Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Bueno, debo decir que has hecho una buena exhibición de tu carácter. La señora Rachel Lynde tendrá una bonita historia para contar sobre ti por todas partes, y lo hará. Ha sido terrible que hayas perdido así el dominio de tus nervios, Ana.

—Imagínese cómo se sentiría usted si alguien le dijera en su propia cara que es flaca y fea —gimió Ana toda llorosa.

Repentinamente un recuerdo surgió en la mente de Marilla. Una vez, siendo muy pequeña, había oído a una tía decirle a otra: «Qué pena que sea una chiquilla tan morena y fea». Pasó mucho tiempo antes de que ese estigma se borrara de su memoria.

—Yo no digo que la señora Lynde haya estado del todo bien al decirte lo que te dijo, Ana —admitió con tono más suave—. Rachel habla demasiado. Pero ésa no es excusa para tal comportamiento de tu parte. Era una persona extraña, mayor, y estaba de visita, tres buenas razones para que hubieras sido respetuosa con ella. Te mostraste brusca e insolente y —Marilla tuvo una espléndida idea para castigarla— debes ir a verla y a decirle que sientes mucho tu mal carácter y a pedirle que te perdone.

—Nunca podré hacer eso —dijo Ana seca y determinadamente—. Puede castigarme de la manera que quiera, Marilla. Puede encerrarme en un oscuro y húmedo calabozo lleno de culebras y sapos y alimentarme sólo con pan y agua, y no me quejaré. Pero no puedo pedirle perdón a la señora Lynde.

—No tenemos costumbre de encerrar a la gente en oscuros y húmedos calabozos —dijo Marilla secamente—, sobre todo por-que son bastante escasos en Avonlea. Pero debes pedirle perdón a la señora Lynde, y lo harás, y permanecerás en tu cuarto hasta que me digas que estás dispuesta a ello.

—Entonces tendré que quedarme aquí para siempre —dijo Ana tristemente— porque no puedo decirle a la señora Lynde que siento haberle dicho esas cosas. ¿Cómo podría hacerlo? No lo siento. Siento haberla molestado, Marilla, pero estoy contenta de haberle dicho a ella todo lo que le dije. Fue una gran satisfacción. No puedo decir que estoy arrepentida cuando no es cierto, ¿no es verdad? ¡Ni aun imaginar que lo estoy!

—Quizá tu imaginación funcione mejor por la mañana —dijo Marilla, disponiéndose a salir—. Tendrás toda la noche para considerar tu conducta y formarte una idea mejor. Tú dijiste que tratarías de ser buena niña si te dejábamos en «Tejas Verdes», pero debo decirte que esta noche no me lo ha parecido.

Dejando este dardo clavado en el tormentoso pecho de Ana, Marilla descendió a la cocina, confusa la mente y apenado el corazón. Estaba tan enfadada con Ana como consigo misma, porque cada vez que recordaba la sorpresa que reflejaba el rostro de Rachel, su boca se crispaba divertida y sentía unos enormes y reprochables deseos de reír.

CAPÍTULO DIEZ

Ana pide perdón

Marilla nada dijo a Matthew del episodio de aquella tarde, pero como Ana no había dado su brazo a torcer, a la mañana siguiente debió dar una explicación de su ausencia en la mesa. Relató todo a su hermano, teniendo cuidado de destacar la enormidad de la conducta de la niña.

—Ha estado bien que alguna vez le contestaran a Rachel Lynde; es una vieja chismosa y entrometida —fue la consoladora respuesta de Matthew.

—Matthew Cuthbert, me sorprendes. ¡Sabes muy bien que el comportamiento de Ana ha sido horrible y sin embargo te pones de su parte! Supongo que tu próxima opinión será que no debemos castigarla.

—Bueno, no, no exactamente —dijo Matthew incómodo—. Creo que debemos castigarla un poco. Pero no seas demasiado dura con ella, Marilla. Recuerda que nunca tuvo a nadie que la educara bien. ¿Vas… vas a darle algo para que coma?

