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100 Clásicos de la Literatura

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eh?», dice y blande, y arroja al aire su jabalina,

señal para el combate, y altivo se lanza a la llanura.

Lanzan un grito sus compañeros y le siguen con alarido

horrísono; se asombran del cobarde corazón de los teucros,

de que no salgan a campo abierto ni acudan los hombres

al encuentro de sus armas, de que protejan su campo. Enfurecido,

aquí y allá rodea los muros a caballo y busca una entrada imposible.

Y como el lobo que acecha el redil recogido

cuando aúlla a los troncos batido por el viento y la lluvia,

pasada la medianoche; seguros bajo sus madres los corderos

no dejan de balar; él, irritado y negro de ira, se enfurece

con los que nada puede; le agota la rabia por comer

desde hace tiempo y las fauces secas de sangre.

No de otro modo se enciende de furia el rútulo que contempla

muros y campamentos, arde el dolor en sus duros huesos.

¿Por dónde buscar un camino de entrada y de sacar a los teucros

encerrados la manera y desparramarlos por el llano?

La flota, que estaba escondida a un lado de las tiendas

protegida por fosos y por las aguas del río,

la ataca, y fuego pide a los compañeros que le animan

y llena su mano, furioso, con una antorcha encendida.

Acuden los demás entonces (les apremia la presencia de Turno)

y todos los jóvenes se lanzan con negras teas.

Echaron mano al fuego: una luz de pez da la humosa

antorcha y Vulcano brasas mezcladas a las estrellas.

¿Qué dios, oh Musas, alejó de los teucros incendios

tan crueles? ¿Quién libró a los barcos de fuego tan grande?,

decidme: antigua es la fe en lo sucedido y perenne su fama.

En los días en que andaba preparando en el Ida de Frigia

Eneas su flota y se disponía a partir hacia mares remotos,

se dice que la misma madre de los dioses Berecintia

así habló al gran Jove: «Concédeme, hijo, lo que te pide

tu madre querida puesto que has domeñado el Olimpo.

Hay una selva de pinos que he amado muchos años,

un bosque sagrado en lo alto de la roca donde llevaban las ofrendas,

oscuro de negros pinos y de ramas de arce.

Gustosa se lo di al joven dardanio, cuando una flota

precisaba; ahora un temor angustioso me inquieta.

Líbrame de miedo y permite a tu madre esto poder con sus preces:

que no las desarbole ruta alguna ni sean vencidas

por las tempestades, que de algo les valga el ser hijas de nuestras montañas.»

Así le respondió el hijo que hace girar las estrellas del cielo:

«Oh, madre mía, ¿a dónde llamas a los hados? ¿Qué pides para ellas?

¿Que tengan ley inmortal unas naves que manos mortales

han construido y que a salvo arrostre Eneas

peligros inciertos? ¿A qué dios tan gran poder se ha concedido?

En todo caso, cumplida su misión, cuando lleguen un día

a los puertos y las tierras de Ausonia, a cuantas escapen de las olas

y al jefe dardanio conduzcan a los campos laurentes

les quitaré su forma mortal y ordenaré que sean

diosas del ancho mar, igual que la Nereida Doto

y Galatea surcan con sus pechos el ponto espumante.»

Dijo, y lo juró por los ríos de su hermano estigio;

por los torrentes de pez y las orillas del negro remolino

asintió, e hizo temblar el Olimpo entero con su gesto.

Había llegado, pues, el día prometido y habían cumplido

el tiempo marcado las Parcas, cuando de Turno el sacrilegio

hizo apartar a la Madre las antorchas de las naves sagradas.

Brilló entonces una rara luz ante los ojos y una enorme

nube pareció cruzar el cielo de lado de la Aurora

y los coros ideos; luego cae por los aires

una voz horrenda y llena las tropas de rútulos y troyanos:

«No os empeñéis, teucros, en defender mis naves queridas

ni arméis vuestras manos; antes incendiará Turno los mares

que los sagrados pinos. Quedad vosotras libres,

marchaos, diosas del mar; lo manda vuestra madre.»

