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100 Clásicos de la Literatura

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Sin embargo, no te ha abandonado tu reina sin gloria

en esta hora final de la muerte, ni sin fama quedará tu fin

por los pueblos, ni sufrirás la infamia de no ser vengada.

Pues quienquiera que ha profanado tu cuerpo con la herida

lo pagará con merecida muerte.» Al pie de un alto monte se alzaba,

enorme, la tumba de Derceno, antiguo rey laurente,

bajo un montón de tierra cubierta por umbrosa encina;

aquí se posa primero la bellísima diosa en rauda

maniobra y de lo alto del túmulo vigila a Arrunte.

Cuando lo vio con las armas brillando y henchido en vano:

«¿Por qué -dice- te marchas a otra parte? Dirige aquí tus pasos,

ven a morir aquí, de modo que recibas una digna recompensa

de Camila. ¿No morirás tú por las flechas de Diana?»

Dijo y sacó veloz saeta la tracia

de la aljaba de oro y la tensó amenazante en el arco

y mucho lo dobló hasta que se tocaron

los curvos extremos y quedaban las manos a la misma altura,

la izquierda en la punta de hierro, la derecha en la cuerda y el seno.

Al punto escuchó Arrunte el estridor del dardo, y, a la vez,

el aire silbando, y se clavó el hierro en su cuerpo.

De él, moribundo y suspirando por última vez, se olvidaron

los compañeros y lo dejaron en el ignoto polvo de los campos.

Opis se deja llevar por sus alas al etéreo Olimpo.

Al perder a su reina, huye el primero el escuadrón ligero de Camila,

asustados huyen los rútulos, huye el bravo Atinas

y los dispersos caudillos y los manípulos abandonados

buscan lo seguro, y, retirándose, huyen a caballo a las murallas.

Y nadie hay ya capaz de enfrentarse a los teucros que acosan

y les llevan la muerte, con flechas o cuerpo a cuerpo;

llevan en los lánguidos hombros arcos flojos,

y el casco de los cuadrúpedos bate a la carrera el llano polvoriento.

Llega a los muros una negra nube de polvo

removido y desde las torres las madres se golpean el pecho

y lanzan a los astros del cielo un clamor de mujeres.

Quienes, corriendo, irrumpieron los primeros por las puertas abiertas,

a ésos les acosa la turba enemiga en formación confusa

y no escapan de una muerte desgraciada, y en el mismo umbral,

en las murallas de la patria junto al refugio de sus casas,

entregan la vida, acribillados. Otros cerraron las puertas

y no se atreven a abrir paso a sus amigos ni en las murallas

a recibir a los que suplicaban, y se produce penosísima matanza

de quienes defendían con armas los accesos y quienes contra las armas se lanzaban. Rechazados ante los propios ojos de sus padres llenos de lágrimas,

caen unos rodando de cabeza en los fosos empujados

por la aglomeración; otros, ciegos, a galope tendido

se lanzan contra las puertas y los duros postes atrancados.

Las propias madres en desesperado intento desde los muros

(así se lo señala el verdadero amor a la patria, al ver a Camila)

arrojan temblando dardos con sus manos y remedan el hierro

con troncos de dura madera y palos afilados al fuego

y se arrojan, y arden por ser las primeras en morir por su muralla.

Entretanto la crudelísima noticia alcanza a Turno

en los bosques y refiere Acca al joven el enorme desastre:

deshechas las tropas de los volscos, muerta Camila,

los enemigos se les echaban encima y con la ayuda de Marte

con todo acababan y llevaban ya el miedo a las murallas.

Él, fuera de sí (y así lo demanda la voluntad cruel de Júpiter),

abandona el asedio de los montes, deja los ásperos bosques.

Apenas había salido de su atalaya y ocupaba la llanura,

cuando el padre Eneas entró en los desfiladeros libres

y franquea las alturas y sale de la umbrosa selva.

