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100 Clásicos de la Literatura

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Mi padre me remontó a su grupa, cuando la cabeza de la condenada se dobló sobre el hombro. Y nos encontramos en el viento.

—Oirás su rumor esta noche bajo las tiendas y sus reproches de crueldad -me dijo mi padre. Pero las tentativas de rebelión se las volveré a meter en la garganta: forjo al hombre.

Adivinaba sin embargo la bondad de mi padre:

—Quiero que amen -terminó diciendo- las aguas vivas de las fuentes. Y la superficie tersa de la cebada verde recosida sobre las resquebrajaduras del verano. Quiero que glorifiquen la vuelta de las estaciones. Quiero que se nutran, semejantes a frutos acabados, de silencio y lentitud. Quiero que lloren largo tiempo sus duelos y que honren largo tiempo a sus muertos, pues la herencia pasa lentamente de una a otra generación y no quiero que pierdan su miel en el camino. Quiero que sean semejantes a la rama del olivo. La que aguarda. Entonces comenzará a hacerse sentir en ellos el gran balance de Dios que viene como un soplo a probar el árbol. Los conduce y vuelve a través del alba a la noche, del verano al invierno, de las cosechas que despuntan a las cosechas entrojadas, de la juventud a la vejez; de la vejez luego a los nuevos niños.

”Pues a semejanza del árbol, nada sabes del hombre si expones su duración y lo distribuyes en sus diferencias. El árbol no es semillas, después tallo, tronco flexible, después madera muerta. No es preciso dividirlo para conocerlo. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa al cielo. Así pasa contigo, mi hombrecito. Dios te hace nacer, crecer, te llena sucesivamente de deseos, de pesares, de alegrías y sufrimientos, de cóleras y perdones, después te hace entrar en Él. Sin embargo, no eres ni ese escolar, ni ese esposo, ni ese niño, ni ese anciano. Eres aquél que se realiza. Y si sabes descubrirte rama balanceada, bien pegada al olivo, saborearás la eternidad en tus movimientos. Y todo alrededor de ti se hará eterno. Eterna la fuente que canta y ha sabido abrevar a tus padres, eterna la luz de los ojos cuando te sonría la amada, eterna la frescura de las noches. El tiempo no es un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla.

2

Así, desde la cima de la torre más alta de la ciudadela, he descubierto que ni el sufrimiento ni la muerte en el seno de Dios, ni el duelo mismo eran de lamentar. Porque el desaparecido, si se venera su memoria, es más presente y más poderoso que el viviente. Y he comprendido la angustia de los hombres y compadezco a los hombres.

Y he decidido curarlos.

Tengo piedad sólo de aquél que se despierta en la gran noche patriarcal creyéndose al abrigo bajo las estrellas de Dios, y que de pronto siente el deseo del viaje.

He prohibido que se interrogue, sabiendo que no hay nunca respuesta que sacie. El que interroga busca antes que nada el abismo.

Condeno la inquietud que empuja a los ladrones al crimen, porque he aprendido a leer en ellos y sé que no los salvo si los salvo de su miseria. Pues si creen codiciar el oro de los otros se equivocan. Pero el oro brilla como una estrella. Este amor que se ignora a sí mismo se dirige a una luz que no apresarán jamás. Van de reflejo en reflejo, hurtando bienes inútiles, como el loco que para asir la luna que se refleja extrajera el agua negra de las fuentes. Van y arrojan al fuego breve de las orgías la ceniza vana que han robado. Después reanudan sus estaciones nocturnas pálidos como en el umbral de una cita, inmóviles por el temor de asustar, imaginándose que aquí reside eso que quizá los colmará algún día.

Ése, si lo libero, permanecerá fiel a su culto, y mis hombres de armas aplastando las ramas lo sorprenderán mañana, todavía en los jardines de los otros, pleno del latido de su corazón y creyendo sentir, en esa noche, inclinarse la fortuna hacia él.

Y ciertamente, los cubro antes que a nadie con mi amor, reconociéndoles más fervor que a los virtuosos en sus tiendas. Pero soy constructor de ciudades. He decidido asentar aquí los cimientos de mi ciudadela. He contenido la caravana en marcha. Era semillas en el lecho del viento. El viento acarrea como un perfume la simiente del cedro. Yo resisto al viento y entierro la semilla, con intención de desparramar los cedros para gloria de Dios.