Y al punto cada barco rompe las cadenas de la orilla

y como delfines, metiendo sus rostros en el agua

buscan el fondo. Salen de ahí (asombroso prodigio)

como otros tantos cuerpos de doncellas y al mar se lanzan.

Se quedaron los rútulos sin habla y hasta Mesapo

asustado sobre inquietos caballos, y ronca resonando duda

la corriente y el Tíber se vuelve desde alta mar.

Mas no abandonó su confianza al bravo Turno;

tanto más alza los ánimos con sus palabras y tanto más grita:

«A los troyanos buscan estas apariciones, Júpiter con ellas

les ha privado de la ayuda acostumbrada: ni dardos ni fuegos

esperan a los rútulos. Así que mares no navegables para los teucros,

sin esperanza alguna de huir: han perdido la mitad de sus recursos,

mientras queda la tierra en nuestras manos: tantos miles,

sus armas blanden los pueblos ítalos. No me asustan las fatales

respuestas de los dioses, si de alguna presumen los frigios;

bastante se ha dado ya a Venus y al hado, que han podido

tocar los troyanos los fértiles campos de Ausonia. Tengo yo hados

contrarios a los suyos, aplastar con la espada a un pueblo

criminal que me robó la esposa; este dolor no toca sólo

a los Atridas, ni sólo a Micenas cabe empuñar las armas.

“Pero basta con morir una vez.” Habría bastado el pecado

anterior, mas no odiaron por completo a toda

la raza de las mujeres. Ánimos les dan su confianza

en la empalizada y el estorbo de los fosos, breve demora

de su muerte; mas ¿no vieron de Troya las murallas

fabricadas por mano de Neptuno caer bajo el fuego?

Y vosotros, lo mejor de los míos, ¿quién está dispuesto

a abrir la valla con su espada y entrar conmigo en el campo tembloroso?

No necesito yo las armas de Vulcano, ni barcos

a millares contra los teucros. Que además se les sumen

todos los etruscos por aliados. Las tinieblas y el vano robo

del Paladio, muertos los centinelas de la fortaleza,

no teman: no nos meteremos en la ciega panza de un caballo.

A plena luz no fallará rodear con fuego sus muros.

Les haré sentir que no se las ven con dánaos y jóvenes

pelasgos, a quienes Héctor pudo resistir hasta el décimo año.

Así que ahora, puesto que ya ha pasado lo mejor del día,

cuidad lo que queda vuestros cuerpos, contentos

con lo realizado, y aguardad prestos el combate.»

Se confía entretanto a Mesapo los puestos de guardia

ante las puertas, y ceñir con fuegos las murallas.

Se eligieron dos veces siete rútulos para guardar los muros

con soldados, y a cada uno de ellos le siguen cien

jóvenes de rojo penacho y relucientes de oro.

Acuden y se van turnando, y echados por la hierba

se entregan al vino y vacían las crateras de bronce.

Brillan los fuegos, pasa la noche la guardia

insomne, entre juegos.

Observan esto los troyanos desde su empalizada y las alturas

ganan con sus armas, y, temblando de ansia,

vigilan las puertas y preparan puentes y bastiones,

y disponen sus flechas. Les apremia Mnesteo y el fiero Seresto

a quienes el padre Eneas, si la situación lo requería,

había dado por guías a los jóvenes y caudillos.

Por todos los muros monta guardia la legión echando a suertes

el riesgo por turnos, y lo que debe guardar cada uno.

Niso era centinela de la puerta, valeroso guerrero,

el hijo de Hírtaco, a quien había enviado el Ida rico en caza

de compañero de Eneas, rápido con la lanza y las veloces flechas,

y a su lado Euríalo, su amigo, más hermoso que el cual

no hubo otro entre los Enéadas ni vistió las armas troyanas,

y la flor de la juventud adornaba el rostro imberbe del muchacho.

