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100 Clásicos de la Literatura

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Y aquéllos que morían por rigidez del deber que aceptaban sin comprender, morían tristemente, tiesos y con los ojos duros, parcos en palabras, con la severidad de su disgusto.

Y por esto buscaba yo en mi corazón una enseñanza nueva que pudiera aprisionarlos. Después, comprendiendo que esto no se logra con sabiduría o razones, ya que se trata de crear un rostro como el escultor impone a la piedra el peso de su arbitrariedad, supliqué a Dios que me iluminara.

Y toda la noche velé a mis hombres entre la lluvia de arena que subía y corría de través sobre las dunas para desencanillarlas y reformarlas un poco más lejos. En esta noche sin edad, en la que la luna aparecía y desaparecía en la humareda rosácea que arrastraban los vientos. Y escuchaba a los centinelas llamarse aún unos a otros en las tres cimas del campamento triangular; pero sus voces eran sólo largos gritos sin creencia, patéticos al encontrarse vacíos.

Y decía a Dios:

—Nada hay para acogerlos… Su viejo lenguaje se ha gastado. Los prisioneros de mi padre eran descreídos, pero flanqueados por un imperio poderoso. Mi padre les había enviado un cantor de quien respondía ese imperio. Por eso en una sola noche, por la omnipotencia de su verbo, los convirtió. Pero esa fuerza no era suya, sino del imperio.

”Pero carezco de cantor y no tengo una verdad y no poseo un manto para hacerme pastor. Entonces, ¿es inevitable que se maten entre sí y comiencen a podrir la noche con esos golpes de cuchillo que golpean en el vientre y son inútiles como la lepra? ¿Bajo qué nombre los reuniría?

Y aquí y allá aparecían falsos profetas que reunían a algunos. Y los fieles, si bien raros, se hallaban dispuestos y animados a morir por sus creencias. Pero sus creencias no valían nada para los demás. Y todas las creencias se oponían entre sí. Y se construían pequeñas iglesias de la misma manera como se odiaban; porque tenían la costumbre de dividir todo en error y en verdad. Y lo que no es verdad es error y lo que no es error es verdad. Pero yo, que sé bien que el error no es lo contrario de la verdad, sino otro arreglo, otro templo construido con las mismas piedras, ni más verdadero ni más falso, sino otro, descubriéndolos dispuestos a morir por verdades ilusorias, sangraba en mi corazón. Y decía a Dios:

—¿No puedes enseñarme una verdad que domine sus verdades particulares y las acoja en su seno? Porque si de esas hierbas que se entredevoran hago un árbol que anime un alma única, entonces esta rama se agrandará con la prosperidad de la otra rama, y todo el árbol será colaboración maravillosa y expansión en el sol. ¿Tendré el corazón estrecho para contenerlos?

Ocurría también que se ridiculizaba a los virtuosos y triunfaban los mercaderes. Se vendía. Se alquilaba a las vírgenes. Se pillaban las provisiones de cebada que habían reservado con vistas a las hambres. Se asesinaba. Pero no era yo tan cándido como para creer que el fin del imperio se debía a esta decadencia de la virtud, pues sabía bien que esta caída de la virtud se debía al fin del imperio.

—Señor -decía-, dame esa imagen en la que se transmutarán en sus corazones. Y todos, a través de cada uno, crecerán en poder. Y la virtud será signo de lo que son.

14

En el silencio de mi amor hice ejecutar a gran número de ellos. Pero cada muerte alimentaba la lava subterránea de la rebelión. Pues se acepta la evidencia. Pero no la había. No se comprendía bien en nombre de qué verdad clara habían vuelto a morir. Fue entonces cuando recibí de la sabiduría de Dios enseñanzas sobre el poder.

