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100 Clásicos de la Literatura

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—Ésta es Diana, mi niña —dijo la señora Barry—. Diana, puedes llevar a Ana al jardín y enseñarle tus flores. Será mejor que cansarte los ojos con ese libro. Lee demasiado —esto lo dijo a Marilla cuando salían las niñas—, y no puedo evitarlo, pues su padre la ayuda y la instiga. Siempre está leyendo. Me alegra que tenga la oportunidad de encontrar una compañera de juego; quizá eso la lleve más al aire libre.

Ana y Diana estaban fuera, en el jardín bañado por la suave luz del atardecer, que entraba por entre los viejos abetos, contemplándose tímidamente por encima de un plantel de hermosas lilas.; El jardín de los Barry era un hermoso conjunto de flores que hubiera tocado el corazón de Ana en cualquier otro momento menos crucial. Estaba enmarcado por altos y viejos sauces y abetos, bajo los que surgían flores que amaban la sombra. Senderos bien cuidados, en ángulo recto, bordeados por campanillas, lo cruzaban como cintas rojas y en los parterres surgían tumultuosas las flores. Había rosadas dicentras y grandes y espléndidas peonías escarlatas; narcisos blancos y fragantes y espinosas y dulces rosas de Escocia; aguileñas rosas y azules; boj, menta y tréboles; relámpagos escarlatas que surgían sobre las blancas corolas. Un jardín donde se detenía el sol y zumbaban las abejas y donde los vientos, seducidos, vagaban y acariciaban todo.

—Oh, Diana —dijo Ana por fin, cogiéndose las manos y hablando casi en un susurro—, ¿piensas… crees que te puedo gustar un poquito… lo suficiente como para que seas mi amiga del alma?

Diana rio. Siempre reía antes de hablar.

—Sospecho que sí —dijo francamente—. Estoy muy contenta de que hayas venido a vivir a «Tejas Verdes». Me gustará tener alguien con quien jugar. No hay otras niñas que vivan lo suficientemente cerca como para jugar y mis hermanas son muy pequeñas.

—¿Juras ser mi amiga por siempre jamás? —exigió Ana ansiosamente.

Diana parecía extrañada.

—Pero jurar es un pecado muy grande —dijo en tono de reproche.

—Esta clase de juramentos, no. Como sabrás, hay dos clases de juramentos.

—Yo nunca supe más que de una —dijo Diana dubitativamente.

—Hay otra más. Ésa no tiene nada de malo. Sólo significa hacer un voto y prometer solemnemente.

—Bueno, no tengo inconveniente en hacer eso —asintió Diana, aliviada—. ¿Cómo se hace?

—Se juntan las manos, así —dijo Ana solemnemente—. Debe hacerse bajo agua comente. Imaginaremos que este sendero es una comente de agua. Diré primero el juramento. Juro solemnemente ser fiel a mi amiga del alma, Diana Barry, mientras haya luna y sol. Ahora, dilo tú y pon mi nombre.

Diana repitió el «juramento», riendo antes y después. Luego dijo:

—Eres una niña rara, Ana. Ya lo había oído antes. Pero creo que te querré de verdad.

Cuando Marilla y Ana regresaron a casa, Diana las acompañó hasta el puente de troncos. Las dos niñas caminaron del brazo. Se separaron entre promesas de pasar juntas la tarde siguiente.

—Bueno, ¿encontraste en Diana un espíritu gemelo? —preguntó Marilla mientras cruzaban el jardín de «Tejas Verdes».

