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100 Clásicos de la Literatura

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Pero llamo ciego al que se imagina crear cuando desmonta la catedral y alinea las piedras en orden, por rango de talla, una después de la otra.

76

No te inquietes por los gritos que levantará tu palabra, pues una verdad nueva es una estructura nueva ofrecida de repente (y no una proposición evidente que permita progresar de consecuencia en consecuencia), y cada vez que significarás un elemento de tu rostro se te objetará que en el otro rostro ese elemento representaba un papel diferente y en un principio no se comprenderá que parezcas contradecirte y contradecir.

Pero tú dirás: «¿Queréis aceptar morir por vosotros mismos, olvidar y asistir sin resistencia mi nueva creación? Así solamente podréis mudar, estáis encerrados en crisálidas. Y me diréis, hecha la experiencia, si no os sentís claros, más calmos y más vastos».

Porque, lo mismo que la estatua, la verdad no se logra paso a paso. Sino que como es una, no se ve hasta estar concluida. Y aun, no se repara en ella cuando se la encuentra. Y la verdad de mi verdad es el hombre que de ella brota.

Esto mismo respecto al monasterio donde te encierro para cambiarte. Pero si me pides, en medio de tus vanidades y de tus problemas vulgares, mostrarte ese monasterio desdeñaré responder; porque aquél que podría comprender es otro diferente a ti y primero debo traerlo a la luz. Sólo sé constreñirte a realizarte.

No te inquietes tampoco por las protestas que levantará tu sujeción. Porque tendrían razón los que gritan si los tocaras en su esencia y los frustraras en su grandeza. Pues el respeto del hombre es el respeto por su nobleza. Pero ellos llaman justicia al continuar siendo, aun podridos, porque así han venido al mundo. Y no lesionas a Dios si los curas.

77

Por esto puedo decir que a la vez rehúso pactar y rehúso excluir. No soy ni intransigente, ni blando, ni fácil. Recibo al hombre en sus defectos y ejerzo por lo tanto mi rigor. No hago de mi adversario un testigo simple, chivo emisario de nuestras desdichas, y que sería bueno quemar totalmente en la plaza. Recibo a mi adversario por entero y sin embargo lo rechazo. Porque el agua es fresca y deseable. Deseable también el vino puro. Pero hago de la mezcla un brebaje para castrados.

Nada hay en el mundo que no tenga absolutamente razón. Salvo aquéllos que razonen, argumentan, demuestran y, al usar un lenguaje lógico sin contenido, no pueden tener razón ni estar equivocados. Sino que hacen un ruido simple que, si sucede que se enorgullecen de sí mismos pueden hacer correr largo tiempo la sangre de los hombres. A ésos los corto, simplemente, del resto del árbol.

Pero tiene razón quienquiera acepte la destrucción de su urna de carne para salvar el depósito que encierra. Te lo he dicho ya. Proteger a los débiles y apoyar a los fuertes, he aquí el dilema que te atormenta. Y puede ocurrir que tu enemigo, contra ti que apoyas a los fuertes, proteja los débiles. Y heos aquí constreñidos a combatir para salvar al uno su territorio de la podredumbre de los demagogos que cantan la úlcera por la úlcera, para salvar al otro de su territorio de la crueldad de los capataces de esclavos que, usando el látigo para obligar, impiden al hombre realizarse. Y la vida te propone esos litigios con una urgencia que exige el empleo de las armas. Porque un solo pensamiento (si crece como una hierba) que ningún enemigo equilibra se convierte en mentira y devora al mundo.

Esto es debido a que el campo de tu conciencia es minúsculo. Y lo mismo que no puedes, si algún merodeador te ataca, pensar la táctica del combate y sentir los golpes, lo mismo que no puedes a la vez, en el mar, recibir el miedo del naufragio y los movimientos del oleaje, y que aquél que tiene miedo no vomita, y que el que vomita es indiferente al miedo, lo mismo si no te ayudan con la claridad de un lenguaje nuevo, te es imposible a la vez pensar y vivir dos verdades contrarias.

