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100 Clásicos de la Literatura

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Se bañaban en bañeras de oro macizo y la multitud era invitada a ver preparar la leche para el baño. Cien burras se dejaban ordeñar. Y se agregaban aromas y leches de flores, que eran de gran precio, pero tan discreta que no tenía perfume.

Y no me escandalizaba, porque al fin de cuentas la actividad de mi territorio estaba poco absorbida por la extracción de esa leche de flores, y el precio que costaba era ilusorio. Por otra parte, era deseable que en algún sitio se celebrase al objeto precioso. Porque no importa el uso, sino el fervor. Y poco importaba, puesto que existía, que sahumara o no a mis cortesanas.

Porque mantuve siempre una disciplina cuando mis lógicos me recriminaban considerar el fervor de mi territorio, pronto a actuar si se ocupaba demasiado de dorados y descuidaba el pan, pero sin castigar una doradura medida que sólo contribuía a la nobleza del trabajo. Y preocupándome poco del destino de esa doradura que no servía en lo visual, pensando que su mejor destino era ornar una cabellera de mujer antes que un monumento estúpido. Pues, ciertamente, puedes decir del monumento que es propiedad de la multitud, pero una mujer, si es bella, puede también ser mirada; y la miseria del monumento, a menos de ser templo para Dios, es que, encargado de verter sus dorados en los ojos de los hombres, nada tiene que recibir de ellos. Mas la mujer, si es bella, llama a los dones y a los sacrificios y te embriaga con lo que le das. No de lo que ella te da.

Así pues, se bañaban en esa leche de flores. Y, al menos, se convertían en imágenes de la belleza. Pues se nutrían de bocados raros y fastidiosos, y una espina las hacía morir. Y poseían perlas que perdían. Y no me chocaba la pérdida de las perlas, porque está bien que las perlas sean efímeras. Luego escuchaban a los narradores y se desvanecían y desvaneciéndose, no olvidaban escoger para su caída un almohadón que se ajustara graciosamente al colorido de sus bufandas.

Un tiempo sí y otro también se ofrecían el lujo del amor. Y vendían sus perlas para algún joven soldado que paseaba por la ciudad y que deseaban, el más hermoso de todos, el más sorprendente, el más gracioso, el más viril…

Y el soldado cándido, las más de las veces, estaba ebrio de reconocimiento, creyendo recibir algo aunque en verdad sólo servía a su vanidad y favorecía su alboroto.

38

Vino aquélla que se quejaba con violencia:

—Es un bergante -gritaba-, un hombre tarado, podrido, cubierto de vergüenza. Es la sarna del globo. Ignominioso y de palabra mentirosa….

—Vete a lavar -le respondí. Te has ensuciado. Otro vino gritando contra la injusticia y la calumnia.

—No busques que comprendan tus actos. No lo comprenderán jamás y no hay injusticia en esto. Pues la justicia persigue una quimera que contiene lo contrario de ella misma. Mis capitanes, en el desierto, son nobles, los has visto, nobles y pobres, aquejados por la sed. Duermen, enroscados sobre la arena en la gran noche del imperio. Alertas y disponibles y prontos a armarse al menor ruido. Ésos han respondido al deseo de mi padre: «Que se levanten los que estén prontos a morir luego de liar su fortuna sobre el hombro, los dispuestos, los que sean leales en el combate y generosos de sí. Alzaos, os entregaré las llaves del imperio». Y éstos vigilan el imperio como arcángeles. Nobles de una manera diferente a la nobleza de los criados de mis ministros o a la de los ministros mismos. Mas he aquí, si se les llama a la capital, que pasan a segundo término en los banquetes y se agitan en las antecámaras y se quejan, ellos que son realmente grandes, de verse así reducidos a la servidumbre y humillados. «Amargo destino, dicen, del que no es apreciado…».

Y yo respondo: «Amargo destino de aquél que es comprendido y que es llevado en triunfo y agradecido y honrado y enriquecido. Se hincha pronto con una pretensión vulgar y trunca sus noches estrelladas por mercaderías. Antes era más rico que los otros, y más noble y más maravilloso. ¿Y por qué aquél que reinaba en su soledad se somete a la opinión de los sedentarios? El viejo carpintero halla en el pulido de su plancha la recompensa de su trabajo. El otro en la calidad del silencio en el desierto. Está hecho para ser olvidado una vez que ha entrado en él. Y si sufre, es que no era lo bastante puro. Porque te lo aseguro: el imperio está fundado sobre el valor de los hombres. Pedazo de imperio es aquél. Y parte del tronco del árbol. Si sueñas para las ventajas del mercader y les remites en cambio, al mercader al desierto, espera algunos años para gozar del fruto de tu trabajo. Tu mercader será gran señor y tratará en pie de igualdad con el viento; el otro será mercader vulgar.

