Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Quien rebaja -decía mi padre- es porque es bajo.

—Jamás un jefe -decía mi padre- deberá ser juzgado por sus subalternos.

9

Así me hablaba mi padre:

—Fuérzalos a construir juntos una torre y los transformarás en hermanos. Pero si quieres que se odien, arrójales un poco de grano.

Me decía además:

—Que me traigan primero el fruto de su trabajo. Que viertan en mis graneros los ríos de sus cosechas. Que hagan de mí sus graneros. Quiero que sirvan a mi gloria cuando flagelen los trigos y que estalle en derredor la corteza de oro. Porque entonces el trabajo, que era función de nutrición, se transforma en cántico. Porque he aquí que poco hay por compadecer en aquello cuyos riñones se doblan cuando llevan los sacos pesados a la molienda. O los traen de vuelta, blancos de harina. El peso de los sacos los aumenta como una plegaria. Y he aquí que ríen alegremente cuando llevan la gavilla como un candelabro de granos con sus puntas y su fulgor. Porque una civilización se asienta sobre lo que se exige de los hombres, no sobre lo que se les suministra. Y, agotados, vuelven inmediatamente a este trigo y de él se nutren. Pero no es ésta para el hombre la faz importante de las cosas. Lo que los nutre en su corazón no es lo que reciben del trigo. Es lo que le dan.

”Porque una vez más son dignas de desprecio esas colonias que recitan los poemas de otros y comen el trigo de otros o contratan arquitectos para edificar sus ciudades. A ésas llamo sedentarias. Y no descubro ya alrededor de ellas, como una aureola, el espolvoreo de oro del trigo que se abate.

”Porque es justo que reciba al mismo tiempo que doy, a fin de poder continuar dando. Bendigo este cambio entre el don y el retornar que permite proseguir la marcha y dar más aún. Y si el retorno permite a la carne rehacerse, es el don solo el que alimenta el corazón.

”He visto a las bailarinas componer sus danzas. Y una vez creada y bailada la danza, nadie se lleva el fruto del trabajo como provisión. La danza pasa como un incendio. Y sin embargo, llamo civilizado al pueblo que compone danzas, aunque no haya para ellas ni graneros ni cosecha. Mientras que llamo bruto al pueblo que alinea en sus estantes objetos, así sean los más finos, nacidos del trabajo de los otros, aunque se muestre capaz de embriagarse con su perfección.

”El hombre -decía mi padre- es antes que nada el que crea. Y solamente son hermanos los hombres que colaboran. Y solamente viven aquéllos que no han hallado su paz en las provisiones que habían elaborado.

Un día le hicieron una objeción:

—¿A qué llamas tú crear? Porque si se trata de una invención que se destaca, bien pocos son capaces. Y entonces hablas para algunos; ¿y los otros?

Mi padre respondió:

—Crear, es, quizá, equivocarse un paso en la danza. Es dar de través ese golpe de cuchillo en la roca. Poco importa el destino del gesto. Ese esfuerzo te parece estéril a ti, ciego, que tienes la nariz encima; pero retrocede. Considera de más lejos el movimiento de este barrio de ciudad. Sólo hay allí un gran fervor y una polvareda dorada de trabajo. Y los gestos equivocados ya no se observan. Porque ese pueblo inclinado sobre la obra, de bueno o mal grado, edifica sus palacios, o sus cisternas, o sus grandes jardines suspendidos. Sus obras nacen como inevitables del encantamiento de sus dedos. Y te advierto, nacen tanto de aquéllos que equivocan su gesto como de los que lo cumplen, porque no puedes dividir al hombre, y si salvas sólo a los grandes escultores te verás privado de grandes escultores. ¿Quién será tan loco como para escoger un oficio que da tan pocas ocasiones de vivir? El gran escultor nace del mantillo de los malos escultores. Le sirven de escalera y lo elevan. Y el fervor de danzar exige que todos dancen -aun los que danzan mal-; si no, el fervor es academia petrificada y espectáculo sin significación.