—Oh, sí —suspiró Ana dichosamente inconsciente de cualquier sarcasmo por parte de Marilla—. Oh, Marilla, en estos momentos soy la niña más feliz de la isla del Príncipe Eduardo. Le aseguro que esta noche rezaré con toda mi alma. Diana y yo vamos a construir mañana un teatro. ¿Puedo quedarme con esa loza rota que hay en la leñera? El cumpleaños de Diana es en febrero y el mío es en marzo; ¿no le parece una extraña coincidencia? Diana me prestará un libro. Ella es totalmente espléndida. Me va a enseñar un lugar en el bosque donde crecen lirios. ¿No le parece que Diana tiene ojos muy espirituales? Oh, cuánto quisiera tenerlos yo. Diana me va a enseñar una canción llamada «Nelly en la cañada de los avellanos». Me va a dar un cuadro para que lo coloque en mi habitación: dice que es un cuadro muy hermoso, una bella dama con un vestido de seda celeste. Un vendedor de máquinas de coser se lo regaló. Quisiera tener algo para regalarle a Diana. Soy dos dedos más alta que ella, pero Diana es tanto así más gorda; dice que le gustaría ser delgada porque es mucho más gracioso, pero temo que lo dijo sólo para no herir mis sentimientos. Vamos a ir algún día a la costa a buscar conchas. Hemos acordado llamar al manantial que hay cerca del puente de troncos «La burbuja de la dríada». ¿No es un nombre perfectamente elegante? Una vez leí algo sobre un manantial llamado así. Creo que una dríada es una especie de hada crecida.

—Bueno, espero que no agotes a Diana —dijo Marilla—. Pero recuerda esto cuando hagas tus planes, Ana: no vas a estar jugando todo el tiempo, ni siquiera la mayor parte de él. Tienes trabajo que hacer y has de acabarlo primero.

La copa de la felicidad de Ana estaba llena y Matthew la hizo desbordar. Acababa de regresar de un viaje al almacén de Carmody y sacó tímidamente un paquete de su bolsillo para entregárselo, ante la mirada desaprobadora de Marilla.

—Supe que te gustan los caramelos de chocolate, así que te traje algunos.

—¡Hum! —gruñó Marilla—. Echarás a perder sus dientes y su estómago. Vamos, vamos, criatura, no pongas esa cara. Puedes comértelos, ya que Matthew ha ido a buscarlos. Debió traértelos de menta. Son más saludables. No te vayas a atragantar comiéndolos todos ahora.

—Oh, no —dijo Ana ansiosamente—. Esta noche no comeré más que uno, Marilla. ¿Puedo darle a Diana la mitad del paquete? El resto será doblemente dulce si lo hago. Es bello pensar que puedo darle algo.

—En favor de esa niña, te diré —dijo Marilla cuando Ana se hubo retirado a su cuarto— que no es tacaña. Estoy contenta, pues la tacañería es lo que más detesto. Hace tres semanas que vino y parece que hubiera estado aquí siempre. No puedo imaginarme la casa sin ella. No me mires como diciendo «ya te lo dije». Está mal en una mujer, pero en un hombre es insufrible. Estoy de acuerdo en reconocer que me alegro de haber consentido en que se quedara, y que me gusta cada día más, pero no hagas hincapié en esa cuestión, Matthew Cuthbert.

CAPÍTULO TRECE

Las delicias de la expectativa

—Es hora de que Ana se ocupe de su costura —dijo Marilla echando una mirada al reloj para salir luego a enfrentarse con la dorada tarde de agosto donde todo parecía adormecido por el calor.

»Estuvo jugando con Diana más de media hora aún después de que la señora Barry llamara a ésta; y ahora está encaramada en el montón de leños charlando con Matthew, cuando sabe perfectamente que debe atender su trabajo. Y por supuesto, él la está escuchando como un perfecto papanatas. Nunca he visto un hombre más atontado. Cuanto más habla ella y cuantas más cosas raras dice, más encantado parece.

»¡Ana Shirley, ven inmediatamente!

Una serie de golpes sobre la ventana del oeste hizo que Ana se acercara a toda carrera, con los ojos radiantes, las mejillas tenuemente coloreadas y el cabello en brillante desorden.

—Oh, Marilla —exclamó sin aliento—, la semana que viene tendrá lugar la excursión de la Escuela Dominical. Será en el campo del señor Harmon Andrews, junto al Lago de las Aguas Refulgentes. Y la señora del director Bell y la señora Rachel Lynde van a hacer sorbetes, imagínese, Marilla, ¡sorbetes! Y, oh Marilla, ¿puedo ir?

—Mira el reloj, Ana, por favor. ¿A qué hora te dije que regresaras?

