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100 Clásicos de la Literatura

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Pero yo digo: está bien que se favorezca en la ciudad la génesis de las dinastías. Y si de un pequeño grupo salen mis curadores, pero disponiendo de una herencia completa y no solamente de algunas palabras, dispondré al fin de cuentas de curadores de más genio que si extiendo mi selección a todo mi pueblo y comprendo a los hijos de los soldados y de los molineros. Y no es que yo perjudique a las vocaciones porque ese tronco formara un nudo tan duro que no me permitirá injertar ramas extranjeras. Y mi dinastía absorberá y transformará en sí misma los alimentos nuevos que las vocaciones la suministrarán.

Porque una vez más me fue enseñado que la lógica mata la vida. Y que no contiene nada de sí misma…

Pero se han engañado acerca del hombre los hacedores de fórmulas. Y han confundido la fórmula que es sombra plana del cedro con el cedro en su volumen, su peso, su color, su carga de pájaros, y su follaje, que no sabrían expresarse o afianzarse en el débil viento de las palabras…

Porque confunden la fórmula que designa con el objeto designado.

Así me pareció que era vano y peligroso prohibir las contradicciones. Así respondí a mis generales, que venían a hablar del orden, pero confundían el orden, que es potencia, con el arreglo de los museos.

Porque yo digo que el árbol es orden. Pero orden aquí es unidad que domina lo dispar. Porque esta rama soporta un nido y esta otra no lo soporta. Porque ésta soporta su fruto y esta otra no lo soporta. Porque ésta se levanta hacia el cielo y esta otra se inclina hacia el suelo. Pero mis generales están sometidos a la imagen de revistas militares y dicen que están en orden solamente los objetos que no difieren unos de otros. Así, si les dejara hacer, perfeccionarían los libros santos que muestran un orden que es sabiduría de Dios, poniendo en orden los caracteres que el primer recién nacido vería mezclados. Así, las aes juntas, las bes juntas, las ces juntas…, y de esta manera dispondrían de un libro bien ordenado. Un libro para generales.

¿Y cómo soportarían lo que no puede formularse o no ha sido todavía? ¿O que contradice alguna otra verdad? ¿Cómo sabrían que en un lenguaje que formula pero no obliga, dos verdades pueden oponerse? Y que puedo hablar sin contradecirme de la selva o el dominio, a pesar de que la selva se extienda sobre varios dominios sin, quizá, cubrir uno solo en su totalidad, y mi dominio sobre varias selvas sin que ninguna quizá esté enteramente comprendida en él. Y uno no niega al otro. Pero he aquí que mis generales si celebraran el dominio harían cortar la cabeza a los poetas que cantasen a la selva.

Porque una cosa es oponerse y otra cosa es contradecirse, y conozco una sola verdad que es la vida y reconozco un solo orden que es la unidad cuando domina los materiales. Y poco me importa si los materiales son dispares. Mi orden es la universal colaboración de todos a través de uno y este orden me obliga a una creación permanente. Porque me obliga a fundar un lenguaje que absorberá las contradicciones. Y él mismo es vida. No se trata nunca de rechazar para crear el orden. Porque si primero rehúso la vida y alineo a los de mi tribu como postes a lo largo de un camino, será perfecto el orden que consiga. Igualmente, si reduzco mis hombres a ser sólo una colonia de termites. Pero ¿en qué me seducirían los termites? Porque me gusta el hombre liberado por su religión y vivificado por los dioses que fundo en él: casa, dominio, imperio, reino de Dios, a fin de que siempre pueda cambiarse en algo más vasto que él. ¿Y, por qué, no les dejaría disputarse, sabiendo que el gesto que triunfa está hecho de todos los que fracasaron sus fines, y sabiendo que para engrandecerse el hombre debe crear y no repetir? Porque entonces sólo se trata de consumir provisiones hechas. Sabiendo, en fin, que todo, aun la forma de la carena, debe crecer y vivir y transformarse si no será sólo muerte, objeto de museo, o rutina. Y distingo antes la continuidad de la rutina. Y distingo, la estabilidad de la muerte. Ni la estabilidad del cedro ni la estabilidad del imperio se fundan en su decrepitud. «Esto está bien -dicen mis generales- ¡y no cambiará más!». Pero yo odio a los sedentarios y llamo muertas a las ciudades acabadas.

