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100 Clásicos de la Literatura

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todo dolor, dejó de manar sangre la herida profunda.

Y salió al fin la flecha siguiendo sin que nadie la forzase

la mano y volvieron de nuevo a su sitio las antiguas fuerzas.

«Rápido, las armas del héroe. ¿Por qué estáis parados?» exclama

Yápige y enciende el primero los ánimos contra el enemigo.

«No salen estas cosas de humanos recursos ni de un arte

magistral, y no es mía, Eneas, la mano que te cura.

Alguien mayor lo hace y un dios, de nuevo, te envía a empresas mayores.»

Él, ávido de combate, había encerrado en oro sus piernas

por una y otra parte, y detesta el retraso y vibra su lanza.

Luego que ajusta el escudo al costado y la loriga a la espalda,

abraza a Ascanio rodeado por completo de armas

y besándole suavemente a través del yelmo, le dice:

«Aprende de mí, muchacho, el valor y el esfuerzo verdadero,

y de otros la fortuna. Ahora mi diestra te dará

protección en la guerra y te conducirá entre grandes trofeos.

Tú, en cuanto haya madurado tu edad, procura

recordarlo y, repitiéndote en el corazón los ejemplos de los tuyos,

te inciten tu padre Eneas y Héctor, tu tío.»

Después de pronunciar estas palabras, se lanzó enorme por la puerta

blandiendo en su mano pesada lanza; a la vez en apretadas filas

corren Anteo y Mnesteo y toda la turba sale

del campamento abandonado. Se cubre entonces el llano

de un polvo cegador y tiembla la tierra sacudida por sus pasos.

Los vio Turno llegar desde el opuesto terraplén,

lo vieron los ausonios y corrió por dentro de sus huesos

helado temblor; antes que ninguno de los latinos Yuturna

escuchó y reconoció el alboroto y huyó despavorida.

Vuela Eneas y arrastra negra columna en campo abierto.

Cual la nube cuando, desatada la tormenta, avanza

por el mar hacia tierra (los corazones, ay, de los desgraciados campesinos

lo presienten de lejos y se estremecen: abatirá sus árboles

y arrasará sus sembrados, todo arramblará en gran extensión);

vuelan por delante y llevan su bramido a la playa los vientos.

Tal conduce su ejército el caudillo reteo

contra el enemigo y todos se agrupan en apretadas

cuñas. Hiere Timbreo con la espada al grande Osiris,

Mnesteo mata a Arcetio y a Epulón Acates

y a Ufente Gías; cae también Tolumnio el augur,

el primero que lanzara su dardo contra los enemigos.

Álzase el clamor hasta el cielo y a su vez rechazados

por los campos los rútulos dan la espalda en polvorienta fuga,

y Eneas no se digna en abatir de muerte a los que huyen

ni a quienes le hacen frente a pie firme ataca ni a los que lanzan

sus dardos: dando vueltas por la densa calígine

busca sólo a Turno, sólo a él le exige el duelo.

Agitada por esta inquietud en su corazón, la virago Yuturna

a Metisco, el auriga de Turno, en medio de sus riendas,

lo lanza fuera, y apartado del timón lo deja lejos;

se pone ella misma y lleva en sus manos las ondulantes correas

todo simulando, la voz, el cuerpo y las armas de Metisco.

Como cuando por las grandes salas de un rico señor

vuela y con sus alas recorre los patios profundos la negra golondrina,

capturando pequeñas presas y alimento para los gárrulos nidos,

y ya por los pórticos vacíos, ya alrededor de los estanques

húmedos suena: así Yuturna entre los enemigos

avanza con sus caballos y a todo se enfrenta volando en el rápido carro

y aquí y allá deja ver a su hermano en triunfo

sin permitirle combatir, y vuela lejos sin rumbo definido.