Porque el poder no se explica por el rigor, sino por la mera sencillez del lenguaje. Y ciertamente, es necesario el rigor para imponer el lenguaje nuevo, pues nada lo demuestra y no es más verdadero ni más falso, sino otro. Pero ¿cómo impondría el rigor un lenguaje que por sí mismo dividiría a los hombres permitiéndoles contradecirse? Porque imponer semejante lenguaje es imponer la división y desmantelar el rigor.

Lo puedo, a mi arbitrio, cuando simplifico. Entonces impongo al hombre de porvenir otro porvenir más extendido, más claro, más generoso y más ferviente, al fin unido a él mismo en sus aspiraciones, y una vez que llega a ser, cómo reniega de la larva que descubre haber sido, cómo se asombra de su propio esplendor, se maravilla y se hace mi aliado y el soldado de mi rigor. Y mi rigor no tiene otro cimiento que su papel. Es puerta monumental a través de la cual quizás los latigazos obliguen a pasar al rebaño para que mude y se transfigure. Pero a todos aquéllos no se los ha obligado: son convertidos.

Mas no hay rigor eficaz si una vez franqueado el pórtico, los hombres despojados de sí mismos y salidos de sus crisálidas no sienten abrirse en ellos alas y, lejos de celebrar el sufrimiento que las ha consolidado, se descubren amputados y tristes, y se vuelven hacia la orilla que han abandonado.

Entonces, tristemente inútil, llena los ríos de sangre de los hombres.

Los que ejecutaba, significándome que no había podido convertirlos, me demostraban mi error. Entonces inventé esta plegaria:

—Señor, mi manto es demasiado corto y soy un mal pastor que no sabe abrigar a su pueblo. Respondo a las necesidades de éstos y dejo a aquéllos en las suyas.

”Señor, sé que toda aspiración es bella. La de la libertad y la de la disciplina. La del pan para los niños y la del sacrificio del pan. La de la ciencia que examina y la del respeto que acepta y consolida. La de las jerarquías que diviniza y la de la partición que distribuye. La del tiempo que permite la meditación y la del trabajo que llena el tiempo. La del amor por el espíritu que castiga la carne y engrandece al hombre, y la de la piedad que cura la carne. La del futuro por construir y la del pasado por salvar. La de la guerra que planta los granos y la de la paz que los recoge.

”Pero sé también que esos litigios son litigios del lenguaje, y que cada vez que el hombre se eleva los mira desde más alto. Y los litigios desaparecen.

”Señor, quiero consolidar la nobleza de mis guerreros y la belleza de los templos por la que los hombres se cambian y que da un sentido a su vida. Pero esta tarde, al pasearme en el desierto de mi amor, he encontrado a una pequeñuela llorando. Le volví la cabeza para leerle los ojos. Y su aflicción me ha ofuscado. Si rehúso, Señor, conocerla, rehúso una parte del mundo, y no he acabado mi obra. No es que me aparte de mis grandes fines. ¡Pero que esta pequeñuela sea consolada! Porque solamente así el mundo marcha bien. Ella también es signo del mundo.

15

La guerra es difícil cuando no es inclinación natural ni expresión de un deseo. Mis generales, con su sólida estupidez, estudiaban hábiles tácticas y buscaban la perfección antes de actuar. Porque no estaban animados por Dios, sino que eran honestos y trabajadores. Por consiguiente fracasaban. Y los reuní para predicarles:

