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100 Clásicos de la Literatura

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Porque detesto la facilidad y no es hombre quien no se opone. Sino hormiguero donde Dios ya no se inscribe. Hombre sin levadura. Y he aquí el milagro que se me mostró en mi prisión. Más fuerte que tú, que yo, que todos nosotros, que mis carceleros y mis puentes levadizos y que mis murallas. He aquí, pues, el enigma que me atormentaba, el mismo del amor, cuando, desnuda, la tenía sumisa. Grandeza del hombre y sin embargo, su pequeñez, porque lo sé grande en la fe y no en el orgullo de su rebeldía.

30

Así me pareció que el hombre no era digno de interés cuando, no solamente era incapaz de sacrificio, de resistir a las tentaciones y de aceptar la muerte -porque entonces ya no tiene forma-, sino que, de igual modo, fundido en la masa, sufría sus leyes. Porque esto sucede con el jabalí o el elefante solitario y con el hombre en su montaña, y la masa debe permitir su silencio a cada uno y no reducirlo a él por rencor a que se parece al cedro, cuando domina la montaña.

Aquel que me viene con su lengua para asir y expresar al hombre con la lógica de su exposición me parece semejante al niño que se instala a los pies del Atlas con su balde y su pala y hace el proyecto de tomar la montaña y transportarla a otra parte. El hombre es lo que es, no lo que se expresa. Por cierto, el fin de toda conciencia es expresar lo que es; pero la expresión es obra difícil, lenta y tortuosa, y el error consiste en creer que aquello no puede ser enunciado. Porque enunciar es concebir en el mismo sentido. Pero es débil la parte del hombre que hasta hoy aprendí a concebir. Pues lo que he concebido un día existía lo mismo la víspera, y me engaño si imagino que lo que no puedo expresar del hombre no es digno de ser considerado. Porque tampoco expreso la montaña, sino que la significo. Pero confundo significar y asir. Significo para quien conoce, pues si la ignoraba, ¿cómo podría transmitirle esta montaña con su grieta de piedras rodantes y sus pendientes de lavanda y su cima, almenada, en las estrellas?

Y sé cuando ella no es fortaleza desmantelada o barca sin dirección cuya cuerda se desata a gusto de uno para conducirla adonde se quiera, sino existencia maravillosa, con las leyes de su gravitación interna y sus silencios más majestuosos que el silencio de la maquinaria de las estrellas.

Así, pues, se me planteó el litigio dominante de admirar en mí al hombre sometido y al hombre irreductible que muestra lo que es. Sabiendo comprender el problema, pero no formularlo. Porque aquéllos regidos por la disciplina más dura y que a un signo mío, aceptan la muerte, los mismos que mi fe imanta, pero tan endurecidos en su disciplina que puedo, en su presencia, injuriarlos y someterlos como a niños, y que, por el contrario, dejados a la aventura y lanzados contra los otros, muestran el temple del acero y la cólera sublime y el coraje en la muerte.

He comprendido que eran dos aspectos del mismo hombre. Y que a aquél que admiramos como a la semilla irreductible, o a aquélla imposible de someter, y ausente en mis brazos como un navío en alta mar, a aquél que yo llamo un hombre, porque no transige, ni pacta, ni hace componendas, ni se deshace de una parte de sí, por habilidad o codicia o cansancio, a aquél que puedo aplastar bajo la muela del molino sin hacer brotar el aceite del secreto, a aquél que lleva en su corazón ese duro carozo de olivo, a aquél que no admito que sea constreñido por la multitud o el tirano, transformado en diamante en el corazón, siempre le he descubierto esa otra faz. Y sometido, y disciplinado y respetuoso y pleno de fe y de abandono, hijo prudente de una raza espiritual y depositario de sus virtudes…

Pero aquéllos a quienes llamaba libres y que decidían en todo por sí mismos, e inexorablemente solos, a aquéllos que no son gobernados, falta el viento en su arboladura y sus resistencias son siempre caprichos incoherentes.

