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100 Clásicos de la Literatura

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Porque comprendí. La oruga muere cuando se convierte en crisálida. La planta muere cuando se transforma en grano. Quien muda conoce la tristeza y la angustia. Todo en él se hace inútil. Quien muda es sólo cementerio y pesar. Y esta multitud esperaba la muda después de gastar el viejo imperio que nadie sabría rejuvenecer. No se cura a la oruga, ni a la planta, ni al niño que muda y reclama, para hallarse feliz, volver a la infancia y verse de nuevo con los colores de los juegos que le fastidian en la dulzura de los brazos maternales y sentir el sabor de la leche, pero ya no existen los colores de los juegos, ni el refugio de los brazos maternales, ni el sabor de la leche. Y se está triste. Después de gastar el viejo imperio, los hombres, sin conocerlo, reclaman el imperio nuevo. El niño que ha mudado y ha perdido el consuelo de la madre no conocerá el reposo hasta que no haya encontrado a la mujer. Sola, de nuevo, ella se le unirá. Pero ¿quién puede mostrarle su imperio a los hombres? ¿Quién puede, en la disparidad del mundo, por la sola virtud de su genio, tallar un rostro nuevo y forzarlo a volver los ojos en su dirección y a conocerlo? ¿Y al conocerlo, amarlo? No es obra de lógico, sino de creador y de escultor. Porque sólo éste forja en el mármol que no precisa justificarse e imprime en el mármol el poder de despertar el amor.

19

Hice comparecer a los arquitectos y les dije:

—De vosotros depende la ciudad futura, no en su significación espiritual, sino en el rostro que mostrará y que le dará su expresión. Y estoy de acuerdo con vosotros en que se trata de instalar felizmente a los hombres. A fin que disfruten de las comodidades de la ciudad y no malgasten sus esfuerzos en vanas contemplaciones y en derroches estériles. Pero siempre he sabido distinguir lo importante de lo urgente. Porque, por cierto, es urgente que el hombre coma, porque si no se nutre no es hombre y no se plantea ningún problema. Pero el amor y el sentido de la vida y el gusto de Dios son más importantes. Y no me interesa una especia que engorda. El interrogante que me propongo no es saber si el hombre será o no feliz, próspero y cómodamente abrigado. Me pregunto qué hombre se verá próspero, abrigado y feliz. Porque, a mis boticarios, enriquecidos que hincha la seguridad, yo prefiero el nómade que huye eternamente y persigue el viento porque embellece cada día servir a tan magno señor. Si obligado a escoger, se me informara que Dios niega al primero su grandeza y la concede al segundo, hundiría a mi pueblo en el desierto. Porque me gusta que el hombre dé su luz. Y poco me importa el cirio graso. Sólo por su llama mido su calidad.

”Pero no he observado que el príncipe sea inferior al que descarga leña, ni el general al sargento, ni el jefe a los obreros aunque sea más amplio el uso de sus bienes. Y los que construyen murallas de bronces no son inferiores a los que delinean los muros de barro. No rehúso la escalera de las conquistas que permite al hombre subir más alto. Pero no confundo el medio con el fin, la escalera y el templo. Es urgente que una escalera permita el acceso al templo, si no permanecerá desierto. Pero solamente el templo es importante. Es urgente que el hombre subsista y halle a su alrededor los medios para crecer. Pero esto es sólo la escalera que conduce al hombre. El alma que le construiré será basílica pues ella será importante.

”Así pues, yo os condeno no por favorecer lo cotidiano, sino por tomarlo como fin. Porque si, por cierto, las cocinas del palacio son importantes al fin de cuentas, al palacio sólo le importa que las cocinas sirvan. Y yo os convoco para preguntaros:

”«¿Mostradme la parte importante de vuestro trabajo?». Y permaneceréis mudos ante mí.