—¿Cuándo has oído que yo mate de hambre a la gente para que se porte correctamente? —preguntó Marilla, indignada—. Ella tendrá las comidas de costumbre y yo se las llevaré. Pero se ha de quedar allí hasta que pida perdón a la señora Lynde; está decidido, Matthew.

El desayuno, el almuerzo y la cena pasaron en silencio, pues Ana permanecía obstinada. Después de cada comida, Marilla iba a la buhardilla con una bandeja llena y la volvía a bajar sin disminución notable. Matthew contempló el último descenso con ojos azorados. ¿Había comido algo Ana?

Cuando Marilla salió al anochecer a reunir las vacas, Matthew, que había estado en el establo a la expectativa, se deslizó dentro de la casa con el aire de un ladrón, subiendo al piso superior. Generalmente, Matthew andaba entre la cocina y su pequeño dormitorio cerca del vestíbulo; alguna vez entraba en la sala o en el comedor, cuando el pastor venía a tomar el té. Pero desde la primavera en que ayudara a Marilla a empapelar el dormitorio de los huéspedes, y eso había ocurrido hacía cuatro años, no se había aventurado a subir.

Cruzó el pasillo de puntillas y se quedó durante varios minutos ante la puerta de la buhardilla, antes de reunir valor suficiente para llamar suavemente y entreabrir la puerta.

Ana estaba sentada en la silla amarilla, junto a la ventana, contemplando tristemente el jardín. Parecía muy pequeña e infeliz, y a Matthew se le encogió el corazón. Cerró suavemente la puerta y se acercó de puntillas.

—Ana —murmuró como si temiera que le oyeran—, ¿cómo lo estás pasando?

Ana le dedicó una sonrisa inexpresiva.

—Bastante bien. Imagino muchas cosas y eso me ayuda a pasar el tiempo. Desde luego, es bastante solitario. Pero quizá me acostumbre también a ello.

Ana volvió a sonreír, afrontando con valentía los largos años de prisión que la esperaban.

Matthew recordó que debía decir sin pérdida de tiempo lo que había ido a decir, no fuera que Marilla volviera prematuramente.

—Bueno, Ana, ¿no te parece que será mejor que lo hagas y termines el asunto? —murmuró—. Tarde o temprano deberás hacerlo, pues Marilla es una mujer muy tozuda. Hazlo ahora y acaba de una vez.

—¿Quiere decir que le pida disculpas a la señora Lynde?

—Sí, pedir disculpas, eso es —dijo vivamente Matthew—. Calmarla, por decirlo así. Ahí es donde estaba tratando de llegar.

—Supongo que podría hacerlo por usted —dijo Ana pensativamente—. Sería bastante cierto si dijera que lo siento, porque ahora lo siento. Anoche, no. Estaba completamente enfurecida, y lo estuve toda la noche. Lo sé porque me desperté tres veces y las tres estaba furiosa. Pero esta mañana todo había pasado. Ya no estaba enfadada. Me sentía terriblemente avergonzada de mí mis-ma. Pero no podía pensar en ir a decírselo a la señora Lynde. Sería muy humillante. Me decidí a quedarme encerrada antes de hacerlo. Pero por usted soy capaz de cualquier cosa, si es que lo quiere…

—Bueno, desde luego que sí. Estoy terriblemente solo abajo sin ti. Ve y trata de arreglarlo, como una buena chica.

—Muy bien —dijo Ana resignadamente—, tan pronto vuelva Marilla le diré que estoy arrepentida.

—Muy bien, Ana, pero no le digas que yo he venido. Podría pensar que me estoy entrometiendo; y le prometí no hacerlo.

—Nadie será capaz de arrancarme este secreto —prometió Ana solemnemente.

Pero Matthew se había ido, asustado de su propio éxito. Huyó presurosamente al rincón más remoto del campo, por temor a que Marilla sospechara su presencia. La propia Marilla, al regresar a casa, fue agradablemente sorprendida por una voz plañidera que la llamaba desde el otro lado del pasamanos.

—¿Bien? —dijo, entrando en el vestíbulo.

