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100 Clásicos de la Literatura

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Marilla decidió que la instrucción religiosa de Ana debía comenzar inmediatamente. No había tiempo que perder.

—Mientras estés en mi casa, deberás decir tus oraciones, Ana.

—Por supuesto, ya que usted quiere que lo haga —asintió la niña alegremente—. Haría cualquier cosa por complacerla. Pero por esta vez tendrá usted que indicarme qué debo decir. Cuando me acueste, pensaré una bonita oración para decirla siempre. Creo que será muy interesante, ahora que me ha hecho pensarlo.

—Debes arrodillarte —dijo Marilla embarazosamente. Ana se arrodilló frente a Marilla y preguntó seriamente:

—¿Por qué la gente tiene que arrodillarse para rezar? Si yo realmente quisiera rezar, voy a decirle lo que haría. Iría a un campo grande, solitario, o me internaría en lo más profundo del bosque; miraría al cielo, arriba, arriba, arriba, a ese maravilloso cielo azul que parece no tener fin. Y entonces, realmente sentiría una plegaria. Bueno, estoy lista. ¿Qué tengo que decir?

Nunca había sentido Marilla más embarazo. Tenía la intención de enseñarle a Ana la clásica oración de los niños: «Con Dios me acuesto». Pero poseía, como ya se ha dicho, una cierta visión del sentido del humor —que es simplemente otra denominación del sentido de la oportunidad—; y repentinamente se le ocurrió que aquella simple plegaria, sagrada para una niñez vestida de blanco, balbuceada sobre el regazo materno, era algo completamente inapropiado para aquella chiquilla pecosa que nada sabía del amor de Dios, dado que éste no le había llegado por medio del amor humano.

—Eres lo suficientemente mayor como para rezar por ti misma, Ana —dijo por fin—. Sólo dale gracias a Dios por sus bendiciones y ruégale con humildad que te conceda lo que deseas.

—Bueno, haré lo que pueda —prometió Ana escondiendo la cara en el regazo de Marilla—. «Padre nuestro amantísimo…» Así es como decía el cura, de modo que supongo que estará bien para una plegaria privada, ¿no es cierto? —se interrumpió alzando la cabeza por un momento—. «Padre nuestro amantísimo, te doy las gracias por el Blanco Camino del Encanto y por el Lago de las Aguas Refulgentes y por Bonny y por la Reina de las Nieves. Te estoy extremadamente agradecida por ello. Y éstas son todas las cosas que tengo que agradecerte por el momento. En cuanto a las que tengo que pedirte, es tanto, que llevaría mucho tiempo nombrarlo, de manera que sólo mencionaré las dos cosas más importantes: Por favor déjame quedarme en "Tejas Verdes"; y por favor, haz que sea guapa cuando crezca.

Tuya sinceramente,

Ana Shirley.

—Ya está. ¿Lo hice bien? —preguntó ansiosamente mientras se levantaba—. Podía haberlo hecho mucho mejor de haber tenido algo más de tiempo para pensarlo.

Lo único que impidió que a la pobre Marilla le diera un colapso fue el convencimiento de que no era la irreverencia lo que motivaba la original petición de Ana, sino la simple ignorancia religiosa.

Arropó a la niña, mientras para sus adentros se hacía la promesa de que al día siguiente le enseñaría una verdadera oración, y ya dejaba la habitación con la vela en la mano, cuando Ana la llamó.

—Ahora me doy cuenta. Debería haber dicho «amén» en vez de «tuya sinceramente», ¿no es cierto?; así decían los curas. Lo había olvidado, pero me parecía que una oración había que terminarla de alguna manera. ¿Cree que importará?

—Yo… yo creo que no —dijo Marilla—. Ahora duérmete como una niña buena. Buenas noches.

—Hoy puedo decir buenas noches con la conciencia tranquila —dijo Ana abrazándose a la almohada.

Marilla se retiró a la cocina, puso la vela sobre la mesa y dirigió a Matthew una mirada penetrante.