78

Vinieron para hacer observaciones, no los geómetras de mi imperio, que se reducían por otra parte a uno solo, y que, por crecer demasiado, había muerto, sino una delegación de comentadores de los geómetras, los cuales comentadores eran diez mil.

El que crea un navío no se preocupa de los clavos, de los mástiles ni de las tablas del puente, sino que encierra en el arsenal diez mil esclavos y algunos ayudantes provistos de látigos. Y se expande la gloria del navío. Y no he visto nunca un esclavo que se vanagloriara de haber vencido al mar.

Pero cuando crea una geometría, sin preocuparse de deducirla hasta el fin de consecuencia en consecuencia, pues ese trabajo sobrepasa su tiempo y sus fuerzas, suscita el ejército de diez mil comentadores que pulen los teoremas, exploran los caminos fértiles y recogen los frutos del árbol. Mas como no son esclavos y no hay látigo para acelerarlos, no hay uno solo que no imagine igualarse al único geómetra verdadero; puesto que, primero, lo comprende, y puesto que, de inmediato, enriquece su obra.

Pero yo, sabiendo cuán precioso es su trabajo -porque es preciso volver a guardar las cosechas del espíritu-, pero sabiendo también que es irrisorio confundirlo con la creación, la cual es gesto gratuito, libre e imprevisible del hombre, los hice guardar buena distancia de temor a que se inflaran de orgullo al abordarme como iguales. Y los escuché murmurar entre ellos para quejarse.

Después hablaron:

—Protestamos -dijeron- en nombre de la razón. Somos los sacerdotes de la verdad. Tus leyes son leyes de un dios menos seguro que el nuestro. Tienes, en tu favor, tus hombres de armas, y ese peso de músculos nos puede aplastar. Pero tendremos razón contra ti, aun en los sótanos de tus cárceles.

Hablaban, adivinando que no arriesgaban provocar mi cólera.

Y se miraban unos a otros, satisfechos de su propio coraje.

Mas yo meditaba. Había recibido diariamente a mi mesa al solo geómetra auténtico. A veces, durante la noche, en el insomnio, me había presentado en su carpa, y tras descalzarme piadosamente, había bebido su té y gustado la miel de su sabiduría.

—Tú, geómetra… -le decía.

—En primer lugar no soy geómetra, soy hombre. Un hombre que sueña a veces con la geometría cuando algo más urgente no lo gobierna, como por ejemplo el sueño, el hambre o el amor. Pero hoy que he envejecido, tienes sin duda razón: soy nada más que un geómetra.

—Eres aquél a quien la verdad se muestra…

—Soy aquél que como el niño tienta y busca un lenguaje. La verdad no me ha aparecido. Pero mi lenguaje, como tu montaña, es simple para los hombres, y por sí mismos hacen de él la verdad.

—Te vuelves amargo, geómetra.

—Hubiera querido descubrir en el universo la huella de un divino manto y, palpando fuera de mí una verdad, como un dios que se hubiera ocultado largo tiempo a los hombres, hubiera querido atraparla por el paño del hábito y arrancarle el velo del rostro para mostrarla. Pero no me ha sido dado descubrir otra cosa que a mí mismo…

Así hablaba. Mas ellos me blandían el rayo de su ídolo por encima de la cabeza.

—Hablad más bajo -les dije-; si comprendo mal escucho muy bien.

Y, menos fuerte, no obstante, murmuraron.

Por fin uno de ellos los explicó, cuando lo empujaron dulcemente hacia adelante porque les comenzaba a pesar haber mostrado tanto coraje.

—¿Dónde ves -me dijo- que haya creación arbitraria y acto de escultor y poesía, en el monumento de verdades que te invitamos a reconocer? Nuestras proposiciones manan una de la otra, según el punto de vista de la lógica estricta, y el hombre no ha dirigido la obra.