Así, yo que odio ese ganado y al hombre vaciado de su sustancia, y sin patria interior, y que no quiero ni como jefe ni como maestro castrar a mi pueblo y cambiarlo en hormigas ciegas y obedientes, he comprendido que mediante mi sujeción podía y debía vivificarlo, y no perderlo. Y que su dulzura en mi iglesia y su obediencia y su asistencia a los otros no eran las de un bastardo; porque sólo él puede servirme en los límites de mi imperio de piedra angular. Porque nada hay que esperar de uno, sino, sólo de la maravillosa colaboración del uno a través del otro…

Así, al que aplastaba el peso de las murallas y por quien vigilaban los centinelas, que yo podía crucificar sin que abjurara, aquél del que sólo se obtendría una risa despreciativa bajo la prensa de mis verdugos, sería juzgado erróneamente si viera en él un refractario. Porque su poder le viene de otra religión, es otra faz suya, tierna. Otra imagen de él, la de un hombre que se sienta, y escucha con las manos sobre las rodillas, con su sonrisa cándida, y hay pechos que le dieron a beber su leche. Así comió aquella cautiva en mi torre y que marcha de uno a otro lado en la jaula del horizonte, y no puede ser violada ni tomada, y no dirá la palabra de amor que se le solicita. Y que es, simplemente, de otra comarca, de otro incendio, de una tribu lejana, y plena de su religión. Y, fuera de la conversión, no sabría conseguirla.

Odio ante todo a los que no son. Raza de perros que se creen libres porque son libres de cambiar de parecer, de renegar (¿y cómo sabrán que reniegan si son jueces de sí mismos?), libres de trampear y de perjurar y de abjurar y a los que hago cambiar de parecer, si tienen hambre, nada más que mostrándoles el comedero.

Así fue la noche de esponsales y del condenado a muerte. Y tuve así el sentimiento de la existencia. Guardad vuestra forma, sed permanentes como la roda, y lo que tomáis del exterior cambiadlo en vosotros mismos a la manera del cedro. Yo soy el marco y la armadura y el acto creador del que nacéis; es preciso, ahora, como el árbol gigante que desarrolla su ramaje y no los ramajes de otro árbol, forma sus agujas o sus hojas, no las de otro, crecer y estableceros….

Pero llamaré rocalla a todos los que viven de los hechos de los otros y que, como el camaleón, se colorean con sus colores, aman de donde vienen los presentes, y gustan de las aclamaciones y se juzgan en el espejo de las multitudes: porque no se los encuentra, porque no están, como una ciudadela, cerrados sobre sus tesoros y no delegan de generación en generación su santo y seña, sino que dejan crecer sus niños sin amasarlos. Y se multiplican como hongos en el mundo.

31

Ésos vinieron a hablarme de la comodidad y recordé a mi ejército. Sabiendo cuántos esfuerzos cuesta el equilibrio de la vida, a pesar de que la vida esté ausente cuando se lo ha logrado.

Y por esto amaba la guerra que tiende a la paz. Con su arena tibia y pacífica, y su arena virgen cargada de víboras, y sus lugares inviolados y sus resguardos. Y he meditado mucho acerca de los niños que juegan y transfiguran sus guijarros blancos; he aquí, dicen, un ejército en marcha, allá rebaños; pero el que pasa y ve sólo piedras no conoce la riqueza de sus corazones. Así el que vive del alba, y en el hielo del sol se sumerge en las abluciones de agua fría, y después se calienta en la luz de las primeras horas del día. O simplemente aquél que va al pozo, cuando tiene sed, y tira él mismo de la cadena rechinante, y alza el balde pesado sobre el brocal y conoce así el canto del agua y todas sus músicas vocingleras. Su sed, pues, ha llenado de significado su marcha y sus brazos y sus ojos, y sale de este paseo del hombre que tiene sed hacia el pozo, como de un poema; mientras los otros mandan al esclavo, y el esclavo lleva el agua a sus labios y no conocen el canto. Su comodidad es ausencia: no han creído en el sufrimiento, y la alegría no los quiere.