Ambos, así, se dirigen rápidamente a los muros

con todo su ejército y no se llevan mucha ventaja;

y a la vez Eneas vio a lo lejos el hervor

del polvo de los campos y el ejército laurente,

y al terrible Eneas reconoció Turno entre sus armas

y escuchó el ruido de los pasos y el relinchar de los caballos.

Y al punto entraran en combate e intentaran la lucha,

si no bañase ya el purpúreo Febo sus cansados caballos

en el agua de Hiberia, y, al pasar el día, trajese la noche.

Plantan ante la ciudad sus campamentos y atrincheran las murallas.

LIBRO XII

Turno, aun cuando ve que ceden los latinos quebrantados

por un Marte adverso, que se le exigen ahora las promesas,

que a él se dirigen todos los ojos, arde implacable aún más

y levanta su ánimo. Como el león aquel en los campos de Cartago

que, tocado en el pecho por una grave herida de los cazadores,

lanza entonces sus armas al ataque y se goza sacudiendo

la abultada melena en su cerviz e impávido quiebra

el dardo clavado del mercenario y ruge con la boca ensangrentada.

No de otro modo crece la violencia en el fogoso Turno.

Se dirige entonces así al rey y comienza sombrío de esta manera:

«No hay duda ninguna en Turno, ni razón para que los Enéadas

cobardes retiren su desafío o rechacen lo pactado.

Parto para el combate. Cumple el rito, padre, y prepara la tregua.

O con esta diestra mía enviaré al Tártaro al dardanio

desertor de Asia (que se sienten y lo vean los latinos)

y yo solo responderé con mi espada a la común ofensa,

o que nos someta a su poder y reciba a Lavinia por esposa.»

A él le respondió Latino con ánimo sosegado:

«Oh, joven de valeroso corazón, cuanto tú destacas

por tu fiereza, tanto más justo es que yo

delibere y sopese, prudente, todas las salidas.

Tienes los reinos de tu padre Dauno, tienes muchas ciudades

tomadas por la fuerza y tiene además Latino oro y coraje;

hay en el Lacio otras muchas sin casar y en los campos laurentes,

que no desmerecen por su linaje. Deja que cosas no fáciles de decir

descubra sin engaños y graba ala vez esto en tu corazón:

no me estaba permitido unir a mi hija con ninguno de los antiguos

pretendientes, y así lo anunciaban todos los dioses y los hombres.

Vencido por tu amor, vencido por la sangre emparentada

y por las lágrimas de mi afligida esposa, rompí todos los vínculos;

dejé a mi yerno sin su prometida, empuñé armas impías.

Ves por ello, Turno, qué azares a mí me persiguen

y qué guerras, cuántas fatigas eres el primero en sufrir.

Dos veces vencidos en un gran combate, defendemos apenas en la ciudad

las esperanzas ítalas; se calientan de nuevo las aguas del Tíber

con nuestra sangre y blanquean de huesos las grandes llanuras.

¿A dónde me dejo llevar una y otra vez? ¿Qué locura me hace cambiar de idea?

Si, desaparecido Turno, dispuesto estoy a aceptarlos por aliados,

¿por qué no evito mejor el combate cuando aún vive?

¿Qué dirán mis parientes rútulos, qué el resto

de Italia si a la muerte (¡la fortuna desmienta mis palabras!)

te entrego, pretendiente de mi hija y de nuestra boda?

Estudia las alternativas de la guerra, ten piedad de tu anciano

padre a quien hoy, afligido, separa de ti la lejana

patria Árdea.» En modo alguno se abate la violencia de Turno

con estas palabras; aumenta más aún y se agrava con la medicina.

En cuanto pudo hablar, insistió de esta manera:

«Todo ese afán de protegerme, te suplico, óptimo padre, ese afán

depón y déjame sufrir la muerte a cambio de la gloria.

