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100 Clásicos de la Literatura

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que reclama su madre con muchos balidos. De todas partes

se alza el clamor: entran y rellenan con tierra los fosos,

lanzan otros a los tejados teas encendidas.

Ilioneo con un peñasco y un enorme trozo de monte

a Lucetio que se acercaba a la puerta con su antorcha,

Líger a Ematión, a Corineo abate Asilas,

hábil éste con la jabalina y aquél de lejos con la flecha que engaña;

Céneo a Ortigio, al vencedor Céneo Turno,

Turno a Itis y Clonio, y a Prómolo y Dioxipo,

y a Ságaris y a Idas que las altas torres defendía;

Capis a Priverno, a quien había alcanzado primero

la lanza ligera de Temillas: deja, loco, el escudo y se lleva

la mano a la herida, así que llega volando una flecha

y le clava la mano al costado izquierdo y desgarra

con su herida mortal el camino escondido del aliento.

Estaba el hijo de Arcente con egregias armas

revestido de su clámide bordada y brillante de púrpura hibera,

con hermoso aspecto, al que su padre Arcente había enviado

criado en el bosque de Marte junto a los arroyos

del Simeto, donde el altar benigno de Palico y pingüe:

dejando las lanzas Mecencio su honda estridente

volteó tres veces en torno a su cabeza con la correa,

y golpeó de frente el centro de sus sienes con plomo

fundido y lo dejó tendido en la arena del suelo.

Se dice que entonces por primera vez lanzó en la guerra

una rápida flecha Ascanio, acostumbrado como estaba a asustar

a fieras huidizas, y tumbó con su mano al fuerte Numano,

apodado Rémulo, que hacía poco se había unido

en matrimonio con la hermosa pequeña de Turno.

Iba en primera fila dando voces dignas e indignas

de decir y con el pecho henchido de su nuevo

poder, y avanzaba orgulloso gritando:

«¿No os avergüenza estar de nuevo asediados tras una empalizada,

frigios dos veces prisioneros, y levantar una muralla ante la muerte?

¡Mira, tú! ¡Los que nos pedían matrimonio por la fuerza!

¿Qué dios a Italia, o qué locura os ha traído?

No están aquí los Atridas ni el urdidor de historias, Ulises:

raza dura por la estirpe, llevamos primero a los hijos

al río y los endurecemos con el hielo cruel y las olas;

no duermen nuestros niños por la caza y fatigan los bosques,

es su juego montar caballos y disparar flechas con sus arcos.

Y la juventud, hecha al trabajo y con poco conforme,

o doma la tierra con rastrillos o golpea con la guerra las ciudades.

Toda la edad la pasamos con el hierro y con la lanza vuelta

el lomo de los novillos sin que de la vejez la torpeza picamos

apague las fuerzas de nuestro pecho ni altere su vigor:

ceñimos nuestras canas con el yelmo y traer nos agrada

constantemente nuevos botines y vivir de la rapiña.

A vosotros os va la ropa teñida de púrpura brillante

y de azafrán, os gusta la indolencia y entregaros a la danza,

y tienen mangas vuestras túnicas y cintas vuestras mitras.

¡Oh, frigias en verdad, más que frigios! Andad por las cumbres

del Díndimo donde soléis escuchar el canto de la flauta.

Que os llaman los tímpanos y el boj berecintio de la Madre

del Ida; dejad las armas a los hombres y soltad el hierro.»

Que así se jactase gritando amenazas

no pudo soportar Ascanio, y tensó de frente su flecha

en el nervio de caballo y abriendo los brazos

se detuvo para ganar antes con sus votos el favor de Jove:

«¡Júpiter todopoderoso, aprueba esta audaz empresa!

Yo mismo llevaré a tus templos solemnes presentes

y sacrificaré ante tus aras un novillo de frente dorada,

blanco, que alcance con la cabeza a su madre,

que embista ya y que esparza la arena con sus patas.»