—Siento haberme enfadado y dicho cosas malas, y estoy dispuesta a decírselo a la señora Lynde.

—Muy bien. —El ceño de Marilla no daba señas de desarrugarse. Había estado meditando qué hacer si a Ana no se le ocurría ceder—. Te llevaré después de ordeñar.

Por lo tanto, después de ordeñar, cuesta abajo fueron Marilla y Ana; erguida y triunfante la primera, encogida y agobiada la segunda. Pero a mitad de camino, el agobio de Ana se desvaneció como por encanto. Alzó la cabeza y caminó con paso ágil, con los ojos fijos en el cielo crepuscular y un aire de reprimida alegría. Marilla contempló desaprobadoramente el cambio. Ésta no era la triste penitente que tenía que llevar a presencia de la ofendida señora Lynde.

—¿Qué estás pensando, Ana? —preguntó.

—Imagino qué le diré a la señora Lynde —contestó Ana soñadoramente.

Esto era satisfactorio, o debió haberlo sido. Pero Marilla no se pudo librar de la sensación de que su plan de castigo se desbarataba. Ana no tenía por qué parecer tan alegre y radiante.

Y así continuó hasta que llegaron a presencia de la señora Lynde, que estaba sentada tejiendo junto a la ventana. Allí desapareció la alegría y una triste penitencia apareció en todos sus rasgos. Antes de que se cruzara una palabra, Ana cayó de rodillas ante la azorada señora Lynde y alzó sus brazos implorantes.

—Oh, señora Lynde, estoy terriblemente avergonzada —dijo, con temblor en la voz—. Nunca podré expresar cuánto lo siento, ni aunque usara todo el diccionario. Imagínese, me he portado muy mal con usted y he hecho quedar mal a mis queridos Marilla y Matthew, que me permiten vivir en «Tejas Verdes» aunque no soy un muchacho. Soy una niña terriblemente mala e ingrata y merezco que se me castigue y se me aparte para siempre de la gente respetable. Hice muy mal en enfadarme porque usted me dijo la verdad. Era verdad; cada una de sus palabras lo fue. Mi cabello es rojo, tengo pecas, soy fea y flaca. Lo que yo le dije a usted era verdad también, pero no debí haberlo dicho. Oh, señora Lynde, por favor, perdóneme. Si se niega, será para mí una pena para toda la vida. A usted no le gustaría infligir a una pobre huérfana una pena para toda la vida, aunque ella tenga un carácter terrible, ¿no es cierto? Estoy segura de que no. Por favor, diga que me perdona, señora Lynde.

 

Ana juntó las manos, inclinó la cabeza y esperó la voz de la justicia.

Sobre su sinceridad no cabían dudas; cada palabra la expresaba. Tanto Marilla como Rachel reconocían el inconfundible acento. Pero la primera comprendió que Ana estaba disfrutando con su humillación; se divertía con todo aquello. ¿Dónde estaba el castigo que ella había previsto? Ana lo había transformado en una especie de positivo placer.

La buena señora Lynde, que no gozaba de una percepción tan aguda, no podía ver eso. Sólo percibía que Ana había pedido amplias disculpas y todo resentimiento se desvaneció de su buen corazón.

—Vamos, vamos, levántate, chiquilla —dijo cariñosamente—. Desde luego que te perdono. Creo que fui un poco dura contigo, de todas maneras. Pero soy una persona charlatana. No debes darme importancia, eso es. No se puede negar que tus cabellos son de un rojo intenso; pero yo conocía a una niña (fuimos juntas al colegio) que tenía el pelo tan rojo como tú cuando era joven, pero al crecer se le oscureció y llegó a ser de un hermoso castaño claro. No me sorprendería que a ti te pasara lo mismo, eso es.

