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100 Clásicos de la Literatura

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—Marilla —dijo excitada cuando se hubo ido—, ¿Matthew no está bien?

—No —dijo Marilla con tono preocupado—. Ha tenido algunos ataques al corazón esta primavera y no se preocupa mucho. He temido por él, pero últimamente ha mejorado bastante y tenemos un buen jornalero, de manera que espero que se recoja de una vez y descanse. Quizá lo haga ahora que has vuelto. Siempre le alegras.

Ana se inclinó sobre la mesa y tomó la cara de Marilla entre sus manos.

—Usted no tiene tan buen aspecto como yo deseo, Marilla. Parece cansada. Creo que ha trabajado demasiado. Debe descansar ahora que he vuelto. Voy a tomarme un día libre para recorrer los antiguos lugares y revivir viejos sueños, y luego será su turno de haraganear mientras yo trabajo.

Marilla sonrió afectuosa a su muchacha.

—No es el trabajo; es mi cabeza. Me duele a menudo. El doctor Spencer me ha dicho que tengo que usar gafas, pero no me hacen nada bien. A fin de junio vendrá a la isla un distinguido oculista y el médico dice que debo verle. Creo que lo haré. No puedo ni leer ni coser ahora con comodidad. Bueno, Ana, te has portado muy bien en la Academia. Obtener el título de magisterio en un año y ganar la beca, bueno, bueno; la señora Lynde dice que el orgullo ciega y que no cree en la educación superior de las mujeres, pues le parece que las inutiliza para su verdadera misión. No creo una palabra. Hablando de Rachel, ¿has oído algo últimamente sobre el Banco Abbey, Ana?

—Sé que no iba muy bien —contestó Ana—. ¿Por qué?

—Eso es lo que dijo Rachel. Estuvo allí un día de la semana pasada y dice que lo oyó comentar. Matthew se sintió verdaderamente preocupado. Todo cuanto hemos ahorrado está allí; cada penique. Yo quería que Matthew lo pusiera en la Caja de Ahorros, pero el viejo señor Abbey fue amigo de papá y él siempre guardó allí su dinero. Matthew dijo que cualquier banco con él a la cabeza era suficientemente bueno.

—Creo que ha sido director nominal durante años —dijo Ana—. Es un hombre muy viejo; en realidad, sus sobrinos son los directores de la institución.

—Bueno, cuando Rachel nos dijo eso, quise que Matthew retirara inmediatamente nuestro dinero, y él dijo que lo pensaría. Pero el señor Russell le aseguró ayer que el banco estaba bien.

Ana pasó un hermoso día en compañía del mundo exterior. Nunca olvidó aquel día; ¡fue tan dorado y hermoso, tan despojado de sombras! Ana pasó algunas de sus mejores horas en el manzanar; fue a la Burbuja de la Dríada, a Willowmere y al Valle de las Violetas; visitó la rectoría y tuvo una agradable charla con la señora Alian, y finalmente, al caer la tarde, acompañó a Matthew a buscar las vacas al prado, a través del Sendero de los Amantes. Los bosques estaban glorificados por el ocaso y el cálido esplendor que se colaba por los valles del oeste. Matthew caminaba lentamente con la cabeza inclinada; Ana, alta y erguida, adoptó su ágil paso al suyo.

—Hoy ha trabajado mucho, Matthew —dijo con reproche—. ¿Por qué no se toma las cosas con más calma?

—Bueno, no veo por qué no —dijo Matthew mientras abría el portón para dejar pasar las vacas—. Es que me vuelvo viejo y me olvido. Bueno, bueno; siempre he trabajado duro, y lo mejor será morir al pie del cañón.

—Si yo hubiera sido el muchacho que mandaron buscar —dijo Ana—, sería capaz de ayudarle de cien maneras. Sólo por eso me gustaría haberlo sido.

—Bueno, te prefiero a cien muchachos, Ana —dijo Matthew acariciándole la mano—. Imagínate, más que a cien muchachos. Bueno, creo que no fue un muchacho quien ganó la beca Avery, ¿no es así? Fue una niña, mi niña, mi niña de quien estoy orgulloso.