23

Malo, cuando el corazón prima sobre el alma.

Cuando el sentimiento prima sobre el espíritu.

Así en mi imperio me ha parecido que era más fácil soldar a los hombres por el sentimiento que por el espíritu que domina al sentimiento. Es, sin duda, signo de que el espíritu debe convertirse en sentimiento; pero no hay en un principio sentimiento que cuente.

Así, me ha parecido que no se debía someter al que crea a los deseos de la multitud. Porque su creación misma debe convertirse en deseo de la multitud. La multitud debe recibir del espíritu y cambiar lo que ha recibido en sentimiento. Ella es un vientre. Debe cambiar el alimento que recibe en gracia y en luz.

Mi vecino ha forjado el mundo porque lo sentía en su corazón. Y ha hecho de su pueblo un himno. Pero he aquí que en su pueblo se ha temido la soledad y el paseo por la montaña, cuando ella se desenvuelve bajo los pies como la cola del profeta y allí el coloquio con las estrellas y la interrogación glacial, y el silencio hecho en derredor, y esta voz que habla y no habla más que en el silencio. Y el que retorna, y retorna amamantado por los dioses. Y vuelve a descender sereno y grave, portando su miel ignorada bajo su esclavina. Y solamente traerán miel los que hayan tenido derecho a abandonar la multitud. Y siempre esa miel parecerá amarga. Y toda palabra nueva y fértil parecerá amarga porque, lo he dicho, nadie ha conocido una mudanza alegre. Y si os educo, lo que os digo quedará fuera de vuestra piel como una vaina para vestiros, como a la serpiente, con una piel nueva. Y he aquí que ese canto se convertirá en cántico, como un incendio forestal brota de una chispa. Pero el hombre que rehúsa ese canto, y el populacho que prohíbe a uno de sus miembros manumitirse para aferrarse a la montaña, matan el espíritu. Porque el espacio del espíritu, donde puede abrir las alas, es el silencio.

24

Porque fui llevado a reflexionar sobre los que consumen más de lo que rinden. Así reflexioné sobre la mentira de los Jefes de Estado, pues de la creencia en su palabra dependía la eficacia de la palabra y su poder. De este modo obtengo de la mentira efectos poderosos. Y amortiguo mi arma al tiempo que me sirvo de ella. Y si la lanzo contra mi adversario, tiempo vendrá en que me presentaré ante él sin armas.

Así he reflexionado sobre aquél que escribe sus poemas y extrae efectos eficaces del hecho de hacer trampas con las reglas aceptadas. Porque el efecto de escándalo es también una operación. Pero ése es un malhechor porque para uso de una ventaja personal rompe el vaso de un tesoro común. Para expresarse arruina posibilidades de expresión de todos, como aquél que para alumbrarse prendería fuego al bosque. Y de inmediato sólo hay cenizas a disposición de los demás. Y cuando me he habituado a los errores de sintaxis no puedo ni siquiera aún provocar escándalo y sorprender con lo inesperado. Pero no puedo, tampoco, expresarme con la belleza del estilo antiguo porque he vuelto vanas las convenciones, todo ese signo, esos guiños de ojos, todo este entendimiento, todo ese código tan lentamente elaborado y que me permite transmitir mi yo más sutil. Me he expresado consumando mi instrumento. Y el instrumento de los otros.