—¡Oh, señora Lynde —Ana aspiró profundamente al ponerse en pie—, me ha dado una esperanza! Siempre sentí que usted era una buena persona. Oh, podría resistir cualquier cosa si sólo pudiera pensar que mi cabello será de un hermoso castaño claro cuando crezca. Sería tan fácil ser buena si el cabello fuera de ese color, ¿no le parece? ¿Y ahora puedo salir al jardín y sentarme en ese banco bajo los manzanos, mientras usted y Marilla hablan? Hay allí tanto campo para la imaginación…

—Sí, corre, niña. Y puedes hacer un ramito de lilas si quieres. Al cerrarse la puerta tras Ana, la señora Lynde fue a encender una lámpara.

—Verdaderamente, es una chiquilla rara. Siéntese en esta silla, Marilla, es mejor que la que tiene ahora; ésa la guardo para el criado. Sí, por cierto que es una criatura rara, pero tiene algo que atrae. No me sorprende que usted y Matthew se hayan quedado con ella, ni les compadezco tampoco. Puede resultar muy buena. Desde luego, tiene una manera extraña de expresarse, algo… algo violenta; pero es probable que la venza, ahora que ha venido a vivir entre gentes civilizadas. Y además, su genio es bastante vivo; pero hay una ventaja: una criatura que tiene el genio vivo, que se arrebata y se calma con facilidad, no es dada a ser taimada o impostora. En conjunto, me gusta, Marilla.

Cuando Marilla salió de la casa, Ana abandonaba la fragante penumbra del huerto con un ramo de narcisos en las manos.

—Me disculpé bastante bien, ¿no es cierto? —dijo orgullosa-mente mientras bajaban la cuesta—. Pensé que ya que tenía que hacerlo, lo haría ampliamente.

—Lo hiciste bien —fue el comentario de Marilla, quien se escandalizó al verse propensa a reír ante el recuerdo de la entrevista. Tenía la incómoda sensación de que debía reprender a Ana por disculparse tan bien, pero eso era una ridiculez. Transigió con su conciencia diciendo severamente:

—Espero que no tengas más motivos para pedir disculpas y que aprenderás a dominarte, Ana.

—Eso no sería tan difícil si la gente no me reprendiera por mi aspecto —dijo Ana suspirando—. Otras cosas no me molestan, pero estoy tan cansada de que me reprendan por mi cabello, que no puedo evitar saltar de indignación. ¿Cree usted que mi cabello se volverá castaño claro cuando crezca?

—Ana, no deberías preocuparte tanto por tu apariencia. Temo que eres una criatura muy presumida.

—¿Cómo puedo ser presumida cuando sé que soy fea? —protestó Ana—. Me gustan las cosas bellas y odio mirar al espejo y ver algo que no sea hermoso. Me hace sentir muy triste; igual que cuando veo algo horrible.

—Quien hace cosas hermosas es hermoso —dijo Marilla.

—Eso ya me lo han dicho antes, pero tengo mis dudas al respecto —comentó escéptica Ana, oliendo los narcisos—. ¡Oh, estas flores son preciosas! La señora Lynde fue muy buena al dármelas. No tengo resentimiento. Pedir disculpas y ser perdonada produce una hermosa sensación, ¿no es así? ¿No están brillantes las estrellas esta noche? Si pudiera vivir en una estrella, ¿cuál elegiría? A mí me gustaría aquella grande que se ve a lo lejos, sobre la colina.

—Ana, por favor, cállate —dijo Marilla, completamente agotada por tener que seguir los giros del pensamiento de Ana.

Ana no habló más hasta que llegaron al caminito. Allí las recibió una brisa juguetona, cargada de aromas. A lo lejos, entre las sombras, una alegre luz brillaba en la cocina de «Tejas Verdes». Ana se acercó de pronto a Marilla y deslizó su mano entre las endurecidas palmas de la mujer.

—Es hermoso volver al hogar, cuando se sabe que es un hogar —dijo—. Yo quiero a «Tejas Verdes». Ningún lugar me pareció antes ser mi hogar. ¡Oh, Marilla, soy tan feliz! Podría ponerme a rezar en este momento sin que me resultara difícil.

Al contacto de aquella manecita, algo cálido y placentero invadió el corazón de Marilla; quizá era un resabio de la maternidad que no gozara. Lo insólito y dulce de aquella sensación la turbó. Se apresuró a restaurar su estado de ánimo habitual inculcando moral.

