio, pues todo es digno de esa amada que es una; sino perdido entre los objetos amontonados en desorden a los que eres incapaz ya de reunir en uno, sometido a los aires nocturnos que se contradicen unos con otros, a ese canto de borracho que niega la queja del enfermo, a esa lamentación en ese templo que niega esa batahola de feria. Y te dices: «Qué tengo yo que ver con todo ese espectáculo incoherente»; pues si ya no sabes que es un árbol, entonces raíces, tronco, ramas y follaje no tienen más una medida común. ¿Y cómo podrás ser fiel cuando ya no hay nadie para recibir tu fidelidad? De ti sé que no te dormirías velando a un enfermo querido. Mas aquél que tú hubieras podido amar se ha esfumado, y se ha tornado en un montón de materiales.

Porque se ha deshecho el lazo divino que une las cosas.

Pero yo te deseo fiel a ti mismo, sabiendo que llegarás a ser. No te pido que comprendas ni que sientas en todo instante, bien sé que el amor, aun el más ebrio, está hecho de travesías de muchos desiertos interiores. Y ante tu misma amada te preguntas: «Su frente es una frente. ¿Cómo puedo amarla? Su voz es esta voz. Ella ha dicho esta tontería. Ha dado este paso en falso…». Es una suma que se descompone y no puede alimentarte más, y pronto creerás odiarla. Pero ¿cómo podrías odiarla? Si no eres ni capaz de amar.

Pero te callas porque oscuramente sabes bien que no se trata más que de un sueño. Lo que es verdad por el momento para la mujer, es verdad para el poema, el dominio o el imperio. Te falta el poder de ser amamantado y de descubrir que son también el amor y el conocimiento los lazos divinos que atan las cosas. Tú, mi centinela dormido, volverás a encontrar tus amores todos juntos como un tributo que te corresponde; no uno u otro, sino todos. Y conviene que respetes, cuando te hastíes de tu infidelidad, esta casa abandonada.

 

Cuando mis centinelas van por el camino de ronda, yo no pretendo que sean todos fervientes. Muchos se hastían y sueñan con la sopa, pues si todos los dioses duermen en ti sólo te queda el reclamo animal de las satisfacciones de tu vientre, y quien se hastía piensa en comer. No pretendo que todas sus almas estén despiertas. Pues llamo alma a eso que en ti comunica con esos conjuntos que son lazos divinos que atan las cosas, y se ríe de los muros. Pero sí que de un momento a otro, una de sus almas simplemente arda. Que haya uno cuyo corazón lata. Que haya alguno que conozca el amor, y que, de pronto, se sienta lleno por el peso y los ruidos de la ciudad. Uno que se sienta amplio y respire las estrellas y contenga el horizonte como esas conchas que el canto del mar llena.

Me basta con que hayas conocido la visita y esa plenitud de ser un hombre, y que estés bien preparado para recibirla, pues es como el sueño o el hambre o el deseo que vuelven por instantes, y tu duda es algo puro y yo querría consolarte.

Te volverá, si eres escultor, el sentido del rostro. Te volverá, si eres sacerdote, el sentido de Dios; te volverá, si eres amante, el sentido del amor; te volverá, si eres centinela, el sentido del imperio; te volverá, si eres fiel a ti mismo y limpias bien tu morada, aunque parezca abandonada, lo que puede alimentarte el corazón. Pues no sabes cuál será la hora de la visita; pero importa que sepas que es la única en el mundo que puede colmar.

Por eso te construyo así, en tristes horas de estudio para que el poema, por milagro, pueda incendiarte, y por los ritos y costumbres del imperio, para que este imperio te gane el corazón. Porque no existe don que tú no hayas reparado. Y la visita no llega si no existe una morada construida para recibirla.

Centinela, centinela, marchando a lo largo de las murallas en la pesadumbre de la duda que viene de las noches cálidas, escuchando los ruidos de la ciudad cuando no te habla, custodiando las moradas de los hombres cuando son un sombrío montón, respirando el desierto que te rodea cuando no es más que un vacío, esforzándote en amar sin amar, en creer sin creer, y en ser fiel cuando ya no hay a quién ser fiel, es así como preparas en ti la iluminación del centinela, que te llegará alguna vez como recompensa y don del amor.

Ser fiel a sí mismo no es difícil cuando se muestra aquél a quien se debe ser fiel; pero quiero que tu recuerdo forme un llamamiento a cada instante, y que digas: «Que mi morada sea visitada. La he construido y la mantengo pura…». Y mi sujeción es para ayudarte. Y obligo a mis sacerdotes a consumar el sacrificio, aun cuando esos sacrificios ya no tengan un sentido. Obligo a mis escultores a esculpir aun cuando dudan de sí mismos. Obligo a mis centinelas a marchar los cien pasos so pena de muerte, pues de lo contrario estarían ya muertos por sí mismos, separados ya por sí mismos del imperio.

Yo los salvo con mi rigor.