”Y vosotros me decís: «Respondemos a las necesidades de los hombres. Les cobijamos». Sí. Como se responde a las necesidades del ganado que se instala en los establos sobre el pajar. Y el hombre, ciertamente, tiene necesidad de muros para enterrarse y transformarse como la simiente. Pero tiene necesidad también de la gran vía láctea y de la vastedad del mar, a pesar de que ni el mar ni las constelaciones le sirvan de nada en el instante. Porque ¿qué es servir? Y conozco a algunos que larga y duramente, han escalado la montaña, desollándose las rodillas y las manos, desgastándose en su ascensión para ganar la cima antes del alba y abrevar en la profundidad de la llanura todavía azul, como se busca el agua de un lago para beber. Y se sientan y miran, una vez allí, y respiran. Y el corazón les late jubilosamente, y hallan un remedio soberano para sus desganas.

”Y conozco a los que buscan el mar al paso lento de sus caravanas y tienen necesidad del mar. Y que cuando llegan a lo alto del promontorio y dominan esa extensión plena de silencio y densidad y que oculta a sus miradas su provisión de algas o de corales, respiran la acritud del suelo y se maravillan de un espectáculo que de nada les sirve en el instante; porque no se aprisiona al mar. Pero su corazón se lava de la esclavitud de las pequeñas cosas. Quizá asistían con descorazonamiento como desde detrás de los barrotes de una prisión, al hervor de los utensilios de menaje, a las quejas de sus mujeres, a la ganga jornalera, que puede ser rostro pleno y sentido de las cosas, pero a veces convertirse en tumba y esperarse y encerrar.

”Entonces cogen provisiones de extensión y llevan a sus casas la beatitud que han hallado en ella. Y la casa cambia porque en alguna parte existe la llanura al alzarse el día, y el mar. Porque todo se abre sobre algo más vasto que une. Todo se transforma en camino, ruta y ventana sobre otra cosa distinta a uno mismo.

”Entonces no me digáis que vuestros muros cotidianos les bastan porque si el hombre no hubiera visto nunca las estrellas y si estuviera en vuestro poder construirle una vía láctea de bóvedas gigantes a condición de gastar una fortuna en la erección de semejante cúpula, ¿me dirías que esa fortuna se desperdiciaría?

”Y por esto os digo: Si construís el templo inútil, dado que no sirve para cocinar, ni para reposar, ni para la asamblea de los notables, ni para las reservas de agua, sino simplemente para el engrandecimiento del corazón del hombre, y para calmar los sentidos y para el tiempo que madura, pues es en todo semejante a una bodega del corazón donde uno se instala para bañarse unas pocas horas en la paz equitativa y en el aquietamiento de las pasiones y la justicia no desheredada; si construís un templo donde el dolor de las úlceras se transforma en cántico y ofrenda, donde la amenaza de la muerte se transforma en puerto entrevisto con aguas por fin tranquilas, ¿creeríais haber malgastado vuestros esfuerzos?

”Si a aquéllos que se desgarran las manos al maniobrar las velas los días de tempestad, y que se zarandean duramente noche y día y son carne viva duramente raspada por la sal, fuera posible recibirlos de tiempo en tiempo en las aguas serenas y luminosas de un puerto, donde no hay ya movimiento, ni hora, ni esfuerzo, ni aspereza del combate, sino silencio de las aguas que roza apenas la llegada, cuando el gran navío parece minúsculo sobre su área, ¿creerías haber malgastado tu trabajo? Porque le es dulce esta agua de cisterna, después de todas esas cabelleras que corren sobre el petral de las olas, de todas esas crines de la mar.

”Y he aquí lo que te es posible ofrecer al hombre y que depende únicamente de tu ingenio. Porque con el solo arreglo de tus piedras, construyes el sabor del agua del puerto y del silencio, y esperanzas maravillosas.

”De esta manera tu templo los solicita y van a sentarse en su silencio. Y allí se descubren. Porque de otro modo sólo los solicitarían las tiendas. Ninguna respuesta nacería en ellos sino la del comprador a los mercaderes. Y no nacerían en toda su grandeza. Y no conocerían su propia amplitud.