Así, por una parte reivindicaban la propiedad de una verdad absoluta como esas hordas que reclaman de un ídolo de madera cualquiera, que según ellas lanza el rayo; y así, por otra parte, se igualaban al solo geómetra verdadero, puesto que todos con más o menos éxito habían aparentemente servido o descubierto, pero no creado.

—Vamos a establecer delante de ti las relaciones entre las líneas de una figura. Así pues, podemos transgredir tus leyes; por el contrario, te es imposible violar las nuestras. Debes tomarnos por ministros, pues somos sabios.

Yo me callaba, reflexionando sobre la necedad. Se engañaron sobre mi silencio y vacilaron:

—Porque deseamos servirte, antes que nada -dijeron.

Yo respondí entonces:

—Pretendéis no crear y es feliz idea. Porque quien es bizco crea de torcido. Los odres llenos de aire crean sólo viento. Y si fundáis reinos gobernados por el respeto a una lógica que se aplica a la historia ya resuelta, a la estatua ya fundada y al órgano muerto, los crearéis sometidos por adelantado a los sables bárbaros.

”Se descubrieron una vez las huellas de un hombre que, habiendo dejado su tienda al alba en dirección al mar, marchó hasta el acantilado que era vertical y se dejó caer. Había allí lógicos que se inclinaron sobre los signos y conocieron la verdad. Porque ningún eslabón faltaba a la cadena de los acontecimientos. Los pasos se sucedían unos a otros, no había ninguno que el precedente no autorizara. Remontando los pasos de consecuencia a causa se recondujo al muerto a su tienda. Descendiendo los pasos de causa a consecuencia se lo volvía a hundir en su muerte.

—Todos hemos comprendido -se dijeron los lógicos, congratulándose unos a otros.

Y yo estimaba que comprender hubiera sido conocer, como conocía una cierta sonrisa más frágil que un agua dormida, a la que un simple pensamiento hubiera empañado, y que quizá en ese instante no existía, pues era un rostro dormido, y que justamente no estaba aquí, sino en la tienda de un extranjero situada a cien días de marcha.

Porque la creación es de una esencia diferente a la del objeto creado, se evade de las huellas que deja detrás de sí, y no se lee jamás en ningún signo. Siempre descubrirás que esas marcas, esas huellas y esos signos emanan unos de otros. Porque la sombra de toda creación sobre el muro de las realidades es lógica pura. Mas este descubrimiento evidente no impedirá que seas estúpido.

 

Como no estuvieron convencidos proseguí, en mi bondad, para instruirlos:

—Había una vez un alquimista que estudiaba los misterios de la vida. Sucedió que de sus retortas, sus alambiques, sus drogas, retiró un minúsculo fragmento de pasta viviente. Los lógicos acudieron. Recomenzaron la experiencia, mezclaron las drogas, soplaron el fuego bajo las retortas y desprendieron otra célula de carne. Y se fueron proclamando que ya no existía el misterio de la vida. La vida era consecuencia natural de causa en efecto y de efecto a causa, de la acción del fuego sobre las drogas y de las drogas unas sobre otras, que en un principio no son vivientes. Los lógicos, como de costumbre, habían comprendido perfectamente. Porque la creación es de distinta esencia que el objeto creado al que domina; no deja huellas en los signos. Y el creador se evade siempre de su creación. Y la huella que deja es lógica pura. Y yo, más humildemente, fui a instruirme cerca del geómetra, mi amigo: «¿Qué ves de nuevo allí -me dijo- sino que la vida siembra la vida?». La vida apareció debido a la conciencia del alquimista, el cual, a mi juicio, vivía. Se lo olvida porque, como siempre, se ha retirado de su creación. Así tú mismo, cuando has conducido a alguno a la cima de tu montaña, en donde se ordenan los problemas, esa montaña se le transforma en verdad fuera de ti, que lo dejas solo. Y nadie se pregunta de dónde viene que hayas elegido esta montaña, puesto que simplemente se está sobre ella y es preciso que se esté en alguna parte.