”Protejo a los que son nobles. Y su protección es injusticia. No te indignes por causa de las palabras. Esos pescados azules de largas estofas, si los extiendes sobre la ribera, es injusto que sean feos. Pero la falta proviene de ti: estaban hechos para el relumbramiento submarino. Eran bellos donde cesa la ribera. Y los capitanes de las arenas también son bellos solamente donde muere la carretera de las ciudades, la oferta de los mercaderes y la vanidad. Porque no hay vanidad en el desierto.

”Que se consuelen. Se convertirán en reyes si lo desean, porque no les frustraré sus reinos y no manejaré sus sufrimientos».

Vino otra:

—Soy la esposa fiel, y prudente y bella. No respiro sino para él. Le coso sus mantos y cuido sus heridas. Comparto sus malos días. Pero he aquí que se preocupa por aquélla que se mofa de él y lo roba.

Y le respondo:

—No te equivoques así sobre el hombre. ¿Quién se conoce a sí mismo? Se marcha hacia la verdad; pero el espíritu del hombre es semejante a la ascensión de las montañas. Ves la cumbre, te parece alcanzarla, y descubres otras cumbres, otros precipicios, otras pendientes. ¿Quién conoce su sed? Hay quienes tienen sed del murmullo de las riberas y que, para oírlo, aceptan la muerte. Hay quienes tienen sed de un zorro acurrucado sobre su hombro y para conseguirlo van a la caza a pesar del enemigo. Aquella de la que hablas quizá ha nacido de él. Y él es responsable de ella. Te debes a tu criatura. Va a buscarla porque ella lo despoja. Va a buscarla para que ella se abreve. No será pagado con una palabra tierna, mas no será frustrado por la injuria. No se trata de empresa contable o de una palabra tierna que agrega algo o de una injuria que cercena. Será pagado por su sacrificio. Y por esa palabra que ella dirá y que él le habrá enseñado. Semejante al que ha venido del desierto y que las condecoraciones no pueden pagar por la misma razón que las ingratitudes no pueden frustrarlo. Pues ¿por qué crees que se trata de adquirir y de poseer, cuando se trata de llegar a ser, de ser por fin, y de morir en la plenitud de su sustancia? Piensa que la primera recompensa es la muerte que por fin desamarra el navío. Feliz del que está cargado de tesoros.

”Y tú misma ¿por qué te quejas? ¿No sabes reunírtele?

Fue entonces cuando comprendí la alianza y hasta qué punto difiere de la comunidad. «Todos se abordan, me decía, con un lenguaje rudimentario con el que creen transportar cuando apenas significa. Y helos aquí ocupados en maniobrar sus balanzas y sus instrumentos de medida. Todos tienen razón; pero demasiada razón. Y se construyen imágenes, unos de otros, para ejercitar el tiro».

La alianza puede unirnos incluso si te apuñalo.

39

No temas la extorsión. Porque si todo comprometes en este detalle, lo habrás comprometido pronto en algún otro y, el primero habría sido acordado sin beneficio.

Así pasa con el imperio.

Es preciso transformarse para comprender. Eso explica el orgullo del que cree. Experimenta el sentimiento de que la duda del otro no significa nada porque el otro «no puede» comprender.

Sabe distinguir la obligación del amor. El que jura por mí y espera a que yo hable para hablar, no me interesa. Porque voy buscando mi luz entre los hombres. Cantar en coro es una cosa. Pero otra cosa es fundar el canto. ¿Y quién colabora en la creación?

