Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Señor, antes habitaba un pueblo construido sobre la espalda tranquilizadora de una colina, bien plantado en la tierra y su cielo, un pueblo establecido para durar y que duraba. Un desgaste maravilloso lucía sobre el brocal de nuestros pozos, sobre la piedra de nuestros umbrales, sobre el apoyo curvo de nuestras fuentes. Pero he aquí que una noche algo se despertó en nuestro asiento subterráneo. Comprendimos que bajo nuestros pies la tierra recomenzaba a vivir y a amasarse. Lo que estaba hecho retornaba a ser obra. Y tuvimos miedo. Tuvimos miedo no tanto por nosotros mismos como por el objeto de nuestros esfuerzos. Por el que nos cambiamos en el curso de la vida. Era yo cincelador y he tenido miedo por el gran jarro de plata en el que trabajaba hacía dos años. Por el cual había trocado dos años de velar. El otro temblaba por sus alfombras de lana alta que había teñido con su alegría. Cada día las desenvolvía al sol. Estaba orgulloso de haber cambiado algo de su carne resecada por esta ola que en un principio parecía profunda. Otro tuvo temor por los olivares que había plantado. Y pretendo que ninguno de entre nosotros temía la muerte; pero todos temblábamos por pequeños objetos estúpidos. Descubrimos que la vida no tenía sentido más que si se la cambia poco a poco. La muerte del jardinero en nada lesiona al árbol. Pero si amenazas al árbol, entonces muere dos veces el jardinero. Había entre nosotros un viejo narrador que conocía los cuentos más bellos del desierto. Y que los había embellecido. Y que era el único en conocerlos, pues no tenía hijos. Y así que la tierra comenzó a deslizarse temblaba por los pobrecitos cuentos que ya nunca serían cantados por nadie. Pero la tierra continuaba viva y amasándose, y una gran marejada ocre comenzaba a formarse y descender. ¿Y qué quieres tú que uno cambie en sí, para embellecer una marejada movible que vuelve lentamente y lo traga todo? ¿Qué construir sobre esos movimientos?

”Bajo la presión las casas viraban lentamente y bajo el efecto de una torsión casi invisible los postes estallaban bruscamente como barriles de pólvora negra. O bien los muros comenzaban a temblar hasta que se esparcían. Y aquéllos que entre nosotros sobrevivían perdían el propio significado. Salvo el narrador que se había vuelto loco y cantaba.

”¿Dónde nos conduces? Este navío naufragará con el fruto de nuestros esfuerzos. Siento que en el exterior el tiempo se desliza en vano. Siento que el tiempo pasa. No debe correr de una manera tan sensible, sino endurecerse y madurar y envejecer. Debe juntar poco a poco la obra. Pero ¿qué endurecerá, en adelante, que venga de nosotros y que permanezca?

6

Y marché por entre mi pueblo soñando en el cambio que no es posible cuando nada de lo estable permanece a través de las generaciones, y en el tiempo que entonces corre perdura inútil como un reloj de arena. Y meditaba: esta morada no es aún suficientemente duradera. Y meditaba en los faraones que se mandaron construir grandes mausoleos indestructibles y angulosos y que avanzan en el océano del tiempo que los desgasta lentamente en polvo. Meditaba en las grandes arenas vírgenes de las caravanas de las que a veces emerge un templo antiguo hundido a medias y como desmantelado ya por la invisible tempestad azul, bogando aún, pero condenado. Y meditaba: este templo no es durable, con su carga de dorados y de objetos preciosos que han costado largas vidas humanas, con su miel guardada por tantas generaciones, con sus filigranas de oro, sus dorados sacerdotales por los cuales viejos artesanos se han lentamente trocado, y esos manteles bordados sobre los cuales ancianas, a lo largo de su vida, se han quemado lentamente los ojos y, una vez resecadas, con toses, conmovidas ya por la muerte, dejaron tras ella esa cola real. Esa pradera que se desenvuelve. Y quienes lo contemplan hoy se dicen: «¡Qué bello es este bordado! ¡Qué bello es!…». Y descubro que esas viejas han hilado su seda durante sus metamorfosis. Sin saberse tan maravillosas…

Pero es preciso construir la gran arca para recibir lo que quedará de ellas. Y el vehículo para transportarlo. Porque yo respeto antes que nada lo que dura más que los hombres. Y salva así el sentido de sus mutaciones. Y constituye el gran tabernáculo al cual confiarán el todo de ellos mismos.