Lo escuchó y tronó por la izquierda en región serena

del cielo el padre, al tiempo que silba el arco fatal.

Escapa con horrible zumbido la flecha disparada

y atraviesa la cabeza de Rémulo y cruza con la punta

el hueco de sus sienes. « ¡Anda, búrlate del valor con jactancia!

Esta respuesta envían a los rútulos los frigios dos veces prisioneros.»

No dijo más Ascanio. Los teucros le siguen con sus gritos

y vibran de alegría y sus ánimos lanzan al cielo.

Veía casualmente desde lo alto Apolo de larga cabellera

en la región del cielo la ciudad y las tropas ausonias,

sentado en una nube, y al vencedor Julo así le dice:

«¡Bravo por ese nuevo valor, muchacho! ¡Así se va a las estrellas,

hijo de dioses que dioses engendrarás! Con razón, toda guerra

cesará bajo el linaje de Asáraco que los hados nos mandan,

y Troya no te basta.» A la vez que esto dice caer se deja

del alto éter, hiende las auras que respiran

y busca a Ascanio; cambia entonces la forma de sus rasgos

por los del viejo Butes. Éste fue antes del dardanio

Anquises escudero y leal centinela de sus umbrales;

luego el padre se lo dio a Ascanio por compañero.

Iba Apolo en todo igual al viejo, en la voz y el color

Y los blancos cabellos y las armas de sombrío sonido,

ya] enardecido Julo se dirige con estas palabras:

«Sea suficiente, hijo de Eneas, abatir impunemente con tus flechas

a Numano. El gran Apolo te ha otorgado

esta gloria primera y no ve mal tus armas iguales a las suyas;

deja ahora el combate, muchacho.» Tras comenzar así, Apolo

dejó su aspecto mortal en medio del discurso

y escapó hacia el aire sutil, lejos de los ojos.

Reconocieron al dios los jefes dardanios y las divinas

flechas oyeron resonar en la huida y su aljaba.

Y así, con sus palabras y por la voluntad de Febo

alejan a Ascanio ávido de pelea, yvuelven ellos mismos

de nuevo al combate y lanzan sus almas a peligros abiertos.

En todo el muro sale el clamor por los bastiones,

tensan los arcos fieros y retuercen los amientos.

Todo el suelo se cubre de flechas y los escudos y los cavos

yelmos resuenan con los golpes; se traba un áspero combate.

Cuanto sacude la tierra el chaparrón que viene de poniente

con las Cabrillas lluviosas, como los nimbos cargados de granizo

se lanzan sobre los ríos, cuando Júpiter hórrido de Austros

lanza una tormenta de agua y rompe las huecas nubes en el cielo.

Pándaro y Bitias, hijo de Alcánor Ideo,

a quienes crió en el bosque de Jove la silvestre Yera,

jóvenes como los abetos de su patria y sus montes,

abren la puerta que las encomendó la orden de su jefe,

fiados en sus armas, e invitan además a pasar al enemigo.

Ellos se quedan dentro ante las torres a izquierda y derecha

armados con la espada y luciendo sus enhiestos penachos:

como dos encinas se alzan al aire junto a la líquida corriente

en las orillas del Po o cerca del Átesis ameno,

y levantan al cielo sus cabezas frondosas y agitan la altísima copa.

Los rútulos irrumpen en la entrada en cuanto la vieron abierta;

en seguida Quercente y Aquículo, hermoso con sus armas,

y Tmaro lanzado de ánimo y el marcial Hemón

con todos sus hombres, o se volvieron y dieron la espalda

o en el mismo umbral de la puerta dejaron sus vidas.

Entonces crece aún más el furor en los corazones discordes,

y ya los troyanos reunidos en el mismo lugar se agrupan

y osan hacerles frente y salir adelante.

Al caudillo Turno, enfurecido en otra parte

y asustando a los hombres le llega la noticia de que hierve

el enemigo con la nueva matanza y ofrece las puertas abiertas.