Así, de la ironía, que no es del hombre, sino del cangrejo. Porque de mi gobernador, que domina y es respetado, he obtenido efectos cómicos comparándolo a un asno, y nadie se esperaba mi audacia. Pero llegó el momento en que mezclé tan íntimamente al asno y al gobernador que nadie reía cuando expresaba mi evidencia. Y he arruinado una jerarquía, una posibilidad de ascensión, de ambiciones fértiles, una imagen de la grandeza. He robado un granero y he dispersado los granos. La falta, la traición, es que, si he podido emplear y a un tiempo destruir a mi gobernador, es porque otros lo habían instituido. Se me ha ofrecido una ocasión de expresarme, la he aprovechado para destruirla. He traicionado.

Pero el que escribe con rigor y forja su instrumento para utilizar el vehículo, aguza su arma para su uso, y aumenta de ese modo sus provisiones a medida que las consume. Y aquél que domina a su pueblo, por la verdad de su palabra, aumenta su canción a medida que se sirve de ella y, a fin de cuentas, será a quien sigan más lejos en la guerra. Y aquél que funda el sentimiento de la grandeza. Construye el instrumento del que se servirá mañana.

25

Por esto hice venir a los educadores y les dije:

—No estáis encargados de matar al hombre en los pequeños, ni de transformarlos en hormigas para la vida en el hormiguero. Porque poco me importa que el hombre esté más o menos colmado. Lo que me importa es que sea más o menos hombre. No pregunto primero si el hombre será o no feliz, sino qué hombre será feliz. Y poco me importa la opulencia de los sedentarios saciados, como del ganado en el establo.

No lo colmaréis de fórmulas vacías; sino de imágenes cargadas de estructuras.

”No los llenaréis de conocimientos muertos. Sino que les forjaréis un estilo para que puedan asir.

”No juzgaréis de sus aptitudes por su aparente facilidad tal o cual sentido. Porque quien va más lejos y logra mayor éxito es el que más ha trabajado en contra de sí mismo. En primer lugar, pues, tendréis en cuenta el amor.

”No insistiréis sobre el uso. Sino sobre la creación del hombre, a fin que éste cepille su tabla en la fidelidad y el honor, y la pula mejor.

”Enseñaréis el respeto, porque la ironía es del cangrejo, y olvido de rostros.

 

”Lucharéis contra los lazos del hombre con los bienes materiales. Y fundaréis al hombre en el niño enseñándole el cambio en primer lugar; porque, fuera del cambio sólo hay endurecimientos.

”Les enseñaréis la meditación y la plegaria porque con ellas se dilata el alma. Y el ejercicio del amor. Porque, ¿quién lo reemplazaría? Y el amor de sí mismo es lo contrario del amor.

”Castigaréis en primer término la mentira y la delación, que ciertamente pueden servir al hombre y en apariencia a la ciudad. Pero solamente la fidelidad crea los fuertes. Porque no puede haber fidelidad en un campo y no en el otro. El que es fiel siempre es fiel. Y no es fiel quien puede traicionar a su camarada de labor. Necesito una ciudad fuerte, y no asentaré su fuerza en la podredumbre de los hombres.

”Enseñaréis el gusto por la perfección porque toda obra es una marcha hacia Dios y no puede acabarse sino con la muerte.

”No enseñaréis en un principio el perdón y la caridad. Porque podrían ser mal comprendidos y ser mero respeto por la injuria y la úlcera. Pero enseñaréis la maravillosa colaboración de todos a través de todos y a través de cada uno. Entonces el cirujano se apresurará a través del desierto para reparar la simple rodilla de un peón. Porque se trata de un vehículo. Y ambos tienen el mismo conductor.

26

Porque me inclinaba en un principio sobre el gran milagro de la muda y del cambio de sí mismo. Pues había en la ciudad un leproso.

—He aquí el abismo -me dijo mi padre.

Y me condujo a los suburbios hasta los límites de un campo magro y sucio. Alrededor del campo una barrera, y en el centro del campo una casa baja donde habitaba el leproso arrancado así de entre los hombres.

