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100 Clásicos de la Literatura

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—Oh, no, no digas esas cosas, Jane —dijo Ana rápidamente—, porque son tonterías. No pude haber estado mejor que la señora Evans; bien sabes que es una profesional y yo sólo soy una colegiala con un poco de arte para recitar. Me doy por satisfecha con haber gustado a todos.

—Tengo un cumplido para ti, Ana —dijo Diana—. Por lo menos creo que debió ser un cumplido por el tono en que me lo dijeron. De cualquier modo, parte de él lo fue. Había un americano sentado detrás, de apariencia muy romántica y ojos y cabellos negros. Josie Pye dice que es un distinguido artista y que la prima de su madre, que está en Boston, está casada con un hombre que fue al colegio con él. Bueno, ¿no es cierto, Jane, que le oímos decir: «¿Quién es la niña que está en el escenario con ese espléndido cabello de Tiziano? Me gustaría pintar su rostro». Pero, Ana, ¿qué quiere decir cabello de Tiziano?

—Creo que significa simplemente rojo —rio Ana—. Tiziano era un artista famoso a quien le gustaba pintar mujeres con cabellos rojos.

—¿Habéis visto la cantidad de diamantes que llevaban las señoras? —suspiró Jane—. Eran simplemente deslumbrantes. ¿No os gustaría ser ricas?

—Somos ricas —dijo Ana firmemente—. Tenemos dieciséis años, somos felices como reinas y, más o menos, todas tenemos sueños. Mirad el mar, todo de plata y sombras y ensueños de cosas no vistas. No podríamos gozar más de su hermosura por el hecho de que tuviéramos millones de dólares y diamantes. Aunque pudieras, sé que no te cambiarías por ninguna de esas mujeres. ¿Te gustaría ser esa joven del vestido de encaje blanco y parecer siempre descontenta como si hubieras nacido de espaldas a las bellezas del mundo? ¿O la dama de seda rosa, amable y gentil como es, pero tan robusta y baja que no tiene figura? ¿O la señora Evans, con esa triste mirada en los ojos? Debe haber sido muy desgraciada alguna vez para tener esa mirada. ¡Sabes que no lo harías, Jane Andrews!

—Oh, no sé, exactamente —dijo Jane dudando—. Pienso que los diamantes serían un gran consuelo para cualquier persona.

—Bueno, yo por mi parte no quiero ser más que yo misma, aunque nunca tenga el consuelo de los diamantes —declaró Ana—. Me siento perfectamente feliz siendo Ana de las «Tejas Verdes» con mi collarcito de perlas. Sé que Matthew me lo regaló con más cariño del que nunca ha conocido la señora vestida de rosa.

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Una alumna de la Academia de la Reina

Las tres semanas siguientes fueron de mucha actividad en «Tejas Verdes», pues Ana se estaba preparando para ir a la Academia y quedaba mucho por coser y arreglar. El equipaje de Ana fue abundante y bonito; Matthew se ocupó de ello y por una vez Marilla no objetó nada a lo que él eligiera o comprara. Más aún, una tarde subió ella misma a la buhardilla con los brazos llenos de un delicado material verde pálido.

—Ana, aquí tienes algo para hacerte un vestido vaporoso. No creo que lo necesites en realidad; tienes bastantes vestidos pero he pensado que te gustaría algo elegante para ponerte si tuvieras que salir de noche alguna vez en la ciudad, a una fiesta o algo por el estilo. He oído que Jane, Ruby y Josie tienen «trajes de noche» como se les llama y no quiero que seas menos que ellas. La señora Alian me ayudó a elegirlo la semana pasada en el pueblo y conseguiremos que Emily Gillis te lo cosa. Emily tiene buen gusto y sus conjuntos son inigualables.

—Oh, Marilla, es simplemente hermoso —dijo Ana—, muchísimas gracias. No debería ser tan buena conmigo; cada día se me hace más difícil irme.