Así, descubro todavía esos lentos navíos en el desierto. Prosiguiendo aún sus viajes. Y he aprendido esto que es esencial: Lo importante es construir primero el navío y enjaezar la caravana y construir el templo que dura más que el hombre. Y en lo sucesivo se cambiarán alegremente en algo más precioso que ellos mismos. Y nacen los pintores, los escultores, los grabadores y cinceladores. Pero nada se espera del hombre que trabaja para su propia vida y no para la eternidad. Porque entonces es inútil que le enseñe la arquitectura y sus reglas. Si se construyen casas para vivir ¿a qué cambiar sus vidas por sus casas? Puesto que en esa casa debe servir para sus vidas y para nada más. Y dicen que su casa es útil y no la consideran por ella misma, sino por su sola comodidad. Les sirve y se ocupan en enriquecerla. Pero mueren despojados porque no dejan tras ellos ni el mantel bordado ni el dorado sacerdotal al amparo de un navío de piedra. Llamados a transmutarse, han querido ser servidos. Y cuando se van, de ellos nada queda.

Fue así como paseándome entre mi pueblo, en el delta de la tarde, donde todo se deshace, los contemplé con sus viejas vestimentas ajadas en el umbral de sus humildes tiendecitas, descansando de su actividad de abejas, y ellos me interesaban menos que la perfección del pastel de miel en el que habían colaborado todo el largo del día. Y meditaba delante de uno de ellos que era ciego y que había perdido su pierna. Tan viejo, tan moribundo, quejumbroso como un viejo molino cada vez que se removía y que respondía lentamente, porque era muy viejo en edad y perdía la claridad de las palabras, pero que se tornaba cada vez más luminoso y claro y comprensible en el objeto mismo de su cambio. Porque sus manos temblorosas aumentaban todavía su trabajo, convertido en elixir más y más sutil. Y él, evadiéndose tan maravillosamente de su vieja carne reseca, se volvía más y más dichoso, más y más inatacable. Más y más imperecedero. Y se iba muriendo, sin saberlo, con las manos llenas de estrellas…

De este modo trabajaron toda su vida por un enriquecimiento sin provecho, trocados en el incorruptible bordado… acordando una parte del trabajo para el hábito y toda la otra parte para el cincelado, la inútil calidad del metal, la perfección del dibujo, la dulzura de la curva, que sólo sirven para recibir la parte cambiada y que dura más que la carne.

De este modo marcho por la noche a paso lento entre mi pueblo y lo encierro en el silencio de mi amor. Veo que se inquieta sólo por aquello que brilla con una inútil luz, poeta pleno de amor por los poemas, pero que no escribe el suyo; mujer amorosa del amor, pero que, sin saber escoger, no puede realizarse, todos llenos de angustia, sabiendo que los curaré de esa angustia si les autorizo ese don que exige sacrificio y elección y olvido del universo. Pero tal flor es en primer lugar una refutación de todas las otras flores. Y sin embargo, con esta condición sólo es bella. Esto digo también del objeto del cambio. Y el insensato que en esta velada viene a reprochar a su bordado, con el pretexto de que pudo tejer otra cosa, prefiere pues la nada a la creación. Así marcho, y siento subir la plegaria sobre los olores del campamento, donde todo madura y se integra en silencio, lentamente, sin ser casi advertido. Sucede esto en el tiempo que baña antes que otra cosa, para convertirse en fruto, el bordado y la flor.

Y en el curso de mis largos paseos he comprendido que la calidad de la civilización de mi imperio no se asienta sobre la calidad de los alimentos, sino en la de las exigencias y en el fervor del trabajo. No está hecha de posesión, sino del don. Civilizado en primer lugar el artesano de que hablo y que se recrea en el objeto, y en desquite, eterno, no teme más morir. Civilizado también aquél otro que combate y se cambia en el imperio. Pero este otro se envuelve sin provecho en el lujo comprado a los mercaderes, aun cuando nutra su ojo de perfección, si antes no ha creado nada. Y conozco esas razas bastardeadas que ya no escriben sus poemas, sino que los leen, que no cultivan su suelo, sino que se sostienen en sus esclavos. Es contra ellos que las arenas del Sur preparan eternamente, en su miseria creadora, las tribus vivientes que se lanzarán a la conquista de sus provisiones muertas: No amo a los sedentarios del corazón. Los que nada cambian y nada llegan a ser. Y la vida no bastó para madurarlos. Y el tiempo se desliza para ellos como el puñado de arena y los pierde. ¿Y qué devolveré a Dios en su nombre?