—Matthew Cuthbert, ya es tiempo de que alguien se haga cargo de esa niña y le enseñe algo. Es casi una perfecta pagana. ¿Quieres creer que nunca había dicho una plegaria en su vida hasta esta noche? Mañana mandaré pedir a la rectoría el libro de religión; sí, eso es lo que haré. Y asistirá a la Escuela Dominical tan pronto como pueda hacerle algunas ropas apropiadas. Preveo que tendré muchísimo que hacer. Bueno, bueno, no podemos pretender pasar por el mundo sin nuestra carga de tribulaciones. Hasta hoy he llevado una vida fácil, pero ha llegado mi hora por fin y creo que tendré que enfrentarla lo mejor que pueda.

CAPÍTULO OCHO

Comienza la educación de Ana

Por razones muy personales, Marilla no dijo a Ana hasta la tarde siguiente que se quedaría en «Tejas Verdes». Durante la mañana mantuvo a la niña ocupada en distintas tareas y la observó con ojo vigilante. Al mediodía ya había decidido que Ana era pulcra y obediente, deseosa de trabajar y rápida para aprender, viendo que su mayor defecto era ponerse a soñar con los ojos abiertos en medio de la labor, olvidándola hasta que una reprimenda o una catástrofe la devolvía al mundo.

Cuando Ana hubo terminado de lavar los platos del almuerzo, se dirigió a Marilla, con el aspecto de alguien desesperadamente decidido a saber lo peor. Su delgado cuerpecito temblaba de la cabeza a los pies; su cara estaba enrojecida y sus ojos dilatados. Juntó las manos y dijo con voz implorante:

—Oh, señorita Cuthbert, ¿quisiera decirme si me van a devolver o no? He tratado de ser paciente toda la mañana, pero en realidad siento que no podré resistir más. Es una sensación horrible. Dígamelo, por favor.

—No has limpiado el trapo con agua caliente como te indiqué —dijo Marilla, inconmovible—, ve a hacerlo antes de preguntar más, Ana…

Ana fue a hacer lo que le indicaban. Luego volvió junto a Marilla y fijó en ésta sus ojos implorantes.

—Bueno —dijo Marilla, incapaz de hallar alguna otra excusa para retardar más el asunto—. Supongo que ya puedo decírtelo. Matthew y yo hemos decidido quedarnos contigo; esto es, si tratas de ser una buena niña y demostrarte agradecida. Pero chiquilla, ¿qué ocurre?

—Estoy llorando —dijo Ana, con tono azorado—. No puedo pensar por qué. Estoy todo lo contenta que es posible. Oh, contenta no me parece la palabra indicada. Estaba contenta del Blanco Camino y de los capullos del cerezo; pero esto, ¡oh, es algo más que alegría! ¡Soy tan feliz! ¡Trataré de ser muy buena! Será una tarea terrible, supongo, pues la señora Thomas me decía muy a menudo que soy muy mala. Sin embargo, haré cuanto pueda. Pero ¿me puede decir por qué lloro?

—Supongo que porque estás excitada y nerviosa —dijo Marilla con reproche—. Siéntate en esa silla y trata de calmarte. Me parece que ríes y lloras con demasiada facilidad. Sí, puedes quedarte aquí y trataremos de hacer algo bueno de ti. Debes ir a la escuela; pero como sólo falta un par de semanas para las vacaciones, no vale la pena que comiences antes de que reabran en septiembre.

—¿Cómo debo llamarla? —preguntó Ana—. ¿Debo decir siempre señorita Cuthbert? ¿Puedo llamarla tía Marilla?

—No; llámame simplemente Marilla. No estoy acostumbrada a que me llamen señorita Cuthbert y me pondría nerviosa.

—Suena terriblemente irrespetuoso llamarla Marilla —protestó Ana.

—Creo que no habrá nada irrespetuoso en ello si tienes cuidado de hablar respetuosamente. Todos en Avonlea, jóvenes y viejos, me llaman Marilla, excepto el pastor. Él dice señorita Cuthbert, cuando se acuerda.