Esto mismo he observado en el que escucha música y no siente la necesidad de penetrarla. Que se hace llevar a la música como en una litera y no quiere marchar hacia ella, que renuncia al fruto, cuya corteza es amarga. Pero yo le digo: no hay fruto si no hay corteza. Y confundís la dicha con vuestra ausencia. Porque el que es rico ya no aprovecha de sus riquezas y tales riquezas son vanas. Y no hay paisaje descubierto de lo alto de las montañas si nadie ha trepado la cuesta, porque ese paisaje no es espectáculo, sino dominación. Y si te han llevado a lo alto en la litera no ves sino ordenamiento de cosas más o menos sosas, pero ¿cómo las espesarías con tu sustancia? Porque el paisaje, para el que se cruza de brazos con satisfacción, es mezcla de jadeo y de reposo de los músculos después del esfuerzo, y del azulamiento de la tarde, y es también contento del orden establecido; pues cada uno de sus pasos ha ordenado un poco los ríos, alineado esas cimas, reajustado la arenilla del pueblo. Ese paisaje ha nacido de él, y la alegría que en él descubro es la misma alegría del niño que al alinear sus guijarros ha construido su ciudad y se maravilla, la llena de él. Pero ¿qué niño será feliz al mirar un montón de piedras que no es sino espectáculo sin esfuerzo?

Los he visto, aquéllos que padecieron de sed, la sed, el celo del agua, más dura que la enfermedad, porque el cuerpo conoce su remedio y lo exige como exigiría a la mujer, y ve beber en sueños a los otros. Porque se ve a la mujer que sonríe a los otros. Nada tiene sentido si no mezclo en ello mi cuerpo y mi espíritu. No hay aventura si no me comprometo en ella. Mis astrólogos, si observan la vía láctea, causa de sus noches de estudios, descubren el gran libro cuyas páginas crujen soberbiamente cuando se las vuelve, y adoran a Dios por haber llenado el mundo con una médula tan punzante para el corazón.

Os lo digo: No tenéis derecho de evitar un esfuerzo sino en nombre de otro esfuerzo, pues debéis engrandeceros.

 

32

Ese año murió el que reinaba al este de mi imperio. Aquel que había combatido duramente. Comprendí, después de tantas luchas, que me apoyaba en él como contra un muro. Me acuerdo aún de nuestros encuentros. Se alzaba una tienda púrpura en el desierto que permanecía vacío y nos reuníamos en esta tienda, manteniendo a distancia los ejércitos, pues es malo que los hombres se mezclen. La multitud no vive sino en su vientre. Y todo dorado se agrieta. Así, nos observaban celosamente apoyados en la caución de sus armas, y sin enternecerse con enternecimiento fácil. Porque tenía razón mi padre cuando decía: «No debéis buscar al hombre en su superficie, sino en el séptimo piso de su alma y de su corazón y de su espíritu. Si no, al buscaros en vuestros movimientos más vulgares, verteréis inútilmente la sangre».

Fue así como logré comprenderlo: despojado y murado en una triple muralla de soledad que lo alcanzaba. Uno frente al otro, nos sentábamos en la arena. No sé quién, si él o yo, era entonces más poderoso. Pero en esta soledad sagrada el poder se transformaba en mesura. Porque nuestros gestos conmovían el mundo; pero nosotros los mesurábamos. Discutíamos entonces de pastoreos. «Tengo veinticinco mil bestias -me decía- que mueren. Ha llovido en tu zona». Pero yo no podía tolerar que trajesen sus costumbres extranjeras y la duda que corrompe. ¿Cómo recibir en mis tierras tales pastores de otro universo? Y le respondía: «Tengo veinticinco mil criaturas que deben aprender sus plegarias y no las de otros, pues de lo contrario no tendrán forma…». Y las armas decidían entre nuestros pueblos. Y éramos semejantes a dos mareas que van y vienen. Y si ninguno de nosotros avanzaba, aunque pujáramos con toda nuestra fuerza contra el otro, era porque estábamos en nuestro apogeo por haber endurecido a nuestro enemigo con su derrota. «Me has vencido; me has vuelto, pues, más fuerte».