El vestido verde fue confeccionado con cuantos volantes, alforzas y frunces permitiera el buen gusto de Emily. Ana se lo puso una noche para placer de Marilla y Matthew y recitó «El voto de la Doncella» para ellos en la cocina. Mientras Marilla contemplaba la cara brillante y animada y los movimientos gráciles, sus pensamientos volvieron a la noche en que Ana llegara a «Tejas Verdes», y se representó la vivida imagen de la extraña y asustada niña con su ridículo vestido de lana amarillo pardusco y dolorosa mirada. Algo en aquel recuerdo trajo lágrimas a los ojos de Marilla.

—Mi poesía la ha hecho llorar, Marilla —dijo Ana alegremente, inclinándose sobre su silla para depositar un suave beso en su mejilla—. A eso llamo yo un triunfo positivo.

—No, no lloraba por la declamación —dijo Marilla, que se hubiera despreciado por mostrar tal debilidad ante «poesías»—. No pude evitar pensar en la niña que fuiste, Ana. Y deseaba que te hubieras quedado así, a pesar de tus rarezas. Ya has crecido y te vas y pareces tan alta y elegante y tan… tan… completamente diferente con ese vestido… como si ya no pertenecieras a Avon-lea… y yo me sentí tan sola al pensarlo.

—¡Marilla! —Ana se sentó en la falda de su protectora, tomó su arrugada cara entre sus manos y la miró a los ojos grave y tiernamente—. No he cambiado en lo más mínimo, de verdad. Es mi exterior. El verdadero yo, aquí dentro, está igual. No modificará nada donde vaya o cuanto cambie exteriormente; en el corazón siempre seré su pequeña Ana y os querré cada día más.

Ana apoyó su fresca mejilla contra la ajada de Marilla y alargó la mano para palmear el hombro de Matthew. Marilla hubiera dado cuanto tenía por poseer el poder de Ana para traducir en palabras sus sentimientos; pero la naturaleza y la costumbre lo habían decidido en sentido contrario, y lo único que podía hacer era abrazar a la muchacha y apretarla contra su corazón, deseando no tener nunca que dejarla ir.

Matthew, con una sospechosa humedad en los ojos, se puso de pie y salió al campo. Bajo las estrellas de la noche de verano cruzó el jardín hasta la puerta de los álamos.

—Bueno, sospecho que no ha sido mal criada —murmuró orgullosamente—. Creo que el que me entremetiera ocasionalmente no hizo mucho daño, Es inteligente, guapa y adorable. Ha sido una bendición para nosotros, y nunca hubo un error más afortunado que el de la señora Spencer, si es que fue cosa de suerte. No lo creo. Fue la Providencia; el Todopoderoso sabía que la necesitábamos.

Llegó por fin el día en que Ana tuvo que partir. Ella y Matthew salieron en el coche una hermosa mañana de septiembre, después de una lacrimosa despedida de Diana, y otra, seca y práctica, de Marilla, por lo menos por parte de ésta. Pero cuando Ana hubo partido, Diana secó sus lágrimas y fue a una excursión a la playa de White Sands con algunos de sus primos de Carmody, donde consiguió olvidar su tristeza; Marilla, sin embargo, se lanzó fieramente a hacer trabajos innecesarios y continuó haciéndolos durante todo el día, con el más amargo dolor de cabeza, el que quema y desgarra sin poder deshacerse en lágrimas. Pero aquella noche, cuando Marilla se acostó, aguda y miserablemente consciente de que en la pequeña habitación no palpitaba la presencia de una vida juvenil, ni la quietud era turbada por ningún suave suspiro, hundió su cara en la almohada y lloró por su muchacha con sollozos tan apasionados que la aterraron cuando recobró la calma lo suficiente como para reflexionar sobre lo malo que era querer tanto a un ser pecador como ella.