Un único amor les unía y juntos se lanzaban al combate;

también entonces en guardia común vigilaban la puerta,

Niso dice: «¿Ponen los dioses este ardor en nuestros corazones,

Euríalo, o de cada uno su fiera pasión se vuelve el dios?

Hace tiempo que se agita mi pecho por combatir

o por emprender algo grande, y no se conforma con este tranquilo reposo.

Ya está viendo la confianza que embarga a los rútulos:

Pocas luces se ven, yacen vencidos por el sueño

y el vino, y todo está en silencio. Escucha todavía

cuál es mi duda y qué idea en mi ánimo brota.

Ir en busca de Eneas piden todos, el pueblo

y los padres, y enviarle quien le cuente lo que pasa.

Si me prometen lo que pido para ti (pues a mí la fama

de la acción me basta), creo poder encontrar al pie

de aquel cerro un camino a las torres y murallas de Palanteo.»

Atónito quedó Euríalo, tocado por un ansia muy grande

de gloria, y así se dirige a su ardoroso amigo:

«¿Así que no quieres tomarme en hazaña tan alta, Niso,

por compañero? ¿Sólo he de dejarte en peligro tan grande?

No tal mi padre Ofeltes, avezado a la guerra,

me enseñó al criarme entre el terror de Argos

y las fatigas de Troya, ni así me he portado contigo

 

en pos del magnánimo Eneas y sus hados extremos.

Hay aquí un corazón que desprecia la luz y que cree

que bien puede pagarse con la vida esa gloria que buscas.»

Niso a esto: «En verdad nada de eso temía de ti,

y no sería justo; así el gran Júpiter a ti me devuelva

triunfante o quienquiera que esto contempla con ojos benignos.

Mas si algún dios o alguna mala suerte (como a menudo ves

en tal peligro) me arrastran al desastre,

me gustaría que tú sobrevivieras, más digno de la vida por tu edad.

Que hubiera quien me encomendase a la tierra sacándome

del combate o pagando un rescate, o, si Fortuna lo prohibe,

que en ausencia las exequias me hiciese y adornase mi tumba.

Y por no ser causa de un dolor tan grande para tu madre,

la pobre, la única entre muchas que valiente ha seguido

a su hijo, sin cuidarse de las murallas del gran Acestes.»

Mas el otro: «No entrelaces en vano argumentos vacíos,

que mi opinión no cede y es inamovible.

Démonos prisa.» Dice y al tiempo despierta a los guardias.

Éstos les relevan y mantienen el turno; dejando el puesto,

él acompaña a Niso y salen en busca de su rey.

Por todas las tierras los demás animales curaban sus cuitas

con el sueño y los corazones olvidados de fatigas;

los primeros caudillos de los teucros, la juventud escogida,

celebraban consejo sobre asuntos importantes del reino,

qué harían y quién sería ya el mensajero de Eneas.

En pie están apoyados en lanzas largas y con sus escudos

en medio del llano y del campamento. Entonces Niso y con él

Euríalo solicitan presurosos ser admitidos sin demora,

que el asunto era importante y la tardanza cara. Julo

el primero les recibió nerviosos y mandó hablar a Niso.

Así entonces el hijo de Hírtaco: «Escuchad con voluntad propicia,

amigos de Eneas, y no juzguéis por nuestros años

lo que traemos. Han callado los rútulos vencidos

por el vino y el sueño. Nosotros mismos un lugar hemos visto

para nuestro plan, que se abre en el cruce de la puerta marina.

Han cesado los fuegos y negra humareda se levanta

hasta el cielo. Si nos permitís aprovechar esta fortuna

para buscar a Eneas y las murallas de Palanteo,

nos veréis al punto regresar con el botín cargados

de una gran matanza. Y no nos engaña el camino en la marcha:

hemos visto antes las primeras casas entre valles oscuros

yendo a menudo de caza y hemos recorrido todo el río.»

Entonces Aletes, maduro de ánimo y grave por sus años:

«¡Dioses de la patria bajo cuyo poder Troya está siempre!

No queréis, sin embargo, destruir por completo a los teucros

cuando ánimos disteis así a nuestros jóvenes y pechos

tan firmes.» Tal diciendo abrazaba a los hombros y las diestras

de ambos, y regaba de llanto su rostro y sus mejillas.

«¿Qué para vosotros, guerreros, qué recompensa digna

pagar se puede por esa hazaña? Lo mejor en seguida

os lo darán los dioses yvosotros mismos: os pagará muy pronto

el resto el piadoso Eneas y, con su edad entera,

Ascanio, que nunca olvida méritos tan grandes.»

«Yo, por mi parte -afirma Ascanio-, para quien la esperanza sola

está en la vuelta de mi padre, a vosotros os pongo por testigos,

Niso, por los grandes Penates y el Lar de Asáraco y el templo

de la canosa Vesta: sea cual sea mi confianza y mi fortuna,

la pongo en vuestro pecho. Buscadme a mi padre,

devolvedme su presencia; nada será triste si lo recupero.

Os daré dos copas llenas de relieves, terminadas

en plata, que mi padre tomó tras la derrota de Arisba,

con dos trípodes iguales, dos grandes talentos de oro,

una cratera antigua que me dio la sidonia Dido.

Ahora, si me cupiera conquistar vencedor Italia,

hacerme con el reino y repartir el botín a suertes,

viste con qué caballo iba Turno y con qué armas, todo

de oro; pues ese caballo y su escudo y su rojo penacho,

son ya tu premio, Niso, libres del sorteo.

Mi padre por su parte dos veces seis madres

bien elegidas y cautivos y todos con sus armas,

y además cuanto campo posee el propio rey Latino.

Y en cuanto a ti, respetable muchacho a quien sigue

de cerca mi edad, te acojo ya con todo el corazón

y te abrazo compañero de todas las fatigas.

No he de buscar gloria alguna sin ti en mis empresas:

tanto en paz como en guerra, en ti residirá mi confianza

mayor de palabra y de obra.» A quien tal dice replica

Euríalo: «Jamás llegará el día que me vea indigno

de acciones tan valientes; sólo, que no se vuelva de espaldas

la suerte favorable. Pero nada más esto te pido, por encima

de todos los regalos: tengo a mi madre, de la rancia estirpe

de Príamo, a quien, desdichada, la tierra de Ilión no retuvo

cuando partí, ni las murallas del rey Acestes.

La dejo yo ahora sin saber nada de todo este riesgo

y sin despedirme (pongo a la noche por testigo

y a tu diestra), que sufrir no puedo lágrimas de mi madre.

Así que tú, te lo ruego, consuela a la desgraciada y mira por la que dejo.

Permíteme llevar esta esperanza y con mayor audacia arrostraré

todos los peligros.» Con el corazón estremecido vertieron

lágrimas los Dardánidas, y el hermoso Julo más que los otros,

y anegó su ánimo esta piadosa imagen de un hijo.

Dice así entonces:

«Puedes prometerte cuanto sea digno de tus grandes empresas.

Pues ella ha de ser mi madre y ha de faltarle sólo

el nombre de Creúsa, y no le aguarda pequeña recompensa

por un hijo así. Sea cual sea el final de tu hazaña,

juro por mi cabeza, por la que antes solía mi padre:

cuanto a ti te prometo a la vuelta si todo va bien,

lo mismo se hará con tu madre y toda su estirpe.»

Así dice entre lágrimas; al tiempo se quita del hombro la espada

de oro que había forjado Licaón de Cnosos con arte

admirable, con la vaina de marfil que rapidez le daba.

A Niso da Mnesteo la piel de un león espantoso,

sus despojos, y el yelmo le cambia el fiel Aletes.

Parten al punto armados; al tiempo que marchan

les sigue con sus votos junto a las puertas todo el grupo

de los principales, jóvenes y viejos, así como el hermoso Julo,

haciendo gala antes de tiempo de ánimo y cuidado de hombre,

les daba muchos encargos para su padre; mas todo

dispersan las brisas y lo entregan sin sentido a las nubes.

Cruzan saliendo los fosos y entre las sombras de la noche

se dirigen al campo enemigo, pero antes serían causa

de muerte para muchos. Los ven tendidos en la hierba

por el vino y el sueño, carros de pie en la playa,

hombres entre ruedas y arreos, las armas por el suelo

y entre las copas. El hijo de Hírtaco así dijo el primero:

«Euríalo, es el momento de atacar, la ocasión a ello nos invita.

Por aquí está el camino. Tú, para que ningún grupo pueda alzarse

a nuestras espaldas, vigila y observa de lejos;

voy a sembrar la muerte abriéndote con ello ancho sendero.»

Así dice y sofoca su voz al tiempo que ataca con la espada

al orgulloso Ramnete, que en mullidos tapices andaba

echado y sueño respiraba de todo su pecho,

rey a la vez que gratísimo augur del rey Turno,

aunque no pudo con su augurio librarse de la muerte.

Acaba a su lado con tres sirvientes que yacían tranquilos

entre sus armas y con el escudero de Remo y con el auriga bajo sus propios

caballos sorprendidos, y corta con la espada los cuellos colgantes.

Luego le arranca al dueño mismo la cabeza y deja su cuerpo

sangrando a borbotones; de negra sangre la tibia tierra

y los lechos se empapan. Y así con Lámiro y Lamo

y con el joven Serrano que mucho había jugado

aquella noche, de hermosa figura, y yacía con el cuerpo

vencido del mucho vino: dichoso él si hubiera igualado

a la noche con su juego y lo hubiera llevado al amanecer;

como un león hambriento moviéndose entre los llenos rediales

(como le pide su loca hambre), devora y arrastra

al tierno ganado mudó de espanto y ruge con boca cruenta.

No menor fue la matanza de Euríalo; también él encendido,

loco se vuelve y se lanza en medio de un gran grupo

sin nombre, de Fado y Herbeso, de Abaris y Reto,

desprevenidos; a Reto despierto y viéndolo todo

que, lleno de miedo, se ocultaba tras una cratera,

le clavó la espada en el pecho hasta la empuñadura

cuando se incorporaba, y la sacó llena de muerte.

Vomita el otro un alma de púrpura y al morir echa

el vino mezclado con la sangre, él prosigue su loco daño.

Y ya se dirigía al grupo de Mesapo; allí veía apagarse

los fuegos y los caballos atados según la costumbre

pacían en la hierba, cuando así Niso brevemente

(pues siente que le arrastra el exceso de sangre y el ansia):

«Dejémoslo -dice-, pues se acerca la luz peligrosa.

Castigo bastante han tenido, un camino se abre entre los enemigos.»

Abandonan numerosos objetos de plata maciza de los soldados,

y armas y crateras, así como hermosos tapices.

Euríalo toma los arreos de Ramnete y un cinturón de placas

de oro, presentes un día que el riquísimo Cédico enviara

a Rémulo de Tíbur, cuando lo hizo su huésped en ausencia;

él los entrega al morir a su nieto para que los tenga;

después de su muerte lo tomaron los rútulos en la guerra y en el combate:

lo coge y se lo cuelga al hombro inútilmente poderoso.

Luego el yelmo de Mesapo, cómodo y adornado de penacho,

se pone. Salen del campo y buscan lugares seguros.

Andaban entretanto jinetes enviados en descubierta

de la ciudad latina, mientras el resto de la tropa acampaba

en el llano, y respuesta traían al rey Turno.

Trescientos, todos con escudos, y Volcente al mando.

Y ya se acercaban al campamento y a sus muros llegaban,

cuando les ven doblar a lo lejos en el camino de la izquierda,

y el yelmo traicionó al descuidado Euríalo en la sombra

brillante de la noche y refulgió tocado por los rayos.

No pasó inadvertido; desde su columna grita Volcente:

«¡Quietos, soldados! ¿Cuál es la causa de la salida?

¿De quién sois soldados y a dónde os dirigís?» Ellos nada responden,

sino que se metieron corriendo en el bosque y se confiaron a la noche.

Se lanzan los jinetes a los senderos conocidos

aquí y allá, y rodean de guardias todos los accesos.

Era una selva erizada de negra encina y zarzas,

que espesos matorrales llenaban por todas partes;

entre ocultos caminos brillaba un raro sendero.

Estorban a Euríalo las tinieblas de las ramas y el pesado

botín y el temor le engaña con la dirección del camino.

Niso escapa, yya se había librado del enemigo el descuidado

y de los lugares que luego se llamaron albanos

del nombre de Alba (donde el rey latino tenía sus pastos),

y se detuvo y en vano buscó al amigo ausente:

«Pobre Euríalo, ¿por dónde te habrá abandonado?,

¿por dónde seguirte?» Recorriendo de nuevo el difícil camino

de la selva engañosa, observa las huellas recientes

y las sigue hacia atrás y vaga entre los zarzales silenciosos.

Oye los caballos, oye el estrépito y las señales de los que le persiguen,

y no pasa mucho tiempo, cuando un clamor llega

a sus oídos y ve a Euríalo, a quien con el engaño

del lugar y la noche todo el grupo ya lo tiene apresado

en repentina escaramuza y aunque todo lo intenta en vano.

¿Qué hacer? ¿Con qué fuerzas intentaría al joven

 

rescatar, o con qué armas? ¿Se ha de lanzar a morir

entre las espadas ganando con heridas una muerte hermosa?

Raudo blande la lanza doblando el brazo

y mirando a la alta Luna reza de esta manera:

«Tú, diosa, acude en nuestra ayuda en este trance,

gloria de los astros y guardiana de los bosques, hija de Latona.

Si algún presente llevó hasta tus altares mi padre Hírtaco

por mí; si los aumenté yo en mis cacerías o los colgué

de tu bóveda o los clavé en tus sagrados techos,

concédeme dispersar este grupo y guía mis disparos por el aire.»

Dijo, y lanzó su hierro haciendo fuerza

con todo su cuerpo. La lanza voladora azota las sombras

de la noche y se clava en la espalda de Sulmón y se quiebra

allí, y la madera clavada el corazón le atraviesa.

Éste se revuelve vomitando un río caliente de su pecho,

helado, y golpea sus ijares en largos espasmos.

Miran a su alrededor. Aún más enardecido,

hete aquí que otra lanza sopesaba a la altura de la oreja.

Mientras corren confundidos, silbando llega el asta

a las sienes de Tago y se clava tibia en el cerebro atravesado.

Enloquece el feroz Volcente sin poder ver al que lanza

los disparos, y sin poder arrojarse ardiendo sobre él.

«Pues tú mientras tanto vas a pagar con tu sangre caliente

el castigo por ambos», dijo, y al tiempo empuñando su espada

marchaba contra Euríalo. Fuera de sí entonces, aterrado,

grita Niso y ya no aguanta más escondido

en las tinieblas, ni puede soportar un dolor tan grande:

«¡A mí, a mí, aquí está el que lo hizo! ¡Volved a mí las armas,

rútulos! Mío ha sido el plan, y nada osó éste

ni nada pudo; el cielo y los astros que lo saben son mis testigos;

él sólo amó demasiado a un infeliz amigo.»

Tales gritos daba, mas la espada impulsada con fuerza

traspasa las costillas y rompe el blanco pecho.

Cae Euríalo herido de muerte, y por su hermoso cuerpo

corre la sangre y se derrumba su cuello sobre los hombros:

como cuando la flor encarnada que siega el arado

languidece y muere, o como la amapola de lacio cuello

inclina la cabeza bajo el peso de la lluvia.

Mas Niso se lanza en medio y sólo entre tantos

quiere a Volcente, sólo en Volcente se fija.

Los enemigos lo rodean y de cerca lo acosan

por todas partes. No ceja por ello y voltea su espada

relampagueante, hasta que en la boca del rútulo que gritaba

la clavó de frente y muriendo quitó la vida a su enemigo.

Se arrojó entonces sobre su exánime amigo,

acribillado, y allí descansó al fin con plácida muerte.

¡Afortundos ambos! Si algo pueden mis versos,

jamás día alguno os borrará del tiempo memorioso,

mientras habite la roca inamovible del Capitolio

la casa de Eneas y su poder mantenga el padre romano.

Los rútulos vencedores se hacen con el botín y los despojos

y llevan llorando al campamento a Volcente sin vida.

No fue menor el duelo en el campo al hallar a Ramnete

exangüe y tan gran matanza de los mejores,

y a Serrano y a Numa. Un gran corro se forma

ante sus cuerpos y los hombres medio muertos y el lugar reciente

de tibia muerte y los ríos espumantes llenos de sangre.

Reconocen entre ellos los despojos y el casco reluciente

de Mesapo y los arreos con tanto sudor ganados.

Y ya la Aurora primera regaba las tierras con el nuevo día

abandonando el lecho azafrán de Titono.

Con el sol ya esparcido, descubiertas por la luz las cosas,

Turno llama a sus hombres a las armas revestido él mismo

con sus armas: forman las broncíneas columnas para el combate,

cada cual las suyas, y aguzan sus iras con diversas consignas.

Clavan incluso las propias cabezas en lanzas enhiestas

(lamentable espectáculo) de Euríalo y Niso, y las siguen con gran griterío.

Los duros Enéadas en la parte izquierda de los muros

dispusieron su línea (la derecha la ciñen las aguas),

y ocupan los fosos enormes y en las altas torres

se colocan, tristes; conmovían a los desgraciados los rostros clavados

de sus hombres, tan conocidos, chorreando negra sangre.

Volando entretanto con sus plumas Fama la mensajera

corre por la ciudad asustada y llega a los oídos de la madre

de Euríalo. Y de pronto dejó el calor sus huesos, desgraciada,

el huso se escapó de sus manos y cayeron los ovillos.

Sale corriendo la infeliz y con alaridos de mujer

mesándose el cabello, fuera de sí, busca los muros

y las primeras filas, y no se fija en los hombres ni en el peligro

ni en los disparos, y llena entonces el cielo con su lamento:

«¿Así te veo, Euríalo? ¿Eres tú, el reposo postrero

de mis años, y has podido dejarme sola,

cruel? Y cuando te enviaron a peligros tan grandes,

¿no se dio a tu madre el hablarte por última vez?

¡Ay! Yaces en tierra extraña botín de los perros latinos

y de sus buitres. Siendo tu madre, ni tus exequias te he podido

hacer, ni he cerrado tus ojos, ni lavé tus heridas,

cubriéndote con la tela que te estaba tejiendo a toda prisa,

de día y de noche, y en el telar consolaba mis cuitas de vieja.

¿Dónde buscarte? ¿Qué tierra guarda ahora tu cuerpo

y tus miembros lacerados y tu cadáver roto? ¿Esto me traes

de ti, hijo mío? ¿Esto es lo que he seguido por mar y por tierra?

Atravesadme, si queda aún piedad; contra mí todas las flechas

disparad, rútulos, matadme la primera con la espada;

o tú, gran padre de los dioses, ten piedad y esta odiada

cabeza sepulta bajo el Tártaro con tu rayo,

que de otro modo no puedo quebrar esta vida cruel.»