Eneas, no menos, recorre en su persecución las torcidas vueltas

y persigue al héroe y entre las formaciones deshechas con gran

voz le llama. Cuantas veces echó la vista al enemigo

e intentó a la carrera la fuga de los alados caballos,

tantas veces Yuturna dio la vuelta y cambió la dirección del carro.

¡Ay! ¿Qué puede hacer? En vano fluctúa en olas cambiantes

y diversos afanes su atención reclaman a partes distintas.

Y así Mesapo, veloz en la carrera, que en la izquierda

llevaba por caso dos pesadas lanzas de punta de hierro,

blandiendo una de ellas se la arrojó con golpe certero.

Se detuvo Eneas, y, poniéndose de rodillas,

se protegió con sus armas; mas la lanza veloz aún le arrancó

la punta del yelmo y lo dejó sin los penachos más altos.

Crecen entonces las iras y, empujado por las trampas

cuando advirtió que se alejaban los caballos y se llevaban el carro,

invocando profundamente a Júpiter y las aras del pacto violado,

se lanza ya por fin al centro y con Marte propicio

provoca terrible espantosa matanza sin distinción

alguna y libera todas las riendas de su enojo.

¿Qué dios podrá ahora explicarme con versos tanta desgracia?

¿Quién las diversas matanzas y la muerte de los jefes a quienes por uno

y otro lado en toda la llanura persigue ya Turno, ya el héroe

troyano? ¿Te plugo que se enfrentaran con tan gran tumulto,

Júpiter, pueblos que debían vivir bajo una paz eterna?

Eneas al rútulo Sucrón (primer encuentro que detuvo

en su lugar a los teucros que huían) sin gran resistencia

lo ataca de costado, y, por donde más veloces son los hados, la espada

cruel le traspasó las costillas y la reja del pecho.

Turno a Amico, caído del caballo, y a su hermano Diores,

haciéndoles frente a pie, a uno según venía con la larga punta

y al otro con la espada les hiere, y cuelga del carro

las dos cabezas cortadas y las lleva chorreando sangre.

Eneas envía a la muerte á Talos y Tanais y al fuerte Cetego

los tres en un solo encuentro, y al triste Onites,

nombre equionio, del linaje de su madre Peridía.

El otro a los hermanos llegados de Licia y de los campos de Apolo

y a Menetes, el joven que en vano odió las guerras,

arcadio, que tenía su trabajo junto a las aguas de Lerna

rica en peces y su humilde morada sin conocer los deberes

de los poderosos, y sembraba su padre una tierra arrendada.

Y como fuegos encendidos por partes diversas

en una selva árida o en crepitantes ramas de laurel,

o cuando en rápida carrera de lo alto de los montes

caen resonando espúmeos torrentes y corren al mar

y arrasa cada uno su camino: así de impetuosos

ambos, Turno y Eneas, se lanzan al combate; ya, ya

arde la ira por dentro y estallan los pechos que no conocen

la derrota, ya se busca la herida con todas las fuerzas.

Éste a Murrano, orgulloso de sus mayores y de los nombres

antiguos de sus abuelos y de su estirpe, que toda bajaba de los reyes latinos,

lo lanza de cabeza con una piedra y el torbellino

de una enorme roca y lo tumba en el suelo; lo arrollaron las ruedas

entre los yugos y las correas, y con repetida pisada le golpea

encima el casco veloz de los caballos, olvidados de su dueño.

El otro sale al encuentro de Hilo que se le echaba encima

gritando a grandes voces y apunta su tiro a las sienes doradas;

la lanza se le quedó clavada en el cerebro a través del casco.

Y a ti tampoco, Créteo, el más valiente de los griegos, tu diestra

te libró de Turno, ni protegieron sus dioses a Cupenco

de la llegada de Eneas; colocó su pecho en el camino

de hierro y de nada le valió al pobre su escudo de bronce.

A ti también, Éolo, te vieron las llanuras laurentes

sucumbir y cubrir mucho suelo con tu espalda.