Ana y el resto de los colegiales llegaron a la ciudad justo a tiempo para entrar en la Academia. El primer día transcurrió rápidamente en un torbellino de excitación, trabando amistad con los nuevos estudiantes, aprendiendo a conocer a los profesores de un golpe de vista y eligiendo las clases. Ana, aleccionada por la señorita Stacy, escogió el segundo curso; Gilbert eligió lo mismo. Esto significaba obtener el título de maestro en un año en vez de en dos; pero también significaba más trabajo. Jane, Ruby, Josie, Charlie y Moody Spurgeon, que no estaban tan aguijoneados por la ambición, siguieron el primer curso. Ana tuvo noción de su soledad al encontrarse en una habitación con otros cincuenta estudiantes, todos desconocidos, excepto el muchacho alto de cabellos castaños que se sentaba al otro lado del aula; pero aquello no la ayudaba mucho, como reflexionó pesimista. Sin embargo, no podía negar que estaba contenta de estar en el mismo curso; la vieja rivalidad seguiría adelante y, de faltarle, apenas si hubiera sabido qué hacer.

—No me sentiría cómoda sin ella —reflexionó—. Gilbert parece muy decidido. Supongo que en este mismo momento está decidiendo ganar la medalla. ¡Qué mentón tan espléndido tiene! Nunca lo había notado antes. Quisiera que Josie y Ruby hubieran elegido nuestro curso también. Supongo que no me sentiré tan solitaria cuando haga amistades. ¿Cuáles de estas muchachas serán mis amigas? Es realmente una especulación interesante. Desde luego que he prometido a Diana que ninguna muchacha de la Academia, no importa cuánto la aprecie, llegará a serme tan querida como ella; me gusta el aspecto de esa chica de ojos castaños y blusa púrpura. Parece muy vivaz; luego está esa otra pálida y rubia que mira a través de la ventana. Tiene un hermoso cabello y mira como si soñara. Me gustaría conocerlas a ambas, conocerlas lo suficiente como para pasear enlazadas y llamarlas por el sobrenombre. Pero en este momento no las conozco y ellas no me conocen a mí y probablemente no quieren conocerme. ¡Oh, estoy tan sola!

Todavía se sintió más sola al encontrarse sin compañía en su dormitorio al caer la noche. No se alojaba con el resto de las chicas, que tenían parientes en la ciudad que las habían tomado a su cargo. La señorita Josephine Barry la hubiera albergado gustosa, pero Beechwood se hallaba tan lejos de la Academia que no era conveniente; de manera que la señorita Barry buscó una casa de huéspedes, asegurando a Matthew y Marilla que era el lugar más apropiado para Ana.

—La señora de la casa es una gran señora venida a menos —explicó la señorita Barry—. Su marido era un oficial británico y es muy cuidadosa con los inquilinos que admite. Ana no encontrará bajo su techo ninguna persona objetable. La mesa es buena y la casa está cerca de la Academia, en un barrio tranquilo.

 

Todo esto era cierto pero no ayudó en nada a Ana en la dolo-rosa nostalgia que se apoderó de ella. Miró desmayadamente su estrecha habitación, con las paredes oscuramente empapeladas y desnudas, la pequeña cama de hierro y la vacía biblioteca y se le hizo un horrible nudo en la garganta al recordar su blanca estancia en «Tejas Verdes», donde tenía la sensación placentera de un exterior grande, verde, tranquilo; de dulces guisantes creciendo en el jardín y la luz de la luna dando en el huerto; del arroyo bajo la cuesta y las ramas de pino movidas por el viento nocturno; de un vasto cielo estrellado y de la luz en la ventana de Diana brillando entre los árboles. Aquí no había nada de eso; Ana sabía que tras la ventana estaba la dura calle, con la red de hilos de teléfono cerrando el cielo, el golpeteo de pies extraños y mil luces brillando en casas extrañas. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar, y luchó para evitarlo.

—No lloraré. Es tonto y débil… Ahí va la tercera lágrima resbalando por mi nariz. ¡Y ahora siguen otras! Debo pensar en algo divertido que no tenga relación con Avonlea, y eso empeora las cosas… Cuatro… cinco… Volveré el viernes a casa, pero parece que aún falta un siglo. Oh, Marilla está en la puerta, buscándome en el sendero… Seis… siete… ocho… ¡para qué contarlas! Ya son un torrente. No puedo alegrarme… No quiero alegrarme. ¡Es más bello estar triste!