Y le sonrió con su tímida sonrisa mientras entraba al prado. Ana llevó el recuerdo de esa sonrisa cuando se fue a su cuarto aquella noche y se sentó durante largo rato frente a la ventana abierta, pensando en el pasado y soñando con el futuro. Fuera, La Reina de las Nieves estaba blanca a la luz de la luna y las ranas croaban en el pantano, tras «La Cuesta del Huerto». Ana siempre recordó la belleza plateada y pacífica y la fragante calma de aquella noche. Fue la última antes de que el dolor llegara a su vida, y nadie ha vuelto a ser igual cuando ha sentido sobre sí ese toque frío y santificante.

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

La muerte siega una vida

—¡Matthew! ¡Matthew! ¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo?

Era Marilla quien hablaba, reflejando alarma en cada palabra. Ana atravesó el salón con las manos llenas de narcisos blancos —mucho tiempo pasó antes de que la muchacha pudiera volver a disfrutar con la vista o el perfume de los narcisos blancos—, a tiempo para escucharla y ver a Matthew de pie junto a la puerta del porche, con un periódico doblado en las manos y la cara gris con una mueca extraña. Ana dejó caer las flores y cruzó la cocina hacia él al mismo tiempo que Marilla. Ambas llegaron demasiado tarde; antes de que estuvieran a su lado, Matthew había caído sobre el umbral.

—Se ha desvanecido —dijo Marilla—. Ana, corre en busca de Martin. ¡Rápido! Está en el granero.

Martin, el mozo, que acababa de llegar del correo, salió al momento en busca del médico, deteniéndose en «La Cuesta del Huerto» para enviar al señor Barry y a su esposa. La señora Lynde, que estaba de visita, también fue. Encontraron a Ana y Marilla tratando de volver a Matthew a la conciencia.

La señora Lynde las apartó suavemente, le tomó el pulso y le puso el oído sobre el corazón. Las miró a la cara con triste expresión y lágrimas en los ojos.

—Oh, Marilla —dijo gravemente—, no creo… que podamos hacer nada por él.

—Señora Lynde, ¿no pensará…? No puede pensar que Matthew esté… esté… —Ana no pudo decir la horrible palabra; palideció.

—Me temo que sí. Mira su cara. Cuando hayas visto ese gesto tan a menudo como yo, sabrás qué significa.

Ana miró la quieta cara y contempló el sello de la Gran Presencia.

Cuando llegó el médico, declaró que la muerte había sido instantánea y probablemente indolora, causada con toda probabilidad por una gran impresión. El secreto de ésta fue descubierto en el periódico que Matthew tenía y que Martin trajera aquella mañana del correo. Traía la noticia de la quiebra del Banco Abbey.

La noticia se esparció con rapidez por Avonlea, y durante todo el día amigos y vecinos llegaron a «Tejas Verdes», entrando y saliendo en visitas de afecto para el muerto y los vivos. Por vez primera, el tímido y callado Matthew Cuthbert era una persona de gran importancia; la blanca majestad de la muerte había caído sobre él y le había apartado de los demás.

Cuando la noche calma cayó suavemente sobre «Tejas Verdes», la vieja casa quedó quieta y tranquila. En la sala yacía Matthew Cuthbert en su ataúd, con su largo cabello gris encuadrándole la plácida cara, donde tenía una pequeña sonrisa, como si durmiera, con sueños placenteros. Había flores rodeándole, dulces flores antiguas que plantara su madre en el jardín familiar en sus días de recién casada y por las cuales sintiera Matthew un amor secreto y callado. Ana las había recogido y se las había traído, con los ojos angustiados y sin lágrimas. Era lo último que podía hacer por él.

Los Barry y la señora Lynde las acompañaron aquella noche. Diana fue a la buhardilla, donde estaba Ana junto a la ventana y le dijo:

—Querida Ana, ¿quieres que me quede esta noche a dormir contigo?