—No vencéis porque buscáis la perfección. Que es objeto de museo. Impedís los errores y aguardáis para actuar a saber si el gesto que se arriesga es de una eficacia bien demostrada. Pero ¿dónde habéis leído una demostración del porvenir? Lo mismo que de este modo impediríais en vuestro territorio la aparición de pintores, escultores y de todo inventor fértil, impediréis así la victoria. Porque yo os lo digo: la torre, la ciudad o el imperio crecen como el árbol. Son manifestaciones de la vida puesto que precisan del hombre para nacer. Y el hombre cree calcular. Y cree que la razón gobierna la erección de sus piedras, cuando la ascensión de esas piedras nace primero de su deseo. Y la ciudad está contenida en él, en la imagen que lleva en el corazón, como el árbol está contenido en su simiente. Y sus cálculos sólo sirven para vestir su deseo. E ilustrarlo. Porque no explicáis el árbol si mostráis el agua que ha bebido, los surcos minerales que ha succionado y el sol que le presta su fuerza. Y no explicáis la ciudad si decís: «He aquí por qué esta cúpula no se desploma…, he aquí los cálculos de los arquitectos…». Porque si la ciudad debe nacer siempre se hallarán calculistas que calculen exactamente. Pero son únicamente servidores. Y si los empujáis a primer plano, creyendo que las ciudades salen de sus manos, ninguna ciudad surgirá de la arena. Saben cómo nacen las ciudades, mas no saben por qué. Pero arrojad al conquistador ignorante y a su pueblo sobre la tierra áspera y rocallosa; si volvéis más tarde brillará al sol la ciudad de treinta cúpulas… Y las cúpulas se mantendrán de pie como las ramas del cedro. Porque el deseo del conquistador se habrá transmutado en la ciudad de las cúpulas, y habrá encontrado, como medios, vías y caminos, todos los calculistas que deseaba.

”De este modo -les decía-, perdéis la guerra porque no deseáis nada. Ninguna pendiente os solicita. Y no colaboráis, sino que os destrozáis unos a otros con vuestras decisiones incoherentes. Mirad que la piedra pesa. Rueda hacia el fondo de la barranca. Porque es colaboración de todos los granos de polvo con los que está formada y todos pesan hacia el mismo fin. Y el agua, noche y día pesa incansablemente. En apariencia duerme, y sin embargo está viva. Porque a la menor hendidura he aquí que se pone en marcha, se insinúa, encuentra el obstáculo, lo salva si es posible, y vuelve aparentemente a su sueño si el camino no conduce hasta la segunda rajadura que abrirá otra ruta. Nunca desperdicia una ocasión nueva. Y por vías indescifrables, que ningún calculista podría calcular, un simple peso habría vaciado el receptáculo de nuestras provisiones de agua.

”Vuestro ejército es semejante a un mar que no pesara contra su dique. Sois pasta sin levadura. Tierra sin simiente. Una multitud sin deseos. Administráis en lugar de conducir. Sois solamente testigos estúpidos. Y a las fuerzas obscuras que sean sobre las paredes del imperio les importará poco los administradores para ahogaros en sus mareas. Después de lo cual, historiadores más estúpidos que vosotros explicarán las causas del desastre. Llamarán sabiduría, cálculo y ciencia del adversario los medios de su triunfo. Pero yo os digo que no hay sabiduría, ni cálculo, ni ciencia del agua cuando ella derriba los diques y traga las ciudades de los hombres.

 

”Pero esculpiré el porvenir a la manera del creador que extrae su obra del mármol a golpes de cincel. Y caen una a una las escamas que ocultaban el rostro de Dios. Y los otros dirán: ese mármol contenía ese dios. Él lo ha encontrado. Y su gesto fue un medio. Pero yo sostengo que él no calculaba, sino que forjaba la piedra. La sonrisa del rostro no está hecha con una mezcla de sudor, chispas, golpes de cincel o de mármol. La sonrisa no es de la piedra, sino del creador. Liberad al hombre y él creará.

En su sólida estupidez, mis generales se reunieron: «Es necesario comprender por qué los hombres se dividen y se odian». Y los hacía comparecer. Y escuchaban a unos y a otros buscando conciliar sus tesis, y establecer la justicia y dar a uno lo que le era debido y recobrar de éste lo que detentaba. Si se odiaban por razones de envidia, los generales trataban de determinar quién tenía razón y quién no. Y bien pronto no comprendieron nada de nada, tanto se embrollaron los problemas, tantos rostros diversos mostraban el mismo acto, noble bajo tal luz, innoble bajo tal otra, cruel a la vez y generoso. Y sus consejos se proseguían durante la noche. Y como no dormían, su estupidez crecía. Entonces vinieron a buscarme:

—Sólo hay una solución -me dijeron- para este fárrago: ¡el diluvio de los hebreos!