”No condenes sus errores a la manera del historiador que juzga una era ya concluida. Pero ¿quién reprochará al cedro ser aún simiente, tallo o briznilla brotada oblicuamente? Deja hacer. De error en error se levantará el bosque de cedros que distribuirá en los días de gran viento el incienso de sus pájaros.

Y mi padre decía, para concluir:

—Te lo he dicho ya. Error de uno, buen éxito del otro; no te inquietes por estas divisiones. Sólo es fértil la gran colaboración del uno a través del otro. Y el gesto fallido sirve al gesto que se logra. Y el gesto que se logra muestra el fin que perseguían juntos al que ha fallado el suyo. Aquel que encuentra a Dios lo encuentra para todos. Porque mi imperio es semejante a un templo y he llamado a los hombres. He convidado a los hombres a construirlo. De este modo es su templo. Y el nacimiento del templo extrae de ellos su más bello significado. Y ellos inventan el dorado. Y aquél que lo busca sin éxito, también lo inventa. Porque antes que nada es de este fervor de donde el nuevo dorad ha nacido.

Decía otra vez:

—No inventes un imperio donde todo sea perfecto. Porque el buen gusto es virtud de guardián de museo. Y si desprecias el mal gusto, no tendrás ni pintura, ni danza, ni palacio, ni jardines. Habrás hecho el disgustado por temor al trabajo desaseado de la tierra. Te verás privado por el vacío de tu perfección. Inventa un imperio donde simplemente todo sea ferviente.

10

Mis ejércitos estaban fatigados como si hubieran soportado un pesado fardo. Mis capitanes vinieron a verme:

—¿Cuándo regresaremos a casa? El sabor de las mujeres de los oasis conquistados no vale el de nuestras mujeres.

Uno me decía:

—Señor, sueño con aquella hecha de mi tiempo, con mis disputas. Desearía volver y plantar en paz. Señor, es una verdad que no sé profundizar más. Déjame crecer en el silencio de mi pueblo. Siento la necesidad de meditar mi vida.

Y comprendí que tenían necesidad de silencio. Porque sólo en el silencio la verdad de cada uno se anuda y echa raíces. Porque el tiempo antes que nada cuenta como lactancia. Y el amor maternal mismo está hecho, antes que nada, de lactancia. ¿Quién ve crecer al niño en el momento? Nadie. Son los que vienen de afuera que dicen: «¡Cómo ha crecido!». Pero ni la madre ni el padre lo han visto crecer. Ha llegado a ser, en el tiempo. Y era en cada momento lo que debía ser.

He aquí, pues, que mis hombres tenían necesidad de tiempo, aunque más no fuese para comprender un árbol. Para sentarse cada día en la grada del umbral, de cara al mismo árbol con iguales ramas. Y poco a poco he aquí que el árbol se revela.

Porque ese poeta una tarde, cerca del fuego, en el desierto, hablaba, simplemente, de su árbol. Y mis hombres lo escuchaban; y muchos no habían visto nunca más que la hierba para los camellos y palmeras enanas y zarzas.

—No sabéis -les decía- lo que es un árbol. He visto uno que ha crecido por azar en una casa abandonada, un refugio sin ventanas, y que se había ido a buscar la luz. Como el hombre debe bañarse en el aire, la carpa en el agua, el árbol debe bañarse en la claridad. Porque plantado en la tierra por sus raíces, plantado en los astros por sus ramajes, es el camino para el cambio entre las estrellas y nosotros. Este árbol, nacido ciego, había desarrollado en la noche su potente musculatura y tanteado de una pared a la otra y titubeado; y el drama estaba impreso en sus torceduras. Después de romper una claraboya en dirección al sol, había brotado recto como el fuste de una columna, y yo asistía, con la perspectiva del historiador, a los movimientos de su victoria.