—Gracias, Diana —Ana miró cariñosamente a su amiga—. Creo que no lo tomarás a mal si te digo que quiero estar sola. No tengo miedo. No he estado sola un minuto desde que ocurriera y quiero estarlo. Quiero estar sola y en silencio para hacerme a la idea. No puedo hacerme a la idea. La mitad del tiempo me parece que Matthew no puede estar muerto y la otra mitad me parece que lo ha estado desde largo tiempo atrás y que he tenido este horrible dolor desde entonces.

Diana no comprendió del todo. Podía entender mejor la pena vehemente de Marilla, que rompía todos los límites de su reserva natural y sus costumbres de toda la vida con sus sollozos, que la agonía sin lágrimas de Ana. Pero se retiró amablemente, dejando a Ana sola con su dolor.

Ana tenía la esperanza de que las lágrimas llegarían al quedarse sola. Le parecía terrible no poder llorar por Matthew, a quien había querido tanto, y que había sido tan bueno; Matthew, que la tarde anterior había paseado con ella y que ahora yacía en el oscuro cuarto de abajo con esa terrible paz en el rostro. Pero las lágrimas no llegaban, ni aun cuando se arrodilló junto a la ventana y rezó, mirando a las estrellas más allá de las colinas; no llegaban; sólo un horrible y sordo dolor continuo golpeándola hasta que se durmió, rendida por la pena y la excitación del día.

En medio de la noche despertó, rodeada de silencio y oscuridad, y el recuerdo del día se presentó ante sus ojos como una ola de amargura. Podía ver el rostro de Matthew sonriéndole como le había sonreído cuando se despidiera en la puerta la noche anterior; podía escuchar su voz diciendo: «Mi niña, mi niña, de quien estoy orgulloso». Entonces las lágrimas llegaron y Ana lloró de todo corazón. Marilla la oyó y fue a consolarla.

—Bueno, bueno, no llores así, cariño. Eso no lo traerá de vuelta. No… no… no es bueno llorar así. Yo lo sabía hoy, pero no podía evitarlo. ¡Ha sido siempre un hermano tan bueno!… Pero Dios sabe lo que hace.

—Oh, déjeme llorar, Marilla —gimió Ana—. Las lágrimas no me hieren tanto como el dolor de hoy. Quédese un ratito conmigo y abráceme, así. No pude dejar quedarse a Diana; es buena y dulce; pero ésta no es su pena, está fuera de ella y no puede acercarse lo suficiente a mi corazón como para ayudarme. ¡Es nuestra pena, suya y mía! Oh, Marilla, ¿qué haremos sin él?

 

—Nos tenemos la una a la otra, Ana. No sé qué haría si tú no estuvieras aquí, si nunca hubieras venido. Oh, Ana, sé que he sido algo estricta y quizá dura contigo, pero por eso no debes pensar que no te quiero tanto como te quería Matthew. Quiero decírtelo ahora, que puedo hacerlo. Nunca he tenido facilidad para expresar lo que sentía mi corazón, pero en momentos como éste es más fácil. Te quiero tan profundamente como si fueras sangre de mi sangre y has sido mi alegría y consuelo desde que llegaste a «Tejas Verdes».

Dos días después Matthew Cuthbert fue llevado lejos de los campos que había labrado, los huertos que amara y los árboles que plantara, y entonces Avonlea retornó a su usual placidez y hasta la rutina de «Tejas Verdes» volvió a su cauce normal. El trabajo fue hecho y las obligaciones cumplidas con la misma regularidad de antes, aunque siempre con el doloroso sentimiento de «pérdida en todas las cosas familiares». Ana, nueva ante el dolor, pensó tristemente cómo podían continuar las cosas como antes sin Matthew. Sentía una especie de vergüenza y remordimiento cuando descubrió que los amaneceres detrás de los abetos y los pálidos capullos rosados abriéndose en el jardín le hacían sentir la misma alegría cuando los veía; que le agradaban las visitas de Diana y que las bromas y palabras de ésta la hacían reír; que, en resumen, el hermoso mundo de flores, de amor y amistad no había perdido ninguno de los poderes que nutrían su fantasía y hacían estremecer su corazón, que la vida la reclamaba aún con insistentes voces.