—Me gustaría llamarla tía Marilla —dijo Ana, pensativa—; nunca he tenido una tía ni pariente alguno; ni siquiera una abuela. Me haría sentir como si realmente fuera de la familia. ¿Puedo llamarla tía Marilla?

—No, no soy tu tía y no me gusta dar a la gente nombres que no le pertenecen.

—Pero podríamos imaginar que lo es.

—Yo no podría —dijo Marilla, ceñuda.

—¿Nunca imagina usted cosas distintas de lo que son en realidad? —preguntó Ana con los ojos abiertos.

—No.

—¡Oh! —Ana aspiró profundamente—. ¡Oh, señorita… Marilla, no sabe lo que se pierde!

—No creo en eso de imaginar las cosas distintas de cómo son en realidad —respondió Marilla—. Cuando el Señor pone en nosotros unas características, no debemos imaginar que son distintas. Y eso me hace recordar algo. Ve al salón, Ana; asegúrate de no dejar entrar moscas y de que tienes las suelas limpias, y tráeme la estampa que hay sobre el mantel. El Padre Nuestro está impreso allí y puedes dedicar esta tarde a aprenderlo de memoria. No quiero oír más oraciones como la de anoche.

—Supongo que fui muy torpe —dijo Ana—, pero es que, ¿sabe usted?, nunca tuve práctica. ¿No esperaría usted que alguien rezara muy bien la primera vez que lo hace, no es así? Pensé una espléndida plegaria después de acostarme, tal como le prometí hacerlo. Era casi tan larga como la de un sacerdote; e igual de poética. Pero, ¿creerá que esta mañana al despertar no recordaba una sola palabra de ella? Y tengo miedo de no poder volver a pensar otra tan buena. Por alguna razón, segundas partes nunca son buenas. ¿Ha notado eso?

—Aquí hay algo que debes notar tú, Ana. Cuando te mando hacer algo quiero que me obedezcas inmediatamente y que no te quedes como una estatua y hagas un discurso. Debes ir y hacer lo que se te mande.

Rápidamente, Ana cruzó el vestíbulo. Tardaba en volver, de manera que después de esperar diez minutos, Marilla dejó su labor y fue en su busca con ceñuda expresión. La encontró inmóvil ante un cuadro colgado entre dos ventanas, con las manos cogidas a la espalda, la cara levantada y los ojos iluminados por los sueños. La luz blanca y verde que cruzaba entre los manzanos y las vides caía sobre la extasiada figurita, dándole un aspecto casi sobrenatural.

—Ana, ¿en qué estás pensando? —preguntó secamente Marilla.

La chiquilla volvió sobresaltada a la realidad.

—En eso —dijo señalando el cuadro, una litografía bastante vivida titulada «Cristo bendiciendo a los niños»—. Me imaginaba que era uno de ellos, esa niña que está sola en el rincón como si no fuera de nadie, igual que yo. Parece triste y solitaria, ¿no cree usted? Sospecho que no tiene madre ni padre. Pero también quería Su bendición, de manera que se acercó tímidamente al extremo de la multitud, esperando que nadie, excepto Él, la notara. Yo sé cómo debía sentirse. Su corazón debe haber latido y sus manos haber estado frías, igual que las mías cuando le pregunté si podría quedarme. Ella temía que Él no la viera. Pero creo que debió verla, ¿no le parece? He estado tratando de imaginarme todo eso; ella se deslizaba hasta llegar a Su lado, y entonces Él la miraba y ponía su mano sobre su cabecita, y ¡qué estremecimiento de alegría recorría su cuerpo! Pero me hubiera gustado que el artista no hubiese pintado al Señor con un aspecto tan triste. No sé si habrá notado que todos sus retratos son así. Yo no creo que Él tuviera ese aspecto en realidad, pues los niños le hubieran temido.

 

—Ana —dijo Marilla, pensando por qué no había interrumpido antes ese largo discurso—, no debes hablar así. Es irreverente, claramente irreverente.

Ana abrió los ojos.

—Pero si me parecía ser todo lo reverente que podía. No creí que no lo fuera.