Pero como murmuraban, porque los lógicos no son lógicos:

—Presuntuosos vosotros -les dije- que seguís la danza de las sombras sobre los muros con la ilusión de conocer, que leéis las huellas en la arena sin descubrir que hubo alguien en otra parte que rehusó amar, que leéis la ascensión de la vida a partir de los materiales sin conocer que hubo uno que refutó y escogió, no vengáis cerca de mí, vosotros, esclavos armados de vuestro martillo y clavos a simular haber concebido y botado el navío.

”Ciertamente, hubiera sentado a mi lado si lo hubiera deseado, a aquél que era el solo de su especie y que ha muerto a fin que junto a mí gobernara a los hombres. Porque ése venía de Dios. Y su lenguaje sabía descubrirme la amada lejana que, no siendo de la esencia de la arena, era imposible leer de repente.

”Un número infinito de mezclas posibles podía elegir aquél solo que ningún éxito distinguía aún, y que sin embargo era el único en conducir a algún lado. Cuando, falto de hilo conductor en el laberinto de las montañas de nada te sirve tu deducción, porque conoces que tu camino se embarranca solamente cuando se muestra el abismo, y la vertiente opuesta permanece todavía ignorada de los hombres, entonces, a veces, se propone ese guía, como si volviera de allá lejos, te traza el camino. Pero una vez recorrido, ese camino permanece trazado y te parece evidente. Y olvidas el milagro de una marcha que fue semejante a un retorno.

79

Vino el que contradijo a mi padre:

—La dicha de los hombres… -decía.

Mi padre le cortó la palabra:

—No pronuncies ese vocablo en mi casa. Me gustan las palabras que llevan en sí su peso de entrañas; pero arrojo las cáscaras vacías.

—Sin embargo -dijo el otro-, si tú, jefe de un imperio, no te preocupas el primero por la dicha de los hombres…

—No me preocupo -respondió mi padre- de correr tras el viento para hacer provisiones, porque si lo mantengo inmóvil, el viento deja de ser.

—Yo -dijo el otro-, si fuera jefe de un imperio, desearía que los hombres fueran dichosos…

—¡Ah! -dijo mi padre. Ahora te comprendo mejor. Esa palabra no es un punto hueco. He conocido, en efecto, hombres desdichados y hombres felices. He conocido también hombres gordos o flacos, enfermos o sanos, vivos o muertos. Y yo también deseo que los hombres sean dichosos, lo mismo que los deseo vivos antes que muertos. Aunque es muy necesario que las generaciones pasen.

—Estamos, pues, de acuerdo -exclamó el otro.

—No -dijo mi padre.

Meditó; después:

—Porque cuando hablas de la dicha, o bien hablas de un estado del hombre que es ser feliz como lo es estar sano y no tengo acción sobre este fervor de los sentidos, o bien hablas de un objeto que puedo desear conquistar. ¿Y dónde está?

”Tal hombre es feliz en la paz, tal otro es dichoso en la guerra, tal desea la soledad donde se exalta, tal otro necesita para exaltarse el bullicio de la fiesta, tal pide sus alegrías a las meditaciones de la ciencia, que es respuesta a las preguntas formuladas, el otro halla su alegría en Dios en quien ninguna pregunta tiene ya sentido.

”Si quisiera parafrasear la dicha, te diría quizá que es para el forjador forjar, para el marino navegar, para el rico enriquecerse, y de este modo no habría dicho nada que te hubiera enseñado algo nuevo. Y por otra parte, la dicha a veces sería para el rico navegar, para el forjador enriquecerse y para el marino no hacer nada. Así, te escapa ese fantasma sin entrañas que vanamente pretendes asir.