De este modo he conocido su miseria, cuando se rompía el receptáculo antes que estuviera lleno. Porque la muerte del abuelo transformado en tierra después de haberse todo entero trasmutado, es una maravilla, y es el instrumento lo que se entierra, en adelante inútil. He visto en mis tribus esos niños amenazados por la muerte y que se asfixiaban sin decir nada, los ojos entornados, guardando un resto de brasa bajo sus pestañas inmensas. Porque sucede que Dios, a semejanza del segador, siega flores mezcladas a la cebada pura. Y cuando recoge su gavilla, rica en granos, encuentra en ella ese lujo inútil.

Es el niño de Ibrahín quien muere, decía el pueblo.

Y me fui con paso lento, ignorado de todos, a la casa de Ibrahín, sabiendo que uno se comprende a través de las ilusiones del lenguaje si se encierra en el silencio del amor. Y no me prestaron atención, ocupados en oírlo morir.

Se hablaba bajo en la casa, se avanzaba deslizando las babuchas como si hubiese allí alguien que tuviera mucho miedo y al que el menor ruido hubiera hecho huir. Nadie se atrevía a moverse ni a abrir o cerrar las puertas, como si hubiera allí una llama temblorosa prendida sobre el aceite liviano. Cuando lo avisté comprendí que estaba fugándose, a causa del aliento escaso, a causa de los pequeños puños cerrados, asidos al galope de su fiebre, a causa de sus ojos obstinadamente cerrados y que se rehusaban ver. Y los advertí alrededor de él tratando de aprisionarlo, como se trata de aprisionar a los pequeños animales salvajes. Le presentaban temblando el bol de leche. Quizá sintiera el deseo de la leche y reparara en su buen olor y bebiera. Y se comunicarían con él como con la gacela que come en la palma de la mano. Pero permanecía serio e impasible. No era leche lo que le faltaba. Entonces las viejas, muy dulcemente, tan dulcemente como hablan a las torcazas, comenzaban a cantar en voz baja una canción que había amado, aquélla de las nueve estrellas que se bañan en la fuente; pero sin duda estaba él muy lejos, y no las oía. Ni se volvía en su fuga. De tal modo su muerte lo volvía infiel. Entonces se le mendigaba al menos ese gesto, esa mirada que el viajero sin acortar el paso arroja al amigo… un signo de reconocimiento. Se le cambiaba de posición en su lecho, se le enjugaba su frente sudorosa, se lo forzaba a beber. Y todo podía ser bueno para despertarlo de la muerte.

 

Y los abandoné, ocupados en tenderle trampas para que viviera. ¡Oh tan fáciles de sortear para este niño de nueve años! Y en tenderle juguetes para encadenarlo por la dicha. Pero su manecita los rechazaba inexorable, cuando los colocaban demasiado contra él, como otro aparta las malezas que retardaron su galope.

Y me fui y me volví hacia el umbral. No se trataba más que de un momento, un resplandor, un aspecto de la ciudad entre los otros. Un niño llamado por error había sonreído, había respondido al llamamiento. Acababa de volverse hacia el muro. Presencia de niño ya más frágil que una presencia de pájaro… y yo les dejaba hacer el silencio para aprisionar al niño que moría.

Caminaba a lo largo de la calleja. Oía, a través de las puertas reprender a los sirvientes. Se ponía en orden la casa, se hacía el equipaje para la travesía de la noche. Poco me importaba que la reprimenda fuera injusta. No oía más que el fervor. Y más lejos, contra la fuente, una chicuela lloraba con la frente hundida en su codo. Le pasé dulcemente la mano sobre los cabellos y volví hacia mí su rostro sin preguntarle la causa de su pesar, sabiendo que ella no podía conocerla. Porque el pesar está siempre formado por el tiempo que pasa y no ha dado fruto. Hay pesar por la huida de los días, por el brazalete perdido que pertenece al tiempo que se pierde, o por la muerte del hermano que es del tiempo que ya no tiene uso. Y el de ésta, cuando haya envejecido, será un pesar por la partida del amante, que será, sin que lo sepa ella, camino perdido hacia lo real, hacia el hornillo y la casa bien cerrada y los niños que se amamantan. Y el tiempo de pronto correrá inútil a través de ella como a través de un reloj de arena.