Caes, y no pudieron las falanges argivas tumbarte

ni el que acabó con los reinos de Príamo, Aquiles;

aquí estaba la meta de tu muerte: tu alta casa al pie del Ida,

de Lirneso tu alta casa, en el suelo laurente tu sepulcro.

Todas las líneas se enfrentaron ya y todos los latinos,

todos los Dardánidas, Mnesteo y el fiero Seresto

y Mesapo domador de caballos y el fuerte Asilas

y la falange de los etruscos y los escuadrones arcadios de Evandro;

se empeñan por sí cada uno los soldados en el supremo esfuerzo,

sin dilación ni reposo contienden en vasto combate.

En este punto su bellísima madre inspiró a Eneas el pensamiento

de ir hacia los muros y dirigir a la ciudad su ejército

con rapidez y golpear a los latinos con repentina derrota.

Él según va siguiendo a Turno entre tropas diversas

aquí y allá dando vueltas al campo, ve la ciudad

inmune ante guerra tan grande e impunemente tranquila.

Al momento le encendió la imagen de una guerra mayor:

llama a Mnesteo y a Sergesto y al fiero Seresto,

sus jefes, y toma un altozano a donde acude el resto

de la legión de los teucros, codo con codo, sin deponer las armas

ni los escudos. De pie en el centro, en lo alto del montículo habla:

«No haya retraso alguno tras mis palabras, Júpiter está de nuestro lado:

así que nadie me vaya más lento por lo repentino de la acción.

Hoy la ciudad causa de la guerra, corazón del reino de Latino,

a menos que acepten recibir el yugo y someterse vencidos,

 

la voy a destruir y pondré a ras de suelo sus tejados humeantes.

¿Acaso he de esperar que le venga bien a Turno

batirse conmigo y quiera, aun vencido, atacar de nuevo?

Ésta es la cabeza, ciudadanos, éste el eje de una guerra nefanda.

A las antorchas, rápido. Vamos a vindicar el pacto con fuego.»

Había dicho, y todos con igual ánimo por combatir

forman una cuña y como densa mole se dirigen a los muros;

aparecieron de pronto las escalas y repentinamente el fuego.

Corren unos a las puertas y matan a los primeros,

otros disparan sus armas y oscurecen el cielo de flechas.

Eneas también, entre los primeros, al pie de los muros tiende

su diestra y acusa a grandes voces a Latino

y reclama el testimonio de los dioses de verse de nuevo forzado a combatir,

dos veces ya los ítalos enemigos, segunda vez que rompen el pacto.

Nace la discordia entre los atribulados ciudadanos;

abrir la ciudad ordenan unos y ofrecer las puertas abiertas

a los Dardánidas y hay quien trae al propio rey hasta los muros.

Otros empuñan las armas y prosiguen la defensa de la muralla,

encerrados como cuando a las abejas azuzó el pastor en la toba

llena de escondrijos y la llenó de humo insoportable;

ellas dentro, nerviosas por su suerte, por su campamento de cera

discurren y encienden su encono con gran estruendo;

se agita el negro olor por el lugar y resuenan entonces

las piedras por dentro en ciego murmullo, escapa el humo al aire libre.

Acaeció, además, a los latinos exhaustos esta desgracia,

que sacudió con el duelo desde su base a la ciudad entera.

La reina cuando vio al enemigo llegando a las casas,

que escalaban los muros, que el fuego volaba a los tejados

sin que tropa alguna de los rútulos les saliera al paso, ni de Turno,

pensó la infeliz que el joven, en algún avatar del combate,

había sucumbido y turbada de pronto su mente por el dolor

grita que ella es la causa, la culpa y el origen de estos males,

y tras decir muchas locuras, fuera de sí de pena,

resuelta a morir con su mano rasga el manto purpúreo

y ata en una alta viga el nudo de una muerte infame.