El torrente de lágrimas hubiera seguido, sin duda, si en aquel momento no hubiera aparecido Josie Pye. En la alegría de ver una cara familiar, Ana olvidó el poco amor que le tuviera a Josie. Como parte de la vida en Avonlea, hasta una Pye era bienvenida.

—¡Estoy tan contenta de que hayas venido! —dijo Ana.

—Has estado llorando —dijo Josie, con agravante piedad—. Supongo que sientes nostalgia; algunos tienen muy poco autocontrol a ese respecto. Yo no tengo intención de sentir nostalgia. ¡La ciudad es tan hermosa después de la vulgar Avonlea! Pienso cómo he podido vivir allí tanto tiempo. No deberías llorar, Ana; no hace bien al cutis y los ojos y la nariz se te enrojecen. He tenido un día magnífico en la Academia. Nuestro profesor de francés es un perfecto pato. Su bigote te daría risa. ¿No tienes algo comestible, Ana? Me estoy muriendo de hambre. Ah, sospeché que Marilla te cargaría con una tarta. Por eso vine. De otro modo hubiera ido al parque a oír tocar a la banda con Frank Stockley. Él se hospeda en el mismo lugar que yo y es un caballero. Te distinguió hoy en clase y me preguntó quién era esa muchacha pelirroja. Le dije que eras una huérfana que habían adoptado los Cuthbert y que nadie sabía mucho sobre ti antes de eso.

Ana estaba cavilando si, después de todo, las lágrimas y la soledad no eran mejor que la compañía de Josie, cuando aparecieron Jane y Ruby, cada una con una cinta con los colores de la Academia, azul y escarlata, prendida en la chaqueta. Como Josie no se «hablaba» con Jane por aquel entonces, tuvo que callarse.

—Bueno —dijo Jane con un suspiro—, siento como si hubieran pasado siglos desde la mañana. Debería estar en casa estudiando a Virgilio; ese horrible y viejo profesor nos dio veinte versos para mañana, para empezar. Pero esta noche no me podría sentar a estudiar. Ana, me parece que veo rastro de lágrimas, confiésalo. Restaurará mi autoestima, pues estaba llorando cuando llegó Ruby. No me importa ser una llorona si alguien también lo es. ¿Tarta? ¿Me darás un trocito? Gracias. Tiene el sabor de Avonlea.

Ruby, viendo sobre la mesa el calendario de la Academia, quiso saber si Ana trataría de obtener la medalla de oro.

Ana se ruborizó y admitió que sí.

—Oh, eso me recuerda —dijo Josie— que la Academia conseguirá por fin una de las becas Avery. Frank Stockley me lo dijo; uno de sus tíos está en la Comisión de Gobernadores. Mañana será anunciado en la Academia.

¡Una beca Avery! Ana sintió que su corazón latía con más rapidez, y los horizontes de su ambición se ampliaron como por arte de magia. Antes de que Josie trajera la noticia, la meta de sus ambiciones había sido una licencia provincial de maestra de primera clase a fin de año y quizá la medalla. Pero ahora, en un momento, se vio ganando la beca Avery, siguiendo un curso de Filosofía y Letras en el colegio de Redmond y graduándose con su toga, todo eso antes de que se extinguiera el eco de las palabras de Josie. La beca Avery era en inglés, y Ana sentía que aquí su pie se apoyaba en el brezo natal.

Un rico industrial de Nueva Brunswick había muerto y legado parte de su fortuna para becas, que debían distribuirse entre las escuelas secundarias y las academias de las provincias costeras, de acuerdo a su respectiva importancia. Se dudó de si se le otorgaría una a la Academia de la Reina, pero el asunto se arregló al fin y, al terminar el año, el graduado que tuviera las mejores calificaciones en inglés y literatura inglesa ganaría la beca: doscientos cincuenta dólares por año durante cuatro años en el colegio de Redmond. ¡No era de extrañar que aquella noche fuera Ana a acostarse con las mejillas encendidas!