—A las dos. ¿Pero no es maravilloso lo de la excursión, Marilla? Por favor, ¿puedo ir? Oh, nunca he asistido a una. He soñado con excursiones, pero nunca…

—Sí, te dije que regresaras a las dos y son las tres menos cuarto. Me gustaría saber por qué no me obedeciste, Ana.

—Quise hacerlo, Marilla, tanto como es posible. Pero usted no tiene idea de lo fascinante que es Idlewild. Y, por supuesto, luego tuve que contarle a Matthew lo de la excursión. Matthew escucha tan bien. Por favor, ¿puedo ir?

—Tendrás que aprender a resistir la fascinación de Idle… como sea que lo llames. Cuando te indico una hora para que regreses, es para que lo hagas a esa hora y no media hora después. Y tampoco tienes necesidad de detenerte a charlar con amables escuchas. En cuanto a la excursión, claro que puedes ir. Eres alumna de la Escuela Dominical y no estaría bien que te negara mi autorización siendo que van todas las otras niñas.

—Pero… pero —balbuceó Ana—. Diana dice que todos deben llevar una cesta con comida. Yo no sé cocinar, Marilla, como usted sabe, y… y… no me importa ir a una excursión sin mangas abullonadas, pero me sentiría terriblemente humillada si tuviera que hacerlo sin una cesta. He estado pensando en ello desde que Diana me lo dijo.

—Bueno, no es necesario que lo pienses tanto. Yo prepararé una cesta.

—¡Oh, mi querida y buena Marilla! ¡Oh, qué generosa es conmigo! ¡Oh, le estoy tan agradecida!

Continuando con sus «oh», Ana se arrojó a los brazos de Marilla y vehementemente besó su pálida mejilla. Era la primera vez que unos labios infantiles besaban voluntariamente la cara de Marilla. Nuevamente se sintió conmovida por esa repentina sensación de ternura. Interiormente estaba muy contenta por el arranque de Ana, lo que probablemente dio motivo a que dijera bruscamente:

—Bueno, bueno; basta ya de besos tontos. Tengo que ver que haces estrictamente lo que se te dice. Y en lo que se refiere a cocinar, un día de éstos comenzaré a darte lecciones. Pero tú eres tan distraída, Ana, que he estado esperando a ver si te calmas y te asientas un poco. Cuando cocines, tienes que poner todos tus sentidos y no detenerte en medio de lo que estás haciendo para dejar vagar tus pensamientos a través de toda la creación. Ahora trae tus labores y ten hecho tu cuadrado para la hora del té.

 