”Si quieres comprender la palabra, es preciso escucharla como recompensa y no como fin, porque entonces no tiene significado. Parejamente, sé que una cosa es bella, pero rehúso la belleza como un fin. ¿Has escuchado decir al escultor: «De esta piedra desprenderé la belleza»? Los escultores de pacotilla son víctimas de un lirismo vacío. Al otro, al verdadero, lo escucharás decir: «Busco extraer de la piedra algo que se parezca a lo que pesa en mí. No sé librarlo de otra manera que tallándolo». Y, ya sea rostro transformado en yo grave y viejo, o que muestre una máscara deforme, o que sea juventud dormida, si el escultor es grande, dirás lo mismo que la obra es bella. Porque tampoco la belleza es un fin, sino una recompensa.

”Y cuando te he dicho antes que la felicidad sería para el rico enriquecerse, te he mentido. Porque si se trata del fuego de alegría que coronará alguna conquista, serán sus esfuerzos y su pena los que se verán recompensados. Y si la vida que se despliega delante de él aparece por un instante embriagadora, es con el título que llena de alegría el paisaje entrevisto desde lo alto de las montañas cuando es construcción de tus esfuerzos.

”Y si yo te digo que la dicha para el ladrón es permanecer al acecho bajo las estrellas, es que recompensaba la parte que podría salvarse de él. Porque ha aceptado el frío, la inseguridad y la soledad. El oro que ansía, te lo he dicho, lo ansía con repentina rabia muda de arcángel, porque, pesado y vulnerable, se imagina que está aligerado con alas invisibles quien se va, en la ciudad densa, con el oro apretado contra el corazón.

”En el silencio de mi amor me he detenido mucho en observar a aquéllos de mi pueblo que parecen dichosos. Y he concluido siempre que la dicha les venía como la belleza a la estatua, por no haber sido buscada.

”Y me ha parecido siempre que era signo de su perfección y de la calidad de su corazón. Y solamente a aquélla que pueda decirte: «¡Me siento tan dichosa!», abre tu casa para toda la vida; porque la dicha que le asoma al rostro es signo de su calidad, puesto que es de su corazón recompensado.

”No me pidas pues a mí, jefe de un imperio, conquistar la dicha para mi pueblo. No me pidas a mí, escultor, correr tras la belleza: me sentiría no sabiendo dónde correr. La belleza se convierte así en la dicha. Pídeme solamente que les construya un alma donde tal fuego pueda arder.

80

Me acordé de lo que mi padre me había dicho en otra ocasión:

—Para construir el naranjo me sirvo del abono y del estiércol y de los golpes de azada en la tierra y corto también otras ramas. Y así se alza un árbol capaz de florecer. Y yo, el jardinero, me vuelvo a la tierra sin preocuparme de las flores ni de la dicha; porque antes que árbol florido, es preciso que sea un árbol, y antes que hombre feliz, es preciso que sea un hombre.

El otro interrogó aún:

Si los hombres no corren hacia la dicha, ¿hacia qué corren?

—¡Ah! -dijo mi padre. Te lo mostraré más adelante.

”Pero observaré antes que al comprobar que la alegría a menudo corona el esfuerzo y la victoria, me has hecho concluir, como un lógico estúpido, que los hombres luchaban con vistas a la dicha. A lo que responderé que por ser la muerte el coronamiento de la vida, el único deseo de los hombres es la muerte. Y empleamos palabras que son medusas sin vértebras. Y yo te digo que hay hombres felices que sacrifican su dicha para partir a la guerra.

—Es que hallan en el cumplimiento de su deber una forma más alta de la dicha…

—Rehúso hablar contigo si no llenas tus palabras con un significado que pueda ser confirmado o desmentido. No sabría luchar contra la jalea que cambia de forma. Porque si la dicha es ya sorpresa del primer amor, ya vómito de la muerte cuando una bala en el vientre te vuelve el pozo inaccesible, ¿cómo quieres que confronte tus afirmaciones con la vida? Nada has afirmado sino que los hombres buscan lo que buscan y corren tras lo que corren. No corres riesgo de verte contradicho y nada me une a tus verdades invulnerables.