—Ganaré la beca, si lo que hace falta es trabajar duro —resolvió—. ¿No se enorgullecerá Matthew si llego a graduarme en Filosofía y Letras? ¡Oh, es delicioso tener ambiciones! ¡Estoy tan contenta de tener tantas! Y nunca parecen llegar a su fin; eso es lo mejor. Tan pronto se obtiene una, se ve otra brillando más alto. ¡Hacen que la vida sea tan interesante!

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

El invierno en la Academia de la Reina

La nostalgia de Ana fue disipándose, en su mayor parte gracias a las visitas que hacía a «Tejas Verdes» cada fin de semana. Mientras el buen tiempo duró, los estudiantes de Avonlea iban a Carmody todos los viernes por la noche en el nuevo ferrocarril. Diana y varias otras jóvenes de Avonlea iban a esperarlos y todos juntos se dirigían hacia el pueblo alegremente. Ana pensaba que aquellos paseos de los viernes por la noche por las colinas otoñales, el aire cortante, con las luces de Avonlea titilando al frente, eran las mejores horas de toda la semana.

Gilbert Blythe casi siempre caminaba junto a Ruby Gillis y le llevaba la maleta. Ruby era una joven muy hermosa que ya se consideraba muy mayor; llevaba las faldas tan largas como su madre se lo permitía y en la ciudad peinaba su cabello hacia arriba, aunque tenía que soltárselo cuando iba a su casa. Tenía los ojos grandes y brillantes y una rolliza y vistosa figura. Reía mucho, era alegre y de buen carácter y disfrutaba francamente de las cosas agradables de la vida.

—Pero yo no creo que sea la clase de joven que le pueda gustar a Gilbert —le dijo Jane a Ana. Ana tampoco lo creía, pero no lo hubiera reconocido ni por la beca Avery. Tampoco podía evitar pensar que sería muy agradable tener un amigo como Gilbert para reír y charlar con él y cambiar ideas sobre libros, estudios y ambiciones. Sabía que Gilbert las tenía y Ruby Gillis no parecía la clase de persona con quien poder discutirlas con provecho.

Ana no abrigaba tontas ideas sentimentales respecto a Gilbert. Los chicos eran para ella, cuando se detenía a considerarlos, posibles buenos compañeros. Si ella y Gilbert hubieran sido amigos, no le hubiera importado que hubiera tenido otras amigas o hubiera paseado con ellas. Hacía amigas con facilidad; amigos tenía muchos, pero poseía una vaga conciencia de que la amistad masculina podía también ser provechosa para completar las propias concepciones del compañerismo. Pensaba que si Gilbert la hubiera acompañado alguna vez hasta su casa desde el tren podrían haber mantenido conversaciones interesantes sobre el nuevo mundo que se presentaba ante sus ojos. Gilbert era un joven inteligente que poseía ideas propias y una firme determinación a obtener lo mejor de sí. Ruby Gillis le dijo a Jane Andrews que ella no entendía la mitad de las cosas que decía Gilbert Blythe; que él hablaba igual que Ana Shirley cuando pensaba algo detenidamente y que por su parte a ella no le parecía que fuera muy divertido andar entre libros y todas esas cosas cuando no había necesidad de ello. Frank Stockley era más alegre y sabía más de modas, pero así y todo no era ni la mitad de guapo que Gilbert. ¡Y ella realmente no sabía cuál le gustaba más!

En la Academia, Ana fue formando su pequeño círculo de amistades, todos estudiantes concienzudos, imaginativos y ambiciosos como ella. Pronto intimó con la joven «vivaz», Stella Maynard, y con la de «aspecto soñador», Priscilla Grant, descubriendo que la doncella pálida de aspecto espiritual estaba llena de alegría y le gustaba hacer jugarretas y travesuras, mientras que la vivaz Stella de ojos negros tenía el corazón lleno de anhelantes sueños y fantasías, tan etéreos y coloridos como los de la misma Ana.