”Contrastando magníficamente con los nudos reunidos por el esfuerzo de su torso en su ataúd, se dilataba en calma, extendiendo ampliamente su follaje como una mesa donde el sol era servido, amamantado por el mismo cielo, nutrido soberbiamente por los dioses.

”Y lo veía cada día en el alba despertar con su copa, su base. Porque estaba cargado de pájaros. Y desde el alba comenzaba a vivir y a cantar, después, una vez surgido el sol, abandonaba sus provisiones al cielo como un viejo pastor bonachón; mi árbol casa, mi árbol castillo que quedaba vacío hasta la tarde…

Así hablaba y sabíamos que es preciso observar al árbol largo tiempo para que naciese lo mismo en nosotros. Y cada uno envidiaba a aquél que llevaba en el corazón esta masa de follaje y de pájaros.

—¿Cuándo -me preguntaban-, cuándo terminará la guerra? Desearíamos comprender algo. Es tiempo para nosotros de llegar a ser…

Y si alguno de ellos cazaba un zorro de las arenas, todavía joven, y el que podría alimentar con sus manos, lo nutría, o gacelas que alguna vez se dignaban no morir, y el zorro de las arenas cada día se tornaba más precioso al enriquecerlo con sus pelos sedosos y sus travesuras y principalmente por esa necesidad de alimento que exigía tan imperiosamente la solicitud del guerrero. Y éste vivía de la ilusión vana de hacer pasar de él al animalito alguna cosa de sí, como si el otro estuviera nutrido, formado y compuesto de su amor.

Después, un día se escapaba en la arena el zorro elegido por su amor, vaciando de un golpe el corazón del hombre. Hubo uno que vi morir por haberse defendido con indiferencia en el curso de una emboscada. Y me volvió a la memoria, cuando supimos su muerte, la frase misteriosa que había pronunciado después de la huida de su zorro cuando sus compañeros, adivinándolo melancólico, le habían sugerido que capturara otro:

—Es preciso mucha paciencia -había respondido -no para cazarlo, sino para quererlo.

He aquí, por lo tanto, que estaban cansados de zorros y gacelas, por haber comprendido la vanidad de sus cambios; porque un zorro escapado al amor no enriquecía con ellos el desierto.

—Tengo hijos -me decía otro-, y crecen y no les habré enseñado. No deposito nada en ellos. ¿Adónde iré una vez muerto?

 

Y yo, encerrándolos en el silencio de mi amor, consideraba mi ejército que comenzaba a fundirse en la arena y a perderse como esos ríos nacidos de las tormentas que no salva el subsuelo de arcilla y que mueren estériles, no habiéndose, a lo largo de las riberas, cambiado en alimento para los hombres.

Mi ejército había deseado cambiarse en oasis para el bien del imperio a fin de embellecer mi palacio con sus residencias lejanas, para que al hablarse de él se dijera: «Qué sabor le confieren hacia el sur esas palmeras nuevas, esos pueblos donde se esculpe el marfil…».

Pero combatíamos sin comprenderlo y cada uno soñaba con el regreso. Y la imagen del imperio se destruía en ellos como un rostro que ya no se sabe mirar y que se pierde en la disparidad del mundo.

—¿Que nos importa -decían- ser más o menos ricos por el agregado de este oasis desconocido? ¿En qué nos aumentará? ¿Con qué nos enriquecerá cuando de regreso a casa nos encerremos en el pueblo? Servirá sólo a aquél que lo habite o que recoja los dátiles de sus palmas o lave su ropa en el agua viva de sus orillas…

11

Se equivocaban. ¿Qué podía hacer yo? Cuando la fe se extingue, es Dios quien muere y quien se muestra en adelante inútil. Cuando su fervor se agota, el imperio mismo se descompone porque está hecho de fervor. No es que haya engaño en él. Si doy nombre de dominio a tal procesión de olivos y a la cabaña donde uno se cobija es porque hay quien los contempla y con amor los reúne en su corazón; pero si llega a ser sólo olivares y una cabaña perdida entre ellos, que ya no significa sino abrigo contra la lluvia, ¿quién salvará al dominio de que sea vencido y dispersado? ¡Esta venta no cambiará nada ni en la cabaña ni en los olivares!