También nosotros, oh padre, dardos y hierro no flojo lanzamos

con la diestra, y de sus heridas mana igualmente la sangre.

Él tendrá lejos a su divina madre, sin que cubrir pueda

su huida con nube mujeril y ocultarse en sombras vanas.»

Mas la reina, asustada de la nueva suerte del combate,

lloraba y dispuesta a morir sujetaba al yerno ardiente:

«Turno, yo a ti por estas lágrimas, por el nombre de Amata

si es que te importa algo. Tú eres ahora su única esperanza,

tú el descanso de su mísera vejez, en tus manos la honra y el poder

de Latino, en ti se apoya toda mi casa vacilante.

Esto sólo te pido: no acudas al combate con los teucros.

Sea cual sea el resultado que te aguarda en ese duelo,

también a mí, Turno, me aguarda; al tiempo dejaré

esta odiada luz y no veré, cautiva, a Eneas de yerno.»

Escuchó Lavinia las palabras de su madre entre lágrimas

que regaban sus mejillas encendidas; un intenso rubor

las hizo arder y corrió por su rostro caliente.

Como si alguno mancha con púrpura de sangre

el marfil de la India o como enrojecen los blancos lirios

al mezclarse con muchas rosas, tal color presentaba el rostro de la muchacha.

A él lo turba el amor y clava su mirada en la muchacha;

arde más por las armas y con pocas palabras dice a Amata:

«No, te ruego, no me persigas con lágrimas ni con agüero

tan fatal cuando me lanzo al encuentro del duro Marte,

madre mía; pues Turno no puede demorar libremente su muerte.

Tú, Idmón, sé mi mensajero y lleva al tirano frigio estas

 

palabras mías que no han de placerle. Llevada en sus ruedas de púrpura

en cuanto enrojezca en el cielo la Aurora de mañana,

que no lleve a los teucros contra los rútulos; descansen las armas de rútulos

y teucros, decidamos esta guerra con nuestra sangre

y conquiste a su esposa Lavinia en aquel llano.»

Luego que dijo esto y rápido se retiró a su tienda,

pide sus caballos y goza viéndolos relinchar ante él;

la propia Oritía los entregó como premio a Pilumno

y ganaban a la nieve en blancura y en rapidez al viento.

Los rodean sus atentos aurigas y con la palma de la mano

acarician y palmean sus pechos y les peinan las crines del cuello.

Él mismo después rodea sus hombros con la loriga

rígida de oro y blanco oricalco y a la vez coloca en su sitio

la espada y el escudo y las puntas de su roja cresta,

la espada que el mismo dios señor del fuego había forjado

para su padre Dauno metiéndola al rojo en las aguas estigias.

Luego, ase con fuerza la pesada lanza que se alzaba

apoyada a una columna en el centro de la sala,

despojo del aurunco Áctor, y blandiéndola la hace vibrar

al tiempo que grita: «Ahora, lanza mía que nunca has defraudado

mis ruegos, ahora es el momento; antes el grandísimo Áctor

y ahora te lleva de Turno la diestra; concédeme abatir su cuerpo

y arrancar y destrozar con fuerte mano la loriga

del frigio afeminado y manchar en el polvo sus cabellos

rizados con el hierro caliente y empapados de mirra.»

Con tal furia se agita y de toda la cara le saltan

chispas encendidas, brilla el fuego en sus ojos salvajes,

como lanza el toro al inicio de la lucha mugidos

terribles o trata de llevar la ira a sus cuernos

sacudiendo el tronco de un árbol y a los vientos desafía

con sus embestidas o se prepara para pelear barriendo la arena.

Entretanto no menos terrible con las armas de su madre

aguza Eneas su Marte y se inflama de ira,

satisfecho de dirimir la guerra con el pacto propuesto.

Conforta entonces a sus compañeros y el miedo del afligido Julo

haciéndoles ver el destino, y ordena llevar respuesta cierta

al rey Latino y que los mensajeros le presenten condiciones de paz.