Y en ese momento una mujer apareció en el umbral, radiante, y me miró a la cara con la plenitud de su alegría a causa, quizá, del niño que acababa de dormirse, o de la sopa perfumada o de un simple cambio. Y teniendo de pronto el tiempo para ella. Y yo pasaba delante de mi remendón de una sola pierna, ocupado en embellecer con filigranas de oro sus babuchas y comprendí claramente, aunque casi no tuviera voz, que cantaba:

—¿Qué tienes remendón, que te hace tan feliz?

Pero no escuché la respuesta sabiendo que se engañaría y me hablaría del dinero ganado o de la comida que esperaba o del reposo. Sin saber que su dicha consistía en transfigurarse en babuchas de oro.

7

Porque he descubierto esta otra verdad: vana es la ilusión de los sedentarios que creen poder habitar en paz sus moradas, porque toda morada está amenazada. Así, el templo que has construido sobre la montaña, sometido al viento del norte, se ha gastado poco a poco como una roda vieja y comienza ya a zozobrar. Y lo mismo pasará con aquél que las arenas asaltan y del cual tomarán posesión poco a poco. Encontrarás sobre sus cimientos un desierto extenso como el mar. Así, de toda construcción y principalmente de mi indivisible palacio hecho de carneros, de cabras, de moradas y montañas, diligencia antes que nada de mi amor, el cual, si muere el rey en el que se resume ese rostro, se resolverá de nuevo en montañas, cabras, moradas y carneros. Y, perdido en adelante en la disparidad de las cosas, no será más que materiales en desorden ofrecidos a nuevos escultores. Vendrán, con esa imagen que llevan en su corazón, a ordenar según el sentido nuevo los caracteres antiguos del libro.

De este modo he obrado yo mismo. Noches suntuosas de mis expediciones guerreras, no sabría celebraros demasiado. Habiendo construido, sobre la virginidad de la arena, mi campamento triangular, subía a una eminencia para aguardar que la noche concluyera y, midiendo con una mirada la mancha negra, apenas más grande que una plaza de pueblo, en la que había apriscado a mis guerreros, mis cabalgaduras y mis armas, meditaba sobre su fragilidad. ¿Qué cosa más miserable, en efecto, que este puñado de hombres medio desnudos bajo sus velos azules, amenazados por la helada nocturna en la que las estrellas estaban ya aprisionadas, amenazados por la sed, pues era preciso sostenerse hasta los pozos de la novena noche, amenazados por el viento de arena que se levanta y muestra la potencia de una revuelta, amenazados, por último, por los golpes que hacen pasar como frutos la carne del hombre? Y el hombre entonces es sólo derecho. ¿Qué cosa más miserable que esos paquetes de tela azul apenas endurecidos por el acero de las armas, desamparados en una extensión que los sobrecogía?

Pero ¿qué importaba esa fragilidad? Los enlazaba y los salvaba de dispersarse y perecer. Nada más que ordenando por la noche la figura triangular, los distinguía del desierto. Mi campamento se cerraba como un puño. He visto así el cedro establecerse entre la rocalla y salvar de la destrucción la amplitud de su ramaje, pues tampoco hay reposo para el cedro que combate noche y día en su propia espesura y se alimenta en un universo enemigo de los fermentos mismos de su destrucción. El cedro se cimenta a cada instante. En cada instante yo cimentaba mi morada para que durase. Y de este conjunto que un simple soplo hubiera dispersado yo extraía este asiento angular, irreducible como una torre y permanente como una roca. Por el temor de que mi campamento se durmiera y se deshiciera en el olvido, lo flanqueaba con centinelas que recibían los rumores del desierto. E igual que el cedro que aspira la rocalla para cambiarla en cedro, mi campamento se nutría de las amenazas llegadas de afuera. Bendito sea el cambio nocturno, los mensajeros silenciosos que nadie ha oído llegar y que surgen alrededor de los fuegos y se acurrucan hablando de la marcha de aquéllos que avanzan en el norte o de ese pasaje de tribus en el sur en persecución de sus camellos robados, o de ese rumor entre los otros a causa del asesinato y de esos proyectos, principalmente, de aquéllos que se callan bajo sus velos y meditan en la noche por venir. ¡Tú has visto a los mensajeros que vienen a contar su silencio! ¡Benditos sean aquéllos que surgen alrededor de nuestros fuegos tan bruscamente, con palabras tan fúnebres que los fuegos son ahogados inmediatamente en la arena y que los hombres se echan, de vientre, sobre sus fusiles, ornando el campamento con una corona de pólvora!