Ved al dueño de los dominios cuando marcha a lo largo de los caminos al despuntar el alba, solo y sin llevar nada de su fortuna. Sin usar de sus privilegios. Como desposeído de sus bienes, puesto que no le sirven en el instante, y su paso huella el fango, si ha llovido, como el paso de un ganapán, y con su bastón aparta las zarzas mojadas, como el vagabundo más vagabundo. Y, del fondo de su camino cóncavo, no abarca con la mirada su dominio, sino que sabe que es príncipe de él.

Sin embargo, si lo encuentras y te miras, es él y no otro. Sereno y seguro de sí, se apoya en la caución fundamental, que no le sirve de nada en el instante. Nada consume y nada le falta. Se apoya firmemente en el cimiento de los pastos, de los campos de cebada y de las palmeras que le pertenecen. Los campos están en reposo. Los graneros duermen aún. Los segadores de trigo no hacen volar su luz. Pero él los contiene a todos en su corazón. El que aquí marcha no es alguien sin importancia, es el señor que lentamente se pasea entre sus alfalfares…

Ciego es quien ve del hombre sólo sus actos, quien cree que el acto le muestra sólo la experiencia tangible o el uso de tal ventaja. Lo que cuenta para el hombre no es aquello de que dispone en el instante, pues mi caminante dispone apenas del puñado de espigas que podría estregar en sus manos o del fruto que podría coger. El que me sigue en la guerra está lleno del recuerdo de su amada, que no puede ni ver ni tocar ni estrechar en sus brazos y que ni sueña con él, puesto que, en esta hora del amanecer en la que él respira la extensión y siente el peso que lo empuja, en su lecho tan lejano ella ni siquiera está viva en el mundo. Sino como ausente y muerta. Dormida. Y sin embargo, el hombre está cargado con el hecho de que ella existe, cargada con una ternura que no usa y que duerme olvidada de sí como los granos en la reserva, cargada de perfumes que no respira, cargada de un murmullo de surtidor que constituye el corazón de su casa y que no escucha, cargado también él del peso de un imperio que lo hace distinto a los otros.

O ese amigo con el que te encuentras y que lleva en sí su hijo enfermo. Enfermo a lo lejos. Del que no siente la fiebre con la mano, y del que no oye las quejas. Y que no cambia nada de su vida en el mismo instante. Y sin embargo te aparecerá como aplastado por el peso de un hijo sobre su corazón.

Así también el que llega del imperio y no cabría abarcarlo con una ojeada, ni usar sus provisiones, ni prevalerse de la menor ventaja que pudiera reportarle; pero que lo siente crecer en su corazón como el señor del dominio o el padre del niño enfermo o el que se enriquece de amor mientras la amada no solamente está lejos, sino dormida. Sólo cuenta para el hombre el sentido de las cosas.

Ciertamente conozco al herrero de mi pueblo, que llega y me dice:

—Poco me importa lo que no me concierne. Si tengo mi té, mi azúcar, mi asno bien alimentado y mi mujer junto a mí. Si mis hijos progresan en edad y virtud soy enteramente feliz y no pido nada más. ¿Por qué esos sufrimientos?