”Ciertamente, me dirás tú, esos comerciantes gordos están colmados y no piden nada más. Pero es fácil de colmar el que no tiene espacio en el corazón.

”Y por cierto, un estúpido lenguaje presenta vuestros trabajos como útiles. Pero el comportamiento de los hombres desmiente con firmeza esos razonamientos. Pues veis a los hombres de todas las comarcas de la tierra, correr en la busca de esa afirmación en piedra que vosotros no fabricáis. Esos graneros para el alma y el corazón. ¿Dónde habéis visto al hombre experimentar el deseo de correr mundo para visitar almacenes? El hombre usa, cierto, mercaderías; pero usa de ellas para subsistir y se equivoca si cree que las desea antes que nada. Porque sus viajes tienen otros fin. Has visto desplazarse a los hombres. ¿Has considerado sus fines? Sin duda una bahía bienaventurada, o alguna montaña vestida de nieve, o ese volcán que engorda con su fiemo; pero principalmente esos navíos amortajados que son los únicos que conducen a alguna parte.

”Emprenden giras y hacen visitas soñando, sin saberlo, con embarcarse. Porque no se dirigen a ninguna parte. Y esos templos no reciben ya a las multitudes, y no las transportan ya y no las cambian en razas más nobles, como una crisálida. Todos esos emigrantes carecen de navío y no pueden partir, y convertirse, en el curso de esa travesía a bordo de navíos de piedra, de almas en un principio pobres y débiles, en almas ricas y generosas. Por eso es que todos esos visitantes giran alrededor del templo sepultado, y visitan, y buscan, y marchan sobre las grandes lajas radiantes que los pasos han lustrado, oyendo resonar sus solitarias voces en el silencio monumental, perdidos en la selva de pilares de granito y creyendo simplemente, como historiadores, instruirse, cuando en los fundamentos de sus corazones podrían comprender que, de pilar en pilar, de sala en sala, de nave en nave, lo que buscan es al capitán y que todos están allí tiritando en el corazón pero sin conocerlo, pidiendo una ayuda que no llega, aguardando una muda que se resiste, hundidos en sí mismos, pues no hay más que templos muertos, a medio ensamblar, porque sólo hay navíos encallados cuya provisión de silencio y de sombra está mal protegida y que hacen agua por todas partes, con grandes bóvedas de cielo azul que se muestran a través de las cúpulas derrumbadas o con esa granizada de arena a través de las brechas de los muros. Y tienen hambre de un hambre que no será satisfecha.

 

”Así, yo os lo digo, construiréis porque la selva profunda es buena para el hombre; y la vía láctea, y la llanura azul dominada desde lo alto de las montañas. Pero ¿qué es la extensión de la vía láctea y de las llanuras azules y del mar en comparación con la que ofrece la noche en el corazón de las piedras cuando el arquitecto ha sabido llenarlas de silencio? Y vosotros mismos, vosotros los arquitectos, os engrandeceréis al perder el sabor de lo común. Naceréis de la obra verdadera por realizar porque ella os drenará; puesto que no os servirá, sino que os obligará a servirla. Y os arrojará fuera de vosotros mismos. Porque ¿cómo podrían nacer grandes arquitectos de obras sin grandeza?

”Seréis grandes sólo en el caso de que las piedras que pretendéis cargar de poder no sean objetos de concurso, asilos para la comodidad o de destino común y verificables, sino pedestales y escaleras y navíos que conduzcan a Dios.

20

Mis generales, con su sólida estupidez, me fatigaban con sus demostraciones. Porque, reunidos como en congreso, disputaban sobre el porvenir. Y así era como deseaban volverse hábiles. Porque se les había enseñado la historia antes que nada y conocían una por una todas las fechas de mis conquistas y todas las fechas de mis derrotas y todos los nacimientos y las muertes. De tal suerte les parecía evidente que los acontecimientos se dedujeran los unos de los otros. Y veían la historia del hombre como una larga cadena de causas y de consecuencias que nacía en la primera línea del libro de historia y se prolongaba hasta el capítulo donde se anotaba para las generaciones futuras que la creación había así felizmente desembocado en esta constelación de generales. Así, luego de tomar largo aliento, de consecuencia en consecuencia, demostraban el porvenir. O bien se me presentaban cargados con sus pesadas demostraciones: «Así debes actuar para la felicidad de los hombres o para la paz, para la prosperidad del imperio. Somos sabios -decían-, hemos estudiado la historia…».