Deja lo emprendido y llevado de una ira tremenda

corre a la puerta dardania y contra los hermanos orgullosos.

Y tumba primero arrojando su lanza a Antífates

(pues era el primero en presentarse), bastardo del noble Sarpedón,

de madre tebana: vuela el ítalo cornejo

por el aire sutil y clavado en el estómago se esconde

en lo hondo del pecho; devuelve la gruta de la negra herida

un río de espuma y se empapa el hierro del pulmón atravesado.

Luego a Mérope y Erimanto con su mano y tumba a Afidno,

luego a Bitias con los ojos en llamas y el ánimo excitado,

no con la jabalina (pues a una jabalina no habría dado él su vida),

sino que disparó con intenso silbido una falárica sacudida

a modo de un rayo, que ni dos pieles de toro

ni la loriga fiel, de oro y doble escama,

resistieron; caen desastados sus miembros enormes,

exhala la tierra un gemido y resuena sobre el gran escudo.

Así cae a veces en la costa eubea de Bayas

un pilar de piedra que con grandes moles construyen

antes y lo lanzan al mar; inclinado,

se precipita y se queda clavado en el fondo;

se revuelven las aguas y se elevan las negras arenas,

y entonces tiembla del ruido la alta Prócida e Inárime,

duro lecho impuesto a Tifeo por orden de Jove.

Marte entonces poderoso en las armas, ánimo y fuerzas

dio a los latinos y puso en su pecho estímulos agrios,

y envió a los teucros el negro Temor y la Huida.

 

Llegan de todas partes, pues se les da ocasión de combatir,

y el dios de la guerra se mete en su pecho.

Pándaro, cuando ve derribado el cuerpo de su hermano

y en qué lugar se halla la fortuna y cómo andan las cosas,

atranca la puerta con gran violencia girando los goznes

y empujando con sus anchos hombros, y a muchos de los suyos

deja fuera del recinto en trance difícil;

mas a otros los cierra consigo y los recibe corriendo,

¡loco!, sin ver al rey rútulo en medio de la tropa,

que irrumpe y queda además encerrado dentro de la ciudad,

como un tigre tremendo entre corderos indefensos.

Al punto brilló en sus ojos una nueva luz y las armas

resonaron horribles, en su casco tremolan las crestas

de sangre y despide con su escudo rayos brillantes.

Reconocen los Enéadas la odiada cara, turbados de repente,

y los miembros inmensos. El gran Pándaro entonces

salta y lleno de ira por la muerte del hermano

exclama: «No es éste el palacio de la dote de Amata,

ni Ardea recibe a Turno en los muros patrios.

Estás viendo un campo enemigo, no hay forma de escapar.»

Turno le replica sonriente con pecho sereno:

«Empieza tú, si te atreves, y cruza conmigo tu diestra;

contarás a Príamo que aquí también has encontrado a Aquiles.»

Así dijo. El otro con todas sus fuerzas blande

y arroja su lanza llena de nudos y con la corteza;

le recibieron las auras. Desvió Juno Saturnia

el golpe inminente y se clava la lanza en la puerta.

«No escaparás tú de esta arma que maneja con fuerza

mi diestra, ni es como tú el que ahora golpea»:

así dice, y salta con la espada en alto

y entre las sienes por mitad le parte con el hierro

la frente y las jóvenes mandíbulas con espantosa herida.

Suena el golpe, la tierra se ve sacudida por el enorme peso,

cubre el suelo al morir con los miembros derribados

y las armas sangrientas de sesos, y en partes iguales

le cuelga la cabeza acá y allá sobre uno y otro hombro.

Se dispersan huyendo de miedo temblorosos los troyanos,

y si al punto el vencedor se hubiera cuidado

de romper con su mano los cerrojos y abrir las puertas a sus compañeros,

habría sido aquél el último día de la guerra y de un pueblo.

Mas la locura y el ansia de matar insana, furioso

lo lanzaron contra los de enfrente.

Primero se ocupa de Fáleris y Giges al que corta el jarrete,

luego toma las lanzas de los que huyen y se las arroja

a la espalda, Juno le brinda ánimos y fuerzas.

Les siguen Halis y Fégeo, con el escudo atravesado:

luego, ignorantes en los muros que seguían combatiendo,

Alcandro y Halio, Noemón y Prítanis.

A la derecha del terraplén, esforzado con su vibrante espada

ve venir a su encuentro a Linceo llamando a sus amigos;

su cabeza quedó en el suelo, lejos, junto al casco,

arrancada de cerca de un solo golpe. Después a Amico,

el exterminador de fieras, mejor que el cual otro no había

en untar las flechas con la mano y armar el hierro de veneno,

y a Clitio el Eólida y a Créteo, el amigo de las Musas,

Créteo de las Musas compañero, a quien siempre placían

versos y cítaras y marcar el ritmo con las cuerdas,

siempre caballos y armas cantaba y las guerras de los hombres.

Acuden por último los jefes de los teucros enterados

de la matanza de los suyos, Mnesteo y el fiero Seresto,

y dispersados ven a sus compañeros y al enemigo en casa.

Y Mnesteo: «¿A dónde huís, a dónde?», dice.

«¿Es que tenéis más muros u otras murallas más allá?

¿Un solo hombre, ciudadanos, rodeado del todo

por vuestras defensas causará impunemente

estrago tan grande en la ciudad? ¿Mandará al Orco a tantos

de los mejores jóvenes? ¿No os da pena, cobardes y vergüenza

del gran Eneas y de la pobre patria, de los antiguos dioses?»

Encendidos con tales palabras se animan y en línea cerrada

se detienen. Turno salía del combate poco a poco

y el río buscaba y la parte que ciñen las olas.

Con bríos mayores acuden por esto los teucros con gran griterío

y apretaban el cerco como cuando con nubes de flechas

acosa la partida al cruel león, y él, asustado,

feroz, mirando fieramente retrocede y ni el valor ni la ira

le permiten echar a correr, ni puede revolverse en contra

aun deseándolo, entre las flechas y los hombres.

No de otro modo, dudando, Turno vuelve sus pasos

sin prisa hacia atrás y su ánimo se enciende de rabia.

Aún dos veces se lanzó en medio de sus enemigos,

y dos veces les puso en fuga desordenada por los muros;

pero rápidamente acuden a la vez todos los hombres del campo

y no se atreve Juno, la hija de Saturno, a darle en su contra

fuerzas bastantes, pues Júpiter mandó a la aérea Iris

desde el cielo llevando a su hermana órdenes terminantes,

si Turno no salía de las altas murallas de los teucros.

Y es que no resiste ya el joven ni con el escudo

ni con su diestra, así se ve acosado por los dardos

que le arrojan por doquier. De repicar no cesa en sus huecas

sienes el casco y se rajan por las piedras los sólidos bronces,

y ha perdido los penachos y en su cabeza no aguanta el escudo

los golpes; redoblan sus disparos los troyanos

y el propio Mnesteo, como un rayo. Corre el sudor entonces

por todo su cuerpo y forma (respirar ya no puede)

un río de pez, un doloroso jadeo sacude sus miembros agotados.

Así que, finalmente, se arrojó al río de cabeza

con todas sus armas. Él en su amarillo remolino

lo acogió al caer y lo sacó fuera sobre plácidas olas,

y feliz lo devolvió a sus compañeros, limpio de sangre.

LIBRO X

Se abre la mansión del todopoderoso Olimpo entretanto

y llama a asamblea el padre de los dioses y rey de los hombres

en la sede sidérica de donde en lo alto todas las tierras

y el campo de los Dardánidas contempla y los pueblos latinos.

Toman asiento en las salas de dos puertas, comienza él mismo:

«Poderosos habitantes del cielo, ¿por qué así han cambiado

vuestras opiniones y tanto porfiáis con ánimo inicuo?

Había yo decidido que Italia no hiciera la guerra a los teucros,

¿a qué esta discordia contra mis órdenes? ¿A unos y otros

qué miedo ha llevado a empuñar las armas y provocar la guerra?

Vendrá el momento justo (no lo adelantéis) para el combate,

cuando la fiera Cartago al alcázar romano un día

cause gran exterminio y abra los Alpes;

entonces será bueno competir en odios y entonces usar la fuerza.

Dejadlo ahora y sellad contentos unpacto detregua.»

Júpiter así en pocas palabras; mas la áurea Venus

no poco le repuso:

«Padre mío, oh, poder eterno sobre hombres y cosas

(pues ¿qué otra cosa hay que implorar ya podamos?).

Viendo estás cómo provocan los rútulos y Turno se pasea

orgulloso en sus caballos y avanza henchido por un Marte

propicio. Las murallas, aun cerradas, no cubren ya a los teucros;

se traban los combates y se llenan los fosos de sangre.

Eneas sin saberlo está lejos. ¿No dejarás ya nunca

que se levante el sitio? Otra vez amenaza el enemigo los muros

de la naciente Troya y de nuevo otro ejército,

y otra vez se alza desde la Arpos etolia el Tidida

contra los teucros. Así que creo que faltan sólo mis heridas,

y siendo hija tuya estoy esperando las armas mortales.

Si sin tu aprobación y en contra de tu numen los troyanos

vinieron a Italia, que laven su pecado y no les brindes

tu auxilio; si, por el contrario, tanto oráculo siguieron

que les daban dioses celestes y Manes, ¿por qué puede nadie

cambiar ahora tus órdenes y por qué fundar nuevos hados?

¿Para qué mencionar el incendio de las naves en la costa ericina,

para qué al rey de las tormentas y los vientos furiosos

lanzados desde Eolia, o a Iris enviada por las nubes?

Ahora incluso a los Manes (esto era cuanto quedaba

por probar) provoca y Alecto, enviada de pronto a lo alto,

anda como loca por las ciudades de Italia.

Nada me mueve ya el imperio. Lo hemos estado esperando,

mientras hubo fortuna. Que venzan quienes quieras que venzan.

Si ninguna región deja para los teucros tu esposa

cruel, padre mío, por las ruinas humeantes de Troya

destruida te pido: permíteme sacar de entre las armas

incólume a Ascanio, deja que sobreviva mi nieto.

Que Eneas se vea arrojado a aguas desconocidas, sea,

y que vaya por donde le consienta Fortuna:

pero que sea yo capaz de proteger a aquél y librarlo de una cruel guerra.

Mía es Amatunte, más la alta Pafos y Citera

y las moradas ¡dalias: que abandone las armas y pueda

pasar aquí sus años sin gloria. Manda que Cartago

aplaste a Ausonia con gran poder; nada estorbará entonces

a las ciudades tirias. ¿De qué ha servido evitar de la guerra

la peste y haber escapado entre las llamas argivas,

y haber pasado tantos peligros en el mar y la vasta tierra

mientras buscan el Lacio los teucros y una Pérgamo renacida?

¿No habría sido mejor establecerse en las postreras cenizas de la patria

y en el solar en el que Troya estuvo? Devuélveles, te pido,

el Jano y el Simunte, pobres de ellos, y concede a los teucros, padre mío,

de nuevo revivir los avatares de Troya.» Entonces Juno soberana,

gravemente enojada: «¿Por qué me obligas a romper

un silencio profundo y a desvelar con palabras un dolor secreto?

¿Quién de los hombres o de los dioses empujó a Eneas

a emprender la guerra y llegar enemigo ante el rey Latino?

A Italia llegó por impulso de los hados (sea),

empujado por las locuras de Casandra. ¿Acaso le hemos animado

a dejar su campamento y encomendar su vida a los vientos?

¿O a confiar a un niño el mando de la guerra y sus muros,

o a turbar la lealtad tirrena y a unos pueblos tranquilos?

¿Qué dios lo puso en peligro o de los nuestros qué cruel

poder? ¿Dónde está aquí Juno, o Iris enviada por las nubes?

Es injusto que los ítalos rodeen la Troya que nace

con llamas y que Turno se establezca en la tierra de sus padres,

siendo Pilumno su abuelo y su madre la diva Venilia.

¿Y qué si los troyanos atacan a los latinos con negra tea,

someten a su yugo campos ajenos y el botín se llevan?

¿Y qué si roban suegros y arrancan de su regazo a las prometidas,

piden con la mano la paz y cuelgan las armas de sus popas?

Tú puedes salvar a Eneas de manos de los griegos,

y ocultarlo en la niebla y los vientos inanes,

y puedes convertir sus barcos en otras tantas Ninfas,

¿y me estará a mí vedado ayudar un poco a mi vez a los rútulos?

“Eneas sin saberlo está lejos”: pues que lejos esté y no lo sepa.

Tuyas son Pafos y el Idalio, tuya la alta Citera:

¿por qué provocas a una ciudad preñada de guerras

y a unos ásperos corazones? ¿Acaso yo intento destruir el lábil poder

de los frigios? ¿Yo? ¿Y quién enfrentó a los pobres troyanos

con los aqueos? ¿Cuál fue el motivo de que Asia y Europa

se alzasen en armas y un rapto rompiera sus pactos?

¿Guiado por mí el adúltero dardanio entró en Esparta,

o le di yo las flechas y fomenté la guerra con la ayuda de Cupido?

Entonces debieron tener miedo los tuyos; tarde te alzas ahora

en injusta protesta y promueves vanas disputas.»

Con tales palabras hablaba Juno, y se agitaban todos

los habitantes del cielo con parecer diverso igual que en los bosques

 

cuando atrapados los soplos primeros se agitan y levantan murmullos

invisibles anunciando a los marinos los vientos que llegan.

Entonces el padre todopoderoso que ostenta el mando de las cosas

comienza (mientras él habla calla la alta morada de los dioses,

tiembla la tierra desde el fondo, el alto éter enmudece,

se posan entonces los Céfiros y aquieta el mar su plácida llanura):

«Recibid, pues, estas palabras mías y clavadlas en vuestros corazones.

Puesto que no es posible unir a ausonios y troyanos

en un pacto ni encuentra su final vuestra discordia,

sea cual sea la fortuna que hoy tiene cada cual, sea

como sea la esperanza que labra, rútulo o troyano, no haré yo distinciones,

bien que por los hados de los ítalos se asedie el campamento,

bien por un mal paso de Troya y siniestros presagios.

Y no libro a los rútulos. Las propias empresas darán a cada uno

fatigas y fortuna. Júpiter será el rey de todos por igual.

Hallarán los hados su camino.» Por los ríos de su hermano estigio,

por los torrentes de pez y las orillas del negro remolino

asintió, e hizo también el Olimpo entero con su gesto.

Así acabó de hablar. Júpiter se alzó entonces en su trono

de oro, y en corro lo llevan al umbral los habitantes del cielo.

Prosiguen entre tanto los rútulos en torno a todas las puertas,

a los hombres tumban de muerte y rodean de llamas las murallas.

Mas la legión de los Enéadas se mantiene asediada en su encierro

y ninguna posibilidad de huir. Están los desgraciados en las altas torres

inútilmente, y en rala corona ciñen los muros

Asio el Imbrásida y Timetes Hicetaonio

y los dos Asáracos y Tímber, ya mayor, con Cástor,

la primera línea; a éstos acompañan ambos hermanos

de Sarpedón, Temón y Claro, de la alta Licia.

Acmón Lirnesio toma esforzándose con todo el cuerpo

un enorme peñasco, parte no pequeña de un monte,

ni menor que Clitio su padre ni que su hermano Menesteo.

Unos se esfuerzan por defender con lanzas, otros con piedras,

en preparar más fuego y en montar en la cuerda las flechas.

Y él mismo entre todos, justísima cuita de Venus,

míralo: el niño dardanio con su hermosa cabeza cubierta

resplandece como una gema que divide el oro amarillo,

ornato del cuello o la cabeza, o como incrustado

con pericia en el boj o en el terebinto de Órico

luce el marfil; su cuello de leche recibe el cabello

suelto que un aro ciñe de blando oro.

También a ti, Ísmaro, te vieron magnánimos pueblos

dirigir tus golpes o armar las cañas con veneno,

noble hijo de la casa meonia donde pingües cultivos

trabajan los hombres y el Pactolo los riega con oro.

Allí estaba Mnesteo también, a quien ennoblece la gloria

primera de haber expulsado a Turno del bastión de los muros,

y Capis, de quien toma su nombre la ciudad de Campania.

Unos y otros libraban los combates

de una dura guerra: en medio de la noche Eneas surcaba las aguas.

Pues cuando de parte de Evandro llegó al campo etrusco,

se presenta ante el rey y al rey dice su nombre y su linaje,

qué es lo que busca y qué ofrece, las armas que Mecencio

se está ganando, y le cuenta la violencia del pecho

de Turno; qué confianza merecen las cosas de los hombres

le advierte y mezcla sus ruegos. Tarconte no duda

en prestarle su apoyo y sellan la alianza; los lidios entonces,

por voluntad de los dioses y libres del destino, suben a las naves

bajo el mando de un jefe extranjero. El barco de Eneas,

el primero, lleva en el espolón leones frigios

y el Ida en lo alto, gratísimo a los teucros fugitivos.

Allá va sentado el gran Eneas y consigo da vueltas

a los varios sucesos de la guerra, y, a su izquierda, Palante

clavado a su lado le pregunta bien por las estrellas, la ruta

en una noche oscura, bien por cuanto pasó por mar y por tierra.

Abrid, diosas, ahora el Helicón y entonad vuestro canto,

qué fuerzas van siguiendo desde etruscas riberas

a Eneas y arman sus naves y se dejan llevar por el agua.

Másico surca el primero las olas con su tigre de bronce;

con él un grupo de mil jóvenes, cuantos las murallas de Clusio

dejaron y la ciudad de Cosas, que tienen por armas las flechas

y las ligeras aljabas sobre los hombros y los arcos mortales.

Con él el torvo Abante: toda su tropa relucía

con armas insignes y su nave con un Apolo de oro.

Seiscientos le había dado la ciudad de Populonia,

jóvenes expertos en la guerra, y trescientos Ilva,

isla generosa de inagotables minas del metal de los cálibes.

El tercero, aquel célebre intérprete de hombres y dioses, Asilas,

a quien los nervios de los animales y las estrellas del cielo obedecen

y las lenguas de los pájaros y los fuegos presagiosos del rayo;

lleva a mil en formación cerrada erizada de lanzas.

A éstos les manda obedecer Pisa, ciudad alfea de origen

y etrusca de solar. Sigue el bellísimo Ástir,

Ástir fiado en su caballo y en sus armas multicolores.

Trescientos más le suman (con una sola voluntad de acudir)

los que viven en Cere, los de los campos del Minión,

y la vieja Pirgos y la insana Graviscas.

No podía yo olvidarte, fortísimo en la guerra Cúnaro,

jefe de los lígures, y Cupavón, seguido de pocos,

en cuya cabeza se yerguen las plumas del cisne

(Amor, vuestro crimen) y el recuerdo de la forma paterna.

Pues cuentan que Cicno de duelo por el amado Faetonte,

entre las frondas de los chopos y la sombra de sus hermanas

mientras canta y consuela su triste amor con la Musa,

alcanzó una canosa vejez de blanda pluma,

dejando las tierras y ganando con su voz las estrellas.