—Mientras seas buena serás feliz, Ana. Y nunca debe costar-te trabajo decir tus oraciones.

—Decir las oraciones no es lo mismo que rezar —dijo Ana, meditabunda—. Pero voy a imaginarme que soy el viento que sopla en los árboles. Cuando me canse de los árboles, imaginaré que estoy en los helechos, luego volaré hasta el jardín de la señora Lynde y haré danzar las flores; después iré con un gran salto al campo de los tréboles, y más tarde acariciaré el Lago de las Aguas Refulgentes, quebrándolo en pequeños rizos brillantes. ¡Hay tanto campo para la imaginación en el viento! De manera que ya no hablaré más por ahora, Marilla.

—Gracias al cielo —murmuró la mujer, con devoto alivio.

CAPÍTULO ONCE

La opinión de Ana sobre la escuela dominical

—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Marilla. Ana estaba en su cuarto, observando solemnemente tres vestidos nuevos que se hallaban sobre la cama. Uno era de una tela de algodón amarillo que Marilla había comprado el verano anterior a un buhonero, tentada por lo duradera que parecía; otro, de raso a cuadros blancos y negros, tela que había obtenido en un tenducho de compra y venta en el invierno; y el tercero, estampado en un feo azul que había adquirido aquella semana en un negocio de Carmody.

Los había hecho ella misma, y eran todos iguales: faldas sencillas unidas a batas sencillas con mangas tan sencillas como las batas y las faldas, y tan estrechas como pueden serlo unas mangas.

—Imaginaré que me gustan —dijo Ana juiciosamente.

—No quiero que lo imagines —exclamó Marilla, ofendida—. ¡Oh, ya veo que no te gustan! ¿Qué tienen de malo? ¿No son pulcros y limpios y nuevos?

—Sí.

—¿Entonces por qué no te gustan?

—No son… no son… bonitos —dijo Ana de mala gana.

—¡Bonitos! —bufó Marilla—. No me preocupé de que fueran bonitos. No creo en vanidades tontas, Ana, te lo digo directamente. Esos vestidos son buenos, duraderos, sin ringorrangos ni volantes y son cuanto tendrás este verano. El amarillo y el azul estampado te los pondrás para ir al colegio cuando comiencen las clases, y el de raso lo usarás para ir a la iglesia y a la escuela dominical. Espero que los conservarás pulcros y limpios y que \ no los romperás. Pensé que estarías agradecida después de esas 1 mezquinas ropas que has estado llevando.

—Oh, estoy agradecida —protestó Ana—. Pero lo hubiera estado muchísimo más si… si me hubieras hecho uno con mangas abullonadas. ¡Las mangas abullonadas están tan de moda ahora! ¡Me estremecería tanto usar un vestido con mangas abullonadas!

—Bueno, tendrás que quedarte sin tu estremecimiento. No tengo género para desperdiciar en mangas abullonadas. De cualquier modo, me parecen ridículas. Prefiero las lisas y sencillas.

—Pero me gustaría parecer ridícula igual que todas las demás en lugar de lisa y sencilla yo sola —insistió Ana tristemente.

—¡Como para hacerte caso! Bueno, cuelga esos vestidos cuidadosamente en tu armario y luego siéntate y estudia tu lección para la escuela dominical. El señor Bell me dio un libro para ti e irás a la escuela mañana —dijo Marilla, desapareciendo escaleras abajo con ira.

Ana juntó las manos y miró los vestidos.

—Tenía esperanza de que uno fuera blanco y con mangas abullonadas —murmuró con desconsuelo—. Recé para que así fuera, pero no me hice muchas ilusiones. Suponía que Dios no tendría tiempo para molestarse por el vestido de una huérfana. Sabía que sólo dependería de Marilla. Bueno, afortunadamente puedo imaginarme que uno es de muselina blanca como la nieve, con encantadores volantes de encaje y mangas muy abullonadas.

A la mañana siguiente, un fuerte dolor de cabeza le impidió a Marilla acompañar a Ana a la escuela dominical.