Nació el día siguiente y apenas regaba con su luz

las cumbres de los montes, cuando primero se alzan del profundo abismo

los caballos del Sol y luz respiran por las narices abiertas.

Bajo las murallas de la gran ciudad midiendo el campo

para el duelo los rútulos y los hombres de Troya disponían

hogares en el centro, y para los dioses comunes altares

de hierba. Otros portaban agua y fuego cubiertos con la falda

de franjas de púrpura y ceñidas las sienes de verbena.

Avanza la legión de los ausónidas y a puertas llenas

se derraman los escuadrones armados. Acude luego todo

el ejército troyano y el tirreno con armas diversas,

cubiertos de hierro no de otro modo que si les convocase

la fiera cita de Marte. Y entre tantos miles dan vueltas

los propios caudillos, soberbios de púrpura y oro:

Mnesteo del linaje de Asáraco y el fuerte Asilas

y Mesapo domador de caballos, prole de Neptuno.

Y cuando, al darse la señal, cada cual ocupó su sitio,

clavan en tierra las lanzas y apoyan los escudos.

Entonces acudieron con ansia las madres y el pueblo inerme

y los ancianos sin fuerzas ocuparon las torres y las azoteas

de las casas; otros se colocan en lo alto de las puertas.

Mas Juno (¡ay!) desde lo alto de un monte (que hoy Albano

se llama: no tenía entonces ni nombre, ni culto, ni fama)

vigilaba observando la llanura y ambas

líneas de laurentes y troyanos y la ciudad de Latino.

Al punto así habló a la hermana de Turno,

una diosa a otra diosa, que preside los pantanos y los ríos

sonoros (a ella Júpiter, el alto rey del éter,

le concedió este honor al arrancarle la virginidad):

«Ninfa, gloria de los ríos, gratísima a nuestro corazón,

sabes cómo a ti sola entre todas las latinas cuantas

subieron al ingrato lecho del generoso Júpiter

te he preferido y te he dado con gusto un lugar en el cielo.

Aprende, Yuturna, y no me acuses, tu propio dolor.

Hasta donde Fortuna parecía consentir y las Parcas dejaban

que las cosas fueran bien para el Lacio, he protegido a Turno y tus murallas.

Ahora veo que el joven se enfrenta a hados desiguales

y se acerca el día de las Parcas y la fuerza enemiga.

No puedo contemplar este duelo con mis ojos, ni el pacto.

Tú, si te atreves a algo más eficaz por tu hermano,

adelante, puedes hacerlo. Quizá días mejores aguardan a los desgraciados.»

Apenas acabó cuando Yuturna se deshizo en lágrimas

y tres y cuatro veces golpeó su hermoso pecho con la mano.

«No es hora ésta de lágrimas -dice Juno Saturnia-.

Date prisa y, si hay algún medio, salva a tu hermano de la muerte;

o provoca tú misma la guerra y rompe el pacto conseguido.

Inspiro yo tu atrevimiento.» Exhortándola así la deja

indecisa y con el ánimo turbado por triste herida.

Llegan entretanto los reyes y Latino sobre su carro

de cuatro caballos impresionante (le ciñen

las sienes brillantes doce rayos de oro,

emblema del Sol, su abuelo), va Turno sobre su biga blanca,

agitando con la mano dos astiles de ancho hierro.

Luego el padre Eneas, origen de la estirpe romana,

ardiente con su escudo de estrellas y sus armas celestes

y Ascanio a su lado, segunda esperanza de la gran Roma,

salen del campamento, y el sacerdote vestido de blanco puro

llevó una cría de la erizada cerda y una oveja

intonsa y acercó los animales a los altares encendidos.

Aquéllos, con los ojos vueltos hacia el sol naciente,

ofrecen harina salada con las manos y marcan con el hierro

las sienes de los animales, y liban con las páteras los altares.