Luego que las desgraciadas latinas se enteraron de este desastre,

se ensañó la primera la hija Lavinia con sus cabellos de oro

y sus mejillas de oro y enloqueció en su torno

todo el resto del grupo, resuenan los alaridos por toda la casa.

De aquí se extiende por toda la ciudad funesta la noticia;

se abaten los ánimos, va Latino con las vestiduras rasgadas,

atónito ante el sino de su esposa y la ruina de su ciudad,

manchando de sucio polvo sus canas desatadas.

Alejado entretanto en el campo de batalla el belicoso Turno

persigue, ya menos confiado, a unos cuantos dispersos,

menos contento cada vez del trotar de sus caballos.

La brisa le llevó todos estos gritos confundidos

con ciegos terrores y llegó hasta sus tensos oídos

el sonido de una ciudad convulsionada y el siniestro murmullo.

«¡Ay de mí! ¿Qué duelo tan grande sacude las murallas?

¿Por qué esos gritos de todos los rincones de la ciudad?»

Así dice y se detiene, fuera de sí, tirando de las riendas.

Y su hermana, según iba transformada en el auriga

Metisco y gobernaba parro, caballos y riendas,

se le dirige con estas palabras: «Sigamos por aquí, Turno,

a los de Troya, por donde ya se nos abren las puertas de la victoria;

otros hay que pueden defender con su brazo las casas.

Eneas ataca a los ítalos y traba combates,

inflijamos también nosotros con mano cruel muertes a los teucros.

Ni saldrás del combate con menos víctimas ni con menos gloria.»

Turno a eso:

«¡Ay, hermana! Hace tiempo te reconocí, cuando con tus mañas

costurbaste la primera el pacto y te entregaste a esta guerra,

y en vano pretendes ahora no ser una diosa. Mas, ¿quién del Olimpo

sacándote quiso que soportaras fatigas tan grandes?

¿Tal vez para que vieras la muerte cruel de tu pobre hermano?

¿Qué me queda, pues, o qué Fortuna puede ya salvarme?

He visto ante mis propios ojos llamarme con su voz

a Murrano -y nadie para mí más querido que él-,

cómo inmenso caía vencido por inmensa herida.

Cayó el desgraciado Ufente para no ser testigo

de nuestro deshonor; son los teucros señores de su cuerpo y armas.

¿He de tolerar que arrasen las casas (lo único ya

que nos faltaba) sin desmentir con mi diestra las palabras de Drances?

¿Volveré la espalda y ha de ver esta tierra cómo huye Turno?

¿Hasta ese punto es morir una desgracia? Sedme propicios,

Manes míos, que se me han vuelto en contra los dioses del cielo.

Alma pura descenderé hasta vosotros sin conocer esa culpa,

jamás indigno de la grandeza de mis antepasados.»

Apenas había acabado de hablar: he aquí que vuela entre los enemigos

Saces sobre espumante caballo herido de frente

en la cara por una flecha y cae implorando a Turno por su nombre:

«Turno, en ti la última esperanza, ten piedad de los tuyos.

Nos fulmina Eneas con sus armas y con abatir amenaza

las fortalezas más altas de los ítalos y exterminarlos,

y ya vuelan las teas a los tejados. Hacia ti los latinos dirigen

sus rostros, hacia ti sus ojos; duda hasta el rey Latino

a quién llamar yerno o a qué pacto plegarse.

Y además la reina, quien más en ti confiaba, con su propia

mano se ha dado muerte y ha huido asustada de la luz.

Solos ante las puertas Mesapo y el fiero Atinas

resisten el asalto. En su torno de uno y otro lado falanges

se alzan apretadas y se eriza un campo de espigas de hierro

con los filos de punta, y tú dando vueltas por la hierba desierta con tu carro.»

Quedóse Turno atónito confundido por la imagen varia

de los acontecimientos y se quedó, fija la mirada, en silencio;

una gran vergüenza y la locura que se mezcla con el duelo arden en un solo corazón

y un amor sacudido por la furia y un valor consciente.