—De cualquier modo, me parece una deslealtad para con Matthew el encontrar placer en esas cosas ahora que él se ha ido —le dijo tristemente a la señora Alian una tarde que se hallaban juntas en el jardín de la misión—. Lo echo mucho de menos, todo el tiempo, y así y todo, señora Alian, el mundo y la vida me parecen hermosos e interesantes. Hoy Diana dijo algo gracioso y me encontré riendo. Cuando aquello ocurrió pensé que nunca podría volver a reír. Y me parece que no debería hacerlo.

—Cuando estaba Matthew, le agradaba oírte reír, y también le gustaba saber que hallabas placer en las cosas agradables que te rodeaban —dijo la señora Alian bondadosamente—. Ahora simplemente está ausente y eso le continúa gustando. Tengo la seguridad de que no debemos cerrar nuestros corazones a las sanas influencias que nos ofrece la naturaleza. Pero comprendo tus sentimientos. Creo que todos experimentamos lo mismo. Nos resistimos a la idea de que algo pueda alegrarnos cuando alguien a quien amamos ya no está para disfrutar con nosotros, y sentimos como si fuéramos infieles a nuestra pena cuando vemos que vuelve a nosotros el interés por la vida.

—Esta tarde bajé al cementerio a plantar un rosal en la tumba de Matthew —dijo Ana soñadoramente—. Corté un esqueje del rosal blanco que su madre trajo de Escocia hace mucho tiempo; eran las rosas que más le gustaban a Matthew. ¡Tan pequeñas y dulces con sus espinosos tallos! Me sentí alegre al poder plantar el rosal sobre su tumba, como si estuviera haciendo algo que le gustaba. Espero que tenga rosas así en el cielo. Quizá estén allí las almas de todas esas rositas que él amó durante tantos veranos. Debo irme a casa. Marilla está sola y se siente muy triste al anochecer.

—Me temo que estará más triste aun cuando tú te vayas al colegio —dijo la señora Alian.

Ana no respondió; se despidió y volvió lentamente a «Tejas Verdes». Marilla estaba sentada en los escalones de la puerta del frente, y Ana tomó asiento junto a ella. La puerta se encontraba abierta, mantenida por una gran concha marina cuyas suaves circunvoluciones internas recordaban el rosado de los atardeceres. Ana recogió unas madreselvas y se las puso en el cabello. Le gustaba la deliciosa fragancia que la envolvía como una bendición cada vez que se movía.

—Vino el doctor Spencer mientras tú no estabas —dijo Marilla—. Dijo que el especialista estará mañana en la ciudad e insistió en que debo ir a hacerme examinar los ojos. Creo que será mejor que lo haga. Le estaré más que agradecida si puede darme los anteojos que convengan a mis ojos. No te importaría quedarte sola, ¿verdad? Martin tendrá que llevarme y hay que planchar y hacer pan.

—Estaré bien. Diana vendrá a hacerme compañía. Me encargaré de planchar y de hornear; no tiene que preocuparse de que le almidone los pañuelos o sazone con linimento.

Marilla rio.

—Eras especial para meter la pata en aquellos tiempos, Ana. Siempre te estabas metiendo en camisa de once varas. Yo pensaba que estabas posesa. ¿Recuerdas cuando te teñiste el pelo?

—Ya lo creo. Nunca lo olvidaré —sonrió Ana, tocándose la pesada trenza, que estaba enrollada alrededor de su bien formada cabeza—. A veces todavía me río un poco cuando recuerdo lo que me preocupaba mi cabello. Pero no me río mucho, porque era verdaderamente una gran preocupación. Sufrí terriblemente por mi cabello y mis pecas. Éstas, realmente, han desaparecido, y la gente es lo suficientemente amable como para decirme que ahora mi cabello es castaño rojizo; todos menos Josie Pye. Ayer me dijo que sinceramente cree que está más rojo que nunca, o que por lo menos mi vestido negro hace que lo parezca. Y me preguntó si las personas que tienen cabello rojo alguna vez se acostumbran a él. Marilla, casi me he decidido a renunciar a mis intentos para hacer que me guste Josie Pye. He hecho lo que llamaría un esfuerzo heroico para lograrlo, pero Josie no quiere ser agradable.