—No me gusta remendar —dijo Ana tristemente sacando su costurero y sentándose con un suspiro frente a una pequeña pila de rombos rojos y blancos—. Supongo que algunos tipos de costura serán bonitos; pero no hay campo para la imaginación en el remiendo. Todo se reduce a una puntada detrás de otra, y nunca parece llegarse a nada. Pero, por supuesto, prefiero ser Ana de las «Tejas Verdes» remendando, que Ana de cualquier otro lado sin más ocupación que jugar. Aunque quisiera que cuando remiendo, el tiempo pasara tan rápido como cuando estoy jugando con Diana. Oh, pasamos tan buenos ratos, Marilla. Yo tengo que poner la mayor parte de la imaginación, pero soy capaz de hacerlo con facilidad. Diana es simplemente perfecta en todos los otros órdenes. Ya conoce ese pequeño espacio de terreno del otro lado del arroyo que corre entre nuestra granja y la del señor Barry. Pertenece al señor William Bell y justo en la esquina hay un pequeño cerco de abedules blancos; es el lugar más romántico de todos, Marilla. Allí tenemos nuestra casa Diana y yo. La llamamos Idle-wild. ¿No es un nombre poético? Le aseguro que me llevó tiempo el pensarlo. Estuve despierta casi una noche entera antes de inventarlo. Entonces, justo cuando me estaba quedando dormida, vino como una inspiración. Diana se sintió arrebatada cuando lo oyó. Tenemos arreglada nuestra casa muy elegantemente. Debe venir a verla, Marilla, ¿lo hará usted? Tenemos piedras grandísimas, cubiertas con musgo, que nos sirven de asientos; y tablas de árbol en árbol como estantes. Y en ellos ponemos todos nuestros platos. Por supuesto, todos están rotos, pero es lo más fácil del mundo imaginar que están enteros. Hay un trozo de un plato que tiene pintada una rama de hiedra roja y blanca que es especialmente hermoso. Lo guardamos en la sala, y allí también está el diamante encantado. El diamante encantado es tan adorable como un sueño. Diana lo encontró en el bosque que hay detrás del gallinero de su casa. Está lleno de arco iris y pequeños arco iris que todavía no han crecido, y la madre de Diana le dijo que se había desprendido de una lámpara que ellos habían tenido. Pero es más bonito imaginar que lo perdieron una noche las hadas en un baile, y por eso lo llamamos el diamante encantado. Matthew va a hacernos una mesa. Oh, hemos llamado Willowmere a la pequeña laguna que hay en el campo del señor Barry. Ese nombre lo saqué del libro que me prestó Diana. Era un libro que hacía estremecer, Marilla. La heroína tuvo cinco amantes. Yo estaría satisfecha con uno. ¿Y usted? Era muy hermosa y tuvo que hacer frente a grandes tribulaciones. Se podía desmayar como si tal cosa. Me encantaría poderme desmayar, Marilla. ¡Es tan romántico! Pero estoy demasiado sana a pesar de ser tan flaca. Aunque creo que estoy engordando. ¿No le parece? Me miro los codos todas las mañanas al levantarme para ver si se me están formando hoyuelos. Diana va a tener un vestido nuevo, con mangas abullonadas. Lo va a usar para la excursión. Oh, espero que el miércoles haga buen tiempo. Creo que no podría resistir la desilusión si algo me impidiera ir a la excursión. Supongo que seguiría viviendo, pero la pena me duraría toda la vida. No tendría importancia si fuera a cientos de excursiones en los años venideros; ellas no me compensarían el haber perdido ésta. Va a haber botes en el Lago de las Aguas Refulgentes, y sorbetes, como ya le he dicho. Nunca los he probado. Diana trató de explicarme cómo eran, pero creo que el sorbete es una de las cosas que sobrepasan los límites de la imaginación.

—Ana, hace diez minutos que estás hablando —dijo Marilla—. Ahora, sólo por curiosidad, trata de ver si puedes tener la lengua quieta por ese mismo espacio de tiempo.

Ana calló según sus deseos. Pero durante el resto de la semana habló de la excursión, pensó en la excursión y soñó con la excursión. El sábado llovió, y se excitó tan frenéticamente por miedo a que continuara lloviendo hasta el miércoles, que Marilla le hizo coser y hacer remiendos de más para calmar sus nervios.

El domingo, cuando volvían de la iglesia, Ana le confió a Marilla que había llegado al colmo de la excitación cuando el ministro había anunciado la excursión desde el pulpito.

—¡Qué estremecimiento me corrió por la espalda, Marilla! No creo que hasta ese momento haya creído que realmente iba a haber una excursión. No podía evitar el temer que sólo me lo hubiera imaginado. Pero cuando un ministro dice una cosa desde el pulpito, no hay más que creerla.

—Pones demasiado corazón en las cosas, Ana —dijo Marilla suspirando—. Temo que te esperen muchas desilusiones en la vida.

—Oh, Marilla, pensando en las cosas que han de suceder, se disfruta la mitad del placer que traen aparejadas —exclamó Ana—. Puede uno no conseguir las cosas en sí mismas, pero nada puede impedirle el placer de haberlas disfrutado anticipadamente. La señora Lynde dice: «Bienaventurados los que nada esperan porque no serán defraudados». Pero yo creo que es peor no esperar nada que ser defraudado.

Ese día, como de costumbre, Marilla llevaba su broche de amatista. Siempre lo usaba para ir a la iglesia. Le hubiera parecido una especie de sacrilegio no hacerlo; algo tan pecaminoso como olvidar su Biblia o la moneda para la colecta. Aquel broche de amatista era el tesoro más preciado de Marilla. Un tío que era marino se lo había dado a su madre, y ésta se lo legó a Marilla. Era muy antiguo, ovalado, contenía un mechón de cabello de su madre y estaba enmarcado por amatistas muy finas. Marilla sabía muy poco sobre piedras preciosas como para darse cuenta cabal de la pureza de las amatistas, pero pensaba que eran muy hermosas y tenía agradable conciencia de su resplandor violeta sobre su cuello, sobre su vestido de raso marrón, a pesar de que no podía verlo.