Después de las fiestas de Navidad, los estudiantes de Avonlea renunciaron a las visitas de los viernes a sus hogares y se pusieron a trabajar de firme. Para esa época todos los escolares de la Academia habían alcanzado su puesto dentro de los grados y las distintas clases habían establecido los diferentes matices que las individualizaban. Algunos hechos eran aceptados en general. Se admitía que la lucha por la obtención de la medalla se disputaba sólo entre tres contendientes: Gilbert Blythe, Ana Shirley y Lewis Wilson; respecto a la beca Avery, había más dudas; cualquier alumno de un grupo de seis podía obtenerla. La medalla de bronce de matemáticas ya se le daba por ganada a un muchachito gordo de tierra adentro, que tenía una frente pronunciada y usaba una chaqueta remendada. Ruby Gillis era la más guapa de la Academia; en las clases de segundo curso, Stella Maynard se llevaba la palma de la belleza, con una pequeña pero crítica minoría que se inclinaba en favor de Ana Shirley. Ethel Marr era considerada por todos los jueces competentes como la que poseía el mejor estilo para peinase, y Jane Andrews, la sencilla, trabajadora, escrupulosa Jane, se llevaba todos los honores del curso de economía doméstica. Hasta Josie Pye alcanzó cierta preeminencia como la joven de hablar más mordaz que asistía a la Academia. De manera que podía darse por sentado que cada uno de los antiguos alumnos de la señorita Stacy había alcanzado su puesto en la Academia.

Ana trabajaba dura y tenazmente. Su rivalidad con Gilbert continuaba con la misma intensidad que en la escuela de Avonlea, aunque no era del conocimiento de toda la clase; pero de cualquier modo, había perdido algo de su dureza. Ana ya no quería la victoria para derrotar a Gilbert, sino por el orgullo de obtenerla sobre un enemigo de valía. Valdría la pena ganar, pero Ana no pensaba que la vida sería insoportable si no lo conseguía.

A pesar de las lecciones, los estudiantes hallaban ocasiones para divertirse. Ana pasaba la mayor parte de sus horas libres en Beechwood; los domingos solía almorzar allí y después iba a la iglesia con la señorita Barry. Esta última, como ella misma admitía, se estaba volviendo vieja, pero sus ojos negros no perdían su brillo ni su lengua su vigor. Pero nunca lo ejercitó con Ana, quien continuaba siendo la favorita de la anciana señorita.

—Esta Ana adelanta cada vez más —decía—. Me canso de otros niños; hay en ellos una irritante y eterna uniformidad. Ana tiene tantos matices como un arco y cada matiz es el más hermoso mientras dura. No sé si es tan divertida como cuando niña, pero se hace querer, y a mí me gusta la gente que es así.

Antes de que se dieran cuenta, llegó la primavera; en Avonlea, las flores de mayo brotaban tímidamente en los secos eriales donde aún quedaba nieve y el «aroma del verde» corría por los bosques de los valles. Pero en Charlottetown hostigaba a los alumnos de la Academia a pensar y a hablar nada más que de los exámenes.

—Parece imposible que el curso esté casi terminado —dijo Ana—. ¡Pero si el otoño pasado daba la impresión de hallarse tan lejos con todo un invierno de estudios y clases por delante! Y aquí estamos, con los exámenes la semana que viene. ¿Sabéis una cosa? A veces creo que los exámenes lo son todo, pero cuando veo los brotes en los castaños y la neblina azul al final de las clases, no me parecen ni la mitad de importantes.

Jane, Ruby y Josie, que acababan de llegar, no compartían su punto de vista. Para ellas los exámenes eran siempre lo más importante; mucho más que los brotes de los castaños o las flores de mayo. Todo eso estaba muy bien para Ana, que, después de todo, tenía la seguridad de pasar, pero cuando todo el futuro depende de un examen, una no podía considerarlo filosóficamente.