¡Porque la noche, apenas comenzada, se vuelve fuente de prodigios!

Cada tarde consideraba así a mi ejército aprisionado en la extensión como un navío, más permanente, sabiendo bien que el día lo mostraría intacto y lleno como los gallos del júbilo del despertar. Entonces, mientras se equipan las cabalgaduras, se oyen estallidos de voces que suenan en la mañana fresca como cobres. Entonces los hombres, como embriagados por el licor del día naciente, hinchan sus pulmones nuevos y saborean el áspero placer de la extensión.

Los conducía hacia el oasis por conquistar. Quienquiera que no comprendiera a los hombres hubiera buscado en el oasis mismo la religión del oasis. Pero los del oasis desconocían su morada. Y es en el corazón de un pillaje roído por la arena donde importa descubrirla. Porque yo les enseñaba este amor.

Les decía: «Hallaréis allá abajo la hierba olorosa, el canto de las fuentes, y mujeres con largos velos de color que huirán aterradas como un rebaño de corzas ágiles pero fáciles de atrapar, hechas como están para su captura…».

Les decía: «Creen odiaros, y para rechazaros usarán dientes y uñas. ¡Pero bastará para domeñarlas vuestro puño anudado de los bucles azules de su cabellera!».

Les decía: «Os bastará ejercitar vuestra fuerza en su dulzura para retenerlas inmóviles. Cerrarán los ojos para ignoraros; pero vuestro silencio pesará sobre ellas como la sombra de un águila. Entonces abrirán por fin los ojos sobre vosotros y los llenaréis de lágrimas.

”Habréis sido su inmensidad; ¿cómo podrían olvidaros?».

Y les decía, para concluir y embriagarlas con ese paraíso:

«Conoceréis allá abajo esas palmeras y esos pájaros de todos colores… El oasis se os entregará porque lleváis en el corazón la religión del oasis, mientras que los que echáis ya no son dignos de ella. Sus mujeres mismas, al lavar sus ropas en el arroyo que canta entre pequeñas piedras redondas y blancas, creen cumplir un triste deber universal cuando celebran una fiesta. Pero vosotros, vosotros que os habéis resecado en la arena y desecado al sol y salado en la costa ardiente de las salinas, las desposaréis y, con los puños en las caderas, al mirarlas lavar su ropa en el agua azul, saborearéis vuestra victoria.

”Duráis hoy en la arena a la manera del cedro, gracias a los enemigos que os cercan y os endurecen; duraréis en el oasis, habiéndolo conquistado, si el oasis es para vosotros, no el refugio donde uno se encierra y donde uno olvida, sino una victoria permanente sobre el desierto.

”Habéis vencido a aquéllos porque se encerraban en su egoísmo satisfechos con sus provisiones. No veían en la corona de arena que los asediaba más que un ornamento para el oasis, y reían de los inoportunos que trataban de conmoverlos a fin de que en el umbral de esta patria de fuentes se relevaran los centinelas que se dormían.

”Se estancaban en la ilusión de la dicha que lograban de los bienes poseídos. Mientras que la dicha es calor de los actos y contentamiento de la creación. Los que nada cambian de sí mismos y reciben de otro su alimento, aunque fuere el más delicado y escogido, esos mismos que, sutiles, escuchan los poemas extranjeros sin escribir sus propios poemas, disfrutan del oasis sin vivificarlo, emplean cánticos que se les suministra, se amarran ellos mismos al pesebre en los establos y, reducidos al papel de ganado, están preparados para la esclavitud».

Les he dicho: «Una vez conquistado el oasis, nada esencial cambiará para vosotros. Es otra forma de acampar en el desierto. Porque mi imperio está amenazado por todas partes. Su materia es una reunión familiar de cabras, carneros, moradas y montañas; pero si se rompe el nudo que los reúne, no quedará más que materiales en desorden y ofertas para el pillaje».

8

He comprobado que se equivocaban acerca del respeto. Porque yo mismo me he preocupado exclusivamente de los derechos de Dios a través del hombre. Y ciertamente, sin exagerar su importancia, he concebido al mendigo mismo como un embajador de Dios.