Pero yo sabía que la ciencia es lo que se repite. El que planta una semilla de cedro prevé la ascensión del árbol igual que el que suelta una piedra sabe que caerá por su propio peso, pues el cedro repite al cedro y la caída de la piedra repite la caída de la piedra; aunque esa piedra que va a soltar o esa simiente que entierro no hayan aún servido. Pero ¿quién pretende prever el destino del cedro que, de semilla en árbol y de árbol en semilla, de crisálida en crisálida se transfigura? Es un génesis del que todavía no he conocido ejemplo. Y el cedro es una especie nueva que se elabora sin repetir nada de lo que conozco. E ignoro adónde va. E ignoro igualmente adónde van los hombres.

Mis generales, por cierto, ejercitan su lógica cuando buscan y descubren la causa del efecto que se les ha mostrado. Porque todo efecto, me dicen, tiene una causa y toda causa un efecto. Y de causa en efecto, van rebotando hacia el error. Porque otra cosa es remontar de los efectos a las causas o descender de las causas a los efectos.

También yo, en la arena virgen y extendida a la manera del talco, he releído, a destiempo, la historia de mi enemigo. Sabiendo que un paso está siempre precedido por otro paso que lo autoriza y que la cadena va de eslabón en eslabón sin que ningún eslabón pueda jamás faltar. Si el viento no se alzara y, atormentando la arena, no borrara soberbiamente la página de escritura, como en la pizarra de un escolar, podría remontarme de huella en huella, hasta el origen de las cosas o, persiguiendo la caravana, sorprenderla en la barranca donde ha juzgado oportuno detenerse. Pero en el curso de esta lectura no he recibido ninguna enseñanza que me permita precederla en su marcha. Porque la verdad que la domina es de esencia distinta a la de la arena de que dispongo. Y el conocimiento de las huellas es conocimiento de un reflejo estéril que no me instruirá ni sobre el odio ni sobre el terror, ni sobre el amor que, principalmente, gobierna a los hombres.

—Entonces -me dirán mis generales, sólidamente plantados en su estupidez-, todo se demuestra todavía. Si conozco el odio, el amor o el terror que los domina preveré sus movimientos. El porvenir, pues, está contenido en el presente…

Pero les responderé que siempre me es posible prever con antelación un paso que la caravana no ha dado todavía. Ese paso nuevo repetirá sin duda el anterior en su dirección y en su amplitud. Es ciencia que se repite. Pero se aparta pronto del camino que mi lógica ha tratado porque cambiará de deseo…

Y, como no me comprendían, les he relatado el gran éxodo.

Fue en la zona de las minas de sal. Y los hombres se libraban como podían de vivir entre los minerales; pues nada aquí autorizaba la vida. El sol pesaba y quemaba. Y las entrañas del suelo, lejos de suministrar agua limpia, suministraban sólo barras de sal que hubieran matado el agua si los pozos no hubieran estado secos. Aprisionados entre los astros y la sal gema, los hombres llegados de otras partes con sus otras llanuras, se afanaban en el trabajo y desprendían a golpes de azadón esos cristales transparentes que configuraban la vida y la muerte. Después se volvían, ligados a ellas como por un cordón umbilical, a las tierras felices y a sus aguas fértiles.