Es preciso que el amor encuentre su objeto. Salvo sólo a aquél que ama lo que es y que puede ser satisfecho.

Por esto, igualmente, encierro a la mujer en el matrimonio y ordeno lapidar a la esposa adúltera. Y, ciertamente, comprendo su sed y cuán grande es la presencia que ella declara. Sé leerla, acodada en la terraza, cuando la tarde permite los milagros, encerrada por todas partes por la alta mar del horizonte, y librada, como a un verdugo solitario, al suplicio de ser tierna.

La siento toda palpitante, arrojada aquí, a semejanza de una trucha sobre la arena, y que aguarda como la plenitud de la ola marina, el manto azul del caballero. Lanza su llamado a la noche entera. Quienquiera que surja lo recogerá. Pero ella pasará de manto en manto, pues no existe hombre capaz de colmarla. Así llama una orilla, para refrescarse, el derramamiento de las olas del mar, y las olas se suceden eternamente. Una se gasta después de la otra. Para qué ratificar el cambio del esposo. Quien ame en primer lugar la proximidad del amor no conocerá el encuentro.

Salvo solamente a aquélla que puede llegar a ser, y ordenarse alrededor del patio interior, al igual que el cedro se edifica alrededor de su grano, y encuentra, en sus propios límites, su florecimiento. Salvo a aquélla que no ama en un principio la primavera, sino el orden de tal flor donde la primavera se ha encerrado. Que en un principio no ama al amor, sino tal rostro particular que ha tomado el amor.

Por esto expurgo o reúno a esta esposa dispersa en la tarde. Dispongo en torno a ella como otras tantas fronteras, la estufilla, el hornillo, y la bandeja de cobre dorado, a fin de que poco a poco, a través de este conjunto, descubra un rostro familiar, una sonrisa solamente de aquí. Y será para ella la aparición lenta de Dios. El niño entonces llorará para obtener de mamar, la lana para cardar tentará los dedos, y la brasa reclamará su porción de aliento. Desde entonces estará capturada y pronta a servir. Porque soy aquél que construye la urna alrededor del perfume para que él la habite. Soy la rutina que colma el fruto. Soy aquél que constriñe a la mujer a tomar figura y a existir, a fin de que más adelante, en su nombre, entregue a Dios no ese débil suspiro dispersado en el viento, sino tal fervor, tal ternura, tal sufrimiento particular…

De este modo he meditado largo tiempo el sentido de la paz. Viene de los recién nacidos, de las cosechas logradas, de la casa por fin en orden. Viene de la eternidad, donde penetran las cosas cumplidas. Paz de granjas plenas, de ovejas que duermen, de lencerías plegadas, paz de la sola perfección, paz de lo que se transforma en regalo de Dios, una vez bien hecho.

Porque se me ha revelado que el hombre es en todo semejante a la ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad; pero ya es sólo una fortaleza desmantelada, y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser. Que haga su verdad del olor del sarmiento que se enrama o de la oveja que se debe esquilar. La verdad se cava como un pozo. La mirada que se dispersa pierde la visión de Dios. Sabe más acerca de Dios el sabio que ha recogido, y no conoce nada más sino el peso de las lanas, que la esposa adúltera abierta a las promesas de la noche.

Ciudadela, te construiré en el corazón de los hombres.

Pues hay un tiempo para escoger entre las semillas, pero también hay un tiempo para regocijarse, habiendo escogido de una vez por todas, por el crecimiento de las cosechas. Hay un tiempo para la creación pero hay un tiempo para las criaturas. Hay un tiempo para el rayo escarlata que rompe los diques del cielo, pero hay un tiempo para las cisternas donde las aguas que han irrumpido van a reunirse. Hay un tiempo para la conquista, pero llega el tiempo de la estabilidad de los imperios: yo, que soy servidor de Dios, tengo el gusto de la eternidad.

Odio lo que cambia. Estrangulo a aquél que se alza en la noche y arroja al viento sus profecías como el árbol tocado por la semilla del cielo, cuando cruje se y quiebra y abrasa con él la floresta. Me aterro cuando Dios renueva. Él, el inmutable, ¡que se sosiegue en la eternidad! Pues hay un tiempo para el génesis; ¡pero hay un tiempo, un tiempo dichoso, para la costumbre!