Entonces Eneas piadoso reza de este modo con la espada enhiesta:

«Sé ahora, Sol, mi testigo en esta invocación junto con la tierra

por la que soportar he podido tantas fatigas,

y el padre todopoderoso y tú, su Saturnia esposa

(más favorable ya por fin, te suplico), y tú, ínclito Marte,

que toda guerra pliegas, padre, a tu voluntad;

a las fuentes y a los ríos invoco y a todas las divinidades

del alto éter y a todos los poderes divinos del mar cerúleo:

si acaso la victoria cae del lado del ausonio Turno,

acordado queda que los vencidos se retiren a la ciudad de Evandro,

Julo dejará los campos y nunca más empuñarán sus armas,

rebeldes, los Enéadas ni desafiarán a estos reinos con la espada.

Si, por el contrario, sonríe la Victoria a nuestro Marte

(como creo mejor y mejor con su numen lo confirmen los dioses),

no haré yo que los ítalos obedezcan a los teucros

ni pido el reino para mí: ambos pueblos, invictos,

se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto.

Ritos y dioses les daré; tenga sus armas Latino, mi suegro,

y su dominio soberano mi suegro: para mí levantarán

los teucros murallas y Lavinia dará su nombre a la ciudad.»

Así Eneas el primero, así le sigue después Latino

mirando hacia el cielo y tiende su diestra a las estrellas:

«Yo por lo mismo juro, Eneas, por la tierra, el mar, las estrellas

y la doble estirpe de Latona y Jano bifronte,

y el poder de los dioses infernales y los sagrarios del severo Dite;

escuche esto el padre que con su rayo sanciona los pactos.

Toco los altares y llamo entre vosotros por testigos a fuegos y dioses:

ningún día habrá de romper a los ítalos esta paz y este pacto,

salgan como salgan las cosas; ni a mí, que así lo quiero, me moverá

fuerza alguna, no, aunque por medio de un diluvio pueda

confundir la tierra con las aguas y hacer que caiga el cielo hasta el Tártaro,

igual que este cetro (pues por caso llevaba el cetro en la diestra)

nunca echará ramas de leve fronda ni sombras,

puesto que fue arrancado un día en las selvas desde la raíz

y carece de madre y perdió por el hierro su cabello y sus brazos;

árbol un tiempo, hoy la mano del orfebre lo encerró entre adornos

de bronce y lo entregó a los padres latinos para que lo llevasen.»

Con tales palabras confirmaban entre ellos su pacto

ante la general contemplación de los próceres. Luego, según el rito

consagradas degüellan ante el fuego las víctimas y vivas les arrancan

las vísceras, y colman los altares de fuentes rebosantes.

Pero a los rútulos ese duelo desigual les parecía

ya y sentimientos diversos se mezclaban en sus pechos,

y más aún cuando les ven llegar no iguales en fuerzas.

A ello contribuye el caminar con paso callado de Turno

venerando suplicante el altar con los ojos bajos,

así como sus juveniles mejillas y la palidez del cuerpo del joven.

En cuanto su hermana Yuturna vio que se extendían

los murmullos y que cambiaba el lábil parecer del pueblo.

entre los soldados simulando el aspecto de Camerte,

que desde los antepasados tenía una estirpe gloriosa y era famoso

el renombre del valor de su padre, valerosísimo él también con las armas,

se mete entre los soldados, sabedora de las condiciones,

y siembra rumores diversos, y dice de este modo:

«¿No os da vergüenza, rútulos, ofrecer una sola vida

a cambio de tantas tan valiosas? ¿Es que no somos iguales

en número o fuerzas? Vaya, no son más que arcadios y troyanos

y el escuadrón del destino, la Etruria hostil a Turno:

apenas tenemos enemigos, si combatimos uno a uno.

