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100 Clásicos de la Literatura

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CCXXI

En donde se habla del estrecho del Mar Grande

En la embocadura del Mar Grande, hacia Poniente, hay una montaña llamada el Far. Pero muchos conocen este mar, y es preferible hablemos de los tártaros de Poniente y de los señores que lo gobiernan.

CCXXII

De los reyes de los tártaros de Poniente

El primer señor de los tártaros de Poniente fue Sain, grande y poderoso señor. Este rey Sain conquistó la Rusia, la Comania, la Alania, Lac, Mengiar, Çic y Gutia y Gaçaria. Todas estas provincias conquistadas por el rey Sain estaban sujetas a Acomaiz, pero no tenían unidad y por eso perdieron sus tierras y fueron arrojados por el mundo, y los que quedaron son siervos de este rey Sain.

Después del rey Sain reinó el rey Patu; después de Patu reinó el rey Berca, y después de Berca reinó el rey Mongutemur, y después de Mongutemur reinó el rey Totamongu, y luego vino Toctai, que es el que reina al presente.

He aquí la nomenclatura de los reyes tártaros de Poniente. Y hablaremos de la gran guerra que hubo entre Alan, señor de Levante, y Berca, señor de Poniente, y el origen de esta guerra.

CCXXIII

De la guerra que surgió entre Alan y Berca y de las batallas que libraron

En el año 1261 de la Encarnación de Cristo surgió una gran discordia entre el rey Alan, señor de los tártaros de Levante, y el rey Berca, rey de los tártaros de Poniente. Y esto fue por si una provincia pertenecía al uno o al otro, pues cada uno pretendía tener derecho a ella y ninguno la quería ceder al otro. Se declararon la guerra y cada uno decidió apoderarse de ella por la fuerza y se prepararon para la lucha.

Y así que se hubieron desafiado, en seis meses reunieron 300.000 hombres y se aprestaron a la lucha según sus costumbres.

Cuando estuvo listo Alan, señor de Levante, se puso en camino con toda su gente y cabalgaron hasta llegar a una llanura entre la Puerta de Hierro y el mar de Saray. Y aquí desplegó sus fuerzas en orden de batalla. Y había ricos pabellones y tiendas de campaña. Bien se veía que era un campamento de ricos hombres. Allí quedó aguardando a que Berca viniera a su encuentro y esperó al enemigo. Y dejemos a Alan y sus gentes y volvamos a Berca.

CCXXIV

De cómo Berca y sus huestes encuentran a Alan

Y cuando el rey Berca hubo aparejado y reunido sus huestes y se enteró de que Alan había partido a su encuentro con las suyas, se dijo que ya no podía tardar y se puso en camino cabalgando tanto, hasta llegar al llano donde le esperaban sus adversarios. Y a diez jornadas de Alan alzó sus tiendas de campaña, y este campamento era tan hermoso como el de Alan, pues tenía sus tiendas recubiertas de gualdrapas de oro y ricas telas bordadas, de modo que jamás se vio tanta riqueza en el campo de batalla, y tenía Berca más gente que Alan, pues había reunido a más de 350.000 hombres.

Al tercer día Berca llamó a sus hombres y les dijo: «Señores míos: Ya sabéis que desde que vine a esta tierra os he querido como hermanos y a hijos y varios de entre vosotros habéis peleado conmigo y me habéis ayudado a conquistar una gran parte de mi reino, así que debéis esforzaros en mantener nuestro honor. Ya sabéis que Alan se quiere batir con nosotros sin razón, ésta es la verdad; por consiguiente, tenemos derecho a mantenernos y darnos aliento los unos a los otros; así ganaremos la batalla. Somos en mayor número, pues ellos no tienen más que 300.000 hombres a caballo y nosotros tenemos 350.000, tan buenos como los de ellos, o mejores. No os diré más, pero cada cual esté en su puesto y se prepare a vencer y hagamos que en el porvenir todo el mundo nos tenga miedo». A estas palabras calló Berca, y ya os hemos contado cómo llevaba su negocio. Ahora os contaremos de Alan y su gente, de cómo se preparaban sabiendo que Berca y sus hombres estaban próximos.