En cuanto se apartaron las sombras y la luz volvió a su cabeza,

dirigió a las murallas los círculos ardientes de sus ojos,

agitado, y contempló la gran ciudad desde su carro.

Y hete aquí que ondeaba en el cielo un remolino de llamas

agitándose entre los tablones y envolviendo la torre,

esa torre que él mismo había levantado de compacto armazón,

y le había puesto ruedas por debajo y altos puentes por arriba.

«Ya hermana, ya me vence mi destino; deja de entretenerme.

Marchemos a donde el dios me llama y la Fortuna fiera.

Establecido está que me bata con Eneas; lo está, aunque amargo sea,

que me conforme con la muerte y no me verás, hermana, por más tiempo

sin gloria. Déjame antes, te ruego, desfogar mi furia.»

Dijo, y rápido dio un salto del carro al campo

y entre los enemigos se lanza y los dardos y a su hermana afligida

deja y rompe el centro de las líneas con rápida carrera.

Y como una roca cuando se precipita de la cima del monte

y cae arrancada por el viento o un temporal de lluvia

la arrastró o la dejó caer el peso de sus años;

avanza por el abismo el terrible monte con gran impulso

y salta en el suelo, bosque, ganados y hombres

arrastrando consigo: por las filas deshechas así corre

Turno hacia los muros de la ciudad donde copiosa la tierra

está empapada de la sangre vertida y rechina el aire de flechas,

y hace una señal con la mano y dice a la vez a grandes voces:

«Dejadlo ya, rútulos, y contened vosotros vuestros dardos, latinos.

Sea cual sea la fortuna, mía es; más justo es que yo sólo

cumpla el pacto por vosotros ylo resuelva con mi espada.»

Todos se apartaron y le hicieron un sitio en el centro.

Mas el padre Eneas, al escuchar el nombre de Turno,

deja los muros y las altas fortalezas deja

y acaba con toda demora, interrumpe todos sus planes

exultante de alegría y espantosas hace sonar sus armas:

como el Atos, o el Érice, o con sus crujientes encinas

cuando brama el propio padre Apenino o se goza

alzándose hasta el cielo con su cumbre nevada.

Y ya entonces los rútulos a porfía y los troyanos y todos

los ítalos habían vuelto sus ojos, quienes estaban en lo alto

de la muralla y quienes con el ariete atacaban la base de los muros,

y soltaron las armas de sus hombros. Asombrado contempla Latino

cómo dos grandes hombres, nacidos en partes bien distintas

del orbe, habían llegado a enfrentarse y deciden su suerte con la espada.

Y ellos, cuando quedó libre el campo con sitio suficiente,

tras lanzarse de lejos en rápido asalto las lanzas,

comienzan el duelo con los escudos y el bronce sonoro.

Se escapa de la tierra un gemido; entonces con repetidos golpes de espada

se atacan, el azar y el valor se confunden en uno.

Y como en el gran Sila o en las cumbres del Taburno

cuando dos toros en áspero combate con la testuz

gacha se atacan, se apartaron asustados los pastores,

asiste el rebaño todo mudo de miedo, y dudan las novillas

quién será el amo del bosque, a quién ha de seguir entera la manada;

ellos cambian golpes con gran violencia

y enredan topándose los cuernos y con ríos de sangre

lavan sus cuellos y lomos, muge gimiendo todo el bosque.

No de otro modo el troyano Eneas y el héroe Daunio

chocan con sus escudos; un intenso fragor llena el aire.

El mismo Júpiter sostiene los dos platillos de la balanza

en equilibrio y coloca encima el sino distinto de ambos,

a quién condena el duelo, hacia dónde se inclina el peso de la muerte.