El sol, pues, era aquí áspero, duro y blanco como el hambre. Y los peñascos reventaban la arena, flanqueando las minas de sal con sus cimientos de ébano duro como diamante negro, cuyas crestas mordían vanamente los vientos. Y quien hubiera asistido a las tradiciones seculares de ese desierto las hubiera supuesto perdurables y fijas para muchos siglos. La montaña continuaría gastándose con lentitud como bajo el diente de una lima demasiado débil, los hombres continuarían extrayendo la sal, las caravanas continuarían encaminándose hacia el agua y los víveres y relevando a esos forzados…

Pero vino un alba en que los hombres se volvieron hacia el lado de las montañas. Y lo que aún no habían visto, se mostró.

Porque el azar de los vientos había mordido la roca durante siglos y esculpido un rostro gigante y colérico. Y el desierto y las salinas subterráneas y las tribus fijas en un cimiento más inhumano que el agua salada de los océanos, en un asiento de sal dura, estaban dominados por un rostro negro, esculpido en la roca, furioso, bajo la profundidad de un cielo puro, que abría la boca para maldecir. Y los hombres huyeron aterrorizados cuando lo conocieron. La nueva se propagó hasta el fondo de los pozos, y cuando los obreros emergían de la ganga, se volvían primero hacia la montaña, después, con el corazón sobresaltado, se dirigían presurosos a sus tiendas, empacaban como podían sus utensilios, injuriaban a la mujer, al hijo y al esclavo y, empujando delante de ellos su fortuna condenada por el sol inexorable, tomaban las pistas hacia el norte. Y como el agua faltaba, perecían todos. Y vanas parecieron las predicciones de los lógicos acerca de que veían gastarse la montaña y perpetuarse los hombres. ¿Cómo podían prever lo que iba a nacer?

Cuando me remonto al pasado divido al templo en piedras. Y la operación es previsible y simple. Lo mismo si divido en huesos y vísceras el cuerpo desmantelado, y en cascotes el templo, y en cabras, carneros, moradas y montañas el dominio… Pero si marcho hacia el porvenir me será preciso contar con el nacimiento de seres nuevos que se añaden a los materiales y no serán previsibles pues tendrán una esencia distinta. A aquellos seres los llamo uno y simple, porque morirían si se los separara. Porque el silencio es algo que se agrega a las piedras, pero que muere si se las separa. Porque el rostro es algo que se agrega al mármol o a los rasgos del rostro; pero que muere si se lo rompe o se lo distingue. Porque el dominio es algo que se agrega a las cabras, a las moradas, a los carneros y a las montañas…

No sabría prever, pero sabría fundar. Porque el porvenir se construye. Si uno en un rostro único la disparidad de mi época, si tengo manos divinas de escultor, mi deseo llegará a ser realidad. Y me equivocaría si dijera que he sabido prever. Porque habré creado. En la disparidad circundante habría mostrado un rostro y lo habría impuesto y él gobernaría a los hombres. Como el dominio, que a veces les exige hasta su sangre.

Así se me ha presentado una verdad nueva, y que es vano e ilusorio ocuparse del porvenir. Sino que la sola operación valedera es la de expresar el mundo presente. Y que expresarse es construir con lo dispar presente el rostro único que lo domina, es crear el silencio con las piedras.

Toda otra pretensión es viento de palabras…

21

Y por cierto todos sabemos cuán engañosos son los razonamientos. A aquéllos que miraban los argumentos más hábiles y las demostraciones más imperiosas no lograban convencerlos. «Sí -decían-, tienes razón. Y sin embargo, no pienso como tú…». Se les llamaba estúpidos. Pero comprendí que no eran estúpidos, sino, muy por el contrario, los más prudentes. Respetaban una verdad que las palabras no aportaban.

Porque los otros se imaginan que el mundo repara en las palabras y que la palabra del hombre expresa el universo y las estrellas y la dicha y el sol poniente y el dominio y el amor y la arquitectura y el dolor del silencio… Pero yo he conocido al hombre enfrentado con la montaña que tenía la obligación de coger palada a palada.