Pero los derechos del mendigo y de la úlcera, del mendigo y de su fealdad honrados por ellos mismos como ídolos, no los he reconocido.

¿He contorneado yo algo más repelente que ese barrio de ciudad construido en el flanco de una colina y que se deslizaba como una cloaca hacia el mar? Los corredores que desembocaban en las callejas vertían por bocanadas blandas un hálito apestoso. La gentuza emergía de esas profundidades esponjosas para injuriarse con voz gastada y sin cólera verdadera, a la manera de esas burbujas blandas que estallan regulares en la superficie de las mareas.

He visto allí a ese leproso, riendo largamente y enjugándose el ojo con un lienzo sórdido. Era, ante todo, vulgar, y se presentaba a sí mismo por bajeza.

Mi padre decidió el incendio. Y esa turba apegada a sus pocilgas mohosas comenzó a fermentar, reclamando en nombre de sus derechos. El derecho a la lepra en el moho.

—Es natural -me dijo mi padre-, porque la justicia, según ellos, consiste en perpetuar lo que es.

 

Y gritaban su derecho a la podredumbre. Pues creados por la podredumbre, pertenecían a la podredumbre.

—Y si dejas multiplicar a los camanduleros -me dijo mi padre-, entonces nacerán los derechos de los camanduleros. Que son evidentes. Y nacerán chantres para celebrártelos. Y te cantarán cuán grande es la patética de los camanduleros amenazados de desaparecer.

—Ser justo… -me dijo mi padre-, es preciso escoger. ¿Justo para el arcángel o justo para el hombre? ¿Justo para la llaga o para la carne sana? ¿Por qué escucharía yo al que viene a hablarme en nombre de su pestilencia?

”Pero lo curaría a causa de Dios. Porque también es morada de Dios. Pero no según su deseo, que es sólo deseo expresado por su úlcera.

”Cuando lo haya limpiado y lavado y enseñado, entonces su deseo será otro y renegará de sí mismo tal como era. ¿Y por qué serviría yo de aliado a aquél que él mismo renegaría? ¿Por qué le impediría, según el deseo del leproso vulgar, nacer y embellecerse?

”¿Por qué tomaría yo el partido de aquél que es, contra aquél que será? ¿De lo que vegeta contra lo que está en potencia?

—La justicia mía -me dijo mi padre- consiste en honrar al depositario a causa del depósito. En el mismo grado que me honro a mí mismo. Porque refleja la misma luz. Por muy poco visible que sea en él. La justicia estriba en considerarlo como vehículo y como camino. Mi caridad consiste en ayudarlo a parirse a sí mismo.

”Pero esa cloaca que se vuelca en el mar me entristece con su podredumbre. Dios está ya tan manchado allí… Espero de ellos el signo que me mostrará al hombre y no lo recibo.

—Sin embargo, he visto a tal o cual -dije a mi padre- compartir su pan y ayudar al más podrido que él a descargar su saco o compadecerse del niño enfermo…

—Ponen todo en común -respondió mi padre-, y de esta papilla hacen su caridad. Lo que llaman caridad. Comparten. Con este pacto que también hacen los chacales alrededor de una carroña pretenden celebrar un gran sentimiento. ¡Quieren hacernos creer que existe allí un don! Pero el valor del don depende de aquél a quien se lo dirija. Y aquí, el más bajo. Como el alcohol al ebrio que bebe. Así, el don es enfermedad. Pero yo doy la salud, corto pues esta carne…, y ella me odia.

—Llegan -me dijo aún mi padre-, en su caridad, a preferir la podredumbre… Pero ¿si yo prefiero la salud?

”Cuando te salven la vida -me dijo mi padre-, no agradezcas jamás. No exageres tu reconocimiento. Pues si el que te ha salvado espera su reconocimiento, es bajo, porque ¿qué cree? ¿Haberte servido? Es a Dios a quien ha servido guardándote, si sirves para algo. Y tú, si expresas demasiado intensamente tu reconocimiento es que careces a la vez de modestia y de orgullo. Porque lo importante de lo que ha salvado no es tu pequeño azar personal, sino la obra en la que colaboras y que se apoya en ti. Y como está sometido a la misma obra, no tienes que agradecerle. Su propio trabajo lo recompensa por haberte salvado. Es su colaboración en la obra.

”Careces también de orgullo si te sometes a sus emociones más vulgares. Y le adulas en su pequeñez haciendo de ti su esclavo. Porque si fuera noble rehusaría tu reconocimiento.