No es que despreciara su grandeza. Ni los jardines colgantes de su capital. Ni los perfumes de sus mercaderes. Ni la orfebrería delicada de sus cinceladores. Ni sus grandes diques para las aguas. El hombre inferior inventa el desprecio porque su verdad excluye a las otras. Pero nosotros, que sabemos que las verdades coexisten, no nos creemos disminuidos reconociendo las del otro, aunque ella constituya nuestro error. El manzano, que yo sepa, no desprecia la vid, ni la palmera al cedro. Pero cada uno se endurece cuanto puede y no mezcla sus raíces. Y salva su forma y su esencia, pues hay en ellas un capital inestimable que no conviene bastardear.

-El cambio verdadero -me decía- es el cofre de perfumes o la semilla o esta presencia de cedro joven que llena tu casa del perfume de la mía. O quizá mi grito de guerra cuando te llega de mis montañas. O quizá de un embajador, si ha sido educado largo tiempo y formado y endurecido, y que a la vez te rechaza y te acepta. Porque te rechaza en tus estados inferiores. Pero te reconoce allá donde al hombre se le estima por encima de su odio. La sola estima que vale es la estima de un enemigo. Y la estima de los amigos no vale sino cuando dominan sus reconocimientos y sus agradecimientos y todos sus movimientos vulgares. Si mueres por tu amigo te prohíbo enternecerte…

Así, mentiría si dijera que tenía en él a un amigo. Y sin embargo, nos encontrábamos con una profunda alegría; pero es aquí donde descarrilan los vocablos a causa de la vulgaridad de los hombres. La alegría no era en absoluto por él, sino por Dios. Nuestros encuentros eran piedras angulares. Y nada teníamos que decirnos.

Que Dios me perdone por haber llorado cuando murió.

Conocía muy bien la imperfección de mi miseria. Si lloro, me decía, es que todavía no soy suficientemente puro. Y lo imaginaba, si hubiera sabido mi muerte, entrando simplemente en la noche de un territorio. Y contemplando esa gran oscilación del mundo con el mismo ojo que el crepúsculo. O al que se ahoga, cuando cambia el mundo bajo el espejo durmiente de las aguas. «Señor -habría dicho a su Dios-, es de noche o de día según tu voluntad. Pero ¿qué se ha perdido de esta gavilla hecha, de esta época concluida? He sido». Y me hubiera encerrado en su calma inefable. Pero yo no era lo bastante puro y no tenía aún suficiente sentido de lo eterno. Y, como las mujeres, experimentaba esa melancolía de superficie, cuando el viento de la tarde marchita las rosas de mis vivientes rosedales. Porque me marchita en mis rosas. Y me siento morir en ellas.

A lo largo de la vida había enterrado a mis capitanes, había depuesto mis ministros, había perdido mis mujeres. Había dejado tras de mí cien imágenes de mí mismo como la serpiente deja su piel. Pero, sin embargo, como vuelve el sol, que es medida y péndulo del día, o el verano, que mide las oscilaciones del año, de encuentro en encuentro, de tratado en nuevo tratado, mis hombres alzaban la tienda vacía en el desierto. Y allí nos reuníamos. Y de este modo continuaba la costumbre solemne y esa sonrisa de pergamino y esa calma junto a la muerte. Y ese silencio que no es del hombre, sino de Dios.