—¿Crees -me dijo mi padre-, que va a aullar su desesperación? Obsérvalo cuando salga para verlo bostezar.

”Ni más ni menos que aquél en quien ha muerto el amor. Ni más ni menos que aquél que ha sido deshecho por el destierro. Porque te lo digo: el destierro no destroza: gasta. Te alimentas con sueños y juegas con dados vacíos. Poco importa su opulencia. Es rey de un reino de sombras.

”La necesidad -me dijo mi padre-, he ahí la salvación. No puedes jugar con dados vacíos. No puedes satisfacerte con tus sueños por la sola razón de que tus sueños no resisten. Son falaces los ejércitos lanzados en los sueños hueros de la adolescencia. Lo útil es aquello que se resiste. Y la desdicha de este leproso no estriba en que se pudra, sino en que nada se le resiste. Helo ahí cerrado, sedentario en sus provisiones.

Los de la ciudad solían venir a observarlo. Se reunían alrededor del campo como los que habiendo hecho la ascensión de la montaña se inclinan en seguida sobre el cráter del volcán. Pues palidecen al escuchar bajo sus pies que el globo prepara sus eructos. Se aglutinaban como alrededor de un misterio, alrededor del campo encuadrado del leproso. Pero no había misterio.

—No te forjes ilusiones -me decía mi padre. No imagines su desesperación y sus brazos retorcidos en el insomnio y su cólera contra Dios o contra sí mismo o contra los hombres. Porque sólo hay en él ausencia que crece. ¿Qué tendría de común con los hombres? Sus ojos se vacían y sus brazos caen de él como ramas. Y no recibe ya de la ciudad sino el ruido de un lejano acarreo. La vida apenas lo alimenta con un espectáculo vago. Un espectáculo no es nada. No vives sino de lo que tú transformas. No vives de lo que está almacenado en ti como en una despensa. Y ése viviría si pudiera azotar al caballo y acarrear piedras y contribuir a la edificación del templo. Pero todo le es dado.

Sin embargo, se estableció una costumbre. Los habitantes venían cada día, conmovidos por su miseria, a arrojar ofrendas del otro lado de los postes que erizaban esa frontera. Y he aquí que era servido, engalanado y vestido como un ídolo. Alimentado con los mejores bocados. Y hasta honrado con música los días de fiesta. Y sin embargo, si él tenía necesidad de todos, nadie necesitaba de él. Disponía de todos los bienes, pero no tenía bienes que ofrecer.

—Así sucede con los ídolos de madera -me dijo mi padre-, a los que recargas de presentes. Y arden ante ellos las lamparillas de los fieles. Y humea el aroma de los sacrificios. Y se orna su cabellera con pedrerías. Pero, te lo aseguro, la multitud que arroja a sus ídolos sus brazaletes de oro y sus pedrerías, se acrecienta; pero el ídolo de madera queda madera. Porque no transforma nada. Pues vivir, para el árbol, es tornar tierra y amasar flores con ella.