Su hijo, acompañando a tropas de su edad en la flota,

impulsa con los remos el enorme Centauro: altísimo

asoma en el agua y con una gran roca amenaza

a las olas y surca el mar profundo con larga quilla.

También Ocno lleva su ejército desde las riberas paternas,

hijo de la adivina Manto y del río etrusco,

que te dio a ti los muros, Mantua, y el nombre de su madre,

Mantuca rica en antepasados, si bien no todos de la misma raza;

tiene una triple estirpe con cuatro pueblos bajo cada una,

ella misma cabeza de estos pueblos; sus fuerzas, de sangre etrusca.

De aquí también Mecencio arma a quinientos en su contra

a los que desde el padre Benaco, cubierto de glaucas cañas,

el Mincio llevaba al mar en nave de guerra.

Va, majestuoso, Aulestes en lo alto y golpea las olas

con cien remos, espuman las aguas al agitarse el mármol.

Lo lleva el inmenso Tritón que espanta a las olas azules

con su caracola; al nadar aparece como hombre

su híspida figura hasta el costado, en pez acaba el vientre

y murmura el agua espumante bajo el pecho del monstruo.

Tantos escogidos capitanes iban en treinta naves

en ayuda de Troya y cortaban con el bronce los campos de sal.

Y ya el día había dejado el cielo y la madre Febe

recorría el centro del Olimpo con noctámbulo carro.

Eneas (pues no da el cuidado reposo a sus miembros),

sentado, gobierna el timón y dirige las velas.

Y he aquí que, a mitad de camino, le sale al encuentro

el coro de sus compañeras las Ninfas, a quienes había ordenado

la madre Cibeles ser diosas del mar y de naves

Ninfas las hizo; nadaban a la vez y surcaban las olas,

igual que antes sus proas de bronce se erguían en las playas.

Reconocen de lejos a su rey y lo rodean en corro;

Cimódoce, la mejor de ellas para hablar, se coloca

detrás y agarra su popa con la diestra y saca la espalda

al tiempo que rema con la izquierda en las aguas calladas.

Y sin que la conozca así, le dice: «¿Estás despierto, Eneas,

hijo de dioses? Sigue despierto y da soga a tus velas.

Somos nosotras, los pinos de la sagrada cumbre del Ida

hoy Ninfas del mar, tu flota. Cuando a nosotras,

prestas para zarpar, el pérfido rútulo a hierro y fuego nos amenazaba,

rompimos sin quererlo tus amarras y te hemos buscado

por el mar. Esta forma nos dio la madre, piadosa,

y nos mandó ser diosas y pasar bajo las olas la vida.

Pero es que el niño Ascanio está detrás del muro y los fosos,

en medio de las flechas y los latinos erizados de guerra.

Los jinetes arcadios ya están en los lugares señalados

con los etruscos valerosos; es firme opinión de Turno,

para que no lleguen al campamento, hacerles frente antes.

Así que, ¡arriba!, y en cuanto llegue la Aurora

llama a las armas a tus aliados y empuña el escudo que invicto

te dio el señor del fuego y lo cercó con bordes de oro.

La luz de mañana, si no tomas en vano mis palabras,

contemplará montones ingentes de rútulos muertos.»

Así dijo, y al retirarse empujó con la diestra la alta

nave con gran habilidad: escapa ella entre las aguas

más veloz que una lanza y que la flecha que alcanza a los vientos.

Después las demás aceleran la marcha. Nada sabiendo atónito se queda

el troyano Anquisíada, mas levanta su ánimo con el augurio.

Entonces suplica brevemente mirando la bóveda del cielo:

«Alma Madre Idea de los dioses que el Díndimo amas

y las ciudades llenas de torres y los leones uncidos bajo el yugo:

tú eres ahora mi guía en la lucha; cúmpleme con bien

el augurio y asiste a los frigios, diosa, con pie favorable.»