Pero he aquí que quedaba solo, único responsable de todo mi pasado y sin testigo que me hubiera visto vivir. De todos esos actos que había desdeñado exponer a mi pueblo, pero que él, mi vecino del este, había comprendido, de todas esas luchas interiores, de las que no hice espectáculo, pero que él había adivinado en su silencio. De todas esas responsabilidades que me habían aplastado y que todos ignoraban porque era mejor que creyesen en mi despotismo, pero que él, mi vecino del este, había pesado, nunca compasivo, ora por encima, ora más allá, estimando de distinto modo que yo. Y he aquí que se había dormido en la púrpura de la arena, cubriéndose con la arena como un sudario digno de él, he aquí que se había callado, he aquí que había comenzado esa sonrisa melancólica y llena de Dios que acepta el haber anudado la gavilla, con los ojos entornados sobre su provisión. ¡Ah! ¡Cuánto egoísmo en mi confusión! Yo, tan débil, dando importancia a la trayectoria de mi destino, cuando no la tiene, midiendo el imperio a mi medida en lugar de fundirme en el imperio, y descubriendo que mi vida personal había desembocado en esta cima, como un viaje.

He conocido en mi vida, esa noche, la línea de partición de las aguas que descienden por una ladera después de haber escalado lentamente la otra, sin reconocer ya a nadie, viejo por primera vez, y sin rostros familiares, e indiferentes a todos porque me tornaba indiferente para mí mismo, después de haber dejado sobre la otra ladera todos mis capitanes, todas mis mujeres, todos mis enemigos y quizá mi único amigo; solitario en adelante en un mundo habitado por poblaciones que ya no conocía.

Pero supe recobrarme. «He roto, pensaba, mi última corteza y tal vez llegue a ser puro. No era yo tan grande, puesto que me consideraba. Y esta prueba me ha sido enviada pues me ablandaba Porque me henchía con los bajos movimientos de mi corazón. Pero sabré colocar a la altura de su majestad a mi amigo muerto y no lo lloraré. Simplemente, él habrá sido. Y la arena me parecerá más rica, puesto que a menudo, a lo largo de ese desierto, lo he visto sonreír. Y la sonrisa que me dirigen todos los hombres se aumentará para mí con esta sonrisa particular. Esa sonrisa particular enriquecerá todas las sonrisas. Porque veré en el hombre el esbozo que ningún tallador de piedras ha sabido desprender de su ganga; pero a través de esta ganga, conoceré mejor el rostro del hombre, puesto que habré considerado a uno directamente en los ojos.

”Retorno de mi montaña, no tengas miedo, pueblo mío, he anudado el hilo nuevamente. Estaba mal que tuviese necesidad de un hombre. La mano que me ha curado y cosido se ha borrado, no la costura. Redesciendo de mi montaña y me cruzo con ovejas y corderos. Los acaricio. Estoy solo en el mundo delante de Dios; pero, acariciando a los corderos que abren las fuentes del corazón, no tal cordero, sino a través de él la debilidad de los hombres, yo os vuelvo a hablar».

En cuanto al otro, lo he establecido y nunca reinó mejor. Lo he establecido en la muerte. Y todos los años se alza la tienda en el desierto mientas mi pueblo reza. Mis ejércitos pesan sobre sus armas, los fusiles están cargados, los caballeros circulan para patrullar el desierto y se corta la cabeza al que se aventura en la comarca. Y yo avanzo solo. Y levanto la tela de la tienda y entro y me siento. Y el silencio se hace sobre la tierra.