Y vi al leproso salir de su cubil y pasear sobre nosotros su mirada muerta. Más inaccesible a ese rumor, que sin embargo trataba de halagarlo, que a las olas del mar. Desligado de nosotros y en adelante inaccesible. Y si alguno de la multitud expresaba su piedad, él lo miraba con un desprecio vago… No solidario. Fastidiado de un juego sin caución. Pues, ¿qué es una piedad que no toma en sus brazos para mecer? Y en cambio, si algo de animal todavía solicitaba su cólera por haberse convertido así en espectáculo y curiosidad de feria, cólera poco profunda en verdad, porque ya no éramos de su universo, como los niños alrededor del estanque donde da vueltas la única carpa lenta, ¿qué nos importaba su cólera? Pues, ¿qué es una cólera que no puede golpear y no hace más que arrojar palabras vacías en el viento que las lleva? Así se me apareció, despojado por su opulencia. Y me acordaba de aquellos leprosos que en el sur, a causa de las leyes concernientes a la lepra, exigían en los oasis desde lo alto de sus caballos de los que no tenían derecho a descender. Tendiendo su escudilla atada al extremo de un palo. Y mirando duramente y sin ver, pues los rostros felices eran para ellos sólo territorio de caza. ¿Y por qué habrían de irritarse por una dicha tan ajena a sus universos como los juegos silenciosos de los animalitos en el claro del bosque? Miraban, pues, fríamente sin ver. Después, pasaban a paso lento delante de las tiendas y bajaban una cesta desde lo alto de su caballo con una cuerda. Y aguardaban con paciencia a que el comerciante la llenara. Paciencia lúgubre que atemorizaba. Porque, inmóviles, eran tan sólo para nosotros vegetación lenta de la enfermedad. Hornos, crisoles y alambiques de podredumbre. Eran sólo lugares de paso y campo cerrado y moradas del mal. Pero ¿qué esperaban? Nada. Porque no se espera nada de sí mismo, sino de otro distinto a uno mismo. Y cuanto más rudimentario sea tu lenguaje, más groseros tus lazos con los hombres, menos conocerás la espera y el tedio.

Pero ¿qué podrían esperar de nosotros esos hombres que estaban tan absolutamente separados de nosotros? No esperaban nada.

—Mira -dijo mi padre. No puede ni siquiera bostezar. Ha renunciado hasta al tedio que es espera de los hombres.

27

De este modo, me pareció en el primer momento que eran desdichados. La noche vino como un navío donde Dios encierra a sus pasajeros sin capitán y se me ocurrió la idea de desempatar a los hombres. Deseando comprender la dicha.

Hice sonar las campanas. «Venid vosotros a quienes la dicha colma». Porque la dicha se la siente como un fruto pleno de su sabor. Y a ésta la he visto con las dos manos en el pecho, inclinada hacia adelante, como henchida. Y se allegaron pues a mi derecha.

—Venid aquí los desdichados. -E hice sonar las campanas para éstos. Venid a mi izquierda -les dije. Y cuando los hube separado, trataba de comprender. Y me preguntaba: «¿De dónde procede el mal?».

Porque no creo en la aritmética. Ni la angustia ni la alegría se multiplican. Y si uno solo sufre en mi pueblo, su sufrimiento es grande como el de un pueblo. Y al mismo tiempo, está mal que ése no se sacrifique para servir al pueblo.

Así pasa con la alegría. Y si la hija de la reina se casa, he aquí que todo el pueblo danza. Es el árbol que forma su flor. Y juzgo al árbol por su punta.

28

Vasta me pareció mi soledad. Eran el silencio y la lentitud que reclamaba para mi pueblo. Y esta reserva en el fondo del alma y este tedio en la montaña los bebí yo hasta la amargura. Percibía, pues debajo de mí las luces del atardecer de mi ciudad. Ese inmenso llamado de la ciudad hasta que todos están reunidos, todos encerrados, todos al alcance de unos y otros. De este modo los veía, uno tras otro, encerrarse en cada ventana que se apagaba, sabiendo su amor. Después su tedio. A menos que el amor no se cambie en algo más vasto que el amor.

Y las últimas ventanas iluminadas mostraban a los enfermos. Había dos o tres cánceres como cirios encendidos. Luego esa estrella de aquél que acaso lucha con la obra, pues no puede dormir si no acaba su gavilla. Después, algunas otras ventanas de espera desmesurada y sin esperanza. Porque Dios ha hecho su cosecha del día y hay quien no participará de ella nunca más.

Había, pues, algunos semejantes a centinelas frente a la noche como frente al mar. «Helos ahí -me decía yo-, testigos de la vida ante el mar impenetrable. En vanguardia. Somos pocos los que velamos sobre los hombres, a quienes las estrellas deben su respuesta. Somos unos pocos de pie con nuestra opción de Dios. Soportando la carga de la ciudad, somos algunos entre los sedentarios a los que flagela duramente el viento helado que cae como un manto frío de las estrellas.