—Tienes que ir y preguntar por la señora Lynde —le dijo—. Ella se ocupará de ponerte en el grado que te corresponda. Ahora, decídete a portarte convenientemente. Luego pídele a la señora Lynde que te indique nuestro banco. Aquí tienes una moneda para la colecta. No mires a todos lados y no molestes. Espero que me cuentes el sermón cuando regreses.

Ana se puso en marcha intachablemente, engalanada con el vestido de raso blanco y negro, el cual, decente en lo que se refería a su largo, y sin merecer el apelativo de mezquino, contribuía a acentuar cada uno de los ángulos de su delgado cuerpecillo. Llevaba un sombrero de marinero nuevo, plano y brillante, cuya extrema chatura había igualmente desilusionado a Ana, que se había permitido soñar con cintas y flores. Sin embargo, puso unas cuantas de estas últimas antes de llegar al camino principal; habiéndose encontrado a mitad de la senda que bajaba al camino con un dorado brote de narcisos agitados por el viento y de rosas silvestres, Ana prontamente engalanó su sombrero con una abundante guirnalda. No importa lo que pensaran los demás del resultado, éste la satisfacía y bajó alegremente al camino irguiendo orgullosamente su roja cabeza decorada de rosa y amarillo.

Cuando llegó a la casa de la señora Lynde, ésta se había ido. Sin intimidarse, Ana siguió adelante sola hacia la iglesia. En el atrio halló a un grupo de niñas, casi todas vestidas alegremente de blanco, azul y rosa. Todas se fijaron en la extraña que llevaba la cabeza tan extraordinariamente adornada. Las niñas de Avonlea ya habían escuchado algunas historias extrañas sobre Ana; la señora Lynde dijo que tenía un carácter terrible; Jerry Boute, el chico que ayudaba en las labores en «Tejas Verdes», contaba que siempre hablaba consigo misma o con los árboles y las flores como una loca. La miraban y murmuraban unas con otras escudándose en sus cuadernillos. Nadie tuvo para ella un ademán amistoso, ni allí ni más tarde, cuando terminados los primeros oficios Ana se halló en la clase de la señorita Rogerson.

La señorita Rogerson era una dama de edad madura que llevaba veinte años enseñando en la escuela dominical. Su método de enseñanza consistía en hacer una de las preguntas impresas en el cuadernillo y observar fijamente por encima del canto a la niña destinada a contestar la pregunta. Observó a Ana en varias ocasiones, y ésta contestó inmediatamente gracias a la disciplina a que la había sometido Marilla, aunque habría que ver cuánto había entendido de las preguntas o respuestas.

Le pareció que no le gustaba a la señorita Rogerson y se sintió muy desgraciada; todas las niñas de la clase llevaban mangas abullonadas. Ana pensó que no valía la pena vivir sin mangas abullonadas.

—Y bien, ¿qué te ha parecido la escuela dominical? —inquirió Marilla al regreso de Ana.

Ésta llegaba sin guirnalda, pues la había dejado en el sendero, de manera que Marilla no se enteró por el momento.

—No me gustó ni pizca. Fue horrible.

—¡Ana Shirley! —dijo Marilla en tono de censura. Ana se sentó en la mecedora con un largo suspiro, besó una de las hojas de Bonny y acarició un capullo de fucsia.

—Deben haberse sentido muy solos mientras estuve fuera — explicó—. Y ahora, sobre la escuela, me comporté bien, tal como usted me recomendara. La señora Lynde ya se había ido, pero continué el camino sola. Entré en la iglesia con un montón de niñas más y me senté en el extremo de un banco junto a la ventana mientras duraron los primeros oficios. El señor Bell pronunció una plegaria espantosamente larga. Me hubiera cansado muchísimo de no haber estado sentada junto a la ventana. Pero ésta daba justamente al Lago de las Aguas Refulgentes y me quedé mirándolo e imaginando toda clase de cosas espléndidas.

 

—No debiste haber hecho nada de eso. Debiste haber escuchado al señor Bell.