Salta aquí Turno creyéndose a salvo, y se alza con todo

su cuerpo levantando en alto la espada

y golpea: gritan los troyanos y los temblorosos latinos,

y atentas están las dos filas. Pero la pérfida espada

se quiebra y abandona al ardiente en mitad del golpe,

si no acude en su ayuda la huida. Huye más veloz que el Euro

en cuanto vio la empuñadura desconocida y su diestra inerme.

Es fama que, cuando montaba en los caballos uncidos

para el inicio del combate, había nervioso cogido

la espada de su auriga Metisco, dejándole la de su padre;

y ésa, mientras los teucros huían en desbandada, fue largo rato

suficiente. Cuando hubo de enfrentarse a las divinas armas de Vulcano,

la mortal lama se disolvió con el golpe como hielo

quebradizo, brillan sus pedazos en la rubia arena.

Así que enloquecido escapa Turno por partes diversas del llano,

y ahora aquí y luego allá trenza círculos inciertos;

pues le encerraron por doquier los teucros en densa corona

y por un lado vasta laguna le rodea y por otro las escarpadas murallas.

Y no menos Eneas, aunque a veces le estorban las rodillas

que la flecha entorpeció y le impiden correr,

le persigue y enardecido acosa con su pie el pie del fugitivo:

como a veces el perro de caza tras atrapar a un ciervo

encerrado por el río y cercado por el miedo

a las rojas plumas, lo acosa con su carrera y sus ladridos,

y el otro por su parte, asustado por las trampas y la profunda ribera,

huye y huye otra vez por mil caminos, mas el umbro fogoso

se le pega con la boca abierta y casi ya lo tiene y como si así fuera

apretó las mandíbulas y le engañó el mordisco inane;

se levanta entonces un clamor y las riberas y la laguna

alrededor responden y truena todo el cielo con el tumulto.

Turno huye a la vez y a la vez increpa a los rútulos todos

por su nombre llamando a cada cual y reclama la espada que bien conocía.

 

Eneas al contrario amenaza con la muerte y un final

inmediato a quien le asista y espanta a los temblorosos

jurando que arrasará su ciudad, y, aun herido, sigue adelante.

Cinco vueltas completan corriendo y otras tantas repiten

de acá para allá, y no están en juego premios pequeños

o de competición, sino que pelean por la vida y la sangre de Turno.

Un acebuche de amargas hojas consagrado a Fauno

allí se había alzado, venerable leño un día para los marineros

donde solían, salvados de las aguas, colgar sus ofrendas

al dios laurente y dejar el exvoto de sus vestiduras;

pero los teucros sin atención alguna el tronco sagrado

habían arrancado para poder atacar con campo libre.

En ella estaba la lanza de Eneas, ahí su impulso

la había dejado clavada y en terco abrazo la retenía.

Se apoyó y quiso arrancar el asta con su mano

el Dardánida y perseguir con su disparo a quien corriendo

no podía alcanzar. Y entonces Turno, loco de miedo:

«Fauno, te suplico. Ten piedad -dice- y sujeta tú el hierro,

óptima Tierra, si siempre cumplí con vuestros honores,

los que, por el contrario, han profanado con la guerra los Enéadas.»

Dijo, yla ayuda del dios invocó con votos no vanos.

Pues mucho lo intentó y se entretuvo en el tronco tenaz

sin poder abrir con fuerza alguna Eneas

el mordisco de la madera. Mientras se empeña fiero e insiste,

de nuevo convertida en la figura del auriga Metisco

corre la diosa Daunia y entrega la espada a su hermano.

Venus, indignada por esta licencia de la Ninfa audaz,

intervino y arrancó el arma de la raíz profunda.

Ya los dos enardecidos con sus armas y con el ánimo repuesto,

uno fiado en su espada, el otro fiero y erguido con su lanza,

se ponen frente a frente anhelando los encuentros de Marte.

Entretanto a Juno el rey del todopoderoso Olimpo,

como de una rubia nube seguía el combate, le dice:

«¿Cuál será ya el final, esposa mía? ¿Qué es lo que queda ya?