Pero me acordaba de mi padre: «Cuando el moho aparece en el trigo, busca su causa fuera del trigo; y cambia el trigo de granero. Cuando los hombres se odian, no escuches la exposición estúpida de las razones que tienen para odiarse. Porque tienen muchas otras más de las que dicen, y en las que no han reparado. Tienen otras tantas para amarse. Y otras tantas para vivir en la indiferencia. Y yo que no me intereso jamás por las palabras, sabiendo que lo que ellas acarrean es signo difícil de leer, del mismo modo que las piedras del edificio no muestran ni la sombra ni el silencio, lo mismo que los materiales del árbol no explican el árbol, ¿por qué me interesarían en los materiales de su rencor? Lo construyen como un templo con las mismas piedras que les hubiesen servido para construir el amor».

Asistía, pues, simplemente, a este odio que disfrazaban con sus malas razones y no estimaba curarlos de él mediante el ejercicio de una vana justicia. No habría hecho más que endurecerlos en sus razones fundando sus errores o sus aciertos. Y el rencor de aquéllos a los que hubiera declarado equivocados, y la altanería de los otros a los que hubiera dado razón. Y así habría cavado el abismo. Pero recordaba la prudencia de mi padre.

Sucedió que habiendo conquistado nuevos territorios, se habían instalado generales en ellos para apoyar a los gobernadores, pues eran poco seguros todavía. Los viajeros que circulaban de las nuevas provincias a la capital venían a prevenir a mi padre:

—En tal provincia -decían- el general ha insultado al gobernador. No se hablan más.

Llegaba alguien de otra provincia:

—Señor, el gobernador tiene ojeriza al general.

Después volvía un tercero de otra parte:

-Señor, se implora allá tu arbitraje para resolver un grave litigio. El general y el gobernador están bajo proceso.

Y mi padre al principio escuchaba los móviles de las rencillas. Y esos móviles cada vez eran evidentes. Quien hubiera sufrido tales afrentas hubiese decidido vengarlas. Había allí traiciones vergonzosas y litigios inconciliables. Y raptos e injurias. Y siempre, con toda evidencia, había uno que tenía razón, y otro errado. Pero esas historias cansaban a mi padre.

—Tengo algo más que hacer -me dijo- que estudiar sus estúpidas querellas. Nacen de un extremo al otro del territorio, siempre diferentes y sin embargo semejantes. ¿Por qué milagro habré elegido cada vez gobernadores y generales que no pueden tolerarse?

”Cuando las bestias que has instalado en un establo mueren una tras otra, no busques en ellas la causa del mal. Inclínate ante el establo y quémalo.

Convocó, pues, a un mensajero:

—He definido mal sus prerrogativas. Ignoran cuál de los dos tiene preeminencia sobre el otro en los banquetes. Se vigilan con enfado. Avanzan los dos de frente hasta el momento de sentarse. Entonces el más grosero o el menos estúpido quita al otro el sitio y ocupa la plaza. El otro lo detesta. Y se jura que será menos tonto la próxima vez y apresurará el paso para sentarse primero. Y he aquí que de pronto, naturalmente, se roban sus mujeres, se roban sus rebaños, o se injurian. Y éstas son chácharas sin importancia que hornean porque creen en ellas. Pero yo no escucharé el ruido que hacen.

”Quieres que se amen. No les arrojes la simiente del poder para que la compartan. Sino que uno sirva al otro. Y que el otro sirva al imperio. Entonces querrán apoyarse uno en otro y construir juntos.