 

—En las últimas dos semanas he perdido cuatro kilos —suspiró Jane—. No gano nada diciendo que no me preocupo. Me preocuparé. El preocuparse ayuda en algo; cuando una se está preocupando parece que estuviera haciendo algo. Sería horrible que no obtuviera mi diploma después de haber asistido a la Academia durante todo el invierno. Y de haber gastado tanto dinero.

—Yo no me preocupo —dijo Josie Pye—. Si no apruebo este año, lo haré al año que viene. Mi padre puede hacer frente al gasto. Ana, Frank Stockley dijo que el profesor Tremaine afirma que es seguro que Gilbert Blythe ganará la medalla y que probablemente Emily Clay obtenga la beca Avery.

—Eso me preocupará mañana, Josie —dijo Ana—, pero ahora siento que mientras sepa que las violetas florecen en el valle de «Tejas Verdes» y que pequeños abetos asoman sus copas sobre el Sendero de los Amantes, no importa el hecho de que obtenga o no la beca. He hecho todo lo que he podido y comienzo a comprender lo que quiere decir «el placer de la lucha». Después de luchar y vencer, lo mejor es luchar y fracasar. ¡Chicas, no habléis de los exámenes! Mirad la bóveda verde del cielo sobre aquellas casas e imaginad cómo será sobre los bosques oscuros de Avonlea.

—¿Qué vas a ponerte para la distribución de diplomas, Jane? —preguntó Ruby en tono práctico. Jane y Josie respondieron inmediatamente y la conversación derivó hacia la moda. Pero Ana, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, con su suave mejilla contra las apretadas manos y los ojos soñadores, miraba aquel cielo vespertino y tejía sus sueños de futuro con el dorado hilo del optimismo juvenil. El futuro era suyo; los años venideros se presentaban como rosas unidas en una guirnalda inmortal.

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

La gloria y el sueño

La mañana en que serían colocados los resultados de todos los exámenes en los tableros de informes de la Academia, Ana y Jane caminaban juntas por la calle. Jane estaba feliz y sonriente; los exámenes habían pasado y estaba casi segura de haber aprobado. Su mente no se hallaba turbada por otras consideraciones; no tenía más ambiciones y, consecuentemente, no se sentía inquieta. En este mundo pagamos un precio por todo cuanto conseguimos y, aunque vale la pena tener ambiciones, éstas no se alcanzan con facilidad, sino que exigen su precio en trabajo, abnegación, ansiedad y descorazonamiento. Ana estaba pálida y callada; dentro de diez minutos sabría quién había ganado la medalla y quién la beca. En aquel instante parecía no haber nada más allá de esos diez minutos.

—Seguro que ganarás una de las dos cosas —dijo Jane, que no podía entender que el cuerpo de profesores pudiera ser tan poco leal para disponer otra cosa.

—No tengo esperanzas de ganar la beca —dijo Ana—. Todos dicen que Emily Clay la ganará. Y no voy a ir hasta el tablero a mirar antes que nadie. No tengo valor para ello. Voy directamente a la sala de espera de las chicas. Tú debes leer los anuncios y venir a decírmelo, Jane. Y te imploro, en nombre de nuestra antigua amistad, que lo hagas con prontitud. Si he fracasado, dímelo, sin tratar de endulzar la noticia y, pase lo que pase, no te compadezcas de mí. Prométemelo, Jane.

Jane así lo hizo pero, tal como ocurrieron las cosas, no hubo necesidad de tal promesa. Cuando llegaron al umbral de la Academia, encontraron el salón lleno de chicos que llevaban en andas a Gilbert Blythe y que gritaban a todo pulmón:

—¡Viva Blythe, ganador de la medalla!

Por un instante, Ana sintió la amargura de la derrota y la desilusión. ¡De manera que ella había fracasado y Gilbert había ganado! Bueno, lo sentía por Matthew, que estaba seguro de su triunfo.

De repente alguien gritó:

—¡Tres hurras por la señorita Shirley, ganadora de la beca!

—¡Oh, Ana! —tartamudeó Jane, mientras corría a la sala de espera, entre gritos—. ¡Oh, Ana, estoy tan orgullosa! ¿No es maravilloso?