¿Y cómo sería feliz si está en su casa apartado del mundo? Si habita con su familia una tienda perdida en el desierto. Le obliga a rectificarse:

—Si encuentras por la tarde otros amigos bajo otras tiendas, si tienen algo que decirte y te informan de las noticias del desierto…

Porque os he, visto, ¡no lo olvidéis! Os he visto alrededor de los fuegos nocturnos ocupados en asar el carnero o la cabra, y he oído los estallidos de vuestras voces. Me he aproximado a vosotros entonces, con pasos lentos y en el silencio de mi amor. Hablabais seguramente de vuestros hijos, y del que crece y del que está enfermo, hablabais ciertamente de vuestra casa; pero sin insistir demasiado. Y no comenzabais a animaros hasta el momento en que se sentaba el viajero apartado de su caravana lejana y os revelaba las maravillas de allá lejos y los elefantes blancos de un príncipe y el desposorio, a miles de kilómetros, de aquélla de la que apenas sabéis el nombre. O también esa maniobra de los enemigos. O que contaba acerca de ese cometa, o esa afrenta, o ese amor, o ese coraje delante de la muerte, o de ese odio contra vosotros, o de esa gran solicitud. Entonces estabais llenos de espacio y ligados a tantas cosas, entonces adquiría su significación vuestra tienda y odiada, amenazada y protegida. Entonces estabais presos en una red milagrosa que os cambiaba en algo más vasto que vosotros mismos…

Porque tenéis necesidad de una extensión que sólo el lenguaje os confiere.

Recuerdo lo que les sucedió cuando mi padre concentró los tres mil refugiados bereberes en un campo al norte de la ciudad. No quería que se mezclasen con los nuestros. Como era bondadoso, los proveía de ropa, azúcar y té. Pero sin exigir su trabajo en pago de las dádivas de su magnificencia. No temían por su subsistencia, y cada uno hubiera podido decir: «Poco me importa lo que no me concierne, si tengo mi té, mi azúcar y mi asno bien alimentado y mi mujer junto a mí. Si mis hijos progresan en edad y en virtud, soy enteramente feliz y no pido nada más…».

Pero ¿quién hubiera podido creerlos felices? Íbamos a visitarlos cuando mi padre deseaba instruirme.

—Mira -decía-, se convierten en ganado y comienzan lentamente a podrirse… no en su carne, sino en su corazón.

Porque todo para ellos perdía su significado. Aunque no juegues tu fortuna a los dados, es bueno, sin embargo, que los dados te puedan significar en sueño dominios y rebaños, barras de oro, diamantes que no posees. Que son de otras partes. Pero llega la hora en que los dados nada representan. Y no hay ya juego posible.

Y he aquí que nuestros protegidos no tenían nada que decirse. Gastadas sus historias de familia, que se asemejaban entre sí, acabadas de describir uno al otro sus tiendas, cuando todas sus tiendas eran semejantes; concluidos el temor y la espera y la invención. Empleaban aún el lenguaje para efectos rudimentarios: «Préstame tu hornillo», podía decir uno. «¿Dónde está mi hijo?», podía decir otro. Humanidad acostada en su litera, ¿qué podría desear bajo sus mandíbulas? ¿En nombre de qué podría batirse? ¿Por el pan? Lo recibían. ¿Por la libertad? Pero en los límites de su universo eran infinitamente libres. Ahogados en esta libertad desmesurada que vacía a ciertos ricos de sus entrañas. ¿Para triunfar de sus enemigos? ¡Pero ya no tenían enemigos!

Mi padre me decía:

—Puedes venir con un látigo, y atravesar el campamento solo, flagelándoles el rostro, no obtendrás de ellos más que de una jauría de perros, cuando retrocede gruñendo, y querría morder. Pero ninguno se sacrifica y no eres mordido. Y cruzas tus brazos delante de ellos. Y los desprecias.

Me decía también:

—Son esqueletos de hombre. Pero el hombre ya no existe. Pueden asesinar como cobardes, a tus espaldas porque el hampa es peligrosa. Pero no te sostendrán la mirada.