Sabes bien, y así lo reconoces, que al cielo se debe Eneas

como dios tutelar de la patria, y que a las estrellas lo han de alzar los hados. ¿Qué estás

tramando o con qué esperanza te agarras a las nubes heladas?

¿Fue justo mancillar a un dios con herida mortal?

¿Y la espada (pues qué podría Yuturna sin ti),

entregársela a Turno y acrecentar la fuerza del vencido?

Déjalo ya por fin y pliégate a mis ruegos,

que no te devore en silencio un dolor tan grande ni me lleguen

de tu dulce boca con tanta frecuencia amargos reproches.

Hemos llegado al final. Has podido sacudir a los troyanos

por tierra y por mar, encender una guerra nefanda,

destrozar una casa y cubrir de luto un himeneo:

que vayas más allá, te lo prohibo.» Así comenzó Júpiter;

así le contestó la diosa Saturnia con la mirada baja:

«Porque sabía bien que era ésa tu voluntad, gran Júpiter,

he abandonado muy a mi pesar a Turno y sus tierras;

y no me verías tú ahora, sola en mi sede del aire

aguantando lo que debo y lo que no: estaría junto a las filas

revestida de llamas y arrastraría a los teucros a acerbos combates.

Persuadí (lo confieso) de que ayudase a su pobre hermano

a Yuturna y vi bien que por su vida intentase empresas mayores,

aunque no, sin embargo, que el arco tensara y las flechas;

lo juro por las fuentes implacables del río estigio,

el solo temor religioso que se asignó a los dioses del cielo.

Y ahora me aparto en verdad y abandono los odiados combates.

Sólo esto, que no está fijado por ley alguna del destino,

te pido por el Lacio, por la grandeza de los tuyos:

puesto que ya preparan la paz con felices (así sea)

matrimonios, puesto que ya firman leyes y pactos,

no permitas que cambien los naturales del Lacio

su antiguo nombre o se hagan troyanos y se les llame teucros,

o que cambien su lengua esos hombres o alteren de vestir su forma.

Que sea el Lacio, que por los siglos sean los reyes albanos,

sea por el valor de los ítalos poderosa la estirpe romana.

Sucumbió, y deja que así sea, Troya junto con su nombre.»

Sonriéndole, el autor de los hombres y de las cosas:

«Eres la hermana de Jove y el segundo vástago de Saturno.

Agitas en tu pecho olas tan grandes de enojo…

Pero, ea, deja ese furor que en vano concebiste:

te concedo lo que quieres y me rindo, vencido y satisfecho.

Conservarán los ausonios su lengua y las costumbres de su patria

y como es será su nombre; mezclados sólo de sangre,

los teucros se les agregarán. Costumbres y ritos sagrados

les daré y a todos haré latinos con una sola lengua.

La estirpe que de aquí nacerá, mezclada con la sangre ausonia,

verás que supera en piedad a los hombres y a los dioses,

y ningún pueblo te rendirá culto como ellos.»

Asintió a esto Juno y, satisfecha, cambió sus deseos;

en ese momento abandona el cielo y deja la nube.

Hecho esto, da vueltas el padre en su interior a otra cosa,

y se dispone a apartar a Yuturna de las armas de su hermano.

Hay dos pestes gemelas, llamadas Furias;

a ellas y a la tartárea Megera las tuvo la noche oscura

en uno y el mismo parto, y las ciñó de iguales

anillos de serpientes y las dotó del viento de sus alas.

Éstas se muestran junto al trono de Júpiter y en el umbral del rey

implacable y aguijan el terror de los sufridos mortales

si alguna vez el rey de los dioses dispone la horrífica muerte

y las enfermedades, o estremece con la guerra a las ciudades culpables.

A una de ellas la envió rápida de las cumbres del cielo

Júpiter y le ordenó servir de presagio a Yuturna.

