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100 Clásicos de la Literatura

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Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven. Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan inconsciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual se sintió impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.

—Sí, tú puedes salvarme… Puedes hacer aún mucho más… No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.

—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.

—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco… Mi vida necesita espacio… Oh, no puedo explicarlo todo… Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra… yo… yo… ah, viviré.

—Nadie lo sabrá.

—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!

Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.

—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.

Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró. Aubrey se retiró a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente. Se levantó muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.

Aubrey se quedó atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto. Durante algún tiempo su mente se perdió en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras. Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.

Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes. Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma. No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cual todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.

Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven. El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey se tornó más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido. Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.

La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante. No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha? Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.

Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese «en escena». Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana. De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta. La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver. Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, se sintió de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien.

—Acuérdate del juramento.

Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en sociedad. Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su casa de campo. Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.

Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él… Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga…, la vaina…, la víctima…, su juramento. ¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!

Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió. Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey se retiró a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos. Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía. Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:

—¡Acuérdate del juramento!

No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa. Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.

No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey se limitaba a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha. Cuando Aubrey más meditaba en ello, más trastornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos. Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía.

 

Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento. Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad. Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana se vio al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña.

Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera trastornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres. Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey. Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse. Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.

—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!

Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:

—¡Es verdad, es verdad!

Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle. Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía. Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana.

Instantáneamente, Aubrey se mostró alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden. Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana. Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.

Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia. En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruido el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él… No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.

Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana. Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo. Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.

Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey. ¿Quién podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.

Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda —pese al trastorno mental del hermano—, de modo que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente. Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones. Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.

Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento. Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana. Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.

Una vez en la escalinata, le susurró al oído:

—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles…!

Así diciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama. Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció, pues el médico temía causarle cualquier agitación.

La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.

La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido… y falleció inmediatamente después. Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.

Libro de las Maravillas del Mundo

Por

Marco Polo

PRIMER LIBRO

I

Aquí empieza la rúbrica de este libro denominado: La división del mundo

Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hijosdalgo y burgueses y gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y las diversidades de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean, y encontraréis en él todas las grandes maravillas y curiosidades de la gran Armenia y de la Persia, de los tártaros y de la India y varias otras provincias; así os lo expondrá nuestro libro y os lo explicará clara y ordenadamente como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal como lo vieron sus mortales ojos.

Hay cosas, sin embargo, que no vio, mas las escuchó de otros hombres sinceros y veraces. Por lo cual referimos las cosas vistas por vistas y las oídas por oídas para que nuestro libro resulte verídico, sin tretas ni engaños.

Y todo hombre que leyere y entendiere este libro debe creer en él, pues todas estas cosas son verdad, y os certifico que desde que Dios nuestro Señor plasmó con sus manos a Adán y Eva, nuestros primeros padres, hasta hoy día, no hubo cristiano ni pagano ni tártaro ni indio ni hombre alguno de ninguna generación que tanto supiere ni buscare como el dicho mi señor Marco averiguó y supo; por eso os digo que sería gran desventura no quedaran escritas todas las grandes maravillas que vio y oyó para que las gentes que no las vieron ni conocieron tengan de ellas razón en este libro. Y os repito que para enterarse de ello vivió en estas diferentes regiones y provincias más de veintiséis años.

Y ello fue que, estando encarcelado en Génova, hizo exponer todas estas cosas a maese Rustichello de Pisa, que se hallaba también en la misma prisión en el año 1298 del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.

II

De cómo micer Nicolás y micer Mafeo fueron de Constantinopla en busca del mundo

Fue en tiempo de Baduino, emperador de Constantinopla en el año 1250 de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo: Hallándose con sus mercancías en Constantinopla, procedentes de la ciudad de Venecia, micer Nicolás Pol (padre de Marco Polo) y su hermano micer Mafeo Pol, prudentes, nobles y avisados comerciantes, se reunieron en consejo y decidieron embarcar en la mar grande para hacer prosperar sus asuntos. Después que hubieron comprado joyas de gran valor, partieron de Constantinopla en un barco hacia la tierra de Soldadía.