Sin embargo, la discordia se instaló entre ellos como una enfermedad. Una discordia incoherente que no los dividía en dos campos, sino que les alzaba a todos contra cada uno; porque los despojaba quien comía su parte de las provisiones. Se vigilaban unos a otros como los perros que rondan el platillo. Y he aquí que en nombre de su justicia cometieron asesinatos; porque su justicia era antes que nada igualdad. Y quienquiera se distinguía en lo que fuese era aplastado por el número.

—La masa -me dijo mi padre- odia la imagen del hombre, pues la masa es incoherente, sube en todas direcciones a la vez y anula el esfuerzo creador. Es malo que el hombre aplaste al rebaño. Pero no busques allí la gran esclavitud: se muestra cuando el rebaño aplasta al hombre.

Así, en nombre de derechos oscuros, los puñales que herían los vientres alimentaban cada noche los cadáveres. Y lo mismo que se arrojan las basuras, se los llevaba en la aurora a los aledaños del campamento, donde nuestros sepultureros los cargaban como si cumplieran un servicio de limpieza. Y recordaba las palabras de mi padre: «Si quieres que sean hermanos, oblígalos a construir una torre. Pero si quieres que se odien, arrójales granos…».

Y comprobábamos poco a poco que perdían el uso de las palabras que ya no les servían. Y mi padre me paseaba por en medio de esas caras ausentes que nos miraban sin conocernos, embrutecidas y vacías. No proferían más que esos gruñidos vagos que reclaman el alimento. Vegetaban sin penas ni deseos, ni odio, ni amor. Y he aquí que muy pronto dejaron de lavarse y de destruir sus parásitos. Éstos prosperaron. Entonces comenzaron a aparecer los chancros y las úlceras. Y el campamento a apestar el aire. Mi padre temía la peste. Y sin duda también reflexionaba sobre la condición del hombre.

—Me decidiré a despertar el arcángel que duerme sofocado bajo su basura. Porque no los respeto; pero a través de ellos respeto a Dios…

12

—Porque he aquí claro -decía mi padre- un gran misterio del hombre. Pierden lo esencial e ignoran lo que han perdido. De igual modo lo ignoran los sedentarios de los oasis, acurrucados sobre sus provisiones. En efecto, lo que han perdido no se lee en los materiales que no cambian. Y los hombres de las moradas y montañas que no componen ya un dominio…

”Si bien pierden el sentido del imperio, no conciben que se sequen y se vacíen de su sustancia y quiten su precio a las cosas. Las cosas conservan su apariencia, pero ¿qué es un diamante o una perla si nadie los desea? Lo mismo del vidrio tallado. Y el niño que meces ha perdido algo de sí si ya no es regalo para el imperio. Pero lo ignoras, en un principio, porque su sonrisa no ha cambiado.

”No ven su empobrecimiento porque el uso de los objetos es el mismo. Pero ¿cuál es el uso de un diamante? ¿Y qué un aderezo si no hay fiesta? ¿Y qué un niño si no existe un imperio, y si no sueñas hacer de ese niño un conquistador, un señor o un arquitecto? Si está reducido a ser sólo un paquete de carne…

”Desconocían la invisible mama que los amamantaba noche y día; porque el imperio te alimenta el corazón. Como te alimenta con su amor y cambia para ti el sentido de las cosas, la amada que lejos de ti duerme y descansa como una muerta. Hay allá lejos un débil aliento que no puedes respirar y el mundo es para ti sólo milagro. Así, el señor del dominio, al despuntar la aurora, lleva en el corazón, mientras se pasea, hasta el sueño de los colonos.

”Pero lo misterioso del hombre que se desespera si la amada se aparta de él, o si él mismo deja de amar o cesa de venerar al imperio, es que no sospecha su propio empobrecimiento. Dice simplemente: «Ella era menos bella que en mi sueño, o menos amable…», y he aquí que parte satisfecho al azar del viento. Pero el mundo para él ya no es un milagro. Y el alba del retorno o el alba del despertar en sus brazos. La noche ya no es el gran santuario del amor. Ya no es más, gracias a aquélla que respira en su sueño ese gran manto del pastor. Todo está empañado. Todo se ha endurecido. Y el hombre que ignora su desastre no llora por su plenitud pasada. Está satisfecho por su libertad, que es libertad de no existir.