”Capitanes, camaradas míos, he aquí que es dura la noche venidera. Porque los que duermen no saben que la vida es sólo cambios y crujidos interiores del cedro y muda dolorosa. Somos unos pocos que sostenemos por ellos ese fardo, somos unos pocos en las fronteras aquéllos a quienes quema el mal y que reman lentamente hacia el día, que aguardan, como en el mástil del vigía, la respuesta a sus preguntas, los que esperan aún el retorno de la esposa…».

Fue entonces cuando me pareció que una misma frontera separa la angustia del fervor. Porque angustia y fervor se tocan en lo mismo. Ambos son sentimientos del espacio y de la extensión.

«Velan conmigo -me decía yo-, únicamente los angustiados y los fervorosos. Que reposen, pues, los otros. Los que han creado durante el día y que no tienen vocación para permanecer a la vanguardia…».

La ciudad, sin embargo, estaba esa noche como suspensa fuera del sueño, a causa de un hombre que al alba debía expiar un crimen. Pues se le creía inocente. Y las patrullas que circulaban tenían por misión impedir que la multitud se agrupara; pues algo arrojaba a los hombres fuera de su casa y los hacía reunirse.

Y yo me decía: «El sufrimiento de uno solo prende este incendio. Aquél, en su calabozo, es blandido sobre todos como un tizón».

Tuve deseo de conocerlo. Y me fui a la prisión. La divisé, cuadrada, y negra, recortada contra las estrellas. Los hombres de armas me abrieron las puertas, que giraron lentamente sobre sus goznes. Los muros me parecieron de un espesor inusitado, y los barrotes protegían las lumbreras. Y allí también, patrullas negras que circulaban a lo largo de los vestíbulos y en los corredores, o que se alzaban a mi paso como animales nocturnos… Y en todas partes ese olor a soldado y esos ecos profundos de cripta cuando se dejaba caer una llave o caminaba sobre las losas. Y meditaba: «¡Preciso es que el hombre sea peligroso para que sea necesario, a él, tan débil, de carne tan ruin, a quien un clavo puede vaciar la vida, aplastarlo así bajo una montaña!».

Y todos los pasos que yo oía marchaban sobre su vientre. Y todos esos muros, todas esas poternas, todos esos contrafuertes pesaban sobre él. «Es el alma de la prisión -me decía yo- pensando en él. Es el sentido y el centro de la verdad de la prisión. Y sin embargo ¿qué muestra de él sino un simple montón de trapos, tendido a lo ancho de los barrotes y quizá dormido y respirando mal? Tal como es, no obstante, es levadura de una ciudad. Y causa, volviéndose de un muro a otro, este temblor de tierra».

Me abrieron el ventanuco y lo observé. Sabiendo bien que había en esto algo que comprender. Y lo vi.

Y yo pensaba: «Acaso no tiene nada que reprocharse sino el amor de los hombres. Pero el que construye una morada da una forma a su morada. Y, por cierto, toda forma puede ser deseable. Pero no todas en conjunto. Si no, ya no hay morada».

Un rostro de piedra está hecho de todos los rostros rechazados. Todos pueden ser bellos. Pero no todos en conjunto. Sin duda su sueño era bello.

Estamos, él y yo, en la cumbre de la montaña. Él y yo, solos. Estamos esta noche en la cima del mundo. Nos encontramos y nos unimos. Porque nada en esta altura nos separa. El desea como yo la justicia. Y sin embargo, morirá.

Sufría en mi corazón.

 

Sin embargo, para que el deseo se cambie en acto, para que la fuerza del árbol se haga rama, para que la mujer llegue a ser madre, es preciso una elección. Es de la injusticia de la elección que nace la vida. Porque también a ésta, que era hermosa, todos la amaban. Y, para ser, los redujo a la desesperación. Siempre es injusto lo que es.