Y entonces las muchachas la rodearon y Ana fue el centro de un grupo risueño y feliz. Le palmearon los hombros y le estrecharon vigorosamente las manos. Entre empujones y apretones, se las arregló para decir a Jane:

—¡Oh, Marilla y Matthew se alegrarán tanto! Debo transmitirles inmediatamente la noticia.

La distribución de diplomas fue el siguiente acontecimiento importante. Se llevó a cabo en el gran salón de honor de la Academia. Se pronunciaron discursos, se leyeron ensayos, se cantaron canciones y se entregaron públicamente las recompensas, los diplomas y las medallas.

Marilla y Matthew estuvieron allí, con ojos y oídos sólo para una estudiante: una alta muchacha de traje verde pálido, de mejillas suavemente coloreadas y ojos rutilantes, que leyó el mejor ensayo y que fue señalada como ganadora de la beca Avery.

—Supongo que estarás contenta de que nos hayamos quedado con ella, Marilla —murmuró Matthew, hablando por vez primera desde que entró en el salón.

—No es la primera vez que lo estoy —respondió Marilla—. Parece que te gusta refregar las cosas, Matthew Cuthbert.

La señorita Barry, que estaba sentada tras ellos, se inclinó hacia delante y tocó a Marilla en la espalda con su parasol.

—¿No están orgullosos de Ana? Yo sí —dijo.

Ana regresó a Avonlea aquella tarde con Matthew y Marilla.

No había estado allí desde abril y sentía que no podía esperar un día más. Los capullos de manzano estaban rompiendo y el mundo era fresco y joven. Diana la esperaba en «Tejas Verdes». Marilla había plantado un rosal en flor en el alféizar; Ana miró en torno y suspiró profundamente.

—¡Oh, Diana, es maravilloso estar de regreso! ¡Es tan hermoso ver los pinos destacándose contra el rosado cielo y el huerto blanco y la Reina de las Nieves! ¿No es delicioso el aroma de la menta? Y la rosa… es un canto, una esperanza y una plegaria a un tiempo. ¡Y estoy muy contenta de volver a verte, Diana!

—Pensé que querías a esa Stella Maynard más que a mí —dijo Diana en tono de reproche—. Josie Pye me dijo que sí. Hasta afirmó que estabas enfadada con ella.

Ana rio y golpeó a Diana con los marchitos narcisos de su ramo.

—Stella Maynard es la chica a quien más quiero en el mundo, después de otra. Y esa otra eres tú, Diana. Te quiero más que nunca y tengo tantísimas cosas que contarte. Pero ahora siento que mi mayor alegría es sentarme aquí y mirarte. Estoy cansada, cansada de ser estudiosa y ambiciosa. Pienso pasar mañana dos horas por lo menos tendida en el manzanar, sin pensar en nada.

—Lo has hecho muy bien, Ana. Supongo que ahora que has conseguido la beca no enseñarás.

—No. Iré a Redmond en septiembre. ¿No es maravilloso? Tendré nuevas ambiciones después de tres gloriosos y dorados meses de vacaciones. Jane y Ruby van a enseñar. ¿No es fantástico que todos, hasta Moody y Josie, hayamos pasado?

—Los síndicos de Newbridge ya le han ofrecido su colegio a Jane —dijo Diana—. Gilbert Blythe va a enseñar también. Debe hacerlo. Su padre no puede pagarle los estudios, así que tendrá que ganarse el sustento. Espero que consiga el colegio de aquí si la señorita Ames decide irse.

Ana sintió una peculiar sensación de desmayada sorpresa. No lo sabía; contaba con que Gilbert también iría a Redmond. ¿Qué haría sin la inspiradora rivalidad? El trabajo no resultaría tan atractivo, ni siquiera en un instituto mixto con la perspectiva de un título superior, sin su amigo el enemigo

Al desayunar, la mañana siguiente, Ana se sobresaltó al comprobar que Matthew no tenía buen aspecto. Sus cabellos estaban mucho más grises que el año anterior.