—Josie es una Pye —exclamó Marilla secamente—, de manera que no puede evitar ser desagradable. Supongo que la gente de esa clase servirá para algo, pero debo admitir que sé tanto de ello como de la utilidad del cardo. ¿Se dedicará Josie a la enseñanza?

—No, regresará a la Academia el año próximo. Y también lo harán Moody Spurgeon y Charlie Sloane. Jane y Ruby van a enseñar, y ambas han conseguido colegios; Jane en Newbridge, y Ruby en un lugar del oeste.

—Gilbert Blythe también lo hará, ¿no es cierto?

—Sí —respondió Ana brevemente.

—¡Qué chico tan guapo! —dijo Marilla abstraídamente—. Lo vi en la iglesia el domingo pasado y parece tan alto y varonil. Se parece muchísimo a su padre cuando tenía su edad. John Blythe era un muchacho muy atractivo. Éramos muy buenos amigos, él y yo. La gente decía que era mi pretendiente.

Ana la miró con repentino interés.

—Oh, Marilla… ¿Y qué pasó…? ¿Por qué no…?

—Tuvimos una disputa. No lo perdoné cuando me lo rogó. Tenía intención de hacerlo, después de un tiempo; pero estaba malhumorada y enfadada y quería castigarlo primero. Él nunca regresó; los Blythe son muy orgullosos. Pero siempre me sentí… algo triste. Pensaba que me hubiera gustado haberle perdonado cuando tuve la oportunidad de hacerlo.

—De manera que también ha habido algo de romance en su vida —dijo Ana suavemente.

—Sí, supongo que puedes llamarlo así. No lo hubieras pensado al verme, ¿no es cierto? Pero nunca debes comentarlo con gentes de fuera. Todos han olvidado lo que hubo entre John y yo. Y yo también. Pero lo recordé cuando vi a Gilbert el domingo pasado.

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

El recodo del camino

Marilla fue a la ciudad al día siguiente, regresando al atardecer. Ana había ido a «La Cuesta del Huerto» y regresó para encontrar a Marilla en la cocina, sentada frente a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano. Nunca había visto a Marilla tan quieta.

—¿Está muy cansada, Marilla?

—Sí… no…, no lo sé —dijo Marilla lentamente, alzando la vista—. Supongo que estoy cansada, pero no había pensado en ello. No es ésa la razón.

—¿Vio usted al oculista? ¿Qué le dijo?

—Sí, le vi. Me examinó los ojos. Dice que si abandono por entero la lectura y la costura y cualquier otra clase de trabajo que canse los ojos, si tengo cuidado de no llorar y si llevo los lentes que me ha recetado, cree que mis ojos no empeorarán y se me curarán los dolores de cabeza. En caso contrario, dice que estaré completamente ciega en seis meses. ¡Ciega! ¡Ana, piensa en ello!

Ana quedó silenciosa. Le parecía que no podía pronunciar palabra. Entonces dijo valientemente, no sin un temblor en la voz.

—Marilla, no piense en eso. Le han dado esperanza. Si tiene cuidado, no perderá la vista por completo; y es muy posible que los lentes le curen los dolores de cabeza.

—No me parece que haya muchas esperanzas —dijo Marilla amargamente—. ¿Para qué viviré si no puedo ni leer, ni coser, ni hacer cosas por el estilo? Mejor sería estar ciega… o muerta. En lo que se refiere a llorar, no puedo evitarlo cuando me siento sola. Pero no se gana nada con hablar de ello. Te agradecería que me preparases una taza de té. Estoy exhausta. No digas nada a nadie sobre esto por un tiempo. No podría resistir que los amigos vinieran a hacer preguntas, a apiadarse de mí y a charlar sobre ello.