Los castigó, pues, cruelmente por la inútil algarabía de sus querellas:

—El imperio -les dijo- no debe mezclarse en vuestros escándalos. El general evidentemente debe obedecer al gobernador. Castigaré, pues a éste por no haber sabido mandar. Y al otro por no haber sabido obedecer. Y os aconsejo el silencio.

Y de un extremo al otro del territorio los hombres se reconciliaron. Los camellos robados se devolvieron. Las esposas adúlteras fueron restituidas o repudiadas. Las injurias fueron reparadas. Y el que obedecía se sentía halagado por las alabanzas del que lo mandaba. Y se abrían en él fuentes de placer. Y el que mandaba era feliz al demostrar su poder engrandeciendo a su subalterno. Y lo empujaba delante de él los días de banquete, a fin de que se sentara el primero.

—Y no era porque fuesen estúpidos -decía mi padre. Sino que las palabras del lenguaje no acarrean nada digno de interés. Aprende a no escuchar el viento de las palabras ni los razonamientos que les permiten equivocarse. Aprende a mirar más lejos. Porque su odio no era absurdo. Si cada piedra no está en su sitio no existirá el templo. Y si cada piedra está en su sitio y sirve al templo, entonces ten en cuenta solamente el silencio que nace de ellas y la plegaria que se forma. ¿Y quién entiende que se hable de las piedras?

Por eso no me interesaban los problemas de mis generales que venían a pedirme que indagara en los actos de los hombres las causas de sus disensiones a fin de que impusiera orden con mi justicia. Sino que, en el silencio de mi amor, atravesaba el campamento y los miraba odiarse. Después me recogí para dar parte a Dios de mi plegaria.

—Señor, he aquí que se separan porque ya no construyen el imperio. Porque el error es creer que cesan de construir porque están divididos. Ilumíname acerca de la torre que habrá que hacerles construir que permitirá que se cambien en ella con sus aspiraciones diferentes. Que llamará al todo en ellos y colmará a cada uno, al solicitarlos por entero en toda su grandeza. Mi manto es demasiado corto y soy un mal pastor que no sabe cobijarlos bajo su ala. Se odian porque tienen frío. Porque el odio es insatisfacción. Todo odio tiene un sentido profundo que lo domina. Y las hierbas diversas se odian y se devoran entre sí; pero no el árbol único en el que cada rama se acrecienta con la prosperidad de las otras. Préstame un pedazo de tu manto para que en él reúna a mis guerreros y a mis trabajadores y a mis sabios y a mis esposos y esposas e incluso a los niños que lloran…

16

Lo mismo respecto a la virtud. Mis generales con su sólida estupidez venían a hablarme de la virtud:

—He aquí -me decían- que sus costumbres se corrompen. Y es porque el imperio se descompone. Importa endurecer las leyes e inventar sanciones más crueles. Y cortar las cabezas de los que incurren en falta.

Pero yo meditaba:

—Importa quizá, en efecto, cortar cabezas. Pero la virtud es antes que nada una consecuencia. La podredumbre es ante todo podredumbre del imperio que crea a los hombres. Porque si estuviera vivo y sano exaltaría su nobleza.

Y me acordaba de las palabras de mi padre:

—La virtud es perfección en el estado de hombre y no ausencia de defectos. Si quiero construir una ciudad, tomo el hampa y la canalla y las ennoblezco con el poder. Les ofrezco otras embriagueces distintas a la embriaguez mediocre de la rapiña, de la usura o el estupor. He aquí que construyen con sus brazos raquíticos. Su orgullo se transforma en torres y templos y murallas. Su crueldad se convierte en grandeza y rigor de la disciplina. Y he aquí que sirven a una ciudad nacida de ellos mismos y en la cual se han cambiado en sus corazones. Y morirán en sus murallas para salvarla. Y no descubrirán en ellos más que virtudes esplendorosas.