 

”Así sucede a aquél en el que el imperio ha muerto: «Mi fervor -se dice- era cegadoramente estúpido». Y ciertamente, tiene razón. Nada existe fuera de él sino el conjunto dispar de cabras, carneros, moradas y montañas. El imperio era creación de su corazón.

”Pero la belleza de una mujer, ¿dónde alojarla si no existe un hombre que se conmueva con ella? Y el prestigio del diamante, si ninguno desea poseerlo. Y el imperio, si no existen ya servidores del imperio.

—Porque aquél que sabe leer la imagen, y que la lleva en su corazón, y está unido a ella para vivir, como un niñito a la mama, aquél para el que es llave de la despensa, para el que es sentido y significación y ocasión de su grandeza, espacio y plenitud, si es arrancado de su fuente está como dividido, desmantelado, y muere de asfixia a la manera del árbol al que se han cortado las raíces. No se reencontrará más. Y sin embargo ahora que la imagen moribunda en él lo hace morir, no sufre y se acomoda a su mediocridad sin conocerla.

”Por esto es que conviene tener despierto permanentemente en el hombre lo que es grande y convertirlo en su propia grandeza.

”Porque el alimento esencial no le viene de las cosas, sino del nudo que anuda las cosas. No es el diamante, sino tal relación entre el diamante y los hombres que puede alimentarlo. Ni esa arena, sino tal relación entre la arena y las tribus. No las palabras en el libro, sino tal relación entre las palabras del libro, que son amor, poema y sabiduría de Dios.

”Y si os invito a colaborar y a estar juntos y a construir una gran figura que enriquece cada uno, que participa de todos, y aun el niño del imperio, si os encierro en el dominio de mi amor, ¿cómo no os aumentaríais y cómo podríais resistir? La belleza no existe más que por la resonancia de cada parte en todos los otros. Y la aparición os transforma. Así, de tal poema que nos arranca lágrimas. Me he apoderado de estrellas, de fuentes, de pesares. Nada tienen de extraordinario. Pero los he amasado conforme a mi genio y sirvieron de pedestal a una divinidad que los domina y que no está contenida en ninguno de ellos.

Y mi padre envió un cantor a esta humanidad en putrefacción. El cantor se sentó por la tarde en la plaza y comenzó a cantar. Cantó las cosas que resonaban las unas en las otras. Cantó a la princesa maravillosa a la que se llega después de cien días de marcha en la arena, sin pozos, bajo el sol. Y la ausencia de pozos se transformaba en embriaguez de amor y sacrificio. Y el agua de los odres se transformaba en plegaria porque conducía a la amada. Decía:

«Deseo el palmeral y la lluvia tierna… , pero principalmente a aquélla de la que esperaba que me recibiera con su sonrisa… y ya no sabía distinguir mi fiebre de mi amor…».

Y tuvieron sed de la sed, y tendieron sus puños en la dirección de mi padre: «¡Malvado! ¡Nos ha privado de la sed que es embriaguez del sacrificio por amor!».

Cantó esa amenaza que reina cuando se ha declarado la guerra y que cambia la arena en nido de serpientes. Cada una se aumenta con un poder que es de vida y de muerte. Y tuvieron sed del riesgo de muerte que anima a la arena. Cantó el prestigio del enemigo cuando se lo espera de cualquier parte y rueda de un borde al otro del horizonte ¡cómo un sol que no se sabe de dónde surgirá! Y tuvieron sed de un enemigo que los rodeara con su magnificencia, como el mar.