Ana se había estremecido de admiración la primera vez que viera el broche.

—Oh, Marilla, es un broche perfectamente elegante. No sé cómo puede usted prestar atención al sermón o a las oraciones llevándolo puesto. Yo no podría; lo sé. Pienso que las amatistas son simplemente maravillosas. Son como yo imaginaba que eran los diamantes. Hace mucho, antes de que viera uno, leí algo sobre los diamantes y traté de imaginarme cómo serían. Pensé que serían rutilantes piedras color púrpura. Cuando vi un diamante real en el anillo de una señora me sentí tan desilusionada que lloré. Por supuesto, era muy hermoso, pero no era mi idea de un diamante. ¿Me deja tener el broche un minuto, Marilla? ¿No cree que las amatistas pueden ser las almas de las violetas buenas?

CAPÍTULO CATORCE

La confesión de Ana

El lunes por la noche, ya en la semana de la excursión, Marilla bajó de su habitación con cara preocupada.

—Ana —dijo al pequeño personaje que pelaba guisantes sobre la inmaculada mesa, al tiempo que cantaba «Nelly en la cañada de los avellanos» con un vigor y una expresión que daban crédito de las enseñanzas de Diana—. ¿Has visto mi broche de amatista? Me parece que lo dejé en el alfiletero ayer tarde cuando regresé de la iglesia, pero no lo puedo encontrar por ninguna parte.

—Yo lo vi esta tarde mientras usted estaba en la Sociedad de Ayuda —dijo Ana con lentitud—. Crucé frente a la puerta y lo vi en el alfiletero, de manera que entré a mirarlo.

—¿Lo tocaste? —dijo Marilla severamente.

—Sí-í-í —admitió Ana—. Lo cogí y lo prendí a mi pecho para ver cómo quedaba.

—No tenías por qué hacerlo. Está muy mal que una niña se entrometa. En primer lugar, no debiste haber entrado en mi habitación, y en segundo lugar, tampoco debiste haber tocado un broche que no te pertenecía. ¿Dónde lo has puesto?

—Oh, lo volví a colocar en el alfiletero. No lo tuve puesto ni un minuto. De verdad, Marilla, no quise entrometerme. No pensé que fuera algo malo entrar y probarme el broche; ahora que lo sé, no volveré a hacerlo. Eso es algo bueno que tengo; nunca hago dos veces algo malo.

—No lo pusiste allí —dijo Marilla—. Ese broche no está en el mueble. Algo habrás hecho con él, Ana.

—Lo volví a poner allí —dijo la niña rápidamente—, no me acuerdo si lo pinché en el alfiletero o lo dejé en el platito de loza. Pero estoy perfectamente segura de que lo volví a dejar en su habitación.

—Volveré a echar otra mirada —dijo Marilla, dispuesta a ser justa—. Si lo pusiste en el mueble, allí estará todavía. Si no está, sabré que no lo hiciste.

Marilla volvió a su habitación e hizo una búsqueda escrupulosa, no sólo sobre el mueble, sino por todos los lugares donde pensó que podía haber ido a parar el broche. No lo pudo hallar y volvió a la cocina.

—Ana, el broche ha desaparecido. Has reconocido que fuiste la última persona que lo tuvo en la mano. Ahora bien, ¿qué hiciste con él? Dime la verdad: ¿lo llevaste fuera y lo perdiste?

—No —contestó Ana solemnemente, mirando a los enojados ojos de Marilla—. Nunca saqué su broche de la habitación; ésa es la verdad, aunque tuviera que ir al patíbulo por ello. Claro que no estoy muy segura de qué es un patíbulo, pero no importa. Así es, Marilla.

El «así es» de Ana sólo pretendía dar énfasis a su afirmación, pero Marilla lo tomó como un desafío.