III

De cómo se fueron micer Nicolás y micer Mafeo de la Soldadía

Cuando hubieron residido un tiempo en Soldadía decidieron irse aún más lejos. Se pusieron en camino, y tanto cabalgaron que no hubo aventura que les detuviese hasta que llegaron al reino de Barca Caan, que era dueño de una parte de Tartaria, situada entre Bolgara y Sara. Barca Caan recibió con grandes honores a micer Nicolás y micer Mafeo y celebró con regocijo su llegada. Los dos hermanos le dieron las joyas que habían traído. Las aceptó Barca con gran complacencia y le pluguieron muchísimo. Les hizo entonces entregar dos veces tanto cuanto valían las joyas y les invitó a pasar una temporada en varias partes del reino, en donde se hallaron con gran contentamiento.

 

Al año de residir en tierras de Barca se encendió una guerra entre Barca y Alan, señor de los tártaros de Levante. Se fueron el uno contra el otro con gran violencia, combatieron ferozmente y hubo gran pérdida de gentes de una parte y otra, y Alan fue vencedor. Y en estas circunstancias no hubo hombre que pudiera pasar por esos caminos sin caer prisionero, y como ésa era la dirección por donde habían venido y sólo podían seguir en dirección contraria, los dos hermanos se dijeron: «Ya que no podemos volver a Constantinopla con nuestras mercancías, sigamos hacia Levante; así podremos volver quizá a tierras del soldán». Se equiparon convenientemente y se separaron de Barca, yéndose a una ciudad denominada Uchacca, que era al confín sur del reino de este señor. Y partieron de Uchacca pasando el Tigre, atravesando un desierto que era largo diecisiete jornadas, no encontrando a su paso ni ciudades ni castillos, sino tribus tártaras que vivían del pastoreo en sus tiendas de campaña.

IV

De cómo los dos hermanos pasaron el desierto y llegaron a la ciudad de Bojaria

Y cuando hubieron pasado el desierto llegaron a una ciudad que se llamaba Bojaria, noble y hermosa ciudad. También la provincia se denominaba Bojaria y el rey se llamaba Barac. Era ésta la más bella ciudad de Persia. Una vez llegados a ella no podían ya ni adelantar ni retroceder, y en vista de esto permanecieron en ella tres años. Mientras esto sucedía vino un emisario de Alan, el señor de Levante, que era enviado por el gran señor de todos los tártaros, llamado Cublai. Y fue gran asombro el de este emisario cuando vio a micer Nicolás y a Micer Mafeo, pues jamás habíase visto un latino en esos parajes. Dijo a los dos hermanos: «Señores, os advierto que el gran señor de los tártaros jamás vio un latino y tiene gran deseo de trabar conocimiento con ellos; así que si queréis venir conmigo, os aseguro que os verá muy de su agrado y os llenará de honores y bienes». Los dos hermanos le contestaron que lo harían gustosos si era cosa factible, y él replicó que llegarían sanos y salvos y sin ninguna impedimenta si se iban en su compañía.

V

De cómo los dos hermanos prestaron fe al emisario del Gran Khan

Cuando oyeron las razones del mensajero enviado, aparejaron sus caballerías y decidieron seguirle. Se pusieron en camino y viajaron durante un año a través de las montañas, y tomando por atajos y vericuetos llegaron al cabo de él. Y encontraron grandes maravillas y cosas extraordinarias, que no os referimos porque micer Marco, hijo de micer Nicolás, que ha visto también todas estas cosas, os las contará más adelante en este mismo libro.

VI

De cómo los dos hermanos llegaron en territorio del Gran Khan

Y cuando llegaron en presencia del Gran Khan, éste les hizo muchas fiestas y les recibió con grandes honores y cortesía, y fue grande su alegría al verles. Les hizo varias preguntas sobre muchas cosas. Ante todo sobre los emperadores, de cómo mantienen el poder y administran justicia, cómo combaten y, en fin, cómo viven y lo que hacen, y los interrogó luego respecto a los reyes, a los príncipes y barones.

VII

De cómo se informa el Gran Khan de los asuntos de los cristianos

Y se informó luego del Papa y de todos los hechos de la cristiandad y de la Iglesia romana y de las costumbres de los latinos. Micer Nicolás y Mafeo le dijeron toda la verdad y cada uno a su vez, como conviene a hombres prudentes y cultos conocedores de la lengua de los tártaros: el tártaro.