Porque todavía se trata de esclarecer este dilema. No hay creación sino cuando todos colaboran y buscan. No hay creación sino cuando el tronco del árbol está anudado por el amor. Pero no se trata de la sumisión de cada uno a todos, bien por el contrario, sino de la dirección de la corriente de savia, que extiende el ramaje como un templo en el cielo. Se comete el mismo error de los lógicos, que señalan el plan en el objeto creado y creen que la creación ha nacido de él, cuando ella se expresa por el plan. Mientras que el plan es rostro exhibido. Se trata de la sumisión no de cada uno a todos, sino de cada uno a la obra; y cada uno fuerza a los otros a engrandecerse, aun por el acto de oponerse. Y yo obligo a la creación porque si reciben solamente de mí se convierten en pobres y vacíos. Pero soy yo quien recibe de ellos y helos aquí engrandecidos por poseer como expresión ese yo que han agrandado primero de tal manera. Y lo mismo que tomo en los brazos sus corderos, sus cabras, sus semillas y hasta los muros de sus moradas, para hacerlos míos y devolvérselos, convertidos en don de mi amor, lo mismo hago con las basílicas que fundan…

Pero al igual que la libertad no es licencia, así el orden no es ausencia de libertad. (Volveré a hablar de la libertad).

Escribiré un himno al silencio. Tú, músico de los frutos. Tú, habitante de la bodega, de la despensa y el granero. Tú, vaso de miel de la diligencia de las abejas. Tú, reposo del mar en su plenitud.

Tú, en el cual encierro a la ciudad desde lo alto de la montaña. Sus acarreos cansados, sus gritos y la sonoridad de sus yunques. Ya todas esas cosas están suspendidas en el vaso de la tarde. Vigilancia de Dios sobre nuestra fiebre, manto de Dios sobre la agitación de los hombres.

 

Silencio de las mujeres que no son sino carne donde madura el fruto. Silencio de las mujeres en la reserva de sus pechos grávidos. Silencio de las mujeres que es silencio de todas las vanidades del día y de la vida que es gavilla de nuestros días. Silencio de las mujeres que es santuario y perpetuación. Silencio donde va al mañana la única corriente que va a alguna parte. Escucha al niño que le cruje en el vientre. Silencio, depositario donde he encerrado todo cuanto concierne a mi honor y a mi sangre.

Silencio del hombre que observa y reflexiona y recibe sin malgastar y que fabrica el jugo de los pensamientos. Silencio que le permite conocer y que le permite ignorar; pues está bien que ignore. Silencio que es rechazo de los gusanos, de los parásitos, y de las hierbas adversas. Silencio que protege el desarrollo de tus pensamientos.

Silencio de los pensamientos. Reposo de las abejas, pues la miel está hecha y debe ser tesoro encerrado. Y que madura. Silencio de los pensamientos que preparan sus alas; porque es malo que te perturbes el espíritu o el corazón.

Silencio del corazón. Silencio de los sentidos. Silencio de las palabras interiores; pues está bien que halles a Dios, que es silencio de lo eterno. Cuando todo está dicho y todo concluido.

Silencio de Dios semejante al sueño del pastor; porque no hay sueño más dulce, a pesar de que parezcan amenazados los corderos de las ovejas, que aquél en el que ya no hay ni pastor ni rebaño, pues, ¿quién sabría distinguirlos, uno del otro, bajo las estrellas, cuando todo es sueño, cuando todo es sueño de lana?

¡Ah Señor! Que un día, entrojando la creación, abras esa gran puerta a la raza parlera de los hombres y los alinees en el establo eterno; cuando los tiempos sean concluidos, y quites, como se curan las enfermedades, su sentido a nuestras preguntas.

Porque me fue dado comprender que todo el progreso del hombre es descubrir, sucesivamente, que sus preguntas no tienen sentido; porque he consultado a mis sabios y no es que hayan hallado una respuesta a las preguntas del año pasado. ¡Señor!; sino que hoy sonríen de sí mismos pues la verdad les ha llegado como si se borrara una pregunta.

Yo sé bien, Señor, que la sabiduría no es respuesta, sino curación de las vicisitudes del lenguaje; lo sé por aquellos mismos que se aman y se sientan, las piernas colgando, sobre el muro bajo delante de la plantación de naranjos, hombro contra hombro, sabiendo que no han recibido respuesta a las preguntas que se formulaban ayer. Pero conozco el amor y sé que ya no se pregunta más.

Y de una en una, de contradicción dominada en contradicción dominada, me encamino hacia el silencio de las preguntas y así a la beatitud.

¡Oh charlas! Han arruinado a los hombres.

Insensato quien espera la respuesta de Dios. Si te recibe, si te cura, es borrando tus preguntas con su mano, como la fiebre. Eso es.

Entrojando un día Tu creación, Señor, ábrenos tu visera de dos puertas y haznos entrar donde a ninguno respondan; pues ya no habrá respuestas, sino beatitud, que es piedra angular de preguntas y rostro que satisface.