”Hablas como quien hace juegos malabares. Y si renuncias a continuar tu cháchara, si renuncias a explicar por el gusto de la dicha la partida de los hombres para la guerra, pero te obstinas, sin embargo, en afirmar que la dicha explica todo lo referente al comportamiento del hombre, te oigo, por adelantado, pretender que las partidas para la guerra se explican por movimientos de locura. Pero allí todavía exijo que no te comprometas, aclarándome primero las palabras que empleas. Pues si llamas loco al que, por ejemplo, echa espumarajos, o marcha exclusivamente sobre la cabeza, al observar los soldados que van a la guerra sobre sus dos pies, no me conformaría.

”Pero sucede que no tienes un lenguaje capaz de decirme hacia qué se esfuerzan los hombres. Ni eso hacia lo cual me obligo a conducirlos. Y empleas vasos demasiado magros, tales como la locura o la dicha, con la esperanza vana de encerrar en ellos la vida. A la manera de ese niño que, usando de una pala y de un balde, pretendía desplazar la montaña.

—Entonces, instrúyeme -deseó el otro.

81

Si te determinas, no por un movimiento de tu espíritu o de tu corazón, sino por motivos enunciables y enteramente contenidos en el enunciado, entonces yo te reniego.

Es que tus palabras no son signo de otra cosa, a la manera del nombre de tu esposa que significa pero que no contiene nada. No puedes razonar sobre un nombre porque su importancia está en otra parte. Y no te viene al espíritu decir: «Su nombre enseña que es bella…».

¿Cómo pretendes, pues, que un razonamiento acerca de la vida se baste a sí mismo? Y hay otra cosa por encima como caución, podría suceder que tal caución se hiciera más pesada con un razonamiento menos brillante. Y poco me importa comparar entre sí las fórmulas afortunadas. La vida es lo que es.

Te rechazaré si el lenguaje por el cual me comunicas tus razones de obrar no es poema que me acarree tu nota profunda, si no cubre nada informulable pero pretendes cargarme con él.

Te rechazaré si cambias tu comportamiento, no por un rostro que aparece y funda tu nuevo amor, sino por un débil temblor del aire que no acarrea más que lógica estéril y sin peso.

Porque no se muere por el signo, sino por la caución del signo. La cual impone, si quieres expresarla, o comenzar a expresarla, el peso de los libros de todas las bibliotecas de la tierra. Pues no puedo enunciarte lo que he apresado tan simplemente durante mi captura. Porque es preciso que hayas andado tú mismo para recibir en su pleno significado la montaña de mi poema. ¿Cuántas palabras, durante cuántos años, precisaría emplear si quisiera transportar la montaña a ti, que no has abandonado nunca el mar?

Y la fuente, si no has tenido nunca sed y jamás apretaste las manos una contra otra, ofreciéndolas para recibir. Por bien que canten las fuentes: ¿dónde están la experiencia que pongo en marcha y los músculos que despertarán tus recuerdos?

Sé bien que no se trataba de hablarte primero de las fuentes. Sino de Dios. Pero para que mi lenguaje muerda y pueda realizarse y llegar a ser operación, es preciso te añada algo. Por esto, si deseo enseñarte a Dios, te enviaré primero a escalar las montañas a fin que, cima de estrellas, tenga para ti su plena tentación. Te enviaré a morir de sed en los desiertos a fin que las fuentes puedan encantarte. Después te enviaré seis meses a romper piedras hasta que el sol del mediodía te postre. Después de lo cual te diría: «Aquél a quien ha vaciado el sol de mediodía, está en el secreto de la noche que llega pues, habiendo escalado la cima de estrellas, se abreva en el silencio de las fuentes divinas».

 

Y creerás en Dios.