—Creo que me estás diciendo una mentira, Ana. Sé que eres capaz. Ahora, no digas una sola palabra más, a menos que sea la verdad. Vete a tu cuarto y quédate allí hasta que estés dispuesta a confesar.

—¿Puedo llevarme los guisantes? —dijo Ana dócilmente.

—No, yo terminaré de pelarlos. Haz lo que te ordeno.

Cuando Ana se hubo ido, Marilla realizó sus labores vespertinas con la mente turbada. Se hallaba preocupada por su valioso broche. ¿Y si Ana lo había perdido? Y qué maldad la de la niña al negar que lo había sacado, cuando cualquiera podía ver que lo había hecho. ¡Y con una cara tan inocente!

—No sé cómo no se me ocurrió antes —pensó, mientras pelaba nerviosamente los guisantes—. No creo que pensara robarlo. Lo cogió para jugar o ayudar a su imaginación. Debe haberlo cogido, está claro, pues nadie ha ido a esa habitación hasta que yo subí esta noche. Y el broche ha desaparecido. Supongo que lo habrá perdido y no quiere reconocerlo por temor al castigo. Es algo terrible pensar que dice mentiras; peor aún que sus enfados. Es una terrible responsabilidad tener en casa a una criatura en la que no se puede confiar. Hipocresía y falsedad es lo que ha demostrado. Eso me mortifica más que lo del broche. Si me hubiera dicho la verdad, no me importaría tanto.

Aquella tarde, Marilla fue varias veces a su habitación y la registró en busca del broche, sin hallarlo. Una visita nocturna a la buhardilla no produjo mejores resultados. Ana persistía en negar que supiera algo del broche y ello convencía a Marilla de lo contrario.

Se lo contó a Matthew a la mañana siguiente. Éste quedó confuso; no podía perder la fe en Ana con tanta rapidez, pero debió admitir que las circunstancias estaban contra ella.

—¿Estás segura de que no cayó tras el mueble? —fue lo único que pudo sugerir.

—He movido el mueble, he sacado los cajones y he revisado todos los rincones —fue la respuesta—. El broche no está y la niña lo ha cogido, mintiendo además. Ésa es la horrible verdad, Matthew Cuthbert.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó tristemente, agradeciendo en secreto que fuera Marilla y no él quien debiera afrontar la situación. Esta vez no tenía deseos de entrometerse.

—Se quedará en su habitación hasta que confiese —dijo hoscamente Marilla, recordando el éxito de ese método—. Entonces veremos. Quizá podremos recobrar el broche si nos dice dónde lo llevó; pero de todas maneras, deberá ser castigada severamente, Matthew.

—Bueno, te tocará a ti hacerlo —dijo Matthew cogiendo el sombrero—. Recuerda que nada tengo que ver en ello, tú lo dijiste.

Marilla se sintió abandonada por todos. Ni siquiera podía pedir consejo a la señora Lynde. Fue a la buhardilla con cara muy seria y de allí salió con cara más seria aún. Ana se negaba a confesar. Persistía en asegurar que no había cogido el broche. La criatura había estado llorando evidentemente y Marilla sintió un golpe de piedad que reprimió rígidamente. Al llegar la noche estaba, como decía, «molida».

—Te quedarás en tu habitación hasta que confieses, Ana. Puedes estar segura —dijo con firmeza.

—Pero mañana es la excursión —gritó Ana—. No me va a impedir ir, ¿no es así? ¿Me dejará salir por la tarde? Luego me quedaré aquí cuanto quiera, alegremente. Pero debo ir a la excursión.

—No irás a la excursión ni a ninguna otra parte hasta que no hayas confesado, Ana.

—Oh, Marilla.

Pero Marilla ya se había ido, cerrando la puerta.

 

El miércoles amaneció tan hermoso y brillante, que parecía ex profeso para la excursión. Los pájaros cantaban en «Tejas Verdes»; las lilas del jardín lanzaban oleadas de perfume que entraban por cada puerta y ventana en alas de invisibles vientos y vagaban por las habitaciones cual espíritus de bendición. Los abetos de la hondonada batían sus ramas alegremente, como si esperaran la acostumbrada bienvenida mañanera de Ana desde su buhardilla. Pero ésta no estaba en su ventana. Cuando Marilla le llevó el desayuno, la encontró sentada en su cama, pálida y resuelta, con los labios apretados y los ojos brillantes.