CCXXV

De cómo Alan habla a sus gentes

Cuando Alan tuvo la seguridad de que Berca llegaba con gran número de gentes reunió a su Consejo y a sus más respetables barones y dignatarios, y cuando estaban aunados les habló de la siguiente manera: «Hermanos míos, hijos y amigos: Toda la vida me habéis asistido y hemos ganado muchas batallas, y por eso os traigo a combatir contra la gente del temible Berca. Ya sé que su ejército es más numeroso que el mío y sabemos por nuestros espías que llegarán a la batalla dentro de tres días; ya me tarda en venir a las manos, y ruego a cada uno de vosotros que esté bien preparado para ese día y que me asistáis como de costumbre. Y una sola cosa os voy a recordar: que más vale morir en el campo de batalla para guardar su honor, hasta si hemos de ser derrotados. Pero que cada cual salve su honor y que el enemigo sea muerto y vencido». Así habló Alan a sus gentes.

Y esperaron que llegara el día de la batalla. Y cada partida se aparejó lo mejor que pudo en todas las cosas que le eran necesarias.

CCXXVI

De la gran batalla que hubo entre Alan y Berca

Y cuando los dos grandes reyes con todas sus gentes se encontraron cerca, esperaron para comenzar la batalla que se hicieran oír las nácaras. Y de pronto sonaron, y en cuanto las oyeron no pararon mientes, mas se fueron con furor los unos contra los otros. Empuñaron los arcos, tiraron las saetas y había que verlas volar cubriendo todo el aire. Los hombres morían y caían de sus caballos, y no podía ser por menos con la cantidad de flechas que cruzaban el aire. Y ¿para qué extenderme?, no cesaron de tirar las flechas hasta que el suelo se cubrió completamente de muertos y heridos. Luego empuñaron las espadas y las mazas; corrieron asestando golpes mortales. Y la batalla fue de las más crueles que jamás se han visto. Caían brazos, manos y cabezas. Los hombres tropezaban con sus caballos muertos, que yacían en el suelo. Y murieron tantos, que en mala hora empezó esa batalla. Los gritos eran aterradores, que hubieran cubierto el ruido del trueno. Los muertos cubrían la tierra, que estaba roja de sangre, pues os repito que desde antiguo no hubo en el mundo una batalla donde murieron tantos hombres como en ésta. Y eran tantos los gritos y las imploraciones de los heridos de muerte, que daba lástima oírlos. Y cierto es que en mala hora empezó esta batalla de una parte y otra, porque muchas mujeres quedaron viudas y muchos niños huérfanos.

El rey Alan, que era sabio, prudente y esforzado, se portó tan bien en la contienda que bien se veía que era hombre destinado a mandar y a ceñir una corona. No hubo proeza de que no fuera capaz. Confortaba a su gente y, viéndole, todos se inflamaban de nuevo ardor, y era cosa grande verle, porque no parecía un hombre, sino el mismo trueno.

Y de esta manera se portó Alan en la batalla.

CCXXVII

De cómo Berca se porta heroicamente

El rey Berca también era valiente, pero de nada le valió, pues tuvo tantos muertos y heridos que ya no lo podían soportar, y al caer de la tarde empezaron a huir. Cuando Alan vio que el enemigo huía se puso a perseguirle con sus caballos, matando y aniquilando cuanto encontraba al paso. Y al poco rato de haberles perseguido volvieron rienda y se fueron al campamento a deponer las armas. Los heridos se hicieron lavar y vendar, y estaban tan hartos de la pelea, que ya no podían más. La noche vino y descansaron, y cuando Alan recorrió su campamento recomendó que quemaran los cadáveres amigos y enemigos. Y en seguida ejecutaron sus órdenes. Y a la mañana siguiente Alan volvió a sus tierras con todos los supervivientes, pues entre los que habían ganado la batalla había también muchos muertos, y no digamos en el campo de los vencidos, que fue tan grande el número que no se podían contar. Y tal como habéis oído sucedió esta batalla y fue victorioso el rey Alan. Os contaremos ahora de otra batalla que hubo entre los tártaros de Poniente.

CCXXVIII

De cómo Totamangu fue señor de Poniente

En verdad, un señor de los tártaros de Poniente, que se llamaba Mongutemur, murió, y la señoría recayó en Tolobuga, que era joven bachiller. Y Totamangu, que era un hombre poderoso, mató a Tolobuga con la ayuda de otro rey tártaro que se llamaba Nogai.