Y ése descubrirá la extensión de agua dulce más vasta que la extensión de los mares, lo que había adivinado claramente al escuchar el canto de las fuentes, cuando, las piernas colgando, se sentaba junto a ella, que sin embargo era apenas una gacela forzada a correr, y descansaba un poco sobre su corazón.

Silencio, puerto del navío. Silencio en Dios, puerto de todos los navíos.

40

Dios me envió a aquélla que mentía tan lindamente, con una crueldad cantante, simplemente. Y me inclinaba sobre ella como sobre el viento fresco del mar.

—¿Por qué mientes? -preguntaba.

Ella lloraba entonces, bañada totalmente en lágrimas. Y yo reflexionaba sobre sus lágrimas:

«Ella llora, me decía, por no ser creída cuando miente. Porque no creo que sea comedia de parte de los hombres. Ignoro el sentido de la comedia. Por cierto, ella quiere hacerse pasar por alguna otra. Pero no es el drama lo que me atormenta en esto. Es dramático para ella que querría tanto ser esa otra. He visto la virtud respetada más a menudo por aquéllas que la aparentan que por las que la ejercen y son virtuosas del mismo modo que son feas. Deseosas aquéllas de ser virtuosas y de ser amadas, pero sin saber dominarse o, mejor dominadas por los otros. Y siempre en lucha contra ellos. Y mintiendo para ser bellas».

Las razones que obran sobre las palabras no son jamás las razones verdaderas. Y por esto solamente le reprochaba expresarse al revés. Y por eso es que me callaba delante de sus mentiras, sin oír el ruido de las palabras, en el silencio de mi amor, sino solamente el esfuerzo. Ese trabajo del zorro atrapado que se debate contra la trampa. O del pájaro que se lastima en su pajarera. Y me volvía hacia Dios para decirle: «¿Por qué no le has enseñado a hablar un lenguaje comunicable? Pues si la escucho, lejos de amarla, la haré ahorcar. Y sin embargo, hay algo patético en ella y ella se lastima las alas en la noche de su corazón, y me tiene el mismo miedo de los jóvenes zorros de las arenas a los que tendía pedazos de carne y que temblaban, mordían, y me arrancaban la carne para llevarla a sus guaridas».

—Señor -me decía ella-, no saben que soy pura.

Por cierto, yo conocía el trastorno que causaba en mi casa. Y sin embargo me sentía con el corazón traspasado por la crueldad de Dios.

«Ayúdala a llorar. Viértele lágrimas. Que fatigada de sí se recline sobre mi hombro: no hay en ella fatiga». Porque la habían enseñado mal en la perfección de su estado y me venía el deseo de libertarla. Sí, Señor, he faltado a mi papel… Porque no es una muchacha sin importancia. La que llora no es el mundo sino signo del mundo. Y la angustia le viene por no poder llegar a ser. Por verse dilapidada y quemada en humo. Náufraga en un río fluyente e imposible de contener. Llego, y me convierto en vuestra tierra y vuestro establo y soy vuestra significación. Soy la gran convención del lenguaje, y casa, y marco, y armadura.

—Escúchame primero… -le dije.

Ella también debe recibir. Y también los hijos de los hombres y principalmente aquéllos que no saben que pueden saber…

—Porque quiero guiaros de la mano hacia vosotros mismos… Soy la buena estación de los hombres.

41

He visto a los hombres dichosos o infelices, no a causa del simple dolor de un duelo o de la dicha simple (en los esponsales, por ejemplo), no por causa de la enfermedad o de la salud, pues puedo hacer que el enfermo se sobreponga dándole una noticia sorprendente y empujarlo a través de la ciudad nada más que haciendo obrar en su espíritu un cierto sentido de las cosas que llamaré victoria, por ejemplo (el más simple). Porque curo a la ciudad entera con el brillo de mis ejércitos victoriosos en el alba; y ves que se empujan y se abrazan. Y te dirás: ¿por qué no sería posible mantenerlos en tal clima, como en el clima de una gran música? Y te respondo: porque la victoria no es paisaje poseído desde lo alto de las montañas, sino entrevisto desde lo alto de las montañas cuando tus músculos te lo han construido, sino pasaje de un estado a otro. Y nada es una victoria que dura. No más vivificante. Sino que enoja y ablanda. Pues entonces no es victoria, sino simple paisaje logrado. ¿Debo, entonces, vivir en el perpetuo balanceo de la miseria y la riqueza? Y descubres fácilmente que también esto es falso: porque puedes vivir toda tu vida en la desnudez y la miseria y el cansancio, como el que perseguido por los acreedores se ahorca por fin, sin que las pequeñas alegrías o las prórrogas pasajeras le hayan pagado la usura de las noches en blanco. Así, no hay estado durable, como el de la fortuna o la victoria, si se atribuye al hombre como el forraje a un ganado.