—Bueno, no creo que lo hicieras intencionadamente, pero no me parece correcto hablar de esas cosas con tanta familiaridad. Otra cosa, Ana: cuando te mando a buscar algo, has de traerlo enseguida y no quedarte soñando ante los cuadros. Recuérdalo. Coge esa estampa y ven a la cocina. Siéntate en el rincón y apréndete la plegaria de memoria.

Ana colocó la cartulina contra el jarrón lleno de flores que había traído para decorar la mesa. Marilla había contemplado de soslayo aquella decoración, pero nada dijo. Apoyó la barbilla en las manos y la estudió en silencio durante varios minutos.

—Me gusta esto —anunció—. Es hermoso. Ya lo había escuchado antes; el director de la Escuela Dominical del asilo lo dijo una vez. Pero no me gustó entonces. Tenía una voz muy cascada y lo decía muy tristemente. Sentí que él consideraba rezar como un deber desagradable. Esto no es poesía, pero me hace sentir lo mismo que si lo fuera. «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.» Suena musical. Oh, estoy tan contenta de que haya pensado en hacérmelo aprender, señorita… digo, Marilla.

—Bueno, apréndelo y cierra la boca —dijo Marilla secamente.

Ana acercó el jarrón lo suficiente como para depositar un beso en una flor y luego estudió diligentemente durante algunos momentos más.

—Marilla —preguntó de pronto—. ¿Cree que alguna vez tendré una amiga del alma en Avonlea?

—¿Una…? ¿Qué clase de amiga?

—Una amiga del alma, una amiga íntima, ¿sabe?; un espíritu verdaderamente gemelo a quien confiar lo más profundo de mi alma. Toda mi vida he soñado tener una. Nunca creí poder tenerla, pero ya que tantos sueños hermosos se han hecho realidad de improviso, pensé que éste quizás se hiciera realidad también. ¿Lo cree posible?

—Diana Barry vive en «La Cuesta del Huerto» y tiene más o menos tu misma edad. Es una chiquilla muy buena y quizá sea tu compañera de juegos cuando regrese a su casa. En estos momentos está en Carmody, visitando a una tía. Sin embargo, tienes que tener cuidado de cómo te portas. La señora Barry es una mujer muy particular. No dejará jugar a Diana con una niña que no sea buena.

Ana miró a Marilla a través de las flores con los ojos brillantes de interés.

—¿Cómo es Diana? Sus cabellos no son rojos, ¿no es cierto? Oh, espero que no. Es bastante desgracia que yo los tenga, pero no podría soportarlo en una amiga del alma.

—Diana es una niña muy bonita. Tiene ojos y cabellos negros y las mejillas rosadas. Y es buena e inteligente, que es mejor que ser guapa.

Marilla era muy moralista y estaba firmemente convencida de que cada comentario que se hace a los niños debe tener mensaje. Pero Ana dejó a un lado el mensaje y se dedicó a la parte bella.

—Oh, estoy contenta de que sea guapa. Lo mejor, después de ser guapo uno mismo (cosa imposible en mi caso), es tener una hermosa amiga del alma. La señora Thomas tenía una biblioteca con puertas de vidrio en la sala. Allí no había ningún libro; la señora Thomas guardaba dentro su mejor vajilla y las confituras, cuando tenía alguna. Una de las puertas estaba rota. El señor Thomas la rompió una noche que se encontraba ligeramente intoxicado. Pero la otra se hallaba intacta, y yo acostumbraba imaginar que mi reflejo era otra niña que vivía allí. Yo la llamaba Katie Maurice y éramos muy íntimas. Solía hablarle mucho, especialmente los domingos, y contarle todo; Katie era el único consuelo de mi vida. Solíamos imaginar que la biblioteca estaba encantada y que si yo hubiera sabido el hechizo, la puerta se abriría y habría podido entrar en la habitación donde vivía Katie Maurice, en lugar de dentro de los estantes con vajilla y las confituras de la señora Thomas. Y entonces Katie Maurice me cogería de la mano, conduciéndome a ese lugar maravilloso, lleno de sol, flores y hadas, y hubiéramos vivido allí felices para siempre. Cuando fui a vivir con la señora Hammond, me partió el corazón dejar a Katie Maurice. A ella le pasó lo mismo, pues lloraba cuando me dio el beso de despedida a través de la puerta de la biblioteca. Pero río arriba, a poca distancia de la casa, había un largo valle verde con un hermoso eco. Devolvía cada palabra que se dijera, aunque fuera en voz baja. De manera que imaginé que era una niña llamada Violeta, que éramos las mejores amigas y que yo la quería casi tanto como a Katie Maurice. La noche antes de ir al asilo dije adiós a Violeta, y, ¡oh!, su adiós fue muy, muy triste. Me había acostumbrado tanto a ella que no pude imaginarme una amiga del alma en el asilo, aunque hubiera tenido allí algún campo para la imaginación.