33

Y ahora que me atormenta este dolor sordo en mis riñones, que mis médicos no saben curar, ahora que soy como un árbol del bosque bajo el hacha del leñador, y que Dios ha de abatirme a mi vez como a una torre gastada, ahora que mis despertares no son ya despertares de veinte años y descanso de los músculos y vuelo aéreo del espíritu, he hallado mi consuelo, que consiste en no sufrir por esos anuncios que se difunden por mi cuerpo y en no sentirme herido por sufrimientos mezquinos y personales, encerrados en mí y a los que los historiadores del imperio no concederán tres líneas en sus crónicas; porque poco importa que mi diente se afloje y que me lo arranquen, y sería miserable de mi parte esperar la menor piedad. Por el contrario, la cólera me invade si pienso en ello. Porque esas resquebrajaduras de la corteza son del vaso, no del contenido. Y me cuentan que mi vecino del este, cuando fue atacado de parálisis y un costado se le volvió frío y muerto, al transportar consigo ese hermano siamés que no reía más, no perdió nada de su dignidad, sino que salió airoso de ese aprendizaje. Y a los que lo felicitaban por su entereza de ánimo respondía con desprecio que se equivocaban acerca de su persona, y que ese género de homenajes debieran conservarlos para los boticarios de la ciudad. Porque aquél que reina, si no reina primero sobre su propio cuerpo, es sólo un usurpador ridículo. ¡No hay decadencia para mí, sino, sin duda, alegría maravillosa, por liberarme hoy un poco mejor!

¡Ah, vejez del hombre! Sin duda no reconozco nada en la otra pendiente de la montaña. El corazón pleno de mi amigo muerto. Y, considerando los pueblos con un ojo secado por el duelo, esperando ser tomado otra vez por el amor, como por una marea.

34

Consideraba de nuevo esta ciudad que se iluminaba en la tarde. Un rostro blanco, a veces azul, con sus luces como empolladas, alumbrando por dentro las moradas. Y la estructura de sus calles. Y su silencio que comenzaba, porque se hacía en ella el silencio que llega hasta las rocas submarinas. Y como admirara el dibujo de las calles y plazas y aquí y allá esos templos como graneros espirituales, y alrededor esa vestimenta sombría de la colina, me vino la imagen, a pesar de la carne de la que estaba plena, de una planta seca, cortada de sus raíces. Se me presentó la imagen de graneros vacíos. No había ya allí un ser vivo del que cada parte resonara sobre la otra; no existía ya allí un corazón anudando la sangre para volcarla en toda la sustancia; no había ya una carne única, capaz de regocijarse junta los días de fiesta, capaz de formar un campo único. No había sino parásitos instalados en las conchas de otros, descansando cada uno en su prisión y no colaborando. No era ya una ciudad, sino una corteza de ciudad llena de muertos que creían vivir. Me decía: «He aquí un árbol que se va a secar. He aquí un fruto que va a podrirse. He aquí el cadáver de una tortuga en su caparazón». Y me pareció evidente que mi ciudad necesitaba llenarse nuevamente de savia. Era preciso volver a ligar al tronco nutricio todas las ramas. Era preciso llenar los graneros y las cisternas con sus provisiones de silencio. Y era preciso que lo hiciese yo; si no, ¿quién amaría a los hombres?

35

Así sucedía con la música que yo escuchaba. Y que ellos no podían comprender. Y se me planteó este simple litigio: o bien les haces escuchar cantos que comprenden -y no progresan-, les enseñas una ciencia que comprenden -y no ganan nada-, les encierras en los usos que practican después de mil años y no nacerá de ellos un árbol que al crecer elabore frutos y flores nuevas -pero que en cambio será plegaria serena, sabiduría y sueño del Dios-; o bien, por el contrario, marchando hacia el porvenir empujas y los sobresaltas y los fuerzas a desembarazarse de sus costumbres, y pronto sólo conduces un rebaño de inmigrantes que se ha vaciado de patrimonio. Un ejército que acampa siempre; pero que no asienta jamás sus cimientos.