Es preciso pacificar, cultivar y pulir. Soy el que recose las fisuras del sol y oculta a los hombres las trazas del volcán. Soy el césped sobre el abismo. Soy la cueva donde maduran las frutas. Soy la barca que ha recibido de Dios una generación en prenda y la pasa de una orilla a la otra. Dios a su vez la recibirá de mis manos, tal como me la confió, quizá más madura, más prudente, y cincelando mejor los jarros de plata; pero no cambiada. He encerrado a mi pueblo en mi amor.

Por esto protejo al que recomienza, en la séptima generación, para conducirla a su turno a la perfección, la inflexión de la carena o la curva del broquel. Protejo al que de su abuelo cantor hereda el poema anónimo y diciéndolo a su vez y a su vez equivocándose, le agrega su jugo, su uso, su marca. Amo a la mujer encinta o a la que amamanta, amo la manada que se perpetúa, amo las estaciones que retornan. Porque antes que nada soy aquél que habita. ¡Oh ciudadela, mi morada, te salvaré de los proyectos de la arena, y te ornaré con clarines para sonar contra los bárbaros!

3

Porque he descubierto una gran verdad. A saber: que los hombres habitan y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el sentido de la casa. Y que el camino, el campo de cebada y la curva de la colina son diferentes para el hombre, según que compongan o no un dominio. Porque he aquí de pronto esa materia dispar que se reúne y pesa en el corazón. Y no habita el mismo universo quien habite o no el reino de Dios. Y que se equivocan los infieles que ríen de nosotros y creen correr tras riquezas tangibles, siendo que no existen. Pues si codician ese rebaño es ya por orgullo. Y los goces del orgullo no son tangibles.

 

Lo mismo ocurre con aquello que creen descubrir, dividiéndolo, mi territorio. Hay allí, dicen, carneros, cabras, cebada, moradas y montañas. ¿Y qué más? Y se sienten pobres por no poseer nada más. Y tienen frío. Y he descubierto que se asemejan a aquél que despedaza un cadáver. Muestra la vida, dice, a la luz del día: No es más que una mezcla de huesos, sangre, músculos y vísceras. Cuando la vida era aquella luz de los ojos que ya no se leerá en sus cenizas. Cuando mi territorio es algo muy distinto a esos carneros, esos campos, esas moradas: es lo que los domina y los anuda, es la patria de mi amor. Y he aquí que son felices si lo saben, pues ellos habitan mi morada.

Y los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio. Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos. Bueno es que el tiempo sea una construcción. Así voy de fiesta en fiesta, y de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, como iba cuando niño de la sala del consejo a la sala del reposo en la anchura del palacio de mi padre, donde todos los pasos tenían un sentido.

Yo he impuesto mi ley, que es como la forma de los muros y el orden de mi morada. El insensato ha venido a decirme: «Libéranos de tus sujeciones y nos haremos más grandes». Pero sabía que lo primero que perderían con esto era el conocimiento de un rostro y, al no amarlo ya, el conocimiento de ellos mismos. Y he decidido a pesar de ellos enriquecerlos con su amor. Pues ellos me proponían para pasearse con más comodidad que echara abajo los muros del palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.

Era una vasta morada con el ala reservada para las mujeres y el jardín secreto donde cantaba el surtidor. (Y ordeno que en la morada se haga un corazón para que uno pueda aproximarse y alejarse de algo. Para que se pueda salir y volver. Pues de lo contrario no se está en ninguna parte. Y ese no estar en ninguna parte no significa ser libre). Había también graneros y establos. Y ocurría que los graneros estuvieran vacíos y los establos desocupados. Y mi padre se oponía a que uno se sirviera de éstos para los fines de aquellos otros. El granero, decía, es ante todo un granero, y tú no habitas una morada si no sabes ya dónde te encuentras. Poco importa, proseguía, una costumbre más o menos fértil. El hombre no es un ganado de engorde, y el amor para él cuenta más que la costumbre. Tú no puedes amar una morada que no tenga rostro y donde los pasos no tienen sentido.