Él en verdad seguirá a los dioses, ante cuyós altares

se ofrece, en fama, y vivo andará de boca en boca;

nosotros perderemos la patria y a obedecer a amos orgullosos

nos veremos obligados, ya que ahora nos sentamos tranquilos por los campos.»

Se encendió la opinión de los jóvenes con tales palabras

más y más aún y serpea la agitación entre los soldados;

los mismos laurentes cambiaron y los mismos latinos.

Quienes ya ansiaban el descanso en el combate y de la patria

la salvación quieren ahora armas, y piden que se rompa

el pacto y lamentan la inicua suerte de Turno.

Otra cosa aún mayor añade a esto Yuturna, y envía

del alto cielo una señal, la más eficaz en turbar

el corazón de los ítalos y en engañarles con su visión.

Pues surcando el rojo cielo, el águila leonada de Jove

perseguía a las aves de la ribera y a la ruidosa turba

del alígero ejército, cuando, de pronto, cae hasta las olas

y se lleva feroz en sus garras un bellísimo cisne.

Concentraron su atención los ítalos, y todos los pájaros

abandonan entre graznidos su huida (asombrosa visión)

y oscurecen el éter con sus alas y acosan por las auras

a su enemigo formando una nube, hasta que se rindió vencida

por la fuerza y el peso de la carga y dejó escapar el águila la presa

de sus garras al río y a lo lejos se perdió entre las nubes.

Saludan entonces los rútulos con gritos el augurio

y aprestan sus brazos y el primero el augur Tolumnio

dice: «Esto era, esto, lo que yo tantas veces he pedido.

Siento y reconozco a los dioses; bajo mi guía, desgraciados,

corred a las armas, que un extranjero feroz con la guerra

os espanta como a débiles aves, y por la fuerza arrasa

vuestras costas. Escapará él también y llevará sus velas

bien lejos. Vosotros, cerrad filas como un solo hombre

y defended peleando al rey que se os ha arrebatado.»

Dijo, y abalanzándose disparó su dardo contra los enemigos

 

que tenía enfrente; lanza el cornejo su estridente silbido

y corta certero el aire. Al punto sigue a esto un gran clamor,

y todas las filas se agitaron y se inflamaron los corazones con el tumulto.

Enfrente justo se encontraban los bellísimos cuerpos

de nueve hermanos, tantos cuantos leal esposa

tirrena diera, ella sola, al arcadio Galipo. Vuela la lanza

y atraviesa a uno de ellos por donde se pega al vientre

el cosido cinturón y muerde la fíbula las correas del costado,

al joven de hermosa figura y relucientes armas

le traspasa las costillas y lo tumba en la rubia arena.

Y sus hermanos, falange ya animosa ahora de dolor inflamada,

empuñan unos las espadas y otros el hierro volador

arrebatan y ciegos se lanzan. Acuden a su encuentro

las tropas de laurentes y en seguida se desbordan apretados

los troyanos y los agilinos y los arcadios de pintadas armas;

así, igual ansia se apodera de todos por decidir con el hierro.

Saquearon los altares, vuela por todo el cielo agitada

tempestad de dardos y estalla una tormenta de hierro,

retiran las crateras y los fuegos. Huye el propio Latino

llevándose de nuevo los dioses ofendidos por la ruptura del pacto.

Preparan otros los carros o ponen sus cuerpos de un salto

sobre los caballos y aparecen con las espadas enhiestas.

Mesapo, ansioso por desbaratar el pacto, al rey tirreno

Aulestes, que portaba su insignia de rey,

aterra enfrentándosele a caballo; cae éste al retirarse

y rueda, desgraciado, de cabeza y hombros con las aras

que tenía a la espalda. Mas enardecido vuela hasta él con su lanza

Mesapo y con ella, como una viga, lo hiere gravemente

desde lo alto del caballo, aunque mucho suplicaba, y así dice:

« ¡Ya lo tiene! Es ésta la mejor víctima ofrecida a los grandes dioses.»