VIII

De cómo el Gran Khan envió a los dos hermanos como embajadores al Papa de Roma

Cuando el gran señor que tenía por nombre Cublai Khan, señor de todos los tártaros del mundo y de todas las provincias, reinos y regiones de esta gran parte del mundo, hubo escuchado las gestas de los latinos contadas por los dos hermanos tan llanamente, quedó muy complacido y se prometió a sí mismo enviarles como embajadores al Papa. Y les pidió a los hermanos encargarse de esta misión con uno de sus barones. Le contestaron que lo harían como les mandase, como si fuera su propio señor, el Dux. Entonces el Gran Khan hizo llamar a uno de sus barones, llamado Cogatai, y le dijo quería fuera acompañando a los hermanos a ver al Papa. Éste le contestó: «Vuestro siervo soy y pronto a vuestro mandato». Hizo luego el gran señor preparar sus credenciales en turco y las dio a los dos hermanos y a su barón, y les encargó lo que debían decir de su parte al Pontífice. Es menester que os diga lo que contenía el documento y la embajada que enviaba: Pedía que le enviara hasta cien sabios de la cristiandad que supieran las siete artes, que supieran discutir a los idólatras y a los gentiles que todos los ídolos que tenían en sus casas eran obras del diablo y que supieran probar por razonamientos que la ley cristiana es mejor que la de ellos. Además, encargó a los hermanos que trajeran aceite de la lámpara que alumbra el sepulcro de Dios nuestro Señor en Jerusalén. Ya estáis enterados de lo que decía el mensaje que el gran señor enviaba al Papa por medio de los dos hermanos.

IX

De cómo el Gran Khan da a los dos hermanos las tabletas de oro de su mensaje

Cuando les hubo entregado el mensaje que enviaba al Papa les hizo dar unas tabletas de oro en las cuales decía que los tres embajadores deberían recibir allí donde fueran y donde pasaran: caballos, arreos y escolta de un país a otro. Y cuando micer Nicolás y Mafeo estuvieron listos y bien guarnecidos de cuanto necesitaron, se despidieron del gran señor, montaron a caballo y emprendieron el camino. Al poco tiempo el barón tártaro cayó enfermo y no pudo continuar. Quedose atrás en una ciudad, y cuando los hermanos vieron que no se reponía, le dejaron y continuaron su viaje, y os diré que por doquier se velan honrados y bien servidos en cuanto se les antojaba. Cabalgaron tanto, que llegaron a Laias, para lo cual emplearon tres años, y esto sucedió porque no siempre podían proseguir su ruta, por el mal tiempo y la nieve y porque los ríos que tenían que vadear eran considerables.

X

De cómo los dos hermanos llegaron a la ciudad de Acre

Y dejaron Laias para llegar a la ciudad de Acre, y esto sucedió en el mes de agosto del año 1200 de la Encarnación. Allí se enteraron que el Papa había fallecido, y cuando supieron que el Papa, que tenía por nombre Clemente, había muerto, se encaminaron en busca del Legado de la Iglesia romana en el reino de Egipto. Este varón ilustre, de mucha autoridad, se llamaba Tealdo de Plasencia. Le expusieron de qué importante misión eran mandatarios de parte del Gran Khan al Papa, y cuando el Legado les hubo oído, le pareció gran maravilla y que lo que los hermanos decían era de gran honra y provecho para la cristiandad. «Señores —les dijo—, ya que veis que el Papa ha muerto, os aconsejo esperar que haya otro Papa, y entonces le lleváis vuestra embajada». Viendo que el Legado les decía cosa razonable, pensaron que en ese intervalo irían a Venecia a ver a sus familias. Y fueron de Acre a Negroponte. Y en Negroponte se embarcaron en una galera, que les llevó a Venecia. Micer Nicolás encontró que en este interregno su mujer había muerto y le quedaba un hijo de edad de quince años, que se llamaba Marco, y éste es el que habla en este libro. Micer Nicolás y micer Mafeo quedaron cerca de dos años en Venecia, en espera de la elección de un nuevo Pontífice.