Comprendí que toda creación en un principio es cruel.

Volví a cerrar la puerta y me fui por los largos corredores. Pleno de estima y de amor: «¿Qué es dejarle la vida en la esclavitud, cuando su grandeza es su orgullo?». Y me cruzaba con las patrullas, los carceleros, los barrenderos del amanecer. Y todo ese pueblo sería su prisionero. Y esos muros pesados guardaban su prisionero, como esas ruinas desmenuzadas que obtienen un sentido del tesoro enterrado. Y me volví una vez más aún hacia la prisión. Con su torre en forma de corona arrojada a los astros, navío en marcha con su cargamento, por entero ferviente, y yo me decía: «¿Quién lo lleva?». Y lejos de mí amontonada en la noche, esta prisión parecía las fauces de un polvorín.

Meditaba sobre los de la ciudad. «Por cierto, lo llorarán -meditaba. Pero también es bueno que lloren».

Porque meditaba los cantos, los rumores y las meditaciones de mi pueblo. «Lo enterrarán». Pero no se entierra, reflexionaba. Lo que se entierra es semilla. No tengo poder contra la vida y él tendrá razón algún día. Lo cuelgo al extremo de una cuerda. Pero oiré cantar su muerte. Y ese llamado repercutirá sobre quien quiere conciliar lo que se parte. Pero ¿qué conciliaría yo?

Necesito absorber en una jerarquía y no, al mismo tiempo, en otra. No debo confundir la beatitud y la muerte. Marcho hacia la beatitud pero no debo rehusar las contradicciones. Debo recibirlas. Esto está bien, esto está mal, tengo horror de la mezcla que es un almíbar para los débiles y que los castra; pero debo engrandecerme por aceptar a mi enemigo.

29

Meditaba ante esa máscara de la bailarina. Y su aire pertinaz, obstinado y cansado. Y me dije: «He aquí que en el tiempo de la grandeza del imperio era una máscara. Hoy es sólo la cubierta de una caja vacía. Ya no hay nada patético en el hombre. Ya no hay injusticia. Nadie sufre ya por su causa. ¿Y qué es una causa que no hace sufrir?

”Ha deseado obtener. Ha obtenido. ¿Es que ha llegado ahora la dicha para él? Pero la dicha era el esfuerzo por obtener. Mirad la planta que formó su flor. ¿Feliz por haber formado su flor? No, pero acabada. Y sin desear nada más que la muerte. Porque conozco el deseo. La sed del trabajo. El gusto de triunfar. Después el reposo. Pero nadie vive de ese reposo que no es alimento. Es preciso no confundir el alimento y el fin. Aquél ha corrido más ligero. Y ha ganado. Pero no podría vivir de la carrera ganada. Ni el otro que amaba el mar de su única tempestad vencida. La tempestad que él vence es una brazada mientras nada. Y requiere otro movimiento. Y el placer de formar la flor, de vencer la tempestad, de construir el templo, se distingue del placer de poseer una flor hecha, una tempestad vencida, un templo de pie. Ilusoria esperanza de gozar como ferviente lo que se ha primero condenado, esperando, guerrero, sacar sus alegrías de las alegrías del sedentario. Y sin embargo, en apariencia, el guerrero combate para obtener lo que alimenta al sedentario; pero no tiene derecho a desilusionarse si se transforma de inmediato en sedentario, pues falsa es la zozobra del que os dice que la satisfacción huye eternamente delante del deseo. Porque entonces uno se equivoca acerca del objeto del deseo. Lo que persigue eternamente, dices, eternamente se aleja… Es como si el árbol se quejara: “He formado mi flor, diría, y he aquí que se transforma en semilla y que la semilla se transforma en árbol y otra vez más el árbol en flor…”. Así, has vivido tu tempestad y tu tempestad se ha transformado en reposo; pero tu reposo es preparación de la tormenta. Yo te lo aseguro: No hay amnistía divina que te evite el porvenir. Querrías ser: no será sino cuando llegues a Dios. Te devolverá a su granero cuando te hayas transformado lentamente y amasado por tus actos; porque el hombre, según ves, tarda mucho en nacer.