”Pero tú, a quien desagradan la potencia de la tierra, la grosería del humus y su podredumbre y sus gusanos, pides al hombre en primer lugar que no sea, y que no tenga olor. Censuras en ellos la expresión de su fuerza. Y colocas los inmaculados a la cabeza de tu imperio. Y persiguen el vicio, que es potencia sin empleo. Es la potencia y la vida que persiguen. Y a su vez se vuelven guardianes de museo y velan un imperio muerto…

—El cedro -decía mi padre- se nutre del fango del suelo, pero lo muda en follaje espeso que se nutre del sol.

—El cedro -decía otra vez mi padre- es la perfección del fango. Es el fango transformado en virtud. Si quieres salvar tu imperio, cree en su fervor. Drenará las agitaciones de los hombres. Y los mismos actos, las mismas agitaciones, las mismas aspiraciones, los mismos esfuerzos, construirán la ciudad en lugar de destruirla.

Y ahora yo te digo:

—Tu ciudad morirá si es acabada. Porque vivían no de lo que recibían, sino de lo que daban. Para disputarse las provisiones almacenadas se convertirán en lobos en sus guaridas. Y si tu crueldad logra reducirlos reemplazarán al ganado en el establo. Porque una ciudad no se acaba. Digo que mi obra está acabada simplemente cuando falta mi fervor. Entonces mueren porque están ya muertos. Pero la perfección no es un fin que se consiga. Es transmutarse en Dios. Y nunca he acabado mi ciudad…

Por esto dudaba que bastara cortar cabezas. Porque, evidentemente, si uno ha fracasado, importa cortarlo por temor que corrompa a los otros, como se arroja el fruto pasado fuera del cesto o al animal enfermo fuera del establo. Pero mejor es cambiar de cesto o de establo; porque ellos son, en primer término, los responsables.

¿Por qué castigar al que se puede convertir? Por esto dirigí a Dios esta plegaria: «Señor, préstame un pedazo de tu manto para amparar a todos los hombres con su equipaje de grandes aspiraciones. Temeroso de que arruinen mi obra, estoy fatigado de estrangular a los que no sé cubrir. Pues sé que amenazan a los otros y a las discutibles bienaventuranzas de mi verdad provisional; pero sé también que son nobles y que también son portadores de verdad».

17

Por ellos es que he despreciado siempre como vano el viento de las palabras. Y he desconfiado de los artificios del lenguaje. Y cuando los generales, con su sólida estupidez, venían a decirme: «El pueblo se insurrecciona, te aconsejamos habilidad…», yo despedía a mis generales. Porque la habilidad es una palabra trivial. Y no hay rodeos posibles en la creación. Se funda en lo que se hace y nada más. Y si pretendes, persiguiendo un fin, dirigirte a otro que difiere del primero, solamente aquél que es víctima de las palabras te creerá hábil. Porque lo que fundas, al fin de cuentas, es aquello hacia lo que te dirigías primero y nada más. Fundas aquello de que te ocupas y nada más. Aun en el caso de ocuparte para luchar en su contra. Fundo a mi enemigo al hacerle la guerra. Lo forjo y lo endurezco. Y si pretendo vanamente en nombre de la libertad futura reforzar mi sujeción, es la sujeción lo que fundo. Porque la vida no permite subterfugios. No se engaña al árbol: se lo hace crecer según se lo dirige. El resto es sólo viento de palabras. Y si pretendo sacrificar mi generación por la felicidad de las generaciones futuras, es a los hombres a quienes sacrifico. No a éstos o a aquéllos, sino a todos. Los encierro a todos, simplemente, en la desdicha. El resto es viento de palabras. Y si hago la guerra para obtener la paz, fundo la guerra. La paz no es un estado que se gane a través de la guerra. Si creo en la paz conquistada por las armas y me desarmo, muero. Porque la paz solamente se establece cuando se funda la paz. Es decir, si recibo o absorbo, y cada hombre encuentra en mi imperio la expresión de sus aspiraciones particulares. Porque la imagen puede ser la misma que cada uno ama a su manera. Sólo un lenguaje insuficiente opone a los hombres unos contra otros, porque lo que sean no varía. Nunca he encontrado a nadie que desee el desorden, la bajeza o la ruina. La imagen que los atormenta y que desearían fundar se parece de un extremo a otro del universo; pero difieren las vías por las que tratan de conseguirla. Aquél cree que la libertad permitirá al hombre desarrollarse, éste que la sujeción lo hará más grande, y ambos desean su grandeza. Aquél cree que la caridad los unirá, éste desprecia la bondad, que es respeto por la úlcera y obliga al hombre a construir una torre, con lo que se afirman mutuamente. Y ambos trabajan por amor. Aquél cree que la prosperidad domina todos los problemas porque el hombre librado de sus cargas halla tiempo para cultivar su corazón, su alma y su inteligencia. Pero éste estima que la calidad de sus corazones, de sus inteligencias y de sus almas, no está ligada a los alimentos que se les suministra ni a las facilidades que se les otorga sino a los dones que se solicitan de ellos. Cree que sólo son bellos los templos nacidos de exigencias de Dios, y entregados en rescate. Pero ambos desean embellecer el alma, la inteligencia y el corazón. Y ambos tienen razón, pues ¿quién puede crecer en la esclavitud, la crueldad o el embrutecimiento de un trabajo pesado? Pero ¿quién puede crecer en la licencia, el respeto de la podredumbre y la obra trivial, que es pasatiempo de ociosos?

