Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Ya te perdoné aquel día en el embarcadero. Fui una estúpida cabezota. Desde entonces, debo confesarte, lo he sentido terriblemente.

—Seremos los mejores amigos —dijo Gilbert jubilosamente—. Hemos nacido para serlo, Ana. Has burlado al destino mucho tiempo. Sé que nos podemos ayudar uno a otro de muchas maneras. Tú vas a continuar estudiando, ¿no es así? Yo también. Vamos, te acompañaré a casa.

Marilla miró curiosamente a Ana cuando ésta entró en la cocina.

—¿Quién venía contigo por el sendero, Ana?

—Gilbert Blythe —respondió Ana, avergonzada de encontrarse sonrojada—. Lo encontré en la colina de los Barry.

—No creí que tú y Gilbert fuerais tan buenos amigos como para estar charlando media hora en la puerta —dijo Marilla con una seca sonrisa.

—No lo éramos; fuimos buenos enemigos. Pero hemos decidido que será más sensato ser buenos amigos en el futuro. ¿Estuvimos de verdad media hora? Parecieron unos pocos minutos. Es que tenemos cinco años de silencio que vencer.

Ana se sentó junto a su ventana acompañada de un alegre sentimiento. El viento soplaba suavemente entre las cerezas y llegaba el olor de la menta. Las estrellas titilaban sobre los pinos del valle y la luz de Diana brillaba en la distancia.

El horizonte de Ana se había cerrado desde la noche en que se sentó allí a su regreso de la Academia; pero si la senda ante sus pies había de ser estrecha, sabía que las flores de la tranquila felicidad la bordearían. La alegría del trabajo sincero, de la aspiración digna y de la amistad sería suya; nada podía apartarla de su derecho a la fantasía o del mundo ideal de sus sueños. ¡Y siempre estaba el recodo del camino!

—«Gloria a Dios en las Alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» —murmuró suavemente Ana.

El Vampiro

Por

John William Polidori

Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango. Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.

Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del «ennui», estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa. A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención… pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.

Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres. Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios. Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.

Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes. Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura. Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.

Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios. Adherido al romance de sus solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos. Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.

Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes— pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo. Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.

Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje. Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas. Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.

Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha. Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda. Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.

En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta. En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba. No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.

 

En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo. Asimismo, muchos padres se sentaban coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades. Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes. Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados. Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.

Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural. No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.

Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado. Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general. Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, se habían quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.

Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria. De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.

Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche. Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír. Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.

La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey. Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas. Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes. Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo.

Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro. El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la inconsciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada. A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias. Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?

Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile. Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio. Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza. Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.

Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia. Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.

Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven. Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente. En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.

Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo. La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre. Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.

Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males. Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave. A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror. Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.

Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país. Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies. El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansancio, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba. Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.

 

Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza. No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guio. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él. No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey se halló al momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.

La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas. Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre. A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cuál fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver. Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado. No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas.

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo.

Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida. Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.

Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella. Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven griega. Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular. Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, se quedó horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.

Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había asombrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalecencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba. Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas ajenas. Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre. No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.

Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto. Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés. Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros. En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.

Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes. Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo… Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición.