Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Sólo esto dijo, y entretanto corría ya el día de nuevo

con luz madura y había puesto en fuga a la noche;

ordena al punto a sus aliados seguir sus órdenes

y que dispongan su ánimo para las armas y se apresten al combate.

Y tiene ya a la vista a los teucros y su campamento

de pie en lo alto de su popa, cuando alzó en la izquierda

el escudo de fuego. Lanzan un grito a los astros

los Dardánidas desde los muros, nueva esperanza sus iras enciende,

arrojan dardos con la mano como cuando bajo negras nubes

hacen señales las grullas estrimonias y rompen el éter

con sus graznidos y evitan los Notos con clamor gozoso.

Y asombroso parece todo esto al rey rútulo y los jefes

ausonios, hasta que pueden ver vueltos hacia la costa

los barcos y el mar llenarse por completo de naves.

Le arde el yelmo en la cabeza y deja caer de lo alto

su llama el penacho y gran fuego vomita el escudo de oro.

No menos que cuando lúgubres enrojecen en la noche

limpia los cometas de sangre o el ardor de Sirio,

el que trae a los mortales enfermos la sed y los morbos

nace y entristece con siniestra luz el cielo.

Sin embargo, no abandonó su confianza al bravo Turno

en ocupar primero la playa y arrojar de tierra a los que llegaban:

«Aquí está lo que pedisteis con vuestros votos, aplastarlos con la diestra.

El propio Marte está en manos de los hombres. Acordaos ahora

cada cual de su esposa y su casa, recordad ahora las grandes

hazañas, la gloria de los padres. Corramos antes al agua

mientras dudan y vacilan sus primeros pasos al desembarcar.

A los audaces ayuda la fortuna.»

Esto dice y medita en su interior a quién mandar puede

al combate y a quién confiar los muros asediados.

Entretanto Eneas hace bajar de las altas naves

por puentes a sus compañeros. Muchos observan el reflujo

del mar al descender y se lanzan de un salto a los bajíos

y otros por los remos. Tarconte, explorando la orilla,

por donde vados no espera y la ola no murmura al romperse

sino que llega el mar inofensivo en creciente oleada,

hace virar de pronto la proa y pide a sus hombres:

«Ahora, tropa escogida, caed sobre los fuertes remos;

levantad, moved las naves, hended con las quillas

esta tierra enemiga y que se abra su propio surco la carena.

Y no dudo en estrellar mi nave en tal atracada

si con ello me apodero de esta tierra.» Luego que dijo esto

Tarconte, se alzaron sobre los remos sus compañeros

y metieron en los campos latinos las naves espumantes,

hasta poner en seco los rostros e ilesas

varar todas las carenas. Mas no tu nave, Tarconte:

pues clavada en los vados mientras pende en un bajío

peligroso vacilando largo rato y las olas fatiga,

se deshace y lanza al agua a los hombres

a quienes estorban los trozos de los remos y los bancos

que flotan y al tiempo la ola les arrastra de los pies en su reflujo.

Y no entretiene a Turno torpe retraso, sino que toma raudo

todo su ejército contra los teucros y frente les hace en la playa.

Dan la señal. Eneas fue el primero en atacar a las agrestes

tropas, augurio del combate, y abatió a los latinos

matando a Terón, gran guerrero que a Eneas desafiaba

por su voluntad. A él con la espada y por las escamas de bronce

y la túnica áspera de oro le bebe en el costado abierto.

Y luego hiere a Licas, quien fue sacado de su madre ya muerta

y consagrado a ti, Febo: ¿a qué fin de pequeño

pudo librarse de la suerte del hierro? Y al duro Ciseo no lejos

y al enorme Gías que rompían con maza las líneas

arrojó a la muerte; de nada les valieron las armas

de Hércules ni la fuerza de sus manos ni el padre Melampo,

compañero de Alcides mientras le impuso la tierra

graves trabajos. Y ahí Farón: mientras se jacta con voces vanas,

blandiendo la jabalina se la clava en la boca que grita.

Tú también, Cidón infeliz, mientras seguías a tu nuevo goce,

a Clitio, al que amarilleaban las mandíbulas con su primer bozo;

abatido por la diestra dardania, olvidando de los amores

de los jóvenes que nunca te faltaban, digno de compasión yacerías

si no hubiera salido a su encuentro, compacta, la cohorte

de los hermanos, la progenie de Forco en número de siete y que siete dardos

lanzan; parte rebotan contra el yelmo y el escudo

inútiles, parte los desvía la madre Venus cuando silban

junto a su cuerpo. Se dirige Eneas al fiel Acates:

«Pásame dardos, que ni uno arrojará en vano mi diestra

contra los rútulos de los que en las llanuras de Troya

se clavaron en el cuerpo de los griegos.» Toma entonces una gran lanza

y la arroja: ella, volando, traspasa el bronce del escudo

de Meón y rompe a la vez la coraza y el pecho.

Acude en su ayuda su hermano Alcánor y con la diestra

sujeta al hermano que cae: otra lanza le atraviesa el brazo

y se escapa y mantiene su camino ensangrentada,

y del hombro le cuelga por los tendones la diestra moribunda.

Numitor entonces sacó la lanza del cuerpo de su hermano

y la envió contra Eneas, mas no se le dio

alcanzarle de lleno y rozó el muslo del gran Acates.

Aquí acude Clauso con su cuerpo juvenil fiado

en los de Cures, y hiere de lejos a Dríope con rígida lanza

blandida con fuerza, bajo el mentón y atravesando la garganta

cuando hablaba, le quita a la vez la voz y la vida. Golpea

él con su frente la tierra y arroja por la boca espesa sangre.

Abate también de diversas maneras a tres tracios

del noble linaje de Bóreas y a tres que envía

el padre Idas y la patria Ismara. Acude Haleso

y el grupo de auruncos, llega también la prole de Neptuno,

Mesapo señalado por sus caballos. Tratan de rechazarse

unos y otros: se combate en los mismos umbrales

de Ausonia. Como a lo ancho del cielo, discordes,

traban combate los vientos con ánimo y fuerzas iguales

sin que ninguno ceda, ni el mar, ni las nubes;

incierta largo tiempo parece la lucha y todos se alzan contra todos:

no de otro modo la línea troyana y la línea latina

se enfrentan, el pie se pega al pie, hombres apretados contra hombres.

Mas en otra parte, por donde un torrente arrastraba

rodando muchas piedras y arbustos arrancados de la orilla,

a los arcadios no acostumbrados a aguantar ataques a pie,

Palante cuando les vio dar la espalda al Lacio que les perseguía

porque la difícil naturaleza del lugar les había hecho

soltarlos caballos, última solución en situaciones desesperadas,

ya con ruegos, ya con amargas palabras su valor enciende:

«¿A dónde huís, compañeros? Por vosotros y por vuestras hazañas,

por el nombre de nuestro rey Evandro y las guerras ganadas

y por mi esperanza, que me nace ahora émula de la gloria de mi padre,

no os confiéis a vuestros pies. Un camino hay que abrir con la espada

entre los enemigos. Por donde más denso es el cerco de soldados,

por ahí os llama con vuestro jefe Palante la patria sagrada.

Ningún poder divino nos acosa, mortales somos atacados

pon un enemigo mortal; la misma fuerza tenemos y las mismas manos.

Mirad: el mar nos encierra con la gran barrera de sus aguas

y no hay ya tierra para huir. ¿Vamos al piélago o a Troya?»

Esto dice, y se arroja en medio del apretado grupo de enemigos.

Frente le hace el primero enviado por hados inicuos

Lago. A éste, mientras arranca un peñasco de gran peso,

le clava un dardo disparado y se lo mete donde el espinazo

separa las costillas, y el asta recibe

clavada en sus huesos. No logra Hisbón sorprenderlo

aunque lo intentaba; pues se le adelanta Palante

cuando corría enfurecido y por la muerte cruel del compañero

incauto, y clava su espada en el pulmón hinchado.

Busca después a Estenio y a Anquémolo de la antigua

estirpe de Reto, el que osó mancillar el lecho de su madrastra.

También vosotros, gemelos, caísteis en las llanuras rútulas,

Larides y Timbro, prole parecidísima de Dauco,

indiscernible para los suyos y grata confusión de sus padres;

mas hoy Palante os infligió crueles diferencias.

Pues a ti, Timbo, la espada de Evandro te arrancó la cabeza;

a ti, Larides, como suyo te busca la diestra cortada

y saltan los dedos moribundos y aún empuñan el hierro.

A los arcadios encendidos por la arenga que contemplaban de su héroe

las gloriosas acciones, dolor y pudor les arman contra los enemigos.

Luego Palante atraviesa a Reteo que escapaba junto a él

en su carro. Esto y sólo esto sirvió a Ilo de retraso;

pues contra Ilo iba dirigida desde lejos la fuerte lanza

cuyo camino Reteo interceptó, óptimo Teutrante,

huyendo de ti y de tu hermano Tires, y arrojado del carro

hiende medio muerto los campos de los rútulos con sus talones.

Y como cuando según su voto se levantan los vientos

 

en verano y enciende en los bosques el pastor fuegos dispersos,

y de pronto si alcanzan el centro se extienden por los anchos

campos en un hórrido frente de Vulcano mientras él, victorioso,

se sienta a contemplar las llamas triunfantes:

no de otro modo se agrupa todo el valor de los compañeros

en tu ayuda, Palante. Mas Haleso, fiero en la guerra,

se lanza en su contra y se protege tras sus armas.

Acaba así con Ladón y Ferete y Demódoco,

con la brillante espada cercena a Estrimonio la diestra

lanzada contra su garganta; con una piedra hiere el rostro de Toante

y dispersa sus huesos mezclados con los sesos ensangrentados.

Su padre, previendo el destino, había ocultado a Haleso en los bosques;

cuando anciano cerró los ojos blanquecinos con la muerte,

pusieron su mano las Parcas y lo consagraron de Evandro

a las armas. Contra él se dirige Palante rezando así primero:

«Da, padre Tíber, ahora fortuna a este hierro que pienso

lanzar y un camino a través del pecho del duro Haleso.

Tu encina tendrá estas armas y los despojos de ese hombre.»

Y lo escuchó el dios; mientras Haleso a Imaón protegía,

ofrece el infeliz su pecho inerme a la flecha arcadia.

Mas no deja Lauso, parte notable de la guerra,

que se espanten sus tropas por muerte tan señera: a Abante

mata el primero al hacerle frente, nudo y soporte del combate.

Caen los hijos de Arcadia, caen los etruscos

y vosotros, teucros que con vida escapasteis de los griegos.

Se enfrentan las líneas con caudillos y fuerzas iguales;

los últimos empujan el frente y la multitud no deja

que se muevan ni manos ni armas. Les insta y anima de un lado Palante

y del otro Lauso, que no se llevan mucho en edad;

gallardos de presencia, la Fortuna les había negado

el retorno a la patria. No toleró, sin embargo,

que se enfrentasen el que reina en el gran Olimpo;

les aguarda en seguida su destino bajo un enemigo más grande.

Entretanto su divina hermana a Turno aconseja

relevar a Lauso, y con carro volador corta el centro de las líneas.

Cuando ve a sus hombres: «Es hora de dejar el combate;

haré frente yo solo a Palante, Palante es cosa mía.

¡Cómo me gustaría que de espectador estuviera su padre!»

Esto dice, y salieron sus compañeros del campo, según se les mandaba.

Y, al retirarse los rútulos, pasmado el joven de la orgullosa orden

se asombra ante Turno y por su cuerpo enorme

lleva sus ojos y con fiera mirada en todo se fija de lejos,

y con tales palabras replica a las palabras del rey:

«Yo seré celebrado por conseguir despojos opimos

o por una muerte gloriosa; con las dos suertes se conforma mi padre.

déjate de amenazas.» Avanza luego al centro del campo;

helada corre la sangre en las entrañas de los arcadios.

Turno saltó de su carro, se dispone a enfrentársele

a pie, y como el león cuando ve desde alta atalaya

en el campo a lo lejos un toro que se apresta al combate

salta raudo, no otra es la imagen de Turno avanzando.

Cuando creyó que éste estaba al alcance de sus lanzas,

ataca Palante el primero, por si la suerte al audaz amparaba

de fuerzas desiguales, y dice así al cielo inmenso:

«Por la hospitalidad de mi padre y las mesas que visitaste,

Alcides, te pido, asísteme en esta gran empresa.

Que me vea quitarle moribundo las armas llenas de sangre

y lleven los ojos de Turno al morir mi victoria.»

Oyó Alcides al joven y ahogó un gran suspiro

en lo profundo del pecho y derramó lágrimas vanas.

Entonces habla el padre a su hijo con palabras de amigo:

«Fijado está el día de cada cual, breve e irreparable el tiempo

de la vida es para todos; mas al valor prolongar corresponde

la fama con hazañas. Al pie de las altas murallas de Troya

cayeron muchos hijos de dioses y con ellos murió también

Sarpedón, mi propia descendencia; también sus hados

llaman a Turno y llega al final del tiempo concedido.»

Así dice y de los campos de los rútulos aparta sus ojos.

Palante por fin arroja con gran fuerza su lanza

y saca de la hueca vaina la espada reluciente.

Aquélla, volando, cae donde termina el reparo

del hombro y abriéndose camino entre los bordes del escudo

mordió por último el gran cuerpo de Turno.

Turno a su vez la madera que acaba en punta de hierro

blande largo tiempo y contra Palante la arroja, y así exclama:

«¡Mira si mi arma no es más penetrante!»

Había dicho, y el escudo, tantas capas de hierro y de bronce

al que tantas veces da vuelta una piel de toro,

la punta lo traspasa por el centro con golpe vibrante

y perfora la defensa de la loriga y el pecho enorme.

Arranca Palante en vano el arma caliente de la herida:

por el mismo camino salen la sangre y la vida.

Cayó sobre la herida (sobre él resonaron sus armas)

y besa al morir con boca ensangrentada la tierra enemiga.

Turno alzándose sobre él:

«Acordaos, arcadios -dice- de mis palabras y llevadlas

a Evandro: le devuelvo a Palante según ha merecido.

Sea cual sea el honor de un túmulo, sea cual sea el consuelo de un sepulcro,

se lo concedo. No le va a costar poco de Eneas

la hospitalidad.» Y así que hubo hablado aplastó con el pie

izquierdo al muerto robándole del cinturón el peso enorme

con el crimen grabado: el grupo de jóvenes asesinados

a la vez en la noche de bodas horriblemente y los lechos de sangre,

que había trabajado en mucho oro el Eurítida Clono;

con este despojo pasea Turno en triunfo, gozoso por tenerlo.

¡Corazón de los hombres que ignora el destino y la suerte futura

y respetar soberbio la medida en la ocasión favorable!

Día vendrá en que el gran Turno deseará haber cobrado

un buen rescate por la vida de Palante y odiará estos despojos

y esta hora. Mas sus compañeros entre lágrimas y muchos gemidos

se llevan en gran número a Palante sobre su escudo.

¡Ay, tú, que volverás gloria grande y dolor a tu padre!

Este día primero te metió en la guerra y este mismo te saca,

y dejas, sin embargo, de rútulos montones inmensos.

Y ya llega volando hasta Eneas la fama no sólo de desgracia

tan grande, sino la cierta noticia de que están los suyos

cerca de la muerte, que es tiempo ya de auxiliar a los teucros en retirada.

Siega con la espada cuanto cae a su alcance y enfurecido

se abre ancho sendero entre las tropas con el hierro, Turno,

buscándote a ti, orgulloso de la sangre reciente. Palante, Evandro,

todo está en sus ojos, las mesas primeras que le acogieron

extranjero y las diestras unidas. Aquí a los cuatro

jóvenes hijos de Sulmón y a otros tantos que Ufente criara,

los coge vivos para inmolarlos a las sombras en sacrificio,

y regar con sangre de cautivos las llamas de la pira.

Luego dispara de lejos contra Mago la lanza enemiga:

éste la esquiva con astucia y pasa la lanza silbando por encima,

y así dice, suplicante agarrado a sus rodillas:

«Por los Manes de tu padre y la esperanza de Julo que crece

te suplico que guardes esta vida para mi hijo y para mi padre.

Tengo una noble casa, allí hay talentos enterrados

de plata labrada; tengo gran cantidad de oro trabajado

y sin trabajar. No depende de mí la victoria

de los teucros ni determinará resultado tan grande una sola vida.»

Dijo, y Eneas le devolvió estas palabras:

«Guarda para tus hijos todos esos talentos de oro

y de plata que dices. Turno ha acabado ya con esos

negocios de guerra al dar muerte a Palante.

Así lo sienten los Manes de mi padre Anquises y así Julo.»

Dicho esto agarra el yelmo con la izquierda y le clava

la espada hasta la empuñadura alzando la cabeza del suplicante.

Y no lejos Hemónides, sacerdote de Febo y de Trivia

a quien ceñía las sienes la ínfula con la banda sagrada,

todo brillante con la ropa y las insignias blancas.

Le sale al encuentro en el campo, y, según cae, se le pone

encima y lo mata, y lo cubre con una gran sombra; se carga

Seresto al hombro las armas mejores, trofeo para ti, rey Gradivo.

Abren un nuevo frente el nacido de la estirpe de Vulcano,

Céculo, y Umbrón llegado de los montes de los marsos.

Se enfurece con ellos el Dardánida: izquierda de Ánxur

y toda la orla del escudo le había cercenado con la espada

(había dicho aquél algo grande y había puesto su fuerza

en su palabra y quizá lanzaba su ánimo al cielo

y se había prometido las canas y unos largos años);

Tárquito, exultante en su contra con armas relucientes,

a quien la ninfa Dríope había parido para el silvícola Fauno,

salió al encuentro del enfurecido; éste, blandiendo su lanza,

atraviesa a la vez la loriga y la enorme mole del escudo,

y lanza por tierra la cabeza que en vano suplicaba

y mucho se aprestaba a decir, y el tibio tronco

haciendo rodar así dice con pecho enemigo:

«Ahí, temeroso, quédate ahora. No te pondrá en el suelo

tu madre piadosa ni tapará tus miembros con un sepulcro en la patria:

serás abandonado a las aladas fieras, o habrán de tragarte las aguas

con su remolino y peces hambrientos lamerán tus heridas.»

Persigue después a Anteo y a Luca, línea primera de Turno,

y al valeroso Numa y al rubio Camerte,

el hijo del magnánimo Volcente, el más rico en tierras

de los Ausónidas que reinó en la Amiclas silenciosa.

Cual Egeón, de quien dicen que cien brazos tenía

con sus cien manos y que echaba fuego por sus cincuenta

bocas y pechos, cuando contra los rayos de Jove

se agitaba con tantos escudos iguales, tantas espadas blandía;

así lanzó su furia Eneas victorioso por toda la llanura

luego que calentó su filo. Y mira cómo va contra los caballos

de la cuadriga de Nifeo y el pecho que se le enfrenta.

Y ellos, cuando le vieron acercarse gritando

horriblemente, se volvieron de miedo y, retrocediendo,

derriban al auriga y hacen volar su carro hacia la costa.

De pronto se interponen Lúcago y Líger, su hermano,

sobre una blanca biga; el hermano gobierna los caballos

con las riendas, Lúcago voltea fiero la espada desnuda.

No aguantó Eneas a quienes con hervor tan grande se enfurecían;

llegó corriendo y enorme se mostró con la lanza dispuesta.

A él Líger:

«No son los que ves caballos de Diomedes ni el carro de Aquiles

o los llanos de Frigia: ahora el fin de la guerra y de tus años

se cumplirá en estas tierras.» Vuelan a lo ancho tales

palabras del vesánico Líger. Mas no prepara el héroe troyano

palabras en su contra, que una lanza blande contra sus enemigos.

Cuando Lúcago echado sobre las riendas con su espada

azuzó a los caballos y se apresta al combate

con el pie izquierdo adelantado, llega la lanza por debajo del borde

del refulgente escudo y le perfora la ingle izquierda;

rueda, cayendo del carro, moribundo por el suelo.

Y el piadoso Eneas le habla con palabras amargas:

«Lúcago, no traicionó a tu carro la vergonzosa huida

de tus caballos, ni vanas sombras lo alejaron del enemigo.

Tú mismo has dejado tu yugo saltando de sus ruedas.» Así dijo

y sujetó a los animales; en el suelo las palmas inertes

tendía su hermano infeliz, derribado del carro:

«Por ti, por los padres que tal te engendraron,

héroe de Troya, perdona esta vida y compadécete del suplicante.»

Aún implorando Eneas: «No decías cosas como éstas

 

hace poco. Muere y que no deje el hermano al hermano.»

Entonces abre con su filo el pecho, los escondites del alma.

Así llenaba de muerte los campos el caudillo

dardanio, loco a la manera de un torrente de agua

o de negro turbión. Rompen la línea por fin y salen del campo

el niño Ascanio y la juventud en vano asediada.

A Juno entre tanto increpa Júpiter de pronto:

«¡Oh, hermana y a la vez gratísima esposa mía!

Como pensabas, Venus (y no te engañó tu idea)

sustenta a las fuerzas troyanas, ni vigorosa en la guerra

está la diestra de los hombres ni su ánimo fiero y dispuesto al peligro.»

Y Juno, sumisa: «¿Por qué, mi bellísimo esposo,

atormentas a la que afligida teme tristes palabras de tu parte?

Si la fuerza de tu amor estuviera conmigo como lo estuvo un día

y así conviene, no me dirías en esto que no,

tú que todo lo puedes, y podría sacar a Turno de la lucha

y rescatarlo incólume para Dauno, su padre.

Ahora, que muera y sufra castigo de los teucros con sangre piadosa.

Y, sin embargo, él recibió su nombre de nuestra estirpe

y es Pilumno su cuarto padre, y con mano generosa

y muchos presentes colmó a menudo tus umbrales.»

Brevemente le dice así el rey del etéreo Olimpo:

«Si me estás suplicando un retraso en la muerte que acecha

y una tregua para el joven que ha de caer y quieres que así lo determine,

dispón la huida de Turno y líbralo de la hora presente:

hasta aquí me es posible ceder. Pero si bajo estas plegarias

se esconde una venia más alta y piensas todo

remover y alterar la guerra, vana esperanza alimentas.»

Y Juno, llorando: «¿Y qué si lo que de palabra te pesa

lo concedieras en tu corazón y se otorgase esta vida a Turno?

Ahora le aguarda, inocente, un grave fin, o yo me engaño

sobre la verdad. Porque ¡ojalá sea yo burlada por un falso

temor y cambies tus planes, tú que puedes, para bien!»

Luego que pronunció estas palabras se lanzó de inmediato

desde el alto cielo envuelta en una nube y trayendo por los aires la tormenta,

y se encaminó al frente de Ilión y al campo laurente.

Luego la diosa con una vana nube una tenue sombra sin fuerzas

a semejanza de Eneas (prodigio de ver maravilloso)

adorna con las armas dardanias y el escudo y los penachos

simula de la divina cabeza, le pone palabras inanes,

le da una voz sin sentido y finge al andar sus pasos,

como al llegar la muerte es fama que vuelan las sombras,

o los sueños que engañan a los sentidos adormecidos.

Y salta la imagen dispuesta a las primeras líneas

a retar al héroe con sus dardos y con voces provocarlo.

Turno la persigue y arroja una lanza estridente

de lejos; ella vuelve la espalda y cambia sus pasos.

Fue entonces cuando Turno pensó que Eneas huía

y apuntó en su ánimo resuelto una vana esperanza:

«¿A dónde huyes, Eneas? No abandones el lecho prometido;

mi diestra te dará la tierra que has buscado por los mares.»

Vociferando así le sigue y hace brillar su espada

desenvainada y no ve que los vientos se llevan su alegría.

Había casualmente un barco atado al pico de una roca

con sus escalas dispuestas y el puente preparado,

con el que había llegado el rey Osinio de las costas de Clusio.

Aquí se metió rauda la imagen de Eneas que escapaba

para esconderse, y Turno la sigue no menos valiente

y vence los obstáculos y logra saltar los altos puentes.

Apenas había alcanzado la proa, rompe amarras la hija de Saturno

y se lleva por mares en reflujo la nave liberada.

Y al otro en su ausencia Eneas lo reta al combate

y manda a la muerte a muchos hombres que le hacen frente.

Luego la imagen leve no busca ya más escondites,

sino que vuela a lo alto y con una negra nube se confunde,

mientras un turbión hacia alta mar se lleva entretanto a Turno.

Mira hacia atrás ignorante de todo y sin agradecer la salvación

y tiende a las estrellas su voz y sus dos manos:

«Padre todopoderoso, ¿de tan grande infamia

me has creído digno y has querido que tal castigo sufriera?

¿Adónde voy? ¿De dónde he salido? ¿Qué fuga me lleva y cómo?

¿Volveré a ver de nuevo las murallas y el campo laurente?

¿Qué será de aquel puñado de hombres que me han seguido y a mis armas?

¿A todos los dejé (¡qué vergüenza!) en una muerte infanda

y ahora los veo dispersos y escucho los gemidos

de los que caen? ¿Qué pretendo? ¿Hasta dónde podrá abrirse

la tierra para tragarme? ¡Compadeceos al menos vosotros, vientos!

Contra las rocas y el acantilado (gustoso Turno os lo pide)

estrellad la nave, y clavad las sirtes en los bancos crueles,

que no me sigan los rútulos ni la fama que todo lo sabe.»

Esto diciendo en su ánimo vacila de un lado para otro,

loco dé vergüenza tan grande, si ha de clavarse

la espada y sacar por las costillas el filo desnudo

o si se arrojará en medio de las olas y ganará a nado

el curvo litoral y volverá de nuevo contra las armas de los teucros.

Tres veces probó una y otra vía, tres veces Juno soberana

lo detuvo y compadecida de ánimo sujetó al joven.

Se desliza cortando las aguas con olas y marea propicias

y llega a la antigua ciudad de Dauno su padre.

Y entretanto Mecencio exaltado por obra de Jove

le sucede en la lucha y arremete contra los teucros triunfantes.

Acuden las tropas tirrenas y a él con todos sus odios,

a ese hombre solo y con innúmeros disparos le atacan.

Él (como roca inmensa que avanza hacia el ponto

frente a la furia de los vientos y expuesta a las aguas,

toda la fuerza y ataques soporta, y en mar y cielo

firme permanece inamovible) a Hebro, prole de Dolicaon,

tumba en el suelo y con él a Látago y a Palmo fugitivo;

pero a Látago con una roca y un gran pedazo de monte

le alcanza en la boca y la cara de frente, a Palmo le hace

caer como un cobarde con los tendones cortados, y a Lauso concede

llevar en sus hombros las armas y poner en su casco los penachos.

Y lo mismo con Evante el frigio y Mimante, de Paris

compañero e igual, a quien Teano dio a luz siendo su padre

Amico la misma noche que, preñada de una tea,

la reina Ciseida a Paris; Paris en la ciudad de sus padres

yace, tiene a un desconocido Mimante la costa laurente.

Y como el jabalí arrojado de las cumbres del monte

por el mordisco de los perros, a quien el Vésulo cubierto de pinos

defendió muchos años y muchos los pantanos laurentes

lo alimentaron con su bosque de cañas; luego que cayó en las redes,

se detiene y gruñe feroz y eriza el espinazo

y nadie se atreve a irritarlo o a acercarse más,

sino que le atacan de lejos con lanzas y gritos seguros.

No de otro modo, de los que dirigen su justa ira contra Mecencio

ninguno osa enfrentársele con las armasen la mano,

y de lejos le retan con sus disparos y con gran griterío.

Mas él, impávido, hacia todas partes vacila

rechinando los dientes y sacude las lanzas de su escudo.

Acrón había venido de las antiguas tierras de Córito,

hombre griego, dejando en su huida sin cumplir una boda.

Cuando lo vio a lo lejos perturbando el centro de la línea,

rojo en las plumas y en la púrpura de la esposa pactada,

como el león hambriento que merodea a menudo entre altos apriscos

(pues se lo pide su vesánica hambre), si llega a ver una cabra

fugitiva o un ciervo que asoma con sus cuernos,

gozoso abre su enorme boca y eriza las crines y se clava

en las vísceras cayendo de lo alto; baña la boca feroz la negra sangre;

así cayó raudo Mecencio en lo más denso del enemigo.

Acrón, infeliz, cae abatido y al morir golpea la negra tierra

con sus talones y llena de sangre las armas quebradas.

Y no creyó Mecencio oportuno matar a Orodes

cuando huía ni hacerle con su lanza ciega herida;

salió corriendo a su encuentro y, de hombre a hombre,

le hizo frente mejor que con engaños con armas valerosas.

Le derribó entonces y apoyando encima su lanza y su pie:

«Parte no despreciable de la guerra, soldados, yace el alto Orodes.»

Gritan con él sus compañeros siguiendo sus voces de triunfo,

y el otro a su vez, muriendo: «Vencedor seas quien seas,

no te alegrarás mucho sin que sea yo vengado; hados iguales

te están aguardando y ocuparás pronto este mismo suelo.»

Y a él Mecencio, con sonrisa mezclada de ira:

«Muere tú de momento. En cuanto a mí, el rey padre

de dioses y hombres verá.» Esto diciendo arrancó la lanza de su cuerpo.

Un duro descanso cayó sobre los ojos de Orodes y un sueño

de hierro, se apaga su luz para una noche eterna.

Cédico a Alcátoo mata, Sacrátor a Hidaspes

y Rapón a Partensio y a Orses durísimo de fuerzas,

Mesapo a Clonio y a Eriquetes Licaonio,

a uno cuando en tierra yacía arrojado de su caballo sin freno,

y al otro a pie. A pie también se había adelantado

Agis el licio, a quien derriba sin embargo Válero lleno del valor

de sus mayores, y a Tronio Salio y a Salio Nealces

con ardides, con la lanza y la flecha que sorprende de lejos.

Ya un grave Marte el duelo igualaba y las muertes

de todos; iguales mataban y caían iguales

vencedores y vencidos y ni unos ni otros conocían la huida.

Los dioses en la mansión de Jove lamentan ira tan vana