Quiero muchachos calientes y generosos, y mujeres cuyos ojos brillen. ¿Y de dónde vienen estas cualidades? Puesto que no provienen del interior o del exterior. Y yo te respondo: vienen del gusto de la resonancia de las cosas, de las unas en las otras, ya se trate de tu caravana de guerra o de tu catedral o de tu victoria de una mañana. Pero la victoria es desayuno de una mañana. Porque esta victoria lograda tiene por fin gastar las provisiones que te matan; y si tu alegría fue viva, y sentiste tu comunidad con violencia, es porque en la tristeza de la víspera, cuando te retiraste a tu casa, o a casa de tus amigos, sumido en tu duelo y en el duelo de tus hijos, conocías esa victoria; aun en el mismo momento en que se desarrollaba. Pero el que construya una catedral que necesite cien años para ser construida, vivirá cien años con la riqueza en el corazón. Porque te acrecientas con lo que das y aumentas tu mismo poder de dar. Y si marchas a lo largo de mi año en el que construyes tu vida, hete aquí feliz ya de preparar la fiesta sin jamás prepararte provisiones. Porque lo que das antes de la fiesta para la fiesta, te acrecienta más de lo que la fiesta te dará una sola vez. Y esto mismo respecto a tus hijos que crecen. Y a tus navíos que corren el mar: se hallan amenazados, después triunfan, y con sus tripulantes abordan el día naciente. Aumenta el fervor que se nutre de sus triunfos, como aquél que no es un plagiario y que, más escribe, más forja su estilo. Pero repudiaré el de quien, bien que vivo, se arruina con sus triunfos. Porque cuanto más conozco, más quiero conocer; cuanto más dispuesto estoy a conocer, más combato el bien del prójimo y más lo pillo y más engordo devorándolo. Más me arruino en mi corazón.

Porque el hombre descubre el engaño de cada conquista cuando usa el objeto conquistado; por confundir el calor de la creación con el gusto del uso del objeto que ya no le aporta nada. Y sin embargo, es preciso someterse un día a este uso, pero entonces no interesa solamente que el uso sirva para la conquista, sino que la conquista sirve al uso. Cada uno refuerza al otro. Así con la danza misma, o con el canto, o con el ejercicio de la plegaria que crea el fervor, el cual alimenta la plegaria, o con el amor. Porque muero si cambio de estado, si no soy más movimiento y acción hacia algo. Y de la cima de tu montaña no gozarás del paisaje cuando hayas dejado de ser victoria de tus músculos y satisfacción de tu carne.

42

Les he dicho: no tengáis vergüenza de vuestros odios. Porque habían condenado cien mil a muerte. Y los condenados erraban en las prisiones elevando sobre el pecho las placas que como un ganado los distinguían de los otros. Llegué, me adueñé de las prisiones e hice comparecer a esta multitud. Y no me parece diferente a las otras. He escuchado, he oído y he mirado. Les he visto compartir su pan como los otros, y agitarse, como los otros, alrededor de los niños enfermos. Y mecerlos y velarlos. Y los he visto, como los otros, sufrir la miseria de estar solos cuando estaban solos. Y, como los otros, llorar cuando alguna, entre los muros gruesos, comenzaba a sentir esa inclinación del corazón.

Me acordé de lo que los carceleros me contaron. Y ordené que me trajeran a aquél que la víspera se había servido de su cuchillo, todo sangriento de su crimen. Y lo interrogué lo mismo. Y observaba no a él, ya decidido para la muerte, sino lo impenetrable del hombre.

Porque la vida prende o puede prender. En el hueco húmedo del peñasco se forma el musgo. Condenado de antemano, por cierto, por el primer viento seco del desierto. Pero que oculta sus semillas que no morirán ¿y quién pretenderá inútil esa aparición de verdor?