Y cuando tuvieron sed del amor entrevisto como un rostro, los puñales salieron de las vainas. ¡Y he aquí que lloraban de alegría acariciando sus sables! Sus armas olvidadas, herrumbradas, envilecidas; pero que se les aparecieron como una virilidad perdida, porque sólo ellas permiten al hombre crear el mundo. ¡Y ésta fue la señal de la rebelión, que fue bella como un incendio!

¡Y todos murieron como hombres!

13

Del mismo modo probábamos el canto de los poetas sobre el ejército que comenzaba a dividirse. Pero ocurría este prodigio: que los poetas eran ineficaces y que los soldados se burlaban de ellos.

—Que nos canten nuestras verdades -respondían. El surtidor de nuestra casa y el perfume de nuestra sopa por la noche. ¿Qué nos importan esas chocheras?

Es entonces cuando aprendí esta otra verdad; que el poder perdido no se vuelve a hallar más. Y que la imagen del imperio había perdido su fertilidad. Porque las imágenes mueren como las plantas cuando su poder se ha gastado y sólo son materiales muertos prontos a dispersarse, y humus para las plantas nuevas. Y me aparté para reflexionar sobre este enigma. Porque nada es más verdadero ni menos verdadero. Sino más eficaz o menos eficaz. Y ya no tenía en las manos el nudo milagroso de la diversidad. Se me escapaba. Y mi imperio se arruinaba a sí mismo, pues cuando la tormenta rompe las ramas del cedro y el viento de arena lo seca y cede ante el desierto, no es porque la arena se haya vuelto más fuerte, sino porque el cedro ha renunciado ya y abre sus puertas a los bárbaros.

Cuando cantaba un cantor se le reprochaba exagerar su emoción. Es verdad que lo patético sonaba a falso y nos parecía de otra verdad. ¿Él mismo es víctima, decíamos, del amor que expresa por las cabras, por los carneros, por las moradas y las montañas que son objetos dispares? ¿Es él mismo víctima del amor que experimenta por los recodos de los ríos que no amenazan los peligros de la guerra, y que no merecen la sangre? Y es verdad que los cantores mismos tenían remordimientos de conciencia, como si hubieran contado fábulas groseras a niños que no hubiesen sido ya enteramente crédulos…

Mis generales, con su sólida estupidez venían a reprocharme mis cantores. «¡Cantan en falso!», me decían. Pero yo comprendía su nota falsa, pues celebraban a un dios muerto.

Mis generales, con su sólida estupidez, me interrogaban entonces: «¿Por qué nuestros hombres no quieren combatir más?». Como si hubieran dicho, escandalizados en su oficio: «¿Por qué no quieren ya segar los trigos?». Y yo cambiaba la pregunta que formulada así no conducía a nada. No se trataba de un oficio. Y me preguntaba en el silencio de mi amor: «¿Por qué ya no quieren morir?». Y mi sabiduría buscaba una respuesta.

Porque no se muere por carneros, ni por cabras, ni por moradas, ni por montañas. Porque los objetos subsisten sin que nada se les sacrifique. Pero se muere por salvar el nudo invisible que los anuda y los cambia en dominio, en imperio, en rostro reconocible y familiar. En esta unidad se cambia, porque se la construye también cuando se muere. La muerte paga por causa del amor. Y el que ha cambiado lentamente su vida por la obra bien hecha, y que dura más que la vida, por el templo que se abre camino en los siglos, ése acepta también morir si sus ojos saben cómo separar el palacio de la disparidad de materiales, y si se asombra por su magnificencia y desea fundirse con él. Pues es recibido por algo más grande que él y se entrega a su amor.

Pero ¿cómo aceptarían cambiar su vida por intereses vulgares? El interés antes que nada, ordena vivir. Sea lo que fuere, mis cantores ofrecían a mis hombres moneda falsa a cambio de sus sacrificios. Sin saber desprender el rostro que los hubiera animado. Mis hombres no tenían ya derecho a morir por amor. ¿Por qué morirían entonces?