Pienso, por cierto, que los geómetras que han dibujado las murallas tienen en sus manos la verdad de sus murallas. Y que se las sabrá construir según sus figuras. Porque hay en las murallas una verdad para los geómetras. Pero ¿qué geómetra comprende la importancia de la muralla? ¿Dónde leéis en su dibujo que las murallas constituyen un dique? ¿Qué os permite descubrirlas semejantes a la corteza del cedro, en cuyo interior se edifica la ciudad viviente? ¿Dónde veis que las murallas son corteza para el fervor y que permiten el cambio de las generaciones en Dios, en la eternidad de la fortaleza? Ven en ellas piedras, cemento y geometría. Pero son igualmente las armazones del navío y el refugio para los destinos particulares. Y creo, antes que nada, en los destinos particulares. Sin mezquindad por ser tan limitados. Porque esta flor única es la ventana abierta sobre el nacimiento de la primavera. Es la primavera transformada en flor. Porque nada sería para mí una primavera que no hubiera formado flores.

Puede no ser importante, quizá, el amor de esa esposa que espera el regreso del esposo. Ni tan importante la mano que se agita antes de la partida. Pero puede ser signo de algo importante. Puede no ser tan importante la luz particular que brilla en el interior de la muralla como la linterna de navío; he aquí, sin embargo, una vida que irrumpe, cuyo valor no sé medir.

Las murallas le sirven de corteza. Y esta ciudad es larva contenida en su vaina. Y esta ventana: una flor del árbol. Y detrás de esta ventana puede haber un niño pálido que bebe aún su leche sin saber aún su plegaria y que juega y balbucea, pero que será mañana un conquistador y fundará ciudades nuevas que engrandecerá con sus murallas. Y he aquí la simiente del árbol. Más importante, menos importante, ¿cómo saberlo?… esta cuestión para mí no tiene sentido; porque al árbol, ya lo he dicho, no es preciso dividirlo para conocerlo.

Pero ¿qué geómetra conoce estas cosas? Cree comprender las murallas porque las construye. Cree que su geometría contiene las murallas enteras porque basta con imponerla al cemento y a la piedra para que la ciudad se fortifique. Pero hay otra cosa que los domina; y si deseo mostraros qué es una muralla os reuniré alrededor de mí y, año tras año, aprenderíais a descubrirla sin jamás agotar el trabajo; porque no hay palabras para contenerla en su esencia. Y no muestro más que signos, como es signo la geometría pero también ese brazo del esposo alrededor de a esposa encinta, grávida con un mundo, y que él protege.

Como aquél que viene con sus pobres palabras a demostrar a otro que hace mal en estar triste. ¿Acaso veis que el otro haya cambiado? O que hace mal en estar celoso o en amar. ¿Y acaso veis que el otro se cure del amor? Las palabras tratan de desposar la naturaleza y de raptarla. Así, he dicho «montaña», y llevo la montaña en mí con sus bienes y sus chacales y sus barrancas plenas de silencio y su ladera que sube hacia las estrellas, hasta las crestas mordidas por el viento…, pero es un vocablo que es preciso colmar. Y cuando he dicho «muralla» es preciso colmar la palabra. Y los geómetras le agregan algo, y los poetas y los conquistadores y el niño pálido, y la madre, que, gracias a ellos, puede ocuparse de soplar sobre las brasas para recalentar la leche de la tarde sin que la matanza la distraiga de su tarea. Y si me es posible razonar acerca de la geometría de las murallas ¿cómo razonaría sobre esas murallas que mi lenguaje no sabe contener? Porque lo que un signo torna verdadero se vuelve falso por otro.

 

Para mostrarme la ciudad se me conduce a veces a la cima de una montaña. «¡Mira nuestra ciudad!», me decían. Y admiraba lo ordenado de las calles y el dibujo de las murallas. «He aquí -me decía yo- el colmenar donde duermen las abejas. Al amanecer se dispersan por la llanura de la que succionan las provisiones. Así los hombres cultivan y cosechan. Y procesiones de borriquitos conducen a los graneros y los mercados y las reservas, el fruto del trabajo del día… La ciudad dispersa sus hombres en la aurora, luego los recoge en sí con sus fardos y sus provisiones para el invierno. El hombre es aquél que produce y que consume. Por tanto lo favoreceré estudiando sin dilación sus problemas y administrando el hormiguero».