—Me parece bien que no lo hubiera —dijo secamente Marilla—, no me gustan esas cosas. Pienso que crees mucho en tu imaginación. Te hará bien tener una amiga real para terminar con todas esas tonterías. Pero no dejes que la señora Barry te oiga hablar sobre tu Katie Maurice o tu Violeta, o creerá que andas contando cuentos.

—No lo haré. No podría hablar de ellas con cualquiera; su recuerdo es sagrado. Pero me pareció que debía decírselo a usted. Oh, mire esa gran abeja que ha salido de un capullo. ¡Qué hermoso lugar para vivir es un capullo! Debe ser lindo dormir allí cuando lo acuna el viento. Si no fuera un ser humano, me gustaría ser una abeja y vivir entre flores.

—Ayer querías ser una gaviota —gruñó Marilla—. Sospecho que eres inconstante. Te dije que aprendieras la plegaria y que no hablaras. Pero parece que es imposible que dejes de hablar si tienes alguien que te escuche. De manera que sube a tu habitación a estudiarla.

—Oh, ya la sé casi toda, menos la última línea.

—No importa, haz lo que te digo. Ve a tu habitación, termina de aprenderla bien y quédate allí hasta que te llame para que me ayudes a preparar el té.

—¿Puedo llevarme las flores para que me acompañen? —rogó Ana.

—No. ¿Querrás tener la habitación llena de flores? En primer lugar, debiste haberlas dejado en el árbol.

—Así lo pensé. Sentí que no debía abreviar su vida cortándolas; si yo fuera un capullo, no me gustaría que me cortasen. Pero la tentación fue irresistible. ¿Qué hace usted cuando tiene una tentación irresistible?

—Ana, ¿no has oído que debes ir a tu habitación? Ana suspiró, se retiró a su buhardilla y se sentó junto a la ventana.

—Ya está, ya sé la plegaria. Aprendí la última frase al subir por la escalera. Ahora voy a imaginar cosas en esta habitación, de manera que queden imaginadas para siempre. El suelo está cubierto por una alfombra de terciopelo con rosas y en las ventanas hay cortinas de seda roja. Las paredes están cubiertas por tapices de oro y plata. Los muebles son de caoba; nunca he visto caoba, pero suena a tan lujoso. Esto es un sofá cubierto con cojines de seda rosa, azul, escarlata y oro, y yo estoy graciosamente reclinada en él. Puedo ver mi imagen en la pared. Soy alta y hermosa, llevo un vestido de encaje blanco, con una cruz de perla sobre el pecho y perlas en los cabellos. Mi cabello es negro como la noche y mi piel de claro marfil. Mi nombre es Lady Cordelia Fitzgerald. No, no es así; no puedo hacer que eso parezca real.

Corrió hasta el espejo y se miró. Allí la contemplaron su delgada y pecosa cara y sus solemnes ojos grises.

—Tú no eres más que Ana de las «Tejas Verdes» —dijo—, y te veré con ese mismo aspecto cada vez que trates de imaginar a Lady Cordelia. Pero es un millón de veces más lindo ser Ana de las «Tejas Verdes» que ser Ana de ninguna parte, ¿no es así?