Con este llanto tocados los ánimos, un triste lamento

brota de todos, se entorpecen las fuerzas rotas para el combate.

Ideo y Áctor, como inflamaba la pena de todos,

por orden de Ilioneo y de julo que mucho lloraba

la cogen y en sus manos la conducen a casa.

Y lanzó a lo lejos la tuba su terrible sonido

de bronce canoro, sigue un clamor y el cielo retumba.

Rápidamente forman los volscos su tortuga

y se disponen a llenar los fosos y arrancar la empalizada;

busca la entrada una parte y subir a los muros con escalas

por donde hay menos tropa y clarea la espesa

corona de soldados. Responden los teucros lanzando

todo tipo de dardos y los derriban con duros troncos,

habituados a defender sus muros en una larga guerra.

Hacían rodar también piedras de gran peso, por si podían

quebrar la cubierta columna, aunque bajo la densa

tortuga todo se está dispuesto a resistir.

Y ya no aguantan más. Pues por donde el grupo es más compacto,

acuden los teucros y hacen rodar una mole tremenda

que aplasta por completo a los rútulos y destroza la cubierta

de sus armas. Y ya no se cuidan los rútulos bravos

de atacar con un Marte ciego, sino que compiten

en echarlos del muro con proyectiles.

En otra parte blandía Mecencio con horrible aspecto

un pino etrusco y lleva fuegos humeantes;

y Mesapo, domador de caballos, prole de Neptuno,

abre la empalizada y escalas pide para la muralla.

A vosotras, Calíope, os pido que inspiréis al que canta

los desastres que el hierro causó, qué muertos Turno

dejó atrás, a quién envió cada cual al Orco,

y desplegad conmigo las grandes vueltas de la guerra.

Había una torre de gran tamaño y puentes elevados,

adecuada al lugar, que los ítalos con grande empeño

todos se esforzaban en tomar y abatir con la mayor violencia

de sus recursos, y los troyanos, al contrario, defendían

con piedras y dardos, apiñados, por el hueco de las saeteras.

Turno el primero lanzó una antorcha encendida

y clavó en el costado la llama que, inflamada del viento,

hizo presa en las tablas y se pegó a las puertas consumidas.

Asustados se agitaban en su interior y escapar pretendían

de la desgracia. Al amontonarse y hacerse hacia atrás,

a la parte libre de fuego, cayó de repente la torre

bajo el peso y resuena con el fragor todo el cielo.

Caen medio muertos al suelo bajo la enorme mole

y se clavan en sus propios dardos y traspasan

sus pechos los duros troncos. Apenas escaparon

Helénor y Lico; de ellos, en la flor de la edad Helénor,

para el rey meonio al que la esclava Licimnia en secreto

había criado y enviado a Troya con armas prohibidas,

ligero con su espada desnuda y el blanco escudo, aún sin gloria.

Y cuando se vio en medio de millares de los de Turno,

que de un lado y de otro se alzaban tropas latinas,

cual la fiera acosada por densa corona de cazadores

se revuelve contra las flechas y se arroja a la muerte

a sabiendas y se lanza de un salto sobre los venablos,

no de otro modo el joven a morir entre los enemigos

se lanza, y corre allí donde más densas son las flechas.

Lico, por su parte, mucho mejor con los pies, entre los enemigos

y entre sus armas busca los muros huyendo y se empeña

en tocar con la mano su parte más alta y las diestras de sus compañeros.

Turno le sigue igual con los pies que con las flechas

y, vencedor, le increpa: «¿Pensabas poder escaparte,

loco, de nuestras manos?» Y lo agarra colgado

como estaba y lo arranca con gran parte del muro.

Como cuando a una liebre o a un cisne de blanco cuerpo

lo toma en sus garras el escudero de Jove ganando altura,

o el lobo de Marte se lleva del redil a un cordero