Lo mismo aquél que se prepara en la austeridad del puesto de guardia. Pues lo envío como explorador a franquear las líneas del enemigo. Y sabe muy bien que morirá. Pues ellos están alerta. Y teme los suplicios con que lo aplastarán para hacer brotar, mezclados con los gritos, los secretos de la ciudadela. Y, en verdad existen hombres enlazados por el amor al instante y que se atavían cálidos de alegría pues la única alegría es desposarse, y he aquí que se desposan. Porque no has de creer que cuando te apoderas de la amada en la noche nupcial, es para ti tan sólo la simple conquista de un cuerpo, del que hubieras podido heredar en el barrio reservado de la ciudad donde hay en apariencia semejantes mujeres, sino que se trata del cambio del sentido y del color de toda cosa. Y tu retorno a la morada por la noche, y tu despertar que es herencia pagada, y la esperanza de los hijos y su enseñanza por ti, y para ti de la oración. Y hasta ese hornillo que se torna té junto a ella, antes del amor. Pues apenas ha franqueado ella tu casa, tus tapices de alta lana se tornan praderas para sus pasos. Y de todo lo que recibes y que es sentido nuevo del mundo, hay muy pocas cosas que tú uses. No te colma el objeto dado, ni la caricia del cuerpo, ni el uso de tal o cual ventaja; sino la calidad del lazo divino que ata las cosas.

Y el que se atavía para morir, el cual te parece que no recibe nada en ese instante porque la caricia, que tan poco vale, no le está prometida, sino por el contrario, la sed bajo el sol, el viento de arena que cruje en los dientes, luego los hombres en torno de él transformados en prensas de secretos, y el que se atavía para morir, para entrar vestido en la muerte con su uniforme de muerto, y que te parece debería gritar su desesperación como el que condené a la horca por algún crimen y lucha con su carne, contra implacables barrotes; pero ocurre que a aquél que se atavía para la muerte lo descubres pacífico, mirándote con tranquila mirada y respondiendo a las bromas del cuerpo de guardia, que provienen de su afecto áspero, y no de fanfarronería ni por demostrar cierto coraje, o desdén de la muerte, o cinismo, ni nada semejante, sino transparente como un agua mansa y sin nada que ocultarte; y si está un poco triste, diciendo sin vergüenza su tristeza, no tiene nada que ocultarte sino su amor. Y más adelante te diré por qué.

Pero contra ese mismo que no tiembla abrochando sus correas de cuero, conozco armas que prevalecen sobre la muerte. Porque es vulnerable por muchos lados. Tienen preeminencia para él todas las divinidades de su corazón. Y los simples celos, si son amenaza de un imperio y de un sentido de las cosas y del gusto del retorno a su casa ¡cuán pronto arruinarían esta bella imagen de calma, de prudencia y renunciamiento! Vas a quitarte todo, puesto que va a devolver a Dios no solamente la que amaba, sino su morada y las vendimias de sus viñas, y la cosecha crujiente de la cebada. Y no solamente las cosechas, las vendimias y las viñas, sino también su sol. Y no solamente su sol, sino aquélla que lo es de su morada. Y le ves abdicar de tantos tesoros sin dar señales de destrucción. Cuando bastaría robarle una sonrisa de la amada para ponerlo fuera de sí y enloquecerlo. ¿Y no percibes aquí un gran enigma? Es que tú lo manejas no por los objetos que posee, sino por el sentido que extrae del lazo divino que anuda las cosas. Y prefiere su destrucción a la destrucción de aquello en que se cambia, y de donde en pago recibe su alimento. Es circulación de uno a otro. Y el que lleva en el corazón la vocación del mar acepta morir en un naufragio. Y si es verdad que en el momento del naufragio sentirá, tal vez, el tumulto del animal cuando se cierra la trampa sobre él, también es cierto que no cuenta esa explosión de pánico que ha sido prevista, aceptada y desdeñada; sino que por el contrario, se complace en esa certidumbre de que algún día morirá en el mar. Porque si los oigo quejarse de esa muerte tan cruel que les espera, escucho otra cosa distinta a la fanfarronería de seducir mujeres: el deseo secreto del amor y el pudor de decirlo.

Porque no hay aquí, como en ninguna parte, un lenguaje que te permita expresarte si se trata de la civilización del amor, puedes decir «ella» y traducirte, creyendo que se trata de ella, cuando se trata del sentido de las cosas, y ella está aquí para señalarte el lazo divino que las une al Dios que es sentido de tu vida y merece, según afirmas, tus ímpetus, que son los de comunicarte con el mundo de esta manera y no de otra. Y ser de pronto de tal manera vasto, que el alma, igual a las conchas marinas, se torne resonante. Y tal vez puedas decir imperio, en la certidumbre de ser comprendido y de pronunciar una palabra simple, si todos alrededor de ti lo entienden según su instinto; pero no si alguno allí no ve sino una suma, y que se ríe de ti, pues no se trata del mismo imperio. Y te disgustará que se crea que ofreces tu vida por un almacén de accesorios.