Y no podrás negármelo puesto que simplemente será, como existe la melancolía en el rostro que he esculpido.

Porque no hay lenguaje o acto, sino dos aspectos del mismo Dios. Y por ello llamo plegaria a la labor, y labor a la meditación.

82

Y me sobrevino la gran serenidad de la permanencia.

Porque nada puedes esperar si las cosas no duran más que tú. Y me recuerdo de esa población que honraba a sus muertos. Y la piedad sepulcral de cada familia, uno después de otro, recibía a los muertos. Y ellas eran las que establecían esta permanencia.

—¿Sois felices? -pregunté.

—Y cómo no serlo, sabiendo donde iremos a dormir.

83

Y me sobrevino una laxitud extrema. Y me pareció simple decirme que Dios me había abandonado. Porque me faltaba la piedra angular y nada resonaba en mí. Se había callado la voz que habla en el silencio. Y luego de escalar la torre más alta meditaba: «¿Por qué esas estrellas?». Y midiendo con la mirada mis dominios, me preguntaba: «¿Por qué esos dominios?». Estaba perdido como un extranjero en una multitud heterogénea que no habla su lengua. Derrotado y solo. Era semejante a una casa deshabitada. Y exactamente lo que me faltaba era la piedra angular, porque nada de mí servía ya. Y sin embargo, soy el mismo, me decía yo, espectador del mismo espectáculo; pero ahogado ahora en la diversidad inútil. Del mismo modo, la basílica mejor construida es sólo suma de piedras si nadie hay para considerarla en su conjunto, ni para gustar el silencio, ni para declarar su significado en la meditación de su corazón. Así, conmigo y con mi sabiduría, y con las percepciones de mis sentidos, y de mis recuerdos. Eran suma de espinas y no gavilla. Y conocí el tedio que es antes que nada estar privado de Dios…

No ajusticiado, lo que es de hombre, sino abortado. Hubiera sido fácilmente cruel, paseando este tedio por mi jardín, en el que andaba con pasos vacíos exactamente como alguien que espera a alguien. Y me persiste en un universo provisional. Dirigía muchas plegarias a Dios; pero no eran plegarias, pues no partían de un hombre, sino de una apariencia de hombre cirio preparado, pero sin llama. «¡Ah! ¡Que vuelva a mí mi fervor!», decía yo, sabiendo que el fervor es fruto del nudo divino que anuda las cosas. Entonces se convierte en un navío gobernado. Es la visión de una basílica. Pero ¿qué es sino materiales en desorden, si no sabes leer a través de ellos la intención del arquitecto y del escultor?

Entonces comprendí que el que reconocía la sonrisa de la estatua o la belleza del paisaje o el silencio del templo, es a Dios quien halla. Puesto que sobrepasa el objeto para alcanzar la clave, y las palabras para escuchar el cántico, y la noche y las estrellas para sentir la eternidad. Porque Dios antes que nada es sentido de tu lenguaje y si tu lenguaje adquiere un sentido te muestra a Dios. Si esas lágrimas del niñito te conmueven, son lumbreras abiertas sobre pleno mar. Porque he aquí que resuenan en ti no solamente esas lágrimas sino todas las lágrimas. El niño es aquél que te toma de la mano para enseñarte.

«¿Por qué me obligas, Señor, a esta travesía del desierto? Padezco entre las zarzas. Basta un signo tuyo para que el desierto se transfigure, y para que la arena rubia y el horizonte y el gran viento pacífico no sean más incoherentes, sino imperio vasto donde me exalte; y para que así pueda leerte a través de ti».

Y me pareció que sólo se puede leer verdaderamente a Dios durante su ausencia, cuando se retira. Porque es para el marino significación del mar. Y para el esposo significación del amor. Pero hay horas en que el marino se interroga: ¿para qué el mar? Y el esposo: ¿para qué el amor? Y en su tedio se preocupan de ello. Nada les falta sino el nudo divino que anuda todas las cosas. Y todo les falta.