Había la sala reservada solamente para las grandes embajadas, y que se abría al sol únicamente los días en que se alzaba el polvo de la arena levantado por los caballeros, y en el horizonte esas grandes oriflamas donde el viento trabajaba como sobre el mar. A ésta se la dejaba desierta cuando se recibían principillos sin importancia. Había la sala donde se hacía justicia, y aquéllas donde se llevaban los muertos. Había la cámara vacía, esa de la que nadie jamás conoció otro uso -y tal vez no tenía ninguno- que el de enseñar el sentido del secreto y también, que jamás se penetra en todas las cosas.

Y los esclavos que recorrían los corredores llevando sus cargas, desplazaban pesadas colgaduras que se desplomaban sobre sus espaldas. Subían los escalones, empujaban puertas, y descendían nuevos escalones, y, según que estuvieran más cerca o más lejos del surtidor central, se tornaban más o menos silenciosos, hasta volverse inquietos como sombras en los lindes del dominio de las mujeres cuyo conocimiento por error les hubiera costado la vida. Y las mujeres mismas: serenas, arrogantes, o furtivas, según su lugar en la morada.

Oigo la voz del insensato: ¡Cuánto lugar dilapidado, cuántas riquezas inexplotadas, cuántas comodidades perdidas por negligencia! Es preciso demoler estos muros inútiles y nivelar esas cortas escaleras que complican la marcha. Entonces el hombre será libre. Y yo respondo: entonces los hombres se tornarán ganado de la plaza pública y, ante el temor de aburrirse, inventarán juegos estúpidos, regidos también por las mismas reglas; pero por reglas sin grandeza. Porque el palacio puede inspirar poemas. Pero ¿qué poema hablará de la nadería de los dados que echan? Largo tiempo todavía quizá vivan a la sombra de los muros, de los que los poemas les despertarán la nostalgia; después la sombra misma se borrará y no comprenderán más.

¿Y de qué, en adelante, se regocijarán?

Así el hombre perdido en una semana sin días, o en un año sin fiestas, que no muestra su rostro. Así el hombre sin jerarquía, que celoso de su vecino, si en algo le aventaja, se empeña en volverlo a su medida, ¿qué alegría obtendrán de la amplia charca que constituirán?

Yo recreo los campos de fuerza. Construyo barreras en las montañas para contener las aguas. Injusto, me opongo así a las pendientes naturales. Restablezco las jerarquías donde los hombres se reúnen como las aguas, una vez que se han mezclado en la charca. Yo tiendo los arcos. De la injusticia de hoy creo la justicia de mañana. Restablezco las direcciones donde cada uno instala su sitio y llama dicha a ese estancamiento. Desprecio las aguas encenagadas de su justicia y libero a aquél que ha sido fundado por una bella injusticia. Y así ennoblezco mi imperio.

Porque conozco sus razonamientos. Admiraban al hombre que ha fundado mi padre. «¿Cómo osan burlar, se han dicho, un éxito tan perfecto?». Y en nombre de aquél que había creado rompieron esas obligaciones. Y mientras perduraron en el corazón, todavía obraban. Después, poco a poco, fueron olvidadas. Y aquél al que se quería salvar está muerto.

Por esto detesto la ironía que no es del hombre, sino del cangrejo. Porque el cangrejo les dice: «Vuestras costumbres, en otras partes son otras, ¿por qué cambiarlas?». Como si le dijera «¿Quién os fuerza a instalar la cosecha en el granero y los rebaños en los establos?». Pero es él quien es víctima de las palabras, porque ignora lo que las palabras no pueden asir. Ignora que los hombres habitan una casa.

Y sus víctimas, que no saben reconocerla, comienzan a desmantelarla. Los hombres dilapidan así su bien más precioso: el sentido de las cosas. Y se creen muy gloriosos, los días de fiesta, por no ceder a las costumbres, por traicionar sus tradiciones, por festejar al enemigo. Y ciertamente, sienten algunas agitaciones interiores en los pasos de sus sacrilegios. En tanto hay sacrilegio. En tanto se erijan contra alguna cosa que gravite todavía en ellos. Y viven de lo que su enemigo respira. La sombra de las leyes les molesta todavía bastante, porque se sienten contra las leyes. Pero la sombra misma pronto se borra. Entonces ya no experimentan nada; pues hasta el gusto mismo de la victoria está olvidado. Y bostezan. Han mudado el palacio en plaza pública; mas una vez gastado el placer de pisotear la plaza con una arrogancia de matamoros, no saben ya qué hacen allí, en esa feria. Y he aquí que sueñan vagamente con reconstruir una casa de mil puertas, con colgaduras que se desploman a la espalda y antecámaras lentas. He aquí donde sueñan con un cuarto secreto que tornaría secreta toda la morada. Y sin saberlo, habiéndolo olvidado, lloran el palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.