Pero toda ascensión es dolorosa. Toda muda es sufrimiento. Y no penetro en esta música si primero no sufro. Pues es sin duda el fruto mismo de mi sufrimiento y no creo en aquéllos que se alegran de las provisiones amasadas por otros. No creo que baste sumergir los hijos de los hombres en el concierto o el poema o el discurso para otorgarles la beatitud y la gran embriaguez del amor. Porque, ciertamente, el hombre está facultado para el amor; pero lo está también para el sufrimiento. Y para el tedio. Y para un mal humor desagradable como el de un cielo lluvioso. Y aun para los que sabrían gustarlo, el poema es sólo alegría por él mismo; porque de otra manera jamás estarían tristes. Se encerrarán en el poema y se divertirán, sin crear nada. Mas el hombre está hecho de tal modo que sólo se regocija de las cosas que crea. Y ha precisado, para gustarles, escalar el poema. Pero al igual que el paisaje descubierto en la cima de las montañas, se gasta pronto en el corazón y no tiene sentido si no es una construcción de la fatiga, una disposición de los músculos, y que bien pronto, una vez repuesto y ávido de marcha, el mismo paisaje te hace bostezar y nada tiene que mostrarte, lo mismo pasa con el poema que no ha nacido de tu esfuerzo. Porque incluso el poema del otro es producto de tu esfuerzo, de tu ascensión interior; los graneros forman sólo sedentarios que carecen de la calidad del hombre. No dispongo del amor como de una reserva: es, primero, ejercicio de mi corazón. Y no me sorprende: que haya tantos que no comprendan el dominio, el templo, o el poema, o la música y, sentándose a contemplarlo, dicen: «¿Qué hay en ellos sino disparidad más o menos rica? Nada hay que merezca gobernarme». Ésos, como ellos dicen, son razonables, escépticos y llenos de ironía, que no pertenece al hombre sino al cangrejo. Porque el amor no te ha sido dado por el rostro, como la serenidad no es el resultado del paisaje, sino de tu ascensión vencida. Sino de la montaña dominada. Sino de tu establecimiento en el cielo.

 

Así sucede con el amor. Porque la ilusión es lo que se encuentra cuando se descubre. Y se equivoca el que yerra en la vida para hacerse conquistar, conociendo por cortas fiebres el gusto del tumulto del corazón y soñando encontrar la gran fiebre que lo envolverá toda la vida, cuando ella es sólo, por la delgadez de su espíritu y la pequeñez de la colina que ha vencido, una débil victoria de su corazón.

De igual modo, el amor no es reposo si no se transforma día a día como la maternidad. Pero tú quieres sentarte en tu góndola y que el canto de gondolero en el que te transformas, dure toda la vida. Y te equivocas. Porque es sin significado lo que no es ascensión o pasaje. Y si te detienes, sólo hallas el tedio, pues el paisaje ya nada tiene que enseñarte. Y apartarás a la mujer cuando eres tú el primero que deberían apartar.

Por esto jamás me ha impresionado el argumento del incrédulo y del lógico cuando me decían: «Muéstranos, pues, el dominio, el imperio de Dios; porque veo y toco las piedras y los materiales y creo en las piedras y en los materiales que toco». Jamás he pretendido instruirlos con la revelación de un secreto demasiado descarnado para ser formulado. Lo mismo que no los puedo transportar sobre la montaña a fin de descubrirles la verdad de un paisaje que no será para ellos victoria, ni puedo hacerles gustar la música que antes no han vencido. Se dirigen a mí para ser enseñados sin esfuerzo, como otros buscan la mujer que depositará en ellos el amor. Y eso no está en mi poder.

Yo los tomo y los encierro y los atormento con el estudio, sabiendo bien que lo que es fácil es estéril por esta misma razón. Y mido la importancia del trabajo en la torsión y en el sudor. Y por esto he reunido a los maestros de mis escuelas y les he dicho: «No os equivoquéis. Os he confiado los hijos de los hombres no para pesar más adelante la suma de sus conocimientos, sino para regocijarme de la calidad de su ascensión. Y no me interesa aquél de vuestros discípulos que haya conocido, llevado en litera, mil cimas de montañas y así observado mil paisajes, porque en primer lugar no conocerá uno solo verdaderamente, y luego, porque mil paisajes no constituyen más que una partícula de polvo en la inmensidad del mundo. Me interesará sólo el que haya ejercitado sus músculos en la ascensión de una montaña, aunque sea la única, y así estar capacitado para comprender todos los paisajes por venir y, mejor que el otro, vuestro falso sabio, los mil paisajes que le han enseñado.