No reinó mucho tiempo y murió, y Toctai fue elegido señor. Era hombre prudente y avisado y regía la señoría de Totamangu. Y sucedió en ese tiempo que dos hijos de Tolobuga —el que había sido asesinado— crecieron y llegaron a ser hombres aguerridos, sabios y valientes. Los dos hermanos se pusieron en camino y se prepararon para ir a la corte del rey Toctai. Llegados que fueron a la corte, se presentaron ante él, poniendo rodilla en tierra. Toctai les dijo que eran los bienvenidos, y los hizo levantar. Entonces el primogénito tomó la palabra y dijo: «Magnífico señor: Os diré por qué hemos venido; en verdad somos los hijos de Tolobuga, que fue muerto por Totamangu y Nogai. A Totamangu ya no se le puede alcanzar porque murió, pero reclamamos a Nogai y os pedimos sostenernos contra él, como señor conocedor de la justicia, pues asesinó a nuestro padre. Os pedimos hacerle venir ante vos y pedirle razón de la muerte de nuestro padre. Y he aquí por qué venimos a esta corte». Y el joven se calló y no añadió palabra.

CCXXIX

De cómo Toctai manda venir a Nogai para pedirle cuenta de la muerte de Tolobuga

Cuando Toctai oyó lo que el joven le dijo, que sabía era la verdad, le contestó: «Mi buen amigo: Lo que tú me mandas que haga y deseas le pida cuenta a Nogai, lo haré con mil amores. Le haré que venga ante mí a la corte y veremos lo que la razón nos sugiere». Y Toctai envió a dos emisarios a Nogai, mandándole venir a su corte para dar cuenta y razón a los hijos de Tolobuga de la muerte de su padre. Y cuando los enviados del rey dijeron a Nogai la embajada que traían, se burló de ellos y dijo que no iría a la corte. Los enviados del rey se volvieron a la corte de su señor y le trajeron la respuesta de Nogai. Cuando Toctai oyó tal impertinencia, se encolerizó y dijo a todos los que le rodeaban y podían oírle: «Si Dios me ayuda, o Nogai vendrá aquí para dar satisfacción a los hijos de Tolobuga, o yo iré contra él con toda mi gente». Y volvió a enviar a otros dos embajadores con las palabras que oiréis.

 

CCXXX

De cómo Toctai envía otro mensaje a Nogai

Los dos mensajeros a quien Toctai había confiado la misión se pusieron en camino y llegaron a la corte de Nogai. Se presentaron ante él, y saludando cortésmente le hablaron en estos términos: «Señor: Toctai os manda decir que si no venís a la corte a dar satisfacción a los hijos de Tolobuga, vendrá él con su gente contra vos y os hará todo el daño que pueda; decidid lo que hayáis de hacer y contestadnos». Mucho disgustó a Nogai lo que Toctai le mandaba decir, y contestó airado: «Volved a vuestro señor y decidle que no le temo ni a él ni a sus gentes y no esperaré que venga a mi tierra, mas iré yo mismo a su encuentro». Y cuando esto oyeron cabalgaron a toda prisa para llevar a su señor las palabras de Nogai.

Y viendo que la guerra se hacía inevitable, mandó Toctai aviso a sus gentes para que se alistaran con el fin de ir contra Nogai, e hizo grandes preparativos. Cuando Nogai tuvo la certeza de que Toctai le venía al encuentro, preparó sus caballos y sus gentes; pero no era tan poderoso como Toctai y tenía muchos menos soldados; sin embargo, se armó cuanto pudo. Esto le valió el ser más tarde grande y poderoso.

CCXXXI

De cómo Toctai fue al encuentro de Nogai

Cuando Toctai estuvo pronto, se puso en camino con sus gentes y aparejó lo menos 200.000 hombres a caballo. Cabalgaron sin novedad hasta llegar a la llanura de Nerghi, que era anchurosa y bella, y esperó allí a Nogai porque sabía que éste venía a su encuentro. Los dos hijos de Tolobuga llevaban también muchos hombres a caballo y armaron muchas compañías para vengar la muerte de su padre.

Pero dejemos a Toctai y su gente y volvamos a Nogai y sus huestes. Se puso en camino con 150.000 hombres, la flor y nata de valientes caballeros y hombres de armas, más aguerridos que los de Toctai. Y al cabo de dos días llegó con su gente y sentó el campo a 10 millas del enemigo.