Cuando Marilla hubo cenado, Ana la convenció de que se acostara. Entonces se trasladó a la buhardilla y se sentó junto a la ventana, sola con sus lágrimas y su tristeza en el corazón. ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde que se sentara allí la noche siguiente a su regreso! Entonces se sentía llena de esperanzas y alegría y el futuro parecía prometedor. Ana tenía la sensación de que habían pasado varios años desde entonces, pero antes de que se acostara, en sus labios tenía una sonrisa y en su corazón, paz. Había mirado valerosamente a la cara a su deber y lo encontró amigable, como siempre se encuentra cuando lo enfrentamos francamente.

Una tarde, pocos días después, Marilla volvió lentamente del prado, donde había estado hablando con un visitante; un hombre a quien Ana conocía de vista como John Sadler, de Carmody. Ana caviló qué habrían hablado para que Marilla trajera esa expresión.

—¿Qué quería el señor Sadler, Marilla?

Marilla se sentó junto a la ventana y miró a Ana. A pesar de la prohibición, había lágrimas en sus ojos y dijo a Ana con voz quebrada:

—Supo que quería vender «Tejas Verdes» y quiere comprarla.

—¡Comprarla! ¿Comprar «Tejas Verdes»? —Ana pensó que había oído mal—. Oh, Marilla, ¿no pensará vender «Tejas Verdes»?

—Ana, no sé qué otra cosa puede hacerse. Lo he pensado mucho. Si mis ojos estuvieran fuertes, podría quedarme y administrarla con un buen empleado. Pero como estoy, no puedo. Quizá pierda la vista del todo y quede inútil para administrarla. Oh, nunca pensé que vería el día en que tendría que vender mi casa. Pero las cosas irán de mal en peor, hasta que llegará el momento en que nadie querrá comprarla. La quiebra del banco se llevó todo nuestro dinero y deben pagarse algunos pagarés que firmó Matthew el otoño pasado. La señora Lynde me aconseja que venda la granja y me hospede en cualquier parte; supongo que con ella. No se obtendrá mucho; es pequeña y los edificios viejos. Pero será suficiente como para vivir. Me alegro de que poseas esa beca, Ana. Lamento que no tengas un hogar donde pasar las vacaciones, pero supongo que te arreglarás.

Marilla cedió y se echó a llorar amargamente.

—No debe vender «Tejas Verdes» —dijo Ana resueltamente.

—Oh, Ana, quisiera no tener que hacerlo. Pero tú misma puedes verlo. No puedo quedarme aquí sola. Enloquecería de dolor y soledad. Y mi vista desaparecería; lo sé.

—No tendrá que quedarse aquí sola, Marilla. Yo estaré con usted. No voy a Redmond.

—¡Que no vas a Redmond! —Marilla alzó su arrugada cara de entre sus manos y contempló a Ana—. ¿Qué quieres decir?

—Lo que oye. No voy a aceptar la beca. Lo decidí la noche después de que usted regresó de la ciudad. Seguramente que no irá a pensar que la dejaré sola en su dolor, Marilla, después de todo cuanto ha hecho por mí. He estado pensando y trazando planes. Déjeme que le cuente mis proyectos. El señor Barry quiere arrendarnos la granja el año próximo, de manera que no tendrá que preocuparse por ese lado. Yo enseñaré. He solicitado el colegio local, pero no sé si lo obtendré, pues tengo entendido que los síndicos se lo han prometido a Gilbert Blythe. Pero puedo tener la escuela de Carmody. El señor Blair me lo dijo anoche. Desde luego, no será tan conveniente como enseñar en Avonlea. Pero me puedo quedar a vivir aquí y desplazarme todos los días hasta Carmody, por lo menos durante el buen tiempo. Hasta en invierno puedo venir a casa los viernes. Guardaremos un caballo para eso. Oh, lo tengo todo planeado, Marilla. Y le leeré y la mantendré alegre. No se sentirá ni triste ni sola. Y seremos felices juntas, usted y yo.

Marilla había escuchado como en sueños.

—Oh, Ana, sé que me las podría arreglar muy bien si tú estuvieras aquí, pero no puedo dejar que te sacrifiques por mí. Sería terrible.