Entonces supe por mi prisionero que se habían burlado de él. Y había sufrido en su vanidad y en su orgullo. Su vanidad y su orgullo de condenado a muerte…

Y les he visto cuando hacía frío apretarse unos contra otros. Y se parecían a todas las ovejas de la tierra.

E hice comparecer a los jueces y les pregunté:

—¿Por qué están separados del pueblo? ¿Por qué llevan sobre el pecho una placa de condenados a muerte?

—Es la justicia -me respondieron.

Y yo meditaba:

«Ciertamente, es la justicia. Porque la justicia según ellos es destruir lo insólito. Y la existencia de los negros le parece injusticia. Y la existencia de las princesas si son obreros. Y la existencia de los pintores si no comprenden la pintura».

Y les respondí:

—Deseo que sea justo librarlos. Tratad de comprender. Porque de lo contrario si fuerzan las prisiones y reinan, a su vez precisarán encerraros y destruiros, y no creo que el imperio gane.

Entonces fue cuando me apareció con evidencia la locura sanguinaria de las ideas, y dirigí a Dios esta plegaria:

 

«¿Acaso estabas loco cuando les hiciste creer en su pobre balbuceo? ¡Quién les enseñará no una lengua, sino cómo servirse del lenguaje! Porque de esa terrible promiscuidad de los vocablos en un viento de palabras han sacado la urgencia de las torturas. De palabras torpes, incoherentes o ineficaces, han nacido aparatos de tortura».

Pero al mismo tiempo esto me parecía cándido y pleno del deseo de nacer.

43

Todos los acontecimientos que ya no se viven sustancialmente, son falsos. Su gloria es falsa. Como es falso nuestro entusiasmo por el vencedor.

Tales novedades son falsas pues nada subsiste de ellas.

Porque la enseñanza debe pertenecer a un marco, a una armadura. No a un contenido siempre falso.

Te mostraré un gran paisaje que poco a poco surgirá de la bruma en su conjunto y no por partes. Porque así es la verdad del escultor. ¿Cuándo has visto desprenderse la nariz, después el mentón, luego la oreja? La creación es siempre imagen que se ve de una vez y no poco a poco. Éste es trabajo de la multitud que rebulle sobre la imagen creadora y comenta y actúa y construye alrededor.

44

Me llegó la tarde en que debía descender de mi montaña sobre la vertiente de las generaciones nuevas, de las que no conocía ningún rostro, cansado por adelantado de las palabras de los hombres, sin hallar ya en el ruido de su ajetreo, ni en el de sus yunques el canto de sus corazones -y vacío de ellos como si ya no conociera su lengua, e indiferente a un porvenir que en adelante ya no me concernía, enterrado, me parecía. ¡Cómo me desesperaba de mí, murado detrás de ese pesado muro de egoísmo! «Señor -decía a Dios-, te has retirado de mí por esto abandono a los hombres». Y me preguntaba qué me había decepcionado en su comportamiento.

Sin necesidad de solicitarles con manejos lo que sea, ¿para qué cargar con nuevos rebaños mis palmares? ¿Para qué aumentar mi palacio con nuevas torres cuando ya arrastraba mi manto de sala en sala como un navío en la espesura de los mares? ¿Para qué alimentar otros esclavos cuando ya siete u ocho se mantenían en cada puerta como pilares de mi morada? Me cruzaba con ellos a lo largo de los corredores, borrados contra el muro por mi pasaje, al ruido de mi traje. ¿Para qué capturar otras mujeres cuando estaban ya encerradas en mi silencio, por haber aprendido a no escuchar para poder oír? Porque había asistido a su sueño, una vez cerrados los párpados y los ojos aprisionados en esos terciopelos… Las dejaba entonces, lleno del deseo de subir a la torre más alta, templada en las estrellas, y recibir de Dios el sentido de su sueño; porque entonces duermen el vocerío, los pensamientos mediocres, las habilidades degradantes, y las vanidades que les vuelven al corazón con el día, cuando se trata exclusivamente de prevalecer sobre la compañera y de destronarla en mi corazón. (Pero si olvidaba sus palabras, quedaba sólo un juego de pájaro y la dulzura de las lágrimas…).