 

He aquí que toman las armas a causa de palabras ineficaces, en nombre del mismo amor. Y es la guerra; que es búsqueda y lucha y movimiento incoherente en la imperiosa dirección a semejanza del árbol de mi poeta que, nacido ciego, golpea los muros de su prisión hasta reventar una claraboya para erguirse derecho hacia el cielo rectilíneo por fin y glorioso.

No impongo la paz. Fundo mi enemigo y su rencor si me limito a someterlo. Ser grande es convertir, y convertir es recibir. Es ofrecer a cada uno, para que se sienta cómodo, una vestimenta a su medida. Y una misma vestimenta para todos. Porque toda contradicción es ausencia de genio.

Por esto es que repito mi plegaria:

—Señor, ilumíname. Hazme crecer en sabiduría a fin de que reconcilie algún deseo de su fervor, no por abandono exigido de los unos y de los otros, sino por intermedio de un nuevo rostro que les parecerá el mismo. ¡Así sucede con el navío, Señor! Aquéllos que, sin comprender, tiran los cordajes de babor luchan contra los que tiran a estribor. Se odiarán por ignorancia. Pero si saben, colaboran y ambos sirven al viento.

La paz es un árbol que crece lentamente. Precisamos, al igual que el cedro, aspirar aún mucha rocalla para fundarle una unidad…

Construir la paz es construir el establo lo suficientemente grande como para que el rebaño pueda dormir allí. Es construir el palacio suficientemente amplio como para que todos los hombres puedan reunirse en él sin abandonar nada de sus equipajes. No se trata de amputarlos para tenerlos allí. Construir la paz es obtener de Dios que preste su manto de pastor para recibir a los hombres con toda la dimensión de sus deseos. Así pasa con la madre que ama a sus hijos. Y aquél es tímido y tierno; y éste ardiente y vivo. Y el otro puede ser jorobado, enclenque e incapacitado. Pero todos, en su diversidad, conmueven su corazón. Y todos, en la diversidad de su amor, sirven a su gloria.

Pero la paz es un árbol que crece lentamente. Hace falta más luz de la que tengo. Y nada aún es evidente. Y escojo y rehúso. Sería demasiado fácil hacer la paz si fueran ya semejantes.

Así fracasó la habilidad de mis generales cuando, con su sólida estupidez, vinieron a exponerme razones. Y me acordaba de las palabras de mi padre: «El arte del razonamiento que permite al hombre equivocarse…».