—Marilla, estoy dispuesta a confesar.

—¡Ah! —Marilla dejó la bandeja. Una vez más, sus métodos habían dado resultado, pero ese éxito le era amargo—. Escuchemos qué tienes que decir, Ana.

—Cogí el broche de amatista —dijo la niña como repitiendo la lección—, tal como usted dijo. No tenía intención de hacerlo cuando entré, pero era tan hermoso, Marilla, cuando lo prendí a mi pecho, que fui vencida por una tentación irresistible. Imaginé cuan estremecedor sería llevarlo a Idlewild y jugar allí a Lady Cordelia Fitzgerald. Sería mucho más fácil imaginarlo con un broche de amatista puesto. Diana y yo hacíamos collares de flores, pero, ¿qué son las flores comparadas con las amatistas? De manera que cogí el broche. Pensé que podía devolverlo antes de que usted regresara. Di un rodeo para alargar el tiempo. Cuando cruzaba el puente sobre el Lago de las Aguas Refulgentes, me quité el broche para mirarlo otra vez. ¡Oh, cómo brillaba al sol! Y entonces, mientras estaba inclinada sobre el puente, se me escapó de las manos, así, y cayó, abajo, abajo, más abajo, con destellos purpúreos, y se hundió por siempre jamás en el Lago de las Aguas Refulgentes. Y ésa es la mejor confesión que puedo hacer, Marilla.

Marilla sintió que una ardiente indignación volvía a llenarle el corazón. Aquella chiquilla había cogido y perdido su querido broche de amatista y estaba allí tranquilamente sentada, relatando todos los detalles del hecho sin el menor arrepentimiento aparente.

—Ana, esto es terrible —dijo, tratando de hablar con calma—. Eres la peor niña que he conocido.

—Sí, supongo que lo soy —asintió Ana tranquilamente—. Y sé que debo ser castigada. Su deber es hacerlo, Marilla. ¿Me haría el favor de sentenciarme ahora mismo, de manera que pueda ir a la excursión sin preocupaciones?

—Excursión, sí, sí, ¡Ana Shirley, no irás! Ése será tu castigo. ¡Y no es ni la mitad de severo de lo que te mereces!

—¡No ir a la excursión! —Ana saltó sobre sus pies y se aferró a la mano de Marilla—. ¡Pero si usted me prometió que sí! Oh, Marilla, debo ir allí. Para eso he confesado. Castígueme de cualquier otra forma, pero así no. Oh, Marilla, por favor, déjeme ir. ¡Piense en los sorbetes! Quizá nunca más tenga oportunidad de conocerlos.

Marilla hizo caso omiso de las manos suplicantes de Ana.

—No tienes que rogarme, Ana. No irás a la excursión. Está decidido. Ni una palabra más.

Ana comprendió que Marilla era inconmovible. Juntó las manos, lanzó un grito desgarrador y se echó de bruces sobre la cama, llorando en un paroxismo de desilusión y tristeza.

—¡Por todos los santos! —dijo Marilla, saliendo apresuradamente de la habitación—. Creo que esta niña está loca. Ninguna criatura en sus cabales se portaría como ella. Y si no lo está, es terriblemente mala. Oh, temo que Rachel tenía razón desde el principio. Pero ya que estoy en esto, no abandonaré.

Aquélla fue una lúgubre mañana. Marilla trabajó enérgicamente y fregó el porche y la vaquería cuando no encontró otra cosa que hacer. Ni el porche ni la vaquería lo necesitaban, pero Marilla sí. Luego salió y rastrilló la huerta.

Cuando estuvo preparado el almuerzo, fue hasta las escaleras y llamó a Ana. Del otro lado del pasamano apareció una cara cubierta de lágrimas, de trágica apariencia.

—Ven a almorzar, Ana.