”Y si quiero que nazca el amor, fundaré el amor en él por el ejercicio de la plegaria».

Su error proviene de que han visto que aquél que ha ejercitado el amor descubre el rostro que lo exalta. Y creen en la virtud del rostro. Y de que comprueban que el que ha dominado al poema es exaltado por el poema, y creen en la virtud del poema.

Pero yo les repito aún: cuando digo montaña, significo montaña para ti, que te has desgarrado en sus zarzas, saltando sus precipicios, sudando contra sus piedras, cogido sus flores y respirado finalmente a pleno aire en su cumbre. Yo señalo pero no impongo nada. Y cuando digo «montaña» a un boticario gordo, no agrego nada a su corazón.

Y no es porque muera la eficacia del poema por lo que ya no hay poemas. Porque muera la eficacia del rostro que ya no hay amor. Y la eficacia de Dios que ya no hay en el corazón del hombre tierras arables, prisioneras de su noche, de las que el arado hará alzarse cedros y flores.

Porque he escuchado con verdadera atención las relaciones entre los hombres y he descubierto claramente los peligros de la inteligencia: la que cree que el lenguaje aprisiona. Y las respuestas en las disputas. Pues no es por vía del lenguaje que transmitiré lo que está en mí. Lo que está en mí no se puede decir con una palabra. No puedo significarlo sino en la medida que lo entiendes por otros caminos distintos a la palabra. Por el milagro del amor o porque, nacido del mismo dios, tú te me asemejas. De otra manera tiro por los cabellos al mundo sumergido en mí. Y, al azar de mi torpeza, muestro éste o aquel único aspecto, como de esa montaña que expreso bien, al querer identificarla, diciendo que es alta. Mientras que ella es muy otra cosa; y como si hablara yo de la majestad de la noche cuando se tiene frío en las estrellas.

36

Cuando escribes, cargas un navío. Mas pocos navíos arriban. Naufragan en el mar. Hay pocas frases que continúan su resonancia a través de la historia. Porque quizá he querido significar mucho; pero aprisionado poco.

Y aun este problema: Importa enseñar a asir más que a identificar. Importa enseñar a erigir las operaciones de captura. Aquél que me muestras, ¿qué me importa lo que sabe? Tanto como el diccionario. Sino lo que es. Y aquél ha escrito su poema y lo ha llenado con su fervor, pero nada ha conseguido de su pesca. Nada ha traído de las profundidades. Me ha señalado la primavera, pero no la ha creado en mí, en la medida en que hubiera podido nutrir mi corazón.

Y yo escuchaba a lógicos, historiadores y críticos, advertir que la obra, cuando es fuerte, se expresa por el plan; porque se convierte en plan lo que es fuerte. Y si en un comienzo se me presenta un plano de la ciudad, es que mi ciudad está expresada y que está hecha. Mas no es él quien funda la ciudad.

37

Mientras tanto, consideraba a mis bailarinas, a mis cantantes y a las cortesanas de mi ciudad. Se hacían construir literas de plata y, cuando se aventuraban en algún paseo, eran precedidas por emisarios que se encargaban de anunciar su paso a fin de que la multitud se reuniera. Entonces separaban el velo de seda del rostro, cuando los aplausos las habían excedido suficientemente y alzado de un sueño frágil; y se dignaban acceder al deseo de la plebe inclinando el blanco rostro hacia su amor. Sonreían modestamente, en tanto que los voceros cumplían su oficio con celo, porque eran azotados por la noche si la multitud no había forzado por la tiranía de su amor la modestia de la bailarina.