Se inclinó, besó afectuosamente su imagen y volvió junto a la ventana.

—Buenas tardes, querida Reina de las Nieves. Y buenas tardes, queridos abedules de la hondonada. Y buenas tardes, querida casa gris de la colina. ¿Llegará Diana a ser mi amiga del alma? Espero que sí y la querré mucho. Pero nunca olvidaré del todo a Katie Maurice y a Violeta. Se sentirían heridas si lo hiciera y no me gusta hacerle daño a nadie, aunque sea una niña de la biblioteca o del eco. Debo tener cuidado de acordarme de ellas y mandarles un beso cada día.

Ana lanzó un par de besos con los dedos hacia las flores, y luego, con la barbilla entre las manos, vagó por un mar de sueños.

CAPÍTULO NUEVE

La señora Rachel se horroriza

Ana llevaba ya dos semanas en «Tejas Verdes» cuando la señora Lynde fue a visitarla. Para hacerle justicia, hay que aclarar que no tuvo la culpa de su tardanza. Una fuerte gripe fuera de estación había confinado a la buena señora en su casa casi desde su última visita a «Tejas Verdes». La señora Rachel no se ponía enferma a menudo y despreciaba a quienes lo estaban; pero la gripe, aseguraba, no era como las demás enfermedades, y sólo podía interpretarse como una visita especial de la Providencia. Tan pronto como el médico le permitió salir, se apresuró a correr a «Tejas Verdes», muerta de curiosidad por ver a la huérfana de Matthew y Marilla, inquieta por las historias y suposiciones de toda clase que se habían divulgado por Avonlea.

Ana había aprovechado bien cada instante de aquellos quince días. Ya había trabado conocimiento con cada uno de los árboles y arbustos del lugar. Había descubierto un sendero que comenzaba más allá del manzanar y subía a través del bosque y lo había explorado hasta su extremo más lejano, viendo el arroyo y el puente, los montes de pinos y arcos de cerezos silvestres, rincones tupidos de helechos y senderos bordeados de arces y fresnos.

Se había hecho amiga del manantial de la hondonada, aquel maravilloso manantial profundo, claro y frío como el hielo, adornado con calizas rojas y enmarcado por helechos acuáticos.

Y más allá había un puente de troncos sobre el arroyo.

Aquel puente conducía los danzarines pies de Ana hacia una colina boscosa donde reinaba un eterno crepúsculo bajo los erguidos pinos y abetos. Las únicas flores que había eran los miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior. Las delgadas hebras centelleaban como plata entre los árboles y las ramas de los pinos y las campanillas parecían cantar una canción de amistad.

Todos estos embelesados viajes de exploración eran llevados a cabo en los ratos libres que le quedaban para jugar, y Ana ensordecía a Marilla y a Matthew con sus descubrimientos. No era que Matthew se quejase; escuchaba todo sin decir una palabra y con una sonrisa de regocijo en el rostro. Marilla permitía la «charla», hasta que se daba cuenta de que ella misma se estaba interesando demasiado, y entonces interrumpía a Ana bruscamente con la orden de que cerrara la boca.

Ana estaba fuera, en el huerto, vagando a sus anchas por el césped fresco y trémulo salpicado por la rojiza luz del atardecer, cuando llegó la señora Rachel, de modo que la buena señora tuvo una magnífica ocasión para hablar de su enfermedad, describiendo cada dolor y cada latido del pulso con una satisfacción tan evidente que Marilla pensó que hasta la gripe debía tener sus compensaciones. Cuando terminó con todos los detalles, la señora Rachel dejó caer la verdadera razón de su visita.

—He escuchado cosas muy sorprendentes sobre usted y Matthew.

—No creo que esté usted más sorprendida que yo misma —dijo Marilla—. Todavía me estoy recuperando de la sorpresa.

—Es una lástima que se diera tal equivocación —dijo la señora Rachel—. ¿No podrían haberla devuelto?

 

—Supongo que sí, pero decidimos no hacerlo. Matthew se encariñó con ella. Y a mí también me gusta, aunque reconozco que tiene defectos. La casa ya parece otra. Es una niña realmente inteligente.