 

—¡Tonterías! —Ana rio alegremente—. No hay sacrificio. Nada sería peor que dejar «Tejas Verdes»; nada podría herirme más. Debemos guardar este viejo y querido lugar. Ya estoy decidida, Marilla. No voy a Redmond y sí voy a quedarme aquí a enseñar. No se preocupe lo más mínimo por mí.

—Pero tus ambiciones y…

—Tengo tantas ambiciones como siempre. Lo único que ha cambiado es el objeto de ellas. Seré una buena maestra y salvaré su vista. Además, tengo pensado estudiar en casa y tomar un pequeño curso. Oh, tengo docenas de planes, Marilla. Los he estado pensando durante una semana. Daré lo mejor de mi vida y la vida me devolverá lo mejor de ella. Cuando dejé la Academia, la vida parecía extenderse recta como un largo camino. Parecía perderse en el horizonte. Ahora hay un recodo en ese camino. No sé qué habrá tras él, pero creeré que será lo mejor. Esa curva posee cierta fascinación, Marilla. Pienso cómo será el camino tras ella. Lo que hay de verde gloria y de luz y sombra suave; qué nuevos paisajes; qué nuevas bellezas; qué curvas, colinas y valles se extienden más allá.

—No sé si debería dejarte abandonarla —dijo Marilla, refiriéndose a la beca.

—Pero si no puede evitarlo. Tengo dieciséis años y medio y «soy terca como una muía», como me dijo una vez la señora Lynde —dijo Ana—. Oh, Marilla, no me tenga lástima. No me gusta que se compadezca de mí y no hay necesidad de ello. El solo pensar en quedarme en «Tejas Verdes» me alegra el corazón. Nadie la querrá como usted y yo, de manera que debemos quedarnos en ella.

—Bendita muchacha —dijo Marilla cediendo—. Siento como si me hubieras inyectado una nueva vida. Sospecho que debería azotarte y mandarte a Redmond, pero sé que no puedo, de manera que no lo intentaré.

Cuando se corrió la voz en Avonlea de que Ana Shirley había abandonado la idea de aceptar la beca y tenía intenciones de permanecer allí y enseñar, se discutió bastante el asunto. La mayoría de la buena gente, que nada sabía sobre los ojos de Marilla, lo creyó una tontería. La señora Alian, no. Se lo dijo a Ana con tales palabras de aprobación que la hizo llorar. Tampoco lo consideró así la buena de la señora Lynde. Llegó un atardecer y encontró a Ana y Marilla sentadas en la puerta principal, disfrutando del cálido y perfumado crepúsculo. Les gustaba sentarse allí cuando caía el sol; las mariposas blancas volaban por el jardín y el olor a menta llenaba el húmedo aire.

La señora Rachel depositó su sustancial persona sobre el poyo de piedra, tras el cual crecía una alta planta de rojas y amarillas malvas, con un largo respiro, mezcla de fatiga y alivio.

—Confieso que me alegro de sentarme. He estado de pie todo el día y cien kilos de peso son una buena carga para que un par de pies la lleven de un lado a otro. Es una bendición no ser gorda, Marilla. Espero que usted la aprecie. Bueno, Ana, he oído que has abandonado tu intención de seguir estudiando. Me alegra de veras saberlo. Tienes tanta educación como la que puede sufrir una mujer con comodidad. No creo en eso de las muchachas yendo a la escuela secundaria con los varones y atiborrándose la cabeza con griegos y latines y tonterías por el estilo.

—Pero si voy a estudiar griego y latín, señora Lynde —dijo Ana riendo—. Seguiré el curso en «Tejas Verdes» y estudiaré las mismas cosas que en el colegio secundario.

La señora Lynde alzó sus manos en sagrado terror.

—Ana Shirley, te matarás.

—No. Tendré éxito. No voy a excederme. Tengo muchísimo tiempo libre durante las largas noches de invierno y no tengo ningunas ganas de hacer el tonto. Enseñaré en Carmody, ¿sabe?

—No lo sé. Sospecho que enseñarás en Avonlea. Los síndicos han decidido darte el colegio.

—¡Señora Lynde! —gritó Ana, saltando sobre sus pies de la sorpresa—. Pero si yo creía que se lo habían prometido a Gilbert Blythe.