—Pero él no me hablaba a mí —protestó Ana—. Le hablaba a Dios y no parecía poner mucho interés en ello. Supongo que pensaba que Dios estaba demasiado lejos para que valiera la pena. Sin embargo, yo también dije una pequeña plegaria. Había una larga hilera de abedules cuyas ramas caían sobre el lago, y el sol, pasando a través de ellos, se sumergía en lo más profundo del lago. ¡Oh, Marilla, parecía un hermoso sueño! Sentí un estremecimiento y repetí dos o tres veces: «Gracias por esto, Dios».

—No en alta voz, supongo —dijo Marilla ansiosamente.

—Oh, no en voz muy alta. Bueno, el señor Bell terminó por fin y me dijeron que entrara a una clase, que resultó ser la de la señorita Rogerson. Allí había nueve niñas más. Todas con mangas abullonadas. Traté de imaginarme que yo también las llevaba, pero no pude. ¿Por qué no pude? Resultaba muy fácil cuando estaba sola en la buhardilla, pero era tremendamente difícil conseguirlo allí donde todas las demás las tenían.

—No debiste haber estado pensando en tus mangas en la Escuela Dominical. Debiste aprender la lección. Espero que la hayas sabido.

—Oh, sí; y contesté un montón de preguntas. No creo que esté muy bien que la señorita Rogerson haga todas las preguntas. Había muchísimas que yo quería formularle, pero no lo hice porque no creo que sea un espíritu gemelo. Luego todas las demás niñas recitaron una paráfrasis. La señorita Rogerson me preguntó si yo sabía alguna. Le dije que no, pero que si quería podía recitar «El Perro en la Tumba de su Amo». Está en el Tercer libro de lectura. En realidad no es una poesía que tenga mucho de religioso, pero es tan triste y melancólica que hubiera quedado bien. Dijo que no y que estudiara la oración diecinueve para el próximo domingo. La leí en la iglesia más tarde y es espléndida. Especialmente hay dos líneas que me estremecen:

Tan rápido como caían los escuadrones destrozados

En el aciago día de Midian.

»No sé lo que quiere decir "escuadrones" ni "Midian", pero suena tan trágico. Apenas puedo esperar hasta el próximo domingo para recitarlo. Practicaré toda la semana. Después de la clase le pedí a la señorita Rogerson —porque la señora Lynde estaba muy lejos— que me indicara nuestro banco. Me senté tan callada como pude y el texto rué Revelaciones, capítulo tercero, versículos segundo y tercero. Era un texto muy largo. Si yo fuera pastor elegiría los más cortos y elegantes. El sermón también fue terriblemente largo. Supongo que el pastor lo hizo de acuerdo al texto. No creo que tenga nada de interesante. Su mayor inconveniente es que no tiene suficiente imaginación. No le presté mucha atención. Di libertad a mis pensamientos y pensé en las cosas más sorprendentes.

Marilla sintió desesperadamente que todo aquello debía ser reprendido con severidad, pero se lo impidió el innegable hecho de que algunas cosas que había dicho Ana, especialmente acerca de los sermones del ministro y las oraciones del señor Bell, eran exactamente las que ella había llevado en lo más profundo de su corazón durante muchos años, pero que nunca había expresado. Casi le parecía que esos secretos y reprimidos pensamientos de crítica, repentinamente se habían hecho visibles y habían tomado forma en la persona de aquella deslenguada criatura.

CAPÍTULO DOCE

Un voto solemne y una promesa

Hasta el viernes siguiente Marilla no se enteró de la historia del sombrero adornado con flores. Al volver de casa de la señora Lynde, llamó a Ana.

—Ana, la señora Rachel dice que el domingo fuiste a la iglesia con el sombrero ridículamente adornado con rosas y narcisos. ¿Qué te impulsó a hacer eso? ¡Debes haber sido algo digno de verse!

—Oh, ya sé que el rosa y el amarillo no me quedan bien —empezó Ana.