Es por esto que, habiéndolo comprendido bien, opongo mi arbitrariedad a esta esterilización de las cosas y no escucho a quienes me hablan de las pendientes naturales. Porque sé demasiado bien que las pendientes naturales engruesan los mares con el agua de los glaciares y nivelan las asperezas de las montañas y rompen los movimientos del río, cuando se echa en el mar, con mil remolinos contradictorios. Porque sé demasiado bien que las pendientes naturales hacen que el poder se distribuya y que los hombres se igualen. Pero yo gobierno y yo escojo. Sabiendo bien que el cedro también triunfa de la acción del tiempo que debía extenderlo en polvo, y, año tras año, edifica, contra la fuerza misma que lo tira hacia abajo, el orgullo del templo de follaje. Soy la vida y yo organizo. Edifico los glaciares contra los intereses de los mares. Poco me importa que las ranas croen por la injusticia. Rearmo al hombre para que sea.

Por esto descuido al charlatán imbécil que reprocha a la palmera no ser cedro, al cedro por no ser palmera y, mezclando los libros tiende al caos. Y sé bien que el charlatán tiene razón en su ciencia absurda, pues, fuera de la vida, cedro y palmera se unificarán y se expandirán en polvo. Pero la vida se opone al desorden y a las pendientes naturales. Es del polvo que extrae al cedro.

El hombre nacerá de la verdad de mis ordenanzas. Y las costumbres y las leyes y el lenguaje de mi imperio; no busco en ellos mismos su significado. Sé muy bien que reuniendo piedras se crea el silencio. Que no se leía en las piedras. Sé muy bien que a fuerza de cargas y vendas es al amor al que se vivifica. Sé muy bien que no conoce nada quien haya despedazado el cadáver y pesado sus huesos y sus vísceras. Porque huesos y vísceras no sirven de nada por sí, no más que la tinta y la pasta del libro. Sólo importa la sabiduría que aporta el libro, pero que no es de su misma esencia.

Y rehúso la discusión, pues nada hay aquí que pueda demostrarse. Lengua de mi pueblo, te salvaré de podrir. Me acuerdo de aquel descreído que visitó a mi padre:

—Ordenas que en tu casa se rece con rosarios de trece cuentas. ¿Qué importan trece cuentas? -decía. La salvación ¿no es la misma aunque cambies el número?

E hizo valer sutiles razones para que los hombres rezasen con rosarios de doce cuentas. Yo, niño sensible a la habilidad del discurso, observaba a mi padre, dudando del éxito de su respuesta, tan brillantes me habían parecido los argumentos invocados:

—Dime -continuo el otro-, en qué puede gravitar más el rosario de trece cuentas…

—El rosario de trece cuentas -respondió mi padre- gravita con el peso de todas las cabezas que ya he tronchado en su nombre…

Dios aclaró al descreído que se convirtió.

4

Morada de los hombres, ¿quién te fundará sobre la razón? ¿Quién será capaz, según la lógica, de construirte? Existes y no existes. Eres y no eres. Estás hecha de materiales dispares; pero es preciso inventarse para descubrirte. Igual que aquél que destruyó su casa con la pretensión de conocerla posee sólo un montón de piedras, de ladrillos y tejas, y no sabe qué servicio esperar de ese montón de ladrillos, de piedras y de tejas, pues les falta la invención que los domina, el alma y el corazón del arquitecto. Porque faltan a la piedra el alma y el corazón del hombre.

Pero como las únicas razones son las del ladrillo, la piedra y la teja y no las del alma o del corazón que los dominan, por su poder los transforman en silencio, y como el alma y el corazón escapan a las reglas de la lógica y a las leyes de los números, entonces, yo apareceré con mi arbitrariedad. Yo, el arquitecto. Yo, que poseo un alma y un corazón. Yo, único que posee el poder de cambiar la piedra en silencio. Llego y amaso esta pasta que es sólo materia, según la imagen que sólo me llega de Dios y fuera de las vías de la lógica. Yo construyo mi civilización, prendado del gusto que tendrá, como otros construyen sus poemas y la inflexión de la frase y cambian la palabra, sin estar obligados a justificar la inflexión y el cambio, prendados del gusto que tendrán, y que conocen en el corazón.