—Así fue. Pero tan pronto Gilbert supo que tú lo habías solicitado, fue a verlos; sabrás que anoche tenían una reunión en el colegio, y les dijo que retiraba su solicitud y sugería que aceptaran la tuya. Dijo que enseñaría en White Sands. Estoy segura de que dejó el colegio para beneficiarte, porque sabía cuánto querías quedarte con Marilla, y debo decir que fue muy bueno y sensato de su parte, eso es. Es un verdadero sacrificio, también, pues tendrá que pagarse el alojamiento en White Sands y todo el mundo sabe que deberá ganarse el pago de sus estudios. De manera que los síndicos decidieron emplearte a ti. Me alegré muchísimo cuando Thomas vino a decírmelo.

—No creo que deba aceptarlo —murmuró Ana—. Quiero decir, no pienso que debería dejar que Gilbert haga tal sacrificio por… por mí.

—Sospecho que ya no puedes evitarlo. Ha firmado con los síndicos de White Sands. De manera que de nada serviría que ahora te negaras. Desde luego que te harás cargo del colegio. Te irá muy bien, ahora que ya no quedan Pye. Josie fue la última, lo cual es una suerte. Durante los últimos veinte años ha habido algún Pye en el colegio y sospecho que su misión en la vida era recordar a los maestros que la tierra no era su mundo. ¿Qué quieren decir esas luces en la buhardilla de los Barry?

—Diana me hace señas de que vaya —dijo Ana—. Ya sabe que seguimos la vieja costumbre. Perdóneme si voy a ver qué desea.

Ana descendió como un ciervo por la cuesta de los tréboles y desapareció entre las sombras del Bosque Embrujado. La señora Lynde la contempló indulgente.

—Todavía tiene mucho de niña.

—Pero también hay mucho de mujer —respondió Marilla, con un momentáneo retorno a su vieja hosquedad.

Pero la hosquedad ya no era el carácter distintivo de Marilla. La señora Lynde le dijo a Thomas esa noche:

—Marilla Cuthbert se ha vuelto melosa. Eso es.

Ana fue la tarde siguiente al pequeño cementerio de Avonlea, a poner flores frescas en la tumba de Matthew y regar la rosa de Escocia. Se quedó allí hasta el anochecer, gozando de la paz y tranquilidad del lugar; el murmullo de los álamos era cual una suave y gentil conversación con la hierba que crecía libremente entre las tumbas. Cuando partió por fin y bajó la larga colina que moría en el Lago de las Aguas Refulgentes, ya hacía tiempo que había caído el sol y toda Avonlea estaba ante ella, iluminada por la mortecina luz, «el fantasma de una antigua paz». En el aire había una frescura como si el viento hubiera soplado sobre los dulces campos de tréboles. Las luces de las casas parpadeaban aquí y allá entre los árboles. A lo lejos estaba el mar, brumo-so y púrpura, con su murmullo incesante y embrujador. El occidente era una gloria de suaves tonos y la laguna los reflejaba en todas sus gamas. La belleza hizo estremecer el corazón de Ana y, agradecida, le abrió las puertas de su alma.

—Mi mundo querido —murmuró—, eres muy hermoso y me alegra vivir en ti.

A mitad del camino en la colina, un muchacho alto salió silbando de la puerta de la casa de los Blythe. Era Gilbert, y el silbido murió en sus labios cuando reconoció a Ana. Se quitó cortésmente la gorra, pero hubiera cruzado en silencio si Ana no se hubiera detenido, alargándole la mano.

—Gilbert —dijo, con las mejillas rojas—, quiero agradecerle que me cediera el colegio. Ha sido un gran detalle de su parte y quiero que sepa cuánto lo agradezco.

Gilbert tomó ansiosamente la mano que le ofrecían.

—No fue nada particularmente bueno de mi parte, Ana. Me gustó prestar algún pequeño servicio. ¿Vamos a ser amigos después de esto? ¿Me has perdonado de verdad mi vieja culpa?

Ana rio y trató sin éxito de retirar su mano.