45

La tarde en que descendía de mi montaña por la vertiente donde ya no conocía a nadie, como un hombre enterrado por ángeles mudos, me llegó el consuelo de envejecer. Y de ser un árbol cargado de sus ramas, endurecido por nudos y arrugas, y como embalsamado por el tiempo en el pergamino de mis dedos, y tan difícil de herir como si ya me hubiera transformado en mí mismo. Y me decía: « Al que ha envejecido de esta manera, ¿cómo podrá espantarlo el tirano con el olor de los suplicios, que es olor a leche agria, y cambiar en él lo que sea, puesto que tiene su vida detrás de él, como un manto deshecho que sólo se tiene por un cordón? Así estoy registrado en la memoria de los hombres. Y ninguna denuncia de mi parte tendrá ya sentido».

Entonces me consoló verme desligado de mis trabas, como si en lo invisible toda esa carne resecada se me hubiera transformado en alas. Como si me paseara, al fin nacido de mí mismo, en compañía del arcángel que tanto había buscado. Como si, al abandonar mi vieja envoltura, me descubriera extraordinariamente joven. Y esta juventud no estaba hecha de entusiasmo, ni de deseo; sino de una extraordinaria serenidad. Esta juventud era de ésas que abordan la eternidad, no de aquéllas que abordan al alba los tumultos de la vida. Era de espacio y de tiempo. Me parecía que al acabar de transformarse había alcanzado un ser eterno.

Era, asimismo, semejante a aquél que ha recogido en el camino una muchacha apuñalada. La lleva en sus brazos nudosos deshecha y abandonada como una carga de rosas, dulcemente dormida por un relámpago de acero, y casi sonriente de apoyar su frente blanca sobre el hombro alado de la muerte, que sin embargo, la conduce a la llanura donde moran los únicos que la curarán.

«Maravillosa durmiente que llenaré con mi vida, porque ya no me intereso en las vanidades, ni en las cóleras, ni en las pretensiones de los hombres, ni en los bienes que puedan tocar por herencia, ni en los males que puedan golpearme, sino en aquello en lo cual me cambio; y he aquí que transportando mi carga hacia los curadores de la llanura, me transformaría en luz de los ojos, en mechón de cabellos sobre una frente pura y si, una vez curada, le enseño la plegaria, el alma perfecta la hará mantenerse derecha como un tallo de flor, bien sostenido por sus raíces…».

No estoy encerrado en mi cuerpo que cruje como una vieja corteza. En el curso de mi lento descenso por la vertiente de la montaña me parece arrastrar como un largo manto todas las pendientes y todas las llanuras, y, aquí y allá, salpicadas, las luces de mis moradas a la manera de estrellas de oro. Me doblo por el peso de mis dones, como un árbol.

Mi pueblo duerme; te bendigo, duerme aún.

¡Cuánto tarda el sol en arrojaros de la noche tierna! Que mi ciudad tenga aún el derecho de reposar antes de ensayar en el amanecer sus élitros para el trabajo. Que aquéllos a los que el mal ha golpeado ayer, y que acuden a la ayuda de Dios, esperen todavía antes de retomar como una carga el duelo o la miseria o la condenación o la lepra que acaba de estallar. Que permanezcan aún en el seno de Dios, todos perdonados, todos acogidos.

Soy yo quien los tomará a su cargo.

Velo sobre ti, pueblo mío; duerme aún.

46

Pesa sobre mi corazón el peso del mundo como si gravitara sobre mí. En la soledad, apoyándome contra un árbol y cruzando los brazos sobre el pecho en el viento de la tarde, recibo como rehén a los que por haberlo perdido tenían necesidad de encontrar en mí su significado. Así ha perdido su significado la simple madre cuyo niño murió. Se mantiene delante del hoyo como un pasado en lo sucesivo inútil. Se había convertido en bosque de bejucos alrededor de un árbol floreciente que de pronto es sólo un árbol muerto. ¿Y qué haré yo, se dice, de mis bejucos? ¿Y qué haré yo de mi leche cuando afluya?

Y pesa sobre mí aquél a quien toca la lepra como un fuego lento y que se halla separado de la comunidad de los hombres y no sabe qué hacer con los impulsos de su corazón, ejercitados lentamente en él. O bien uno que conoces y que habita su propio cáncer y que había comenzado mil trabajos que exigían de él que viviera largo tiempo semejante a un árbol que hubiera pacientemente instalado toda la red de sus raíces y se descubre de pronto centro de prolongaciones inútiles, como falsa puerta sobre el mundo. O como aquél cuyo granero ha ardido, o el cincelador que pierde su mano derecha. O todo hombre del que se extinguen los ojos.