”No veo en él nada que me interese -decía mi padre- sino una admirable colaboración mutua. Me sirvo de ti o de la piedra. Pero ¿quién agradece a la piedra por haber servido de cimiento al templo?

”Pero ellos no colaboran en otra cosa que en ellos mismos. Y esa cloaca que se vuelca en el mar no es nodriza de cánticos, ni fuente de estatuas de mármol ni cuartel para las conquistas. Se trata para ellos de pactar lo mejor posible para utilizar las provisiones. Pero no te equivoques. Las provisiones son necesarias; pero más peligrosas que el hambre.

”Han dividido todo en dos tiempos, carentes de significado: la conquista y la satisfacción. ¿Has visto al árbol crecer y una vez crecido prevalerse por ser árbol? El árbol crece, simplemente. Te lo digo: los que por haber conquistado se hacen sedentarios están ya muertos…

La caridad, según el sentido de mi imperio, es la colaboración. Ordeno que el cirujano se extenúe en la travesía de un desierto si puede reconstruir el instrumento del que está lejos. Y esto aunque se trate de algún vulgar picapedrero que necesita de sus músculos para romper las piedras. Y lo mismo si el cirujano es de alto valer. Pues no se trata de honrar la mediocridad, sino de reparar el vehículo. Y tienen ambos el mismo conductor. Así también, con los que protegen y ayudan a las mujeres encintas. Lo hacían en un principio a causa del hijo que ellas servían con sus vómitos y sus dolores. Y la mujer agradecía en nombre de su hijo. Pero he aquí que hoy reclama la ayuda en nombre de sus vómitos y sus dolores. Entonces, si sólo se tratara de ellas, las suprimiría porque sus vómitos son feos. Porque sólo es importante lo que se sirve de ellas y no tiene calidad para agradecer. Porque quien las ayuda, y ellas mismas, son servidores del nacimiento, y los agradecimientos carecen de significación.

Así, con el general que vino en busca de mi padre:

—¡Me traes sin cuidado! Eres grande a causa del imperio que sirves. Te hago respetar para, a través de ti, hacer respetar el imperio.

Pero también comprobaba la bondad de mi padre. «Quienquiera, decía, que haya tenido un gran papel, quienquiera que haya sido honrado, no puede ser humillado. Quienquiera que haya reinado no puede ser desposeído de su reino, no puedes transformar en mendigo al que daba a los mendigos porque lo que estropeas es algo así como la armadura y la forma de tu navío. Es por esto que empleo castigos a la medida de los culpables. A aquél al que he creído deber ennoblecer lo ejecuto; pero no lo reduzco a la condición de esclavo, si ha fallado. He encontrado un día a una princesa que era lavandera. Y sus compañeras se mofaban de ella: “¿Dónde está tu realeza, lavandera? Podías hacer caer cabezas y he aquí que, por fin, impunemente, te podemos ensuciar con nuestras injurias… ¡Eso es justicia!”. Porque la justicia según ellas era compensación.

”Y la lavandera callaba. Quizá humillada en si misma o en algo, principalmente, más grande que ella misma. Y la princesa se inclinaba, atrevida y blanca, sobre su lavado. Y sus compañeras impunemente le daban con el codo. Nada de ella que no invitara al estro; pues era de rostro agraciado, contenida de gesto y silenciosa. Comprendí que sus compañeras resistían no a la mujer, sino a su caída. Porque si aquél que has envidiado cae en tus garras, lo devoras. La hice pues comparecer:

”“Nada sé de ti sino que has reinado. A datar de este día tendrás derecho de vida y muerte sobre tus compañeras de lavadero. Vuelvo a instalarte en tu reino. Ve”.

”Y cuando volvió a su lugar por encima de la turba vulgar desdeñó justamente acordarse de los ultrajes. Y aquéllas del lavatorio no teniendo ya que nutrir sus movimientos interiores con su ruina los alimentaron con su nobleza y la veneraron. Organizaron grandes fiestas para celebrar su retorno a la realeza y se prosternaban a su paso, ennoblecidas ellas mismas por haberla en otro tiempo tocado con el dedo».

—Por esto -me decía mi padre- que no someteré a los príncipes a las injurias del populacho ni a la grosería de los carceleros. Sino que les haré tronchar la cabeza en un gran circo con clarines de oro.