—Si nuestros hombres desertan los cargos del imperio es que se ablandan. Les tenderemos emboscadas y se endurecerán; y el imperio se salvará.

Así hablaban los profesores que van de consecuencia en consecuencia. Pero la vida es. Como es el árbol. Y el tallo no es el medio que ha hallado el germen para convertirse en rama. Tallo, germen y rama son solamente desarrollo.

Y yo los corregía: Si los hombres se ablandan es que el imperio que alimentaba su vitalidad ha muerto en ellos. Así sucede con el cedro cuando ha gastado su don de vivir. Ya no cambia la rocalla en cedro. Y comienza a dispersarse en el desierto. Así pues, importa para amarlos convertirlos… No obstante, en mi indulgencia, entendiendo que no podían comprenderme, dejaba a mis generales jugar sus juegos; y enviaron a los hombres a hacerse matar alrededor de un pozo que nadie disputaba pues estaba seco, pero donde, por casualidad, acampaba el enemigo.

Y, ciertamente, es bello el estallido de la fusilería alrededor del pozo, esa danza alrededor de la flor; porque el que obtiene el pozo desposa la tierra y vuelve a encontrar el gusto de la victoria. Y el enemigo retorna por atrás con un amplio movimiento de cuervo, cuando tu marcha lo ha hecho alzarse; y su horda se posa allá donde no tendrá ya que temerte. Entonces la arena que lo ha bebido detrás de ti se carga de pólvora. Y te juegas la vida y la muerte en tu virilidad. Y danzas alrededor de un centro y te alejas y te aproximas a algo.

Y si sólo hay allí un pozo agotado el juego no es el mismo. Pues sabes que ese pozo es inútil y vacío como los dados del juego cuando no arriesgas en ellos tu fortuna. Mis generales, al ver a los hombres jugar a los dados y asesinarse por un fraude, creyeron en los dados. Jugaron con los pozos como con un dado vacío. Pero nadie asesina por un fraude con dados vacíos.

Mis generales jamás han comprendido muy bien el amor.

Porque ven al amante exaltado por el alba que al despertarlo le devuelve su amor. Y ven al guerrero exaltado por la aurora que al despertarlo le devuelve su victoria en marcha. Aquella que se estira en él y lo hace reír. Y creen que el alba es poderosa y no el amor.

Pero yo digo que nada puede hacerse sin el amor. Porque te enoja el dado que no está cargado con un sentido deseable. Y el alba te enoja si simplemente te hace retornar a tu miseria. Y la muerte por pozos inútiles te enoja.

Por cierto, cuanto más rudo es el trabajo en el que te consumes en nombre del amor, más te exaltas. Más das, más creces. Pero es preciso alguien para recibir. Y no es lo mismo dar que perder.

Mis generales, al ver dar con alegría, no habían deducido que había alguien para recibir. Y no comprendían que no basta para exaltar a un hombre, despojarlo.

Pero he sorprendido la amargura de un herido. Y me dijo:

—Voy a morir, señor. Y he dado mi sangre. Y no recibo nada en cambio. He observado, cuando moría, al enemigo que he tendido con una bala en el vientre antes que otro lo vengara. Y me pareció que se realizaba en la muerte, por entero entregado a sus creencias. Y su muerte fue un pago. En cuanto a mí, por haber respetado la consigna de mi cabo y no de algún otro que al enriquecerse con ella la hubiera pagado, muero con dignidad pero con enojo.

En cuanto a los otros, habían huido.

18

Y es por esto que esa tarde, desde lo alto de la roca negra donde me hallaba, consideraba las manchas negras de mi campamento en la extensión, siempre formado según la figura triangular, siempre ornado por centinelas en las tres puntas, siempre dotado de fusiles y de pólvora, y sin embargo pronto a ser soplado y dispersado y esparcido como el árbol muerto; y perdonaba a los hombres.