”De este modo se vacían; por haber creído poseer y obtener, y por haberse detenido en la ruta, para gozar, como ellos dicen, de sus provisiones. Porque no hay provisiones. Y yo lo sé, yo que me he dejado atrapar tantas veces en las trampas de las criaturas, sabiendo que me sería fácil apoderarme de aquéllas que formábamos en alguna comarca extranjera y untábamos con la perfección de los aromas. Y llamaba amor a este vértigo. Y me parecía que moriría de sed si no sabía obtenerlo.

”Entonces los desposorios daban ocasión a fiestas resonantes, coloreadas por el pueblo entero, por la religión del amor. Y se volcaban cestos de flores y se expandían perfumes y se quemaban diamantes que habían costado el sudor, el sufrimiento, la sangre de hombres nacidos de la multitud como la gota de perfume de los túmulos de las flores; y cada uno procuraba, sin comprenderlo demasiado, agotarse en el amor. Pero hela aquí, en mi terraza, cautiva, tierna y presa en el viento con sus velos. Y yo, hombre, y yo, guerrero vencedor, tengo por fin la recompensa de mi guerra. Y bruscamente, cara a ella, ignoro ya qué hacer de mí…

”Mi paloma -le decía yo-, mi torcaza, mi gacela de las largas piernas… ¡Porque con las palabras que inventaba trataba de asir a la inasible! Fundirla como nieve. Porque no era nada el don que yo esperaba. Y yo gritaba: “¿Dónde estáis?”. Porque no la hallaba ya. “¿Dónde está la frontera?”. Y me transformaba en torreón y muralla. Y los fuegos de alegría ardían en mi ciudad para celebrar el amor. Y yo solo, en mi terrible desierto, la miraba desnuda y dormida. “Me he equivocado de rumbo, me he equivocado en mi camino. Huía tan de prisa y la detuve para apoderarme de ella… Y una vez apresada, ya no existía…”. Pero también comprendí mi error. Era el camino lo que perseguía, y había estado loco como aquél que llenó su cántaro y lo guardó en su armario porque amaba el canto de las fuentes…

”Pero si no te toco, te construyo como un templo. Y te edifico en la luz. Y tu silencio contiene a las campanas. Y sé amarte más allá de mí y de ti. E invento cánticos para celebrar tu imperio. Y se cierran tus ojos, párpados del mundo. Y te tengo fatigada en mis brazos, como una ciudad. No eres más que un peldaño de mi ascensión hacia Dios. Estás hecha para ser quemada, consumida, pero no para retener… Y he aquí que muy pronto el palacio llora y que la ciudad entera se reviste de ceniza porque he tomado mil soldados y pasado el pórtico de la ciudad en dirección al desierto, por no estar satisfecho.

”El dolor de uno, te lo he dicho, vale el dolor del mundo. Y el amor de una sola, por necia que sea, se equivale a la vía láctea y a todas sus estrellas. Y te estrecho en mis brazos como la curva de mi navío. Así sucede con esta partida a alta mar: hombro temible del amor…».

De este modo conocí los límites de mi imperio. Pero esos límites lo expresaban ya, porque amo sólo lo que se resiste. El árbol o el hombre en primer término, pues es lo que primero resiste. Y por esto comparaba a cubiertas de cofres vacíos esos bajos relieves de bailarinas obstinadas que fueron máscaras cuando cubrían la obstinación y el bullicio interior de la poesía, hija de los litigios. Amo a quien se manifiesta por su resistencia, se cierra y calla, al que se mantiene y con los labios pegados en los suplicios, al que resiste a los suplicios y al amor. Aquel que prefiere y que es injusto no amar. Tú, como una torre temible, y que jamás será tomada…