Y el campo era rico en tiendas de paño de oro, y brocateles, gualdrapas bordadas, y bien se veía que era el campamento de un gran rey. Y cuando llegaron en el llano de Nerghi descansaron para el día de la batalla.

CCXXXII

De cómo Toctai habló a su gente

Cuando el rey Toctai hubo reunido a su gente, les hizo el discurso siguiente: «Señores: Hemos venido hasta aquí a batirnos contra el rey Nogai y sus hombres; lo hemos hecho con razón, porque no ha querido dar satisfacción a los hijos de Tolobuga. Como estamos en la razón, conviene seamos vencedores en la batalla y que el malvado perezca. Os pido que seáis esforzados y valientes para que podamos ver la muerte y destrucción del enemigo». Por otro lado, el rey Nogai habló a su gente de la manera que vais a oír: «Mis buenos hermanos y amigos —dijo—. Sabéis que en muchas grandes batallas y acciones hemos vencido y contra gente más fiera y avezada. De modo que preparaos a vencer esta batalla, pues nosotros tenemos razón y ellos no están en la suya, pues sabéis que mi señor me mandó ir a su corte por razones de otros. Así que os digo que cada uno piense en hacer lo que pueda para que ganemos esta batalla y hagamos hablar de nosotros al mundo entero y digan que somos cada día más temibles». Y calló el rey Nogai y no añadió palabra.

Cuando hubieron hablado los dos reyes, no demoraron más. Al día siguiente se aparejaron. El rey Toptai repartió su gente en 20 batallones, y en cada uno puso un buen condotiero y un buen capitán. Y el rey Nogai armó 15 cuadros y en cada uno puso 10.000 hombres a caballo, con sus buenos y bravos capitanes. ¿Y qué os diré? Cuando los dos reyes estuvieron el uno cerca del otro tomaron un momento de tregua hasta esperar que tocaran las nácaras. Y al son de las nácaras empezó la pelea. La lucha fue encarnizada. Volaban flechas y saetas. Rugía el griterío. Cercenaban manos, brazos y cabezas. Se veían caer a tierra caballos y caballeros. En ninguna batalla murió tanta gente, pero en más gran número murieron los hombres de Toetai que los de Nogai. Pero todo fue inútil, porque Nogai era terrible peleando, y aunque los hijos de Tolobuga se esforzaban en vengar la muerte de su padre y peleaban como leones, todo fue en vano y no consiguieron matar al rey Nogai. ¿Y qué más os diré? La batalla fue tal, que tantos que por la montaña estaban sanos y buenos, murieron aquel día, y muchas mujeres quedaron viudas, y esto fue porque la batalla resultó sangrienta y cruel.

El rey Toctai se esforzó, con todo su poder, en mantener a su gente y a su honor, e hizo grandes proezas. Y ciertamente que todo el mundo no podía más que alabarle. Se metía entre sus enemigos de tal manera como si no le importara la muerte. Hendía su sable a diestra y siniestra e iba repartiendo golpes de tal manera que dañó a todos sus enemigos. Mató muchos de entre ellos con su propia mano, y cuando esto velan sus amigos, se llenaban de nuevo ardor y aquéllos arreciaban contra éstos y los mataban sin piedad.

CCXXXIII

Del arrojo y valor del rey Nogai

El rey Nogal se expuso tanto y tanto, y tanto combatió entre su gente, que acudía acá y allá y se excedía a sí mismo; entre el enemigo se batió como el león entre las fieras, y les venció, les aplastó en su furor bélico y se echó sobre ellos como un héroe. Y sus hombres, que velan así a su señor, se esforzaban en ser como él, corrían sobre sus enemigos, haciendo estragos entre ellos. ¿Y por qué contaros más? Sabed, en verdad, que la gente de Toctai se esforzó en mantener alto el honor, pero de nada les valió; tenían contra ellos a demasiados fuertes guerreros. Sufrieron tanto, que vieron que si más quedaban, morirían todos, y no aguantando más, empezaron a huir, y el rey Nogal arremetió contra ellos hasta diezmarlos a todos.

Así fue como Nogal venció la batalla y murieron más de 60.000 hombres. Mas el rey Toctai tuvo la suerte de escapar con vida y los hijos de Tolobuga también.

Ciudadela

Por

Antoine de Saint-Exupéry

1

Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos, y también a los muertos. Y sé por qué.

Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquél que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo. Aceptaban los cuidados como un homenaje, ofreciendo sus miembros a las abluciones que los halagaban, pero apenas el mal se había borrado, se descubrían sin ninguna importancia, no nutriendo ya nada de sí, como inútiles, y se ocupaban en adelante en resucitar la úlcera que vivía de ellos. Y, bien arropados nuevamente en su mal, gloriosos y vanos, volvían a tomar, escudilla en mano, la ruta de caravanas y, en nombre de sus dioses sucios, exigían la limosna de los viajeros.

Hubo un tiempo también en que tuve piedad de los muertos. Creyendo que aquél a quien sacrificaba en su destierro zozobraba en una soledad desesperada sin entrever que no hay soledad para los que mueren. No me había negado todavía su condescendencia. Pero he visto al egoísta o al avaro, aquel mismo que gritaba tan fuerte contra toda expoliación, suplicar, llegada su última hora, que se reunieran a su alrededor los familiares de su casa y repartir luego sus bienes con una equidad desdeñosa, como juguetes fútiles entre los niños. He visto al herido pusilánime, el mismo que hubiera aullado para pedir socorro en el corazón de un peligro sin grandeza, una vez despedazado verdaderamente, rechazar toda asistencia de los demás si esta asistencia hacía correr algún peligro a sus camaradas. Celebramos semejante abnegación. Pero no he visto en ella sino un signo discreto de desprecio. Conozco al que comparte su cantimplora cuando ya se seca al sol, o su corteza de pan en el apogeo de su hambre. Y es en primer lugar porque ya desconoce la necesidad, y, henchido de una real ignorancia, abandona a los otros el hueso por roer.

He visto a las mujeres plañir por los guerreros muertos. ¡Pero fuimos nosotros mismos quienes las hemos engañado! Tú has visto retornar a los sobrevivientes, gloriosos y fastidiosos, contando con gran algazara sus hazañas, aportando, en caución del riesgo aceptado, la muerte de los otros; muerte que relatan terrible, pues podría haberles sobrevenido. Yo mismo, en mi juventud, quise alrededor de mi frente esa aureola de sablazos recibidos por los otros. Volvía, blandiendo mis compañeros muertos y su terrible desesperación. Pero aquél al que la muerte ha escogido, ocupado en vomitar su sangre o contener sus entrañas, descubre solo la verdad, a saber: que no hay horror de la muerte. Su propio cuerpo se le aparece como un instrumento en adelante vano, que ha dejado de servir y que él arroja. Un cuerpo desmantelado que muestra su mucho uso. Y si el cuerpo tiene sed, el moribundo no reconoce sino una ocasión más de sed, de la que será agradable verse libre. Y todos los bienes que servían para engalanar, nutrir, festejar esta carne semiextranjera, que es sólo propiedad doméstica, como el asno atado a su noria, se tornan inútiles.

Entonces comienza la agonía que es balanceo de una conciencia alternativamente vaciada y vuelta a llenar por las marejadas de la memoria. Van y vienen como flujo y reflujo, trayendo, como se las habían llevado, todas las provisiones de imágenes, todos los caracolillos del recuerdo, todas las conchas de todas las voces escuchadas. Suben, bañan de nuevo las algas del corazón; y he aquí de nuevo todas las ternuras reanimadas. Pero el equinoccio prepara su reflujo decisivo, el corazón se vacía, la marea y sus provisiones vuelven a Dios.

Ciertamente, he visto a muchos hombres huir de la muerte, amedrentados por la confrontación anticipada. Pero, desengáñate, ¡jamás he visto espantarse a aquél que muere!

¿Por qué, pues, habría de lamentarlos? ¿Por qué perder mi tiempo en llorar su fin? He conocido demasiado la perfección de los muertos. ¿Qué he costeado más liviano que la muerte de aquella cautiva con la que alegraron mis dieciséis años y que, cuando me la trajeron, se ocupaba ya en morir, respirando con soplo breve y ocultando su tos en las sábanas, al término de su carrera como la gacela, ya forzada, pero ignorándolo, puesto que le gustaba sonreír? Pero esa sonrisa era viento sobre una ribera, huella de un sueño, estela de un cisne; y día a día se depuraba y era más preciosa, y más difícil de retener, hasta convertirse en aquella simple línea de tal manera pura, una vez el cisne volado.