Pero otros para enseñarme su ciudad me hacían atravesar el río y admirarla desde la otra orilla. Descubría sus casas perfiladas en el esplendor del crepúsculo, unas más altas, otras menos altas, unas pequeñas, otras grandes; y la flecha de los alminares traspasando como mástiles la humareda de purpúreas nubes. Se revelaba en mí semejante a una flota que parte. Y la verdad de la ciudad no era ya orden estable y verdad geométrica, sino asalto de la tierra por el hombre en el gran viento de su crucero. «He aquí -decía yo- el orgullo de la conquista en marcha. Al frente de mis ciudades colocaré capitanes, porque es de la creación de donde el hombre extrae principalmente sus alegrías y el gusto poderoso por la aventura y la victoria». Y esto no era más verdadero ni menos verdadero, sino otra cosa.

Algunos, sin embargo, para hacerme admirar su ciudad me llevaban con ellos al interior de sus murallas y me conducían primero al templo. Y entraba, conmovido por el silencio y la sombra y la frescura. Entonces meditaba. Y mi meditación me parecía más importante que el alimento y la conquista. Porque me había nutrido para vivir, había vivido para conquistar, y había conquistado para retornar y meditar y sentir mi corazón más vasto en el reposo de mi silencio. «He aquí -decía yo- la verdad del hombre. Existe por su alma. Al frente de mi ciudad instalaré poetas y sacerdotes. Y harán dilatarse el corazón de los hombres». Y esto no era más verdadero ni menos verdadero, sino otra cosa…

Y si ahora, en mi sabiduría, empleo la palabra ciudad, no me sirvo de ella para razonar, sino para especificar simplemente todo lo que ella carga en mi corazón y que la experiencia me ha enseñado y mi solicitud en sus callejas y la partición del pan en sus moradas y su gloria de perfil en la llanura y su orden admirado desde lo alto de las montañas. Y muchas otras cosas que no sé decir o en las cuales no pienso en este momento. ¿Y cómo emplearía yo la palabra para razonar, pues lo que es verdadero bajo un signo es falso por otro?

22

Mas, por sobre todas las cosas, se me presenta algo imperioso en lo concerniente a la heredad de los hombres, herencia que de generación en generación se transmiten unos a otros, pues si, en el silencio de mi amor, voy lentamente por la ciudad y miro a aquélla que habla al prometido y le sonríe con temor tierno, o a aquella otra que aguarda el regreso del guerrero, o a esa otra que reprende a su sirviente, o a aquélla que predica resignación y justicia, o al que divide a la multitud, se yergue en su venganza y asume la defensa del débil, o a ese otro, simplemente, que esculpe su objeto de marfil y lo recomienza, y paso a paso se aproxima a la perfección que existe en él. Si considero a mi ciudad cuando se duerme y hace ese ruido que va muriendo como el de un címbalo que se ha golpeado y que resuena aún y se sosiega como si el sol lo hubiera agitado, como agita un enjambre de abejas, después llega la noche que cansa sus alas y devuelve el perfume a las flores, y no hay más huellas que los guíen en el lecho de los vientos. Cuando veo extinguirse esas luces y dormirse bajo las cenizas todos esos fuegos guardando cada cual de nuevo su bien, quién su cosecha en el fondo de sus granjas, quién sus niños que juegan en el umbral, quién su perro o su asno, quién su taburete de anciano; cuando por fin mi ciudad reposa ordenada como un fuego bajo la ceniza, y todas las reflexiones, todas las plegarias, todos los proyectos, todos los ímpetus, todos los temores, todos los movimientos del corazón para escoger o rechazar, todos los problemas no resueltos que esperan sus soluciones, todos los odios que no se matarán antes del día, todas las ambiciones que no descubrirán nada antes del alba, reservadas todos las plegarias que ligan al hombre con Dios, inútiles como las escaleras en el almacén, en moratoria y como muertas, pero no extintas, puesto que ese gigantesco patrimonio que de nada sirve en el instante, no está perdido, sino reservado y trasladado, y el sol que agitará el enjambre lo devolverá como una herencia, y cada uno reanudará su búsqueda, su alegría, su pena, su odio o su ambición, y mi colonia de abejas volverá a sus cardos y a sus lirios, entonces me pregunto: ¿Qué será de esos graneros de imágenes…?