Vuela aquélla y en rápido torbellino se dirige a la tierra.

No de otro modo la flecha que la cuerda lanza a través de las nubes

cuando, armada de la hiel del cruel veneno, el parto,

el parto o el cidonio, la disparó dardo incurable,

y silbando atraviesa sin que nadie la vea las rápidas sombras:

así se lanzó la hija de la Noche y se encaminó a las tierras.

Cuando divisa los ejércitos de Ilión y las tropas de Turno,

tomando de pronto la figura de la pequeña ave

que a veces en las tumbas o en los tejados desiertos

posada canta hasta tarde en la noche, lúgubre entre las sombras;

con tal figura se presenta la peste ante los ojos

de Turno y revuela gimiendo y golpea el escudo con sus alas.

Una extraña torpeza aflojó sus miembros de miedo,

y de horror se le erizó el cabello y clavada se quedó la voz en su garganta.

pero de lejos cuando el estridor reconoció y las alas de la Furia,

se mesa la infeliz Yuturna los sueltos cabellos,

se hiere la hermana el rostro con las uñas y el pecho con los puños:

«¿Cómo puede ahora, Turno, ayudarte tu hermana?

¿Qué me queda, pobre de mí? ¿Con qué artimañas podría

prolongarte la vida? ¿Es que puedo enfrentarme a un monstruo tal?

Ya, ya abandono las filas. No me espantéis, que ya estoy asustada,

pájaros horribles: reconozco el azote de vuestras alas

y el sonido letal, y no se me ocultan las órdenes altivas

del magnánimo Jove. ¿Así me paga por mi virginidad?

¿Para qué me dio una vida eterna? ¿Por qué de la muerte

me quitó la condición? ¡Podría acabar con penas tan grandes

ahora mismo, y acompañar a mi pobre hermano entre las sombras!

¿Yo, inmortal? ¿Podría haber algo dulce para mí

sin ti, hermano mío? ¡Ay! ¿Qué profundo abismo lo suficiente

se me abrirá para llevar a una diosa junto a los Manes profundos?»

Sólo esto dijo y se tapó la cabeza con su manto glauco

entre muchos gemidos, y se ocultó la diosa en el fondo del río.

Eneas sigue atacando y hace brillar su lanza

grande como un árbol, y así habla con pecho terrible:

«¿Qué es lo que ahora te entretiene? ¿Por qué te retrasas, Turno?

No a la carrera; debemos pelear de cerca con armas terribles.

Conviértete en todo lo que gustes y reúne cuanto puedas

de valor y de trucos; toca con tus alas, si quieres,

los astros altísimos y ocúltate encerrado en los abismos de la tierra.»

El otro, sacudiendo la cabeza: «No me asustan tus fogosas palabras,

arrogante; los dioses me asustan y Júpiter de enemigo.»

Y sin más decir pone sus ojos en una piedra enorme,

una antigua y enorme piedra que estaba tirada en el llano,

puesta como marca en el campo para evitar querellas por los sembrados.

Apenas podrían aguantarla sobre la cerviz doce hombres escogidos,

musculosos como hoy los produce nuestra tierra;

él la alzó con mano temblorosa y la blandía contra su enemigo

irguiéndose más aún el héroe y lanzado a la carrera.

Mas ni se reconoció al correr ni al avanzar

o al tomar la enorme piedra en sus manos y vibrarla;

vacilan sus rodillas, un escalofrío le cuajó la gélida sangre.

Y además la roca lanzada al vacío por el guerrero

ni recorrió toda su distancia ni cumplió el golpe.

Y como en sueños, cuando de noche lánguido reposo

nos cierra los ojos; en vano nos parece que queremos emprender

ansiosas carreras y en medio del intento sucumbimos

extenuados; no puede la lengua, no nos bastan las conocidas

fuerzas del cuerpo y no salen voces ni palabras.

Así a Turno, por donde su valor le lleva a buscar una salida,