«Si Dios se retira de mi pueblo, pensaba yo, como se ha retirado de mí, haré de ellos hormigas del hormiguero; porque se vaciarán de todo fervor. Cuando los dados se vacían de sentido no hay ya juego posible».

Y descubrí que la inteligencia de nada te servirá aquí. Puedes, por cierto, razonar sobre el arreglo de las piedras del templo, no tocarás lo esencial que escapa a las piedras. Y puedes razonar sobre la nariz, sobre la oreja y los labios de la estatua, no tocarás lo esencial que escapa a la arcilla. Se trataba de la captura de un Dios. Pues se caza con trampas que no son de su esencia.

Cuando, escultor, he fundado un rostro, he fundado una sujeción. Toda estructura realizada es sujeción. Cuando he logrado algo he anudado un puño para guardarlo. No me hables de la libertad de palabras de un poema. He sometido las unas a las otras según un orden mío.

Puede pasar que derriben mi templo para usar sus piedras para otro templo. Hay muertes y nacimientos. Mas no me hables de la libertad de las piedras. Pues entonces no hay templo.

No comprendo por qué se distingue las sujeciones de la libertad. Más trazo caminos, más libre eres de escoger. Aunque cada camino sea una sujeción, pues los he flanqueado de barreras, Pero ¿a qué llamas libertad si no hay caminos entre los cuales puedas escoger? ¿Llamas libertad al derecho de errar en el vacío? Cuando se funda la sujeción de una vía, tu libertad se aumenta.

Sin instrumento, no será libre la dirección de tus melodías. Sin la obligación de la nariz y de las orejas no será libre la sonrisa de tu estatua. Y el que es fruto sutil de civilizaciones sutiles se encuentra enriquecido por sus límites, por sus bordes y por sus reglas. Se es más rico de movimientos interiores en mi palacio que en el pudridero del hampa.

La diferencia entre uno y otro reside antes que nada en la obligación, como aquélla del saludo al rey. Quien quiera subir a una jerarquía y enriquecerse, sentir más, pida primero que se le constriña. Y los ritmos impuestos te aumentarán. Y si el niño triste ve jugar a los otros, lo primero que reclama es que le impongan también a él las reglas del juego, las únicas que lo harán realizarse plenamente. Más triste es el que escucha sonar la campana sin que nada le exija. Y cuando canta el clarín estás triste por no tener que ponerte de pie, pero ves feliz a aquél que te dice: «He oído el llamado que es para mí y me levanto». Mas para los otros no hay canto de campanas ni de clarines, y permanecen tristes. La libertad para ellos es libertad de no ser.

84

Aquellos que mezclan los lenguajes se equivocan porque, ciertamente, puede faltar aquí y allá un epíteto como el de un cierto verde que es propio de la cebada joven y quizá lo encuentre en el lenguaje de mi vecino. Pero se trata aquí de signos. Así, puedo designar la calidad de mi amor diciendo que la mujer es bella. Así, puedo designar la calidad de mi amigo refiriéndome a su discreción. Pero de este modo no aporto nada que sea movimiento de la vida. Sino consideraciones sobre el objeto, como si estuviera muerto.

Hay, ciertamente, pueblos que han construido una calidad de calidades diversas. Que han dado nombre a un dibujo dibujado con los mismos materiales. Y que tienen una palabra para decirlo. Así, quizá hay una palabra posible para designar la melancolía que sin razón te toma por la tarde delante de tu puerta cuando el sol deja de arder, y la noche te transforma pronto en vigilante, lo cual es temor de vivir a causa del aliento de los niños siempre próximos a cambiarse en jadeos de enfermedad; como en la montaña por escalar, cuando te viene ese temor a que renuncien y querrías tomarlos de la mano para ayudarlos. Y esa palabra sería expresión de tu experiencia y el patrimonio de tu pueblo si fue a menudo empleada.