Me parece evidente que, si dispusiera de una humanidad inanimada aún y si quisiera educarla e instruirla y colmarla con los mismos mil movimientos diversos, el puente del lenguaje no bastaría.

Porque, ciertamente, nos comunicamos; sin embargo, la palabra de nuestros libros no contienen el patrimonio. Y si tomo a los niños y los acaricio y enseño a cada uno una dirección diversa, habré perdido una parte de la herencia. De igual modo respecto a mi ejército, si no establece de uno a otro la continuidad del contacto que hace de este ejército una dinastía sin rupturas. Y, por cierto, recibirán las enseñanzas de sus cabos. Y, por cierto, sufrirán la autoridad de sus capitanes. Pero las palabras de las que disponen los cabos y los capitanes son receptáculos infinitamente insuficientes para transmitir del uno al otro una instrucción que no puede enumerarse y expresarse en fórmulas. Y que no puede ofrecerse por la palabra o el libro. Porque se trata de actitudes interiores y de miras entre los pensamientos y las cosas… Y si quiero explicarlos o exponerlos los demuestro en sus partes y no queda nada. De igual modo con el dominio que llama al amor y del cual nada hubiera dicho si hablara de las cabras, de los carneros, de las moradas, y de las montañas, y cuyo tesoro interior no transmite la palabra, sino la hermandad del amor. Y de amor en amor se legan esa heredad. Pero si rompéis el contacto una sola vez de generación en generación morirá ese amor. Y si rompéis una vez el contacto entre los mayores y los menores en vuestro ejército, entonces vuestro ejército es ya fachada de una casa vacía y se derrumbará al primer golpe, y si rompéis el contacto entre el molinero y su hijo, entonces perderéis lo más precioso del molino y su moral y su fervor y los mil golpes de las manos que no se expresan, y las mil actitudes que se justifican mal por la razón pero que son; porque hay más inteligencia escondida en las cosas tales como son, que en las palabras. Pero le pediréis que reconstruya el mundo por la sola lectura del librito de imágenes y reflejos ineficaces y vacíos delante de la suma de las experiencias. Y vosotros hacéis del hombre una bestia primitiva y desnuda al olvidar que la humanidad en su desarrollo es cual un árbol que crece y que se continúa el uno en el otro como el poder del árbol dura a través de sus nudos y sus retorcimientos y la división de sus ramas. Y estoy relacionado con un gran cuerpo e ignoro lo que es la muerte cuando miro desde lo alto de mi ciudad; pues aquí y allá caen las hojas, aquí y allá nacen yemas, y sin embargo dura el tronco sólido a su través. Pero esos males particulares no lesionan nada esencial y tú ves ese templo continuar construyéndose y ves a ese granero continuar vaciándose y llenándose y a ese poema embellecerse, y lustrarse el respaldo curvo de la fuente. Pero si separas las generaciones es como si quisiera recomenzar al hombre mismo en medio de su vida y, luego de borrar en él cuanto sabía, sentía, comprendía, deseaba, temía, reemplazarás esta suma de conocimientos, convertida en carne, por las magras fórmulas extraídas de un libro, habiendo suprimido toda la savia que subía a través del tronco y trasmitiendo a los hombres sólo cosas codificables. Y como la palabra falsea para tomar, y simplifica para enseñar, y mata para comprender, cesan de estar alimentados por la vida.