Muerte también de mi padre. De mi padre consumado y vuelto de piedra. Cuentan que los cabellos del asesino encanecieron cuando su puñal, en lugar de vaciar el cuerpo perecedero, lo hubo llenado con tal majestad. El matador, oculto en la cámara real, cara a cara, no con su víctima, sino con el granito gigante de un sarcófago, cogido en la emboscada de un silencio del que él mismo era la causa, fue descubierto al amanecer reducido a la prosternación por la sola inmovilidad del muerto.

Así, mi padre que un regicida instaló de un golpe en la eternidad, cuando detuvo su aliento suspendió el aliento de los otros durante tres días. Tanto, que las lenguas no se desataron y los hombres no cesaron de abatirse hasta que no lo pusimos en tierra. Pero nos pareció tan importante, él, que no gobernó, sino que gravitó y fundó su marca, que creíamos, cuando lo descendimos a la fosa con largas cuerdas que crujían, no sepultar un cadáver, sino entrojar una provisión. Pesaba, suspendido, como la primera losa de un templo. Y no lo enterramos, sino que lo sellamos en la tierra, por fin trasmutado en lo que es, en este asiento.

 

Fue él quien me enseñó la muerte y me obligó cuando era joven a mirarla de frente, pues nunca bajó los ojos. Mi padre era del linaje de las águilas.

Fue en el transcurso del año maldito, aquél que se apodó «el Festín del Sol», pues el sol ese año ensanchó el desierto. Brillaba sobre las arenas entre las osamentas, las zarzas secas, las pieles transparentes de los lagartos muertos y la hierba para los camellos cambiada en crin. Él, por quien nacen los tallos de las flores, había devorado a sus criaturas; y se entronizaba sobre sus cadáveres desparramados, como el niño entre los juguetes que ha destruido.

Absorbió hasta las reservas subterráneas y bebió el agua de los pozos raros. Absorbió hasta el dorado de las arenas que se hicieron tan vacías, tan blancas, que bautizamos esta comarca con el nombre de Espejo. Pues un espejo tampoco contiene nada y las imágenes con las que se llena no tienen peso ni duración. Pues un espejo a veces, como un lago de sal, quema los ojos.

Los camelleros, cuando se extravían, si caen en esa trampa que jamás ha devuelto su bien, no la reconocen en un comienzo, porque nada la distingue, y arrastran por ella como una sombra al sol, el fantasma de su presencia. Pegados a la viscosidad de la luz creen marchar; sumergidos ya en la eternidad, creen vivir. Llevan adelante su caravana allá donde ningún esfuerzo prevalece contra la inercia de la extensión. Marchando hacia un pozo que no existe, se regocijan con la frescura del crepúsculo, cuando en adelante no será más que inútil prórroga. Se quejan tal vez, ¡oh simples!, de la lentitud de las noches, cuando las noches pronto pasarán sobre ellos como parpadeos. E, injuriándose con sus voces guturales, con motivo de sus tiernas injusticias, ignoran que ya, para ellos, se ha hecho justicia.

—¿Crees que aquí una caravana se apresura? ¡Deja correr veinte siglos y vuelve a ver!

Fundidos en el tiempo y mudados en arena, fantasmas bebidos por el espejo, así los descubrí yo mismo cuando mi padre, para enseñarme la muerte, me condujo atado a la grupa de su caballo.

—Allí -me dijo- hubo un pozo.

En el fondo de uno de esos tubos verticales que reflejan, tan profundos son, una sola estrella, el fango mismo se había endurecido y la estrella prisionera se había extinguido. Sabido es que la ausencia de una sola estrella basta para aniquilar una caravana tan firmemente como una emboscada.

Alrededor del estrecho orificio, como alrededor de un cordón umbilical roto, hombres y bestias se habían aglutinado en vano para recibir del vientre de la tierra el agua de su sangre. Pero los obreros más seguros, azuzados hasta llegar al suelo de ese abismo, habían escarbado inútilmente la costra dura. Semejante al insecto atravesado por un alfiler, aún vivo y que en el temblor de la muerte esparce alrededor de él la seda, el polen y el oro de sus alas, la caravana, clavada al sol por un solo pozo vacío, comenzaba ya a blanquear en la inmovilidad de los tiros rotos, de los cofres reventados, de los diamantes derramados como escombros, y de las pesadas barras de oro que se enarenaban.