—¡Muy bonito! ¡Lo ridículo fue ponerle flores al sombrero, no importa de qué color fueran! ¡Eres la criatura más extravagante!

—No veo que sea más ridículo llevar flores en el sombrero que en el vestido —protestó Ana—. Infinidad de niñas tenían ramos de flores sujetos al vestido. ¿Cuál es la diferencia?

A Marilla no la iban a llevar de la seguridad de lo concreto a las dudosas rutas de lo abstracto.

—No me contestes así, Ana. Fuiste una tonta. Que no te vuelva a ver hacerlo. La señora Rachel dijo que hubiera querido que la tierra la tragase cuando te vio llegar ataviada así. No pudo acercarse a decirte que te las quitaras hasta que fue demasiado tarde. Diré que la gente lo consideró algo horrible. Desde luego que pensaran que yo te he dejado salir así.

—Oh, lo siento tanto —dijo Ana, con las lágrimas asomándole a los ojos—. Nunca pensé que le desagradara. Las rosas y los narcisos eran tan bonitos que me pareció que quedarían bien en el sombrero. Muchas de las niñas llevaban flores artificiales en los sombreros. Me parece que voy a ser un dolor de cabeza para usted. Quizá será mejor que me devuelva al asilo. Eso sería terrible; no creo que pudiera resistirlo. Es probable que muriera consumida por la tristeza; ¡así y todo, estoy tan delgada! Pero todo eso es mejor que ser un dolor de cabeza para usted.

—Tonterías —dijo Marilla, enfadada consigo misma por haber hecho llorar a la niña—. Puedes estar segura de que no quiero devolverte al asilo. Todo cuanto deseo es que te comportes como las otras niñas y no hagas el ridículo. No llores más. Tengo algunas noticias que darte. Diana Barry ha regresado esta tarde. Voy a pedirle prestado el -patrón de una falda; y si quieres, puedes acompañarme y así conocer a Diana.

Ana se puso en pie, con las manos apretadas y las lágrimas corriéndole aún por las mejillas; el trapo de cocina que estaba doblando cayó desplegado sobre el piso.

—Oh, Marilla, tengo miedo; ahora que ha llegado el momento, tengo miedo de verdad. ¿Qué pasaría si no le gusto? Sería la desilusión más trágica de mi vida.

—Vamos, no te aturdas. Me gustaría que no emplearas palabras largas. Suena tan raro en una niña. Creo que le gustarás bastante a Diana. Es a su madre a quien debes conquistar. Si se ha enterado de tu contestación a la señora Lynde y de tu aparición en la iglesia con flores en el sombrero, no sé qué pensará de ti. Debes ser cortés y bien educada y no hacer ninguno de tus sorprendentes discursos. ¡Por todos los santos, estás temblando!

Ana estaba temblando y tenía la cara pálida y tensa.

—Oh, Marilla, también usted estaría excitada si estuviera a punto de conocer a una niña que espera que sea su amiga del alma y a cuya madre corriera el peligro de no gustarle —dijo mientras se apresuraba a ponerse el sombrero.

Fueron hasta «La Cuesta del Huerto» por el atajo del arroyo, subiendo la colina de los abetos. La señora Barry salió a la puerta de la cocina en contestación a la llamada de Marilla. Era una mujer alta, de ojos y cabellos negros, con boca resuelta. Tenía la reputación de ser muy estricta con sus hijos.

—¿Cómo está usted, Marilla? —dijo cordialmente—. Pase, Supongo que ésta es la niña que han adoptado.

—Sí. Se llama Ana Shirley.

La señora Barry le estrechó la mano y dijo gentilmente:

—¿Cómo estás?

—Estoy bien físicamente aunque muy maltrecha de espíritu, señora; muchas gracias —dijo Ana con seriedad. Y luego le dijo a Marilla con un murmullo—: No hubo nada sorprendente en eso, ¿no es así?

Diana estaba sentada en el sofá, leyendo un libro, que apartó cuando entraron las visitas. Era una niña muy bonita, con los cabellos y los ojos negros de su madre, y las mejillas rosadas y una expresión alegre que heredara de su padre.