Marilla dijo más de lo que tenía intenciones de expresar cuando comenzó a hablar, pues leía el reproche en la expresión de la señora Rachel.

—Es una gran responsabilidad la que se ha tomado —dijo la dama tétricamente—, especialmente cuando nunca ha tenido práctica con criaturas. Supongo que conoce mucho sobre ella o sobre su carácter, y nunca se sabe cómo ha de resultar un chico de éstos. Pero en realidad no quiero desanimarla, Marilla.

—No me siento desanimada —fue la seca respuesta de Marilla—. Cuando me decido a hacer una cosa, me mantengo firme. Supongo que querrá usted ver a Ana. La llamaré.

Ana llegó corriendo inmediatamente, con el rostro resplandeciente por la delicia que le ocasionaban las correrías por la huerta; pero, sorprendida al encontrarse con la inesperada presencia de una persona extraña, se detuvo confundida junto a la puerta. Ciertamente, tenía una apariencia ridícula con el corto y estrecho vestido de lana que usara en el asilo y debajo del cual sus piernas parecían deslucidamente largas. Sus pecas se veían más numerosas e inoportunas que nunca; el viento había colocado su cabello en un brillante desorden; nunca había parecido más rojo que en aquel momento.

—Bueno, no te han elegido por tu apariencia; de eso no hay duda —fue el enfático comentario de la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era una de esas deliciosas y populares personas que se jactan de decir siempre lo que piensan—. Es terriblemente flaca y fea, Marilla. Acércate, niña, y deja que te mire. ¡Por Dios!, ¿ha visto alguien pecas como éstas? ¡Y su cabello es tan rojo como la zanahoria! Acércate, niña, he dicho.

Ana «se acercó», pero no exactamente como lo esperaba la señora Rachel. De un salto cruzó la cocina y se detuvo frente a la señora Lynde con el rostro enrojecido por la ira, los labios temblorosos y estremeciéndose de pies a cabeza.

—¡La odio! —gritó con voz sofocada, golpeando el suelo con el pie—. ¡La odio! ¿Cómo se atreve a llamarme pecosa y a decir que tengo el cabello rojo? ¿Cómo se atreve a decir que soy flaca y fea? ¡Es usted una mujer brusca, descortés y sin sentimientos!

—¡Ana! —exclamó Marilla, consternada.

Pero Ana continuaba frente a la señora Rachel con la cabeza levantada, los ojos centelleantes, los puños apretados, despidiendo indignación por todos los poros.

—¡Cómo se atreve a decir de mí tales cosas! —repitió vehementemente—. ¿Le gustaría que hablaran así de usted? ¿Le gustaría que dijeran que es gorda y desmañada y que probablemente no tiene una pizca de imaginación? ¡No me importa si lastimo sus sentimientos al hablar así! Tengo la esperanza de que así sea. ¡Usted ha herido los míos mucho más de lo que lo han sido jamás, ni aun por el marido borracho de la señora Thomas! Y nunca se lo perdonaré, ¡nunca, nunca!

—¿Dónde se ha visto un carácter como éste? —exclamó la horrorizada señora Rachel.

—Ana, ve a tu cuarto y quédate allí hasta que yo suba —dijo Marilla recobrando el habla con dificultad.

Ana, rompiendo a llorar, se lanzó contra la puerta del vestíbulo, dio tal portazo que hasta retemblaron los adornos del porche, desapareció a través del vestíbulo y subió las escaleras como un torbellino. Un nuevo portazo que llegó desde arriba informó que la puerta de la buhardilla había sido cerrada con igual vehemencia.

—Bueno, no envidio la tarea de criar eso, Marilla —dijo la señora Rachel con atroz solemnidad.

Marilla abrió la boca para disculparse. Pero lo que dijo fue una sorpresa para ella misma, en ese momento y aun después.

—No debió haberla criticado por su apariencia, Rachel.