Porque yo soy el jefe. Y escribo las leyes y dispongo las fiestas y ordeno los sacrificios y, de sus carneros, de sus cabras, de sus moradas, de sus montañas, extraigo esta civilización semejante al palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.

Porque, sin mí, ¿qué hubieran hecho del montón de piedras, al removerlo de derecha a izquierda, sino otro montón de piedras todavía menos organizado? Yo gobierno y escojo. Y soy el único que gobierna. Y he aquí que pueden orar en el silencio y la sombra que deben a mis piedras. A mis piedras ordenadas según la imagen de mi corazón.

Soy el jefe. Soy el dueño. Soy el responsable. Y solicito ayuda. Por haber comprendido claramente que el jefe no es quien salva a los otros, sino quien pide ser salvado. Porque es por mí, por la imagen que conduzco, que se funda la unidad que he obtenido, yo solo, de mis carneros, de mis cabras, de mis moradas, de mis montañas, y helos aquí, amantes, como lo serían de una joven divinidad que abriera sus brazos frescos en el sol, y a la que no han reconocido en un principio. He aquí que aman la casa que he inventado según mi deseo. Y a través de ella, a mí, al arquitecto. Como aquél que ama una estatua no ama la arcilla, ni el ladrillo, ni el bronce, sino los esfuerzos del escultor. Y yo los aficiono a su morada, a los de mi pueblo, para que sepan reconocerla. Y no la reconocerán hasta que la hayan nutrido con su sangre, y engalanado con sus sacrificios. Ella les exigirá incluso su sangre, hasta su carne, porque será su propia significación. Entonces no podrán desconocer esta estructura divina en forma de rostro. Entonces experimentarán amor por ella. Y sus veladas serán fervientes. Y los padres, cuando sus hijos abran los ojos y los oídos, se ocuparán en descubrírsela, a fin de que no se ahogue en la diversidad de las cosas.

 

Y si he construido mi morada lo bastante vasta como para dar un sentido hasta a las estrellas, entonces, si se aventuran de noche en sus umbrales y alzan la cabeza, darán gracias a Dios por conducir tan bien esos navíos. Y si la he construido lo bastante durable como para que contenga toda la duración de la vida, entonces irán de fiesta en fiesta como de vestíbulo en vestíbulo, sabiendo adónde van, y descubriendo a través de la vida diversa, el rostro de Dios.

¡Ciudadela! Te he, pues, construido como un navío. Te he clavado, aparejado, después abandonado en el tiempo, que es un viento favorable.

¡Navío de los hombres sin el cual perderían la eternidad!

Pero conozco las amenazas que gravitan en contra de mi navío. Siempre atormentado por la mar oscura del exterior. Y por las otras imágenes posibles. Porque siempre es posible echar abajo el templo y prevalerse de las piedras para otro templo. Y el otro no es ni más verdadero, ni más falso, ni más justo, ni más injusto. Y nadie conocerá el desastre, pues la calidad del silencio no está inscrita en el montón de piedras.

Por esto deseo que apoyen sólidamente los grandes flancos del navío. A fin de salvarlos de generación en generación, porque no embelleceré un templo si lo recomienzo a cada instante.

5

Por esto deseo que apoyen sólidamente los grandes flancos de un navío. Construcción de hombres. Porque alrededor del navío está la naturaleza ciega, todavía informulada y poderosa. Y se arriesga a restar exageradamente en reposo quien olvide la potencia del mar.

Cree absoluta por sí misma la morada que le fue dada. Siendo que la evidencia llega a ser una vez más demostrada. Cuando se habita el navío no se ve ya el mar. O si se divisa el mar, es solamente ornamento del navío. Tal es el poder del espíritu. El mar le parece hecho para soportar el navío.

Pero se equivoca. Tal escultor a través de la piedra le ha mostrado tal rostro. Pero otro le hubiera mostrado otro rostro. Y tú mismo has visto las constelaciones: ésa es un cisne. Pero otro hubiera podido mostrarte allí una mujer acostada. Llega demasiado tarde. No nos evadiremos jamás del cisne. El cisne inventado nos ha aprisionado.