—No quiero almorzar, Marilla —dijo Ana sollozando—. No podría comer nada. Tengo partido el corazón. Algún día, espero, te remorderá la conciencia por haberlo roto, Marilla. Cuando llegue ese instante, recuerde que la perdono. Pero no me pida que coma nada, especialmente cerdo hervido y hortalizas. El cerdo hervido y las hortalizas son muy poco románticos cuando se tiene el corazón destrozado.

Marilla regresó exasperada a la cocina y descargó su ira sobre Matthew, quien, entre su sentido de la justicia y su abierta simpatía por Ana, se sentía muy miserable.

—Bueno, no debió haber cogido ese broche, ni contar historias sobre él, Marilla —admitió, mirando tristemente su poco romántica ración de cerdo y hortalizas, como si él, cual Ana, lo creyera un alimento poco adecuado para las crisis sentimentales—, pero es una chiquilla tan pequeña; ¿no te parece un poco cruel no dejarla ir a la excursión, cuando está tan ilusionada con ello?

—Matthew Cuthbert, me sorprendes. Pienso que he sido muy blanda con ella. Y no parece comprender cuan mala ha sido; eso es lo que más me preocupa. Si lo sintiera en realidad, no sería tan malo. Y tú tampoco pareces darte cuenta; la estás excusando.

—Bueno, es que es una chiquilla tan pequeña —insistía Matthew—. Y debe haber tolerancia. Sabes que no ha tenido educación.

—Pues ahora la tiene.

Esta respuesta silenció a Matthew, aunque sin convencerlo. La comida fue lúgubre. Lo único alegre era Jerry Boute, el ayudante, y Marilla consideraba su alegría como un insulto personal.

Cuando tuvo los platos limpios, el pan amasado y las gallinas alimentadas, Marilla recordó haber visto un desgarrón en su chal de encaje negro al quitárselo el domingo por la tarde, cuando regresara de la Sociedad de Ayuda. Decidió remendarlo.

El chal estaba en una caja, dentro del arcón. Al sacarlo, la luz, cruzando por entre los ramajes que cubrían su ventana, incidió sobre algo prendido en el chal; algo que chispeaba con tonos violáceos. Marilla lo cogió: ¡era el broche de amatista!

—¡Por todos los santos! ¿Qué significa esto? Aquí está el broche y yo pensaba que estaba en el fondo de la laguna de Barry. ¿Qué quiso decir esa chiquilla cuando afirmó que lo sacó y lo perdió? Confieso que me parece que «Tejas Verdes» está embrujado. Ahora me acuerdo que el domingo por la tarde dejé el chal un minuto sobre el mueble. Supongo que el broche se enganchó.

Marilla se trasladó a la buhardilla, broche en mano. Ana había llorado hasta agotarse y miraba tristemente por la ventana.

—Ana Shirley —dijo solemnemente Marilla—. Acabo de encontrar mi broche colgando de mi chal de encaje negro. Ahora quiero saber qué significa esa historia que me has contado esta mañana.

—Usted me dijo que me obligaría a quedarme aquí hasta que confesara —contestó Ana tristemente—, de manera que decidí confesar pues deseaba ir a la excursión. Pensé la confesión anoche después de acostarme y traté de hacerla lo mejor que pude. La repetí muchas veces para no olvidarla. Pero como a fin de cuentas usted no me dejó ir a la excursión, mi trabajo fue inútil.

Marilla tuvo que reírse, pero su conciencia la atormentaba.

—¡Ana, eres imposible! Pero yo estaba equivocada; ahora lo veo. Nunca debí haber dudado de tu palabra, pues sé que no mientes. Desde luego no estuvo bien de tu parte confesar algo que no habías hecho; hiciste muy mal. Pero yo te llevé a ello. De manera que si me perdonas, Ana, yo te perdonaré y empezaremos de nuevo. Y ahora, prepárate para la excursión.

Ana saltó como un cohete.

—Oh, Marilla, ¿no es demasiado tarde?

—No son más que las dos. Apenas si habrán terminado de reunirse y todavía pasará una hora antes de que tomen el té. Lávate la cara, péinate y ponte el vestido. Te prepararé la cesta. Hay bastantes provisiones en casa. Jerry te llevará en el coche hasta el lugar.