Acuden los ítalos y despojan los miembros calientes.

Al ataque, arranca Corineo del ara un tizón quemado

y a Ebiso que corría preparando su golpe

le llena la cara de llamas: prendió su barba enorme

y olió al arder. Le sigue aún aquél

y agarra con la izquierda la cabellera del turbado enemigo

y le hace morder el polvo poniéndole encuna la rodilla;

de esta guisa hiere con la rígida espada el costado. Podalirio a Also,

un pastor que irrumpía en primera fila entre los dardos,

persiguiéndole le da alcance con la espada desnuda. Mas él, blandiendo

la segur, abre por la mitad la frente y el mentón del adversario

y riega en gran extensión las armas con la sangre esparcida.

Un duro descanso cayó sobre sus ojos y un sueño

de hierro, se oculta su luz para una noche eterna.

El piadoso Eneas, por su parte, tendía su diestra inerme

con la cabeza descubierta y llamaba a gritos a los suyos:

«¿A dónde corréis? ¿De dónde nace esta repentina discordia? ¡

Reprimid, ay, vuestra ira! Acordado está ya el pacto

y fijadas todas sus leyes. Mío sólo es el derecho a combatir,

dejadme y alejad el miedo. Yo firmaré pactos

firmes con mi mano; estas víctimas me deben ya a Turno.»

En medio de estas palabras, entre razones tales,

he aquí que hasta el héroe se escapó una flecha de alas estridentes

sin que se sepa qué mano la lanzó, con qué impulso voló,

quién brindó a los rútulos, si un dios o el azar,

gloria tan grande; en secreto quedó la fama de la hazaña

y nadie se jactó de la herida de Eneas.

Turno, al ver que Eneas se retiraba de la formación

y a sus jefes turbados, arde inflamado por súbita esperanza;

reclama sus caballos y a la vez las armas, y sube orgulloso

de un salto al carro y sacude con las manos las riendas.

Pensando en muchas cosas entrega a la muerte a valientes guerreros.

Arrolla a muchos, medio muertos: o devora las filas

con su carro o arroja a los que huyen lanzas robadas.

Cual sanguinario Marte cuando junto a las aguas

del gélido Hebro, agitado, golpea su escudo y los salvajes

caballos lanza al galope, a guerra tocando, y ellos a campo abierto

vuelan más que los Notos y el Céfiro, gimen los confines

de Tracia bajo el golpe de sus cascos y alrededor se agitan

los fantasmas del negro Terror, de la Ira y la Insidia, séquito del dios:

así azuza Turno, impetuoso, en medio del combate

sus caballos humeantes de sudor, saltando sobre los enemigos

muertos sin piedad; el rápido casco salpica rocíos

de sangre y pisa una arena ensangrentada.

Y entregó ya a la muerte a Esténelo y a Támiro y a Folo,

a éste de cerca y a éste, al otro de lejos; de lejos a ambos

Imbrásidas, a Glauco y a Lades, a los que Ímbraso mismo

había criado en Licia y había adornado con armas iguales

para llegar a las manos o para ganar a caballo a los vientos.

En parte distinta se mete en el centro del combate Eumedes,

prole preclara en la guerra del antiguo Dolón

que llevaba al abuelo en el nombre y al padre en el arrojo y las manos;

éste un día como llegara a espiar al campamento de los dánaos,

osó reclamar para sí en recompensa el carro del Pelida,

y le pagó el Tidida con premio bien distinto

por tal hazaña y no aspira ya a los caballos de Aquiles.

Cuando Turno lo divisó a lo lejos en campo abierto,

persiguiéndole antes con la lanza ligera largo trecho,

detiene su pareja de caballos y salta del carro y se lanza

sobre él, caído ya sin aliento, y pisándole el cuello con el pie

le arranca la espada de la diestra y le clava su brillo

hasta el fondo en la garganta y añade además:

«¡Aquí tienes, troyano, los campos y la Hesperia que buscaste

con la guerra! ¡Mídelos con tu cuerpo! Estos premios reciben

quienes osan probarme con la espada. Así levantan sus murallas.»