Pero al creerlo absoluto, por error, ya no se piensa en protegerlo. Y sé bien por dónde me amenaza el insensato. Y el juglar. El que modela rostros con la facilidad de sus dedos. Los que lo ven jugar pierden el sentido de su dominio. Por esto lo hago aprisionar y descuartizar. Mas ciertamente no a causa de mis juristas que me demuestran que está equivocado. Porque no lo está. Pero tampoco tiene razón; y yo lo rechazo en desquite por creerse más inteligente, más justo que mis juristas. Y es una equivocación que crea tener razón. Porque propone, él también, como absoluto, sus figuras enjambradas, brillantes, nacidas de sus manos; pero a las que les falta el peso, el tiempo, la cadena antigua de las religiones. Su estructura aún no se ha integrado. La mía lo estaba. Y he aquí por qué condeno al juglar y salvo así a mi pueblo de pudrirse.

Porque aquel que no presta ya atención y no sabe que habita un navío, por anticipado está como desmantelado y pronto verá brotar el mar cuya ola lavará sus juegos imbéciles.

Porque me fue propuesta esta misma imagen de mi imperio una vez que estábamos en plena mar con el objeto de un peregrinaje, algunos de mi pueblo y yo mismo.

Se hallaban encerrados en un barco de ultramar. Algunas veces en silencio me paseaba entre ellos. Acurrucados junto a los platos de comida, amamantando sus niños o tomados en el engranaje del rosario de la plegaria, se habían tornado habitantes del navío. El navío se había hecho morada.

Pero he aquí que una noche los elementos se sublevaron. Y cuando vine a visitarlos en el silencio de mi amor vi que nada había cambiado. Cincelaban sus anillos, hilaban su lana, o hablaban en voz baja, tejiendo infatigablemente esa comunidad de los hombres, esa red de lazos que hace que si uno muere, arranque algo a todos los demás. Y los oía hablar en el silencio de mi amor desdeñando el contenido de sus palabras, sus historias de hornillos o de enfermedades, sabiendo que no es en el objeto donde reside el sentido de las cosas, sino en la diligencia. Y aquél cuando sonreía con gravedad hacía don de sí mismo… y este otro que se aburría, no sabía que era por temor o ausencia de Dios. Así los contemplaba en el silencio de mi amor.

Y sin embargo, la pesada espalda del mar donde nada había por conocer, los penetraba con sus movimientos lentos y terribles. Sucedía que en el tope de una ascensión todo flotaba en una especie de ausencia. Entonces el navío entero temblaba como si se hubiera hendido su armadura, como si ya se esparciera, y en tanto duraba esta falta de realidades cesaban sus rezos, de hablar, de amamantar los niños o de cincelar la plata dura. Pero cada vez un crujido, duro como el rayo, atravesaba la madera de parte a parte. El navío volvía a caer como en sí mismo, pesando hasta casi romper todos sus contrafuertes, y este aplastamiento provocaba vómitos a los hombres.

Así se apretaban como en un establo crujiente bajo el consolador balanceo de las lámparas de aceite.

Les hice decir, en el temor de que se angustiaran:

—Que los que entre vosotros trabajan la plata me cincelen un jarro; que los que preparan las comidas a los otros se esfuercen más; que los válidos tengan cuidado de los enfermos; que los que ruegan se internen más hondo en la oración…

Y a aquél que yo descubría apoyado, lívido, contra un poste y que escuchaba a través de los calafates espesos el canto prohibido del mar:

—Ve a la cala a contar los carneros muertos. Se ahogan unos contra otros en su terror…

Me respondió:

—Dios amasa el mar. Estamos perdidos. Escucho crujir los grandes flancos del navío… No deben revelarse, puesto que son cables y armaduras. Así, de los cimientos del globo a los cuales confiamos nuestras casas y la procesión de olivos y la ternura de los carneros de lana que mascan lentamente la hierba de Dios en la tarde. Está bien ocuparse de los olivos, de los carneros y de la comida y del amor en la casa. Pero está mal que el cuadro mismo nos atormente. Que lo que estaba hecho retorne a ser obra. He aquí que lo que debe callarse retoma la palabra. ¿Qué llegaremos a ser, si las montañas balbucean? He escuchado, yo ese balbuceo y no sabría ya olvidarlo…

—¿Qué balbuceo? -le demandé.