—Marilla Cuthbert, ¿no querrá decir que está defendiendo el terrible despliegue de mal carácter que acabamos de presenciar? —preguntó la indignada señora Rachel.

—No —dijo Marilla en voz baja—. No estoy tratando de disculparla. Se ha comportado muy mal y tendré que reprenderla. Pero tenemos que ser indulgentes con ella. Nunca le han enseñado cómo debe comportarse. Y usted ha sido muy dura con ella, Rachel.

Marilla no pudo evitar pronunciar esta última frase, aunque volvió a sorprenderse por lo que hacía. La señora Rachel se incorporó con aire de ofendida dignidad.

—Bien, veo que de ahora en adelante tendré que medir mis palabras, Marilla, ya que los sentimientos de una huérfana traída quién sabe de dónde tienen que ser considerados en primer lugar. Oh, no, no estoy ofendida, no se preocupe. Me da usted demasiada pena como para que pueda enfadarme. Ya tendrá usted sus propios problemas con esa niña. Pero si sigue mi consejo (lo que no creo que haga, a pesar de que yo he criado diez hijos y enterrado dos), le dará «la reprimenda» que ha mencionado con una vara de buen tamaño. Me parece que ése resultaría el mejor lenguaje para una criatura así. Creo que su carácter compite con su cabello. Bueno, buenas noches, Marilla. Espero que venga a verme a menudo, como antes. Pero no espere que yo vuelva a visitarla otra vez, si estoy expuesta a ser insultada de esa forma. Es algo nuevo para mi experiencia.

Dicho esto, la señora Rachel descendió precipitadamente —si se puede decir que una mujer gorda es capaz de hacerlo— y se alejó. Marilla se dirigió hacia la buhardilla con una severa expresión en el rostro.

Mientras subía la escalera estudiaba lo que debía hacer. No era poca la consternación que sentía por lo que acababa de ocurrir; ¡qué desgracia que Ana hubiera mostrado tal carácter justamente frente a Rachel Lynde! Entonces Marilla, repentinamente, tuvo la desagradable y reprochable sensación de que sentía más humillación que pesar por haber descubierto un defecto tan serio en la personalidad de Ana. ¿Y cómo iba a castigarla? La amable sugestión de la varilla de fresno —de cuya eficiencia podían dar buen testimonio los hijos de Rachel— no venía al caso con Marilla. No creía poder pegar a una criatura con un bastón. No, había que buscar otro castigo para que Ana comprendiera la enorme gravedad de su ofensa.

Marilla encontró a la niña acostada boca abajo sobre su lecho, llorando amargamente, completamente olvidada de que había puesto sus botas sucias de barro sobre un limpio cobertor.

—Ana —dijo suavemente. Ninguna respuesta.

—Ana —esta vez con mayor severidad—, deja esa cama al instante y escucha lo que tengo que decirte.

Ana se arrastró fuera del lecho y tomó asiento rígidamente en una silla, con el rostro hinchado y lleno de lágrimas y los ojos fijos testarudamente en el suelo.

—¡Bonita manera de portarte, Ana! ¿No estás avergonzada?

—Ella no tenía ningún derecho a decir que era fea y tenía el pelo rojo —contestó Ana evasiva y desafiantemente.

—Tú no tenías derecho a enfurecerte como lo hiciste y a hablar de esa manera, Ana. Me sentí avergonzada de ti; profunda-mente avergonzada. Deseaba que te comportaras bien con la señora Lynde, y en vez de eso, me has agraviado. Tengo la seguridad de que tú misma no sabes por qué perdiste la compostura cuando la señora Lynde dijo que eras fea y tenías el cabello rojo. Tú lo dices muy a menudo.

—Oh, pero hay mucha diferencia entre decir una cosa uno mismo y escuchar a otros decirla —gimió Ana—. Uno puede saber que algo es así, pero no puede dejar de tener la esperanza de que los demás no lo vean así. Supongo que usted ha de pensar que tengo un genio horrible, pero no pude evitarlo. Cuando ella dijo esas cosas algo surgió en mí y me hizo saltar. Tuve que estallar.