Con la punta de su lanza hace que le acompañe Asbistes,

y Clóreo y Síbaris y Dares y Tersíloco

y, resbalando del lomo de su caballo montaraz, Timetes.

Y como el aliento del Bóreas edonio cuando silba

en lo profundo del Egeo y persigue a las olas hasta la playa;

por donde cayeron los vientos se escapan las nubes al cielo:

así ante Turno, allí donde se abre camino, ceden los escuadrones,

corren revueltas las filas; su propio ímpetu lo lleva

y al correr del carro agita la brisa su penacho volador.

No aguantó Fegeo sus amenazas ni el rugir de su ánimo

y se lanzó contra el carro y torció con la diestra los hocicos

espumantes por los frenos de los caballos lanzados al galope.

Mientras lo arrastran y cuelga del yugo, indefenso, lo alcanza

una ancha lanza que se clava y desgarra la loriga

de doble malla y llega a probar el cuerpo con una herida.

Él, sin embargo, iba vuelto hacia el enemigo cubierto

con su escudo y trata de defenderse sacando la espada

cuando una rueda y el eje lanzado a la carrera lo empujaron

y lo lanzaron de cabeza al suelo y Turno, alcanzándole

entre el final del casco y el borde superior de la coraza,

la cabeza le quitó con la espada y dejó su tronco en la arena.

Y mientras, vencedor, tanta muerte causa Turno por los campos,

Mnesteo entretanto y el fiel Acates y Ascanio

con ellos se llevaron al campamento ensangrentado a Eneas,

que cada dos pasos se apoyaba en su larga lanza.

Su enfurece y se empeña en arrancar el dardo

de la caña quebrada y pide como remedio el camino más rápido,

que corten la herida con la hoja de la espada y abran del todo

el escondite de la flecha y lo manden de nuevo al combate.

Y estaba ya a su lado aquel que Febo amaba más que a los demás,

el Yásida Yápige, a quien un día, cautivo de violento amor,

Apolo mismo, satisfecho, sus propias artes y sus atributos

le ofrecía, el augurio, la cítara y las rápidas flechas.

Él, para prolongar la vida del padre moribundo,

prefirió conocer los poderes de las hierbas y su uso

para curar y practicar sin gloria un arte callado.

Estaba Eneas de pie gritando amargamente apoyado en enorme

lanza, en presencia de muchos jóvenes y de Julo

afligido, inmóvil a las lágrimas. El viejo, ceñido,

con el manto recogido a la manera peonia,

con el poder de su mano y la fuerza de las hierbas de Febo

mucho se afana en vano, en vano mueve el dardo

con la diestra y agarra el hierro con tenaz pinza.

Ninguna Fortuna gobierna su camino, en nada le asiste Apolo

su protector y un cruel espanto se hace más y más intenso

en la llanura y más se acerca la desgracia. Ya ven que se forma

en el cielo una nube de polvo: están llegando los jinetes y una lluvia de dardos

cae en el corazón del campamento. Sube al éter un triste clamor

de jóvenes combatientes que caen bajo un Marte severo.

Venus entonces, conmovida como madre por el indigno dolor

de su hijo, recoge el díctamo en el Ida cretense,

el tallo de hojas rugosas que en una flor acaba

de púrpura; no desconocen esta hierba las cabras

agrestes cuando se clavan en su lomo las flechas voladoras.

Venus, con la figura escondida en una oscura nube,

lo trajo y con él tiñe el agua vertida en un brillante

cuenco, curando en secreto, y la riega con los jugos

de la salutífera ambrosía y con la pánace olorosa.

Fomenta con este brebaje la herida el longevo Yápige,

sin saberlo, y de pronto escapa de su cuerpo