Mientras los contemplaba, mi padre habló:

—Sabes lo que es el festín de bodas, una vez que los invitados y los amantes lo han abandonado. El amanecer muestra el desorden que dejaron. Las jarras rotas, las mesas desordenadas, el fuego extinguido, todo conserva el sello de un tumulto que se ha endurecido. Pero leyendo esas huellas -me dijo mi padre- no aprenderás nada sobre el amor.

”Al pesar y dar vueltas el libro del Profeta -me dijo además-, al detenerse sobre el dibujo de los caracteres o sobre el oro de las iluminaciones, el iletrado pierde lo esencial, que no es el objeto vano, sino la sabiduría divina. Como lo esencial del cirio no es la cera que deja trazas, sino la luz.

Sin embargo, como temblara por haber afrontado a lo ancho de una meseta desierta, semejante a las mesas de los antiguos sacrificios, esos residuos de la comida de Dios, mi padre me dijo aún:

—Lo que importa no se evidencia en la ceniza. No te detengas más sobre esos cadáveres. No hay nada aquí, fuera de algunos carros atascados por la eternidad, por falta de conductores.

Entonces, le grité:

—¿Quién me enseñará?

Y mi padre me respondió:

—Descubrirás lo esencial de la caravana cuando ella se consuma. Olvida el vano ruido de las palabras y mira: si el precipicio se opone a su marcha, contornea el precipicio, si la roca se levanta, la evita; si la arena es demasiado fina, busca más lejos una arena más dura, pero siempre retoma la misma dirección. Si la sal de una salina cruje bajo el peso de sus fardos, la ves que se agita, desatasca las bestias, tantea para encontrar un suelo sólido; pero muy pronto vuelve al orden, una vez más, en su dirección primitiva. Si una cabalgadura se abate se hace alto, se recogen las cajas destrozadas, se las carga en otra montura, se estira para amarrarlas bien el nudo de cuerda crujiente; después se vuelve a tomar la misma ruta. A veces muere aquél que servía de guía. Se lo rodea. Se lo entierra en la arena. Se disputa. Después se eleva algún otro al rango de conductor y se enfila el rumbo una vez más, hacia el mismo astro. La caravana se mueve así necesariamente en una dirección que la domina, es piedra pesada en una pendiente invisible.

Los jueces de la ciudad condenaron una vez a una joven que había cometido un crimen a desvestirse al sol de su tierna corteza de carne y, simplemente, ordenaron que se la atara a un poste en el desierto.

—Te enseñaré -me dijo mi padre- hacia qué tienden los hombres.

Y de nuevo me llevó con él.

Mientras viajábamos, el día entero pasó sobre ella, y el sol bebió su sangre tibia, su saliva y el sudor de sus axilas. Bebió en sus ojos el agua de luz. Caía la noche, y su corta misericordia, cuando llegamos, mi padre y yo, al umbral de la meseta prohibida donde, emergiendo blanca y desnuda del asiento de roca, más frágil que un tallo nutrido por la humedad, pero ahora tronchada de las reservas de agua espesa que construyen en la tierra su silencio denso, retorciendo sus brazos como un sarmiento que ya cruje en el incendio, reclamaba la piedad de Dios.

—Escúchala -me dijo mi padre. Descubre lo esencial…

Pero yo era niño y pusilánime:

—Quizá sufre -le respondí- y quizá, también, tenga miedo…

—Ha sobrepasado -me dijo mi padre- el sufrimiento y el miedo que son enfermedades de lo estable, hechas para el humilde rebaño. Ella descubre la verdad.

Y la oí que se quejaba. Prisionera de esta noche sin fronteras, invocaba la lámpara de la tarde en la casa, y la habitación que la hubiera reunido, y la puerta que se habría cerrado firmemente tras ella. Ofrecida al universo entero que no mostraba un rostro, llamaba al niño que uno besa antes de dormir y que resume el mundo. Sometida en la meseta desierta al pasaje de lo desconocido, cantaba el paso del esposo que sueña por la tarde en el umbral y que uno reconoce y que reconforta. Expuesta en la inmensidad y no teniendo nada más que asir, suplicaba que se le devolvieran los únicos diques que le permiten existir, ese paquete de lana que hay que cardar, la escudilla que hay que lavar, esa sola, ese niño que hay que hacer dormir y no otro. Clamaba por la eternidad de la casa, cubierta con todo el pueblo por la misma plegaria de la tarde.