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100 Clásicos de la Literatura

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llamaremos Máxima, y que siempre será la más grande.

Así que vamos, jóvenes; ceñid con ramas vuestro pelo

con ocasión de gloria tan grande y tended con las diestras

vuestros vasos invocando al dios común y ofreced el vino gustosos.»

Había dicho, cuando con la sombra de Hércules el chopo bicolor

cubrió sus cabellos dejando colgar sus hojas,

y la copa sagrada ocupó su diestra. Rápido todos

alegres liban en la mesa y rezan a los dioses.

Se acerca entretanto más Véspero a las pendientes del Olimpo.

Y marchaban ya los sacerdotes y Potitio el primero

vestidos de pieles según la costumbre, y llevaban antorchas.

Reanudan el banquete y llevan gratos presentes

de la segunda mesa y colman las aras de platos llenos.

Llega entonces en torno a los altares humeantes

el canto de los Salios, ceñidas las sienes de ramas de chopo,

aquí el coro de jóvenes, allí el de ancianos, cantan con ritmo

los gloriosas hazañas de Hércules: cómo en primer lugar

mató, estrangulándolas, a las dos monstruosas serpientes de su madrastra,

cómo también arrasó con la guerra ciudades egregias,

Troya y Ecalia; cómo mil duros trabajos

llevó a cabo bajo el rey Euristeo por los hados

de la inicua Juno. «Tú, invicto, con tu mano acabas

con los bimembres hijos de las nubes, Folo e Hileo; tú de Creta

con el monstruo y con el gran león de Nemea en su guarida.

Ante ti tembló la laguna estigia, ante ti el portero del Orco

echado en el antro cruento sobre huesos roídos,

y no te asustó visión alguna, ni tampoco el propio Tifeo

llevando en alto sus armas, ni falto de recursos

la hidra de Lerna te rodeó con su legión de cabezas.

Salve, retoño verdadero de Jove, nueva prez de los dioses,

y con paso alegre propicio ven a nosotros y a tus sacrificios.»

Esto celebran en sus cantos; añaden además la gruta

de Caco y a él también fuego respirando.

Resuena todo el bosque con el estrépito y lo devuelven los collados.

Después, cumplidos los oficios divinos todos juntos

a la ciudad vuelven. Iba el rey vencido por su edad,

y llevaba a Eneas a su lado de compañeros y a su hijo

al caminar y hacía grata la marcha con amena charla.

Se asombra Eneas y lleva sus ojos dispuestos por cuanto

le rodea, cautivo del lugar, alegre por todo

pregunta y escucha las historias de los antepasados.

Y en eso el rey Evandro, fundador de la ciudadela romana:

«Estos bosques habitaban los Faunos del lugar y las Ninfas

y una raza de hombres surgida de los troncos y la dura madera;

carecían de cultura y de tradición, ni uncir los toros

ni amontonar riqueza sabían o guardar lo ganado,

que las ramas y una caza mala de lograr les alimentaba.

Saturno llegó el primero del etéreo Olimpo de las armas

de Júpiter huyendo y expulsado del reino perdido.

Él estableció a ese pueblo indócil y disperso sobre los altos

montes y leyes les dio, y quiso que Lacio se llamara,

porque latente se salvó en la seguridad de estas riberas.

Bajo tal rey se dieron los siglos de oro

de que nos hablan; en tranquila paz así gobernaba a los pueblos,

hasta que poco a poco la edad se hizo peor y descolorida

y llegaron la locura de la guerra y de tener el ansia.

Vinieron entonces la gente de Ausonia y los pueblos sicanos,

y a menudo perdió su nombre la tierra saturnia;

luego los reyes y el áspero Tiber de cuerpo gigante

con cuyo nombre llamamos después al río Tíber

los ítalos; perdió el viejo Álbula su verdadero nombre.

A mí, de mi patria arrojado y buscando del mar los confines,

hasta estos lugares Fortuna que todo lo puede me trajo

y el hado ineluctable; me empujaron los terribles avisos

de mi madre la Ninfa Carmenta y el propio dios Apolo me inspiró.»

Apenas dijo esto, y avanzando el ara le muestra

y la puerta que los romanos llaman

Carmental, antiguo honor a la Ninfa Carmenta,

vidente del porvenir que anunció la primera

que grandes serían los Enéadas y noble Palanteo.

Luego le enseña un gran bosque que el fiero Rómulo

convirtió en asilo y el Lupercal bajo una roca helada,

llamado de Pan Liceo según la costumbre parrasia.

Y le enseña asimismo el bosque del sagrado Argileto

y le indica el lugar y le cuenta la muerte de Argo el huésped.

De aquí lo conduce a la roca Tarpeya y al Capitolio

hoy de oro, erizado entonces de zarzas silvestres.

Ya entonces la terrible santidad del lugar asustaba

a los agrestes temerosos, que temblaban por su selva y su roca.

«Este bosque -dijo-, este collado de cima frondosa

un dios (no se sabe qué dios) los habita; creen los arcadios

haber visto al mismo Júpiter cuando en su diestra

blandía la égida negreante y amontonaba las nubes.

Estos dos bastiones además de derribados muros

que ves, reliquias son y recuerdos de los antepasados.

Esa fortaleza el padre Jano y esa otra la fundó Saturno;

una se llamaba Janículo y la otra Saturnia.»

Con tal conversación se iban acercando al poblado

del humilde Evandro y por todas partes mugir veían

al ganado, por el foro romano y las elegantes Carinas.

Cuando llegaron a la casa: «Alcides victorioso –dijo-

pisó estos umbrales, esta morada real lo acogió.

Anímate, mi huésped, a despreciar el lujo y hazte tú

también digno de un dios y entra sin altivez en mis pobres posesiones.»

Dijo, y condujo bajo los techos de la humilde morada

al grande Eneas y lo acomodó en lecho

de hojas y en la piel de una osa de Libia.

Cae la noche y abraza a la tierra con sus foscas alas.

Venus entonces, madre asustada en su corazón no sin motivo,

llevada de las amenazas de los laurentes y el duro tumulto

se dirige a Vulcano y así comienza en el tálamo áureo

de su esposo, infundiéndole divino amor con sus palabras:

«Mientras los reyes de Argos Pérgamo devastaban,

que se les debía, y las torres que habían de caer bajo el fuego enemigo,

ni armas ni auxilio alguno demandé para los desgraciados

de tu arte y tus mañas, ni quise, queridísimo esposo,

que inútilmente ejercitaras tu trabajo

aunque mucho debía a los hijos de Príamo

y a menudo lloré la esforzada tarea de Eneas.

Hoy anda en las riberas de los rútulos por mandato de Jove;

así que, la misma, vengo suplicante y te pido, madre para mi hijo,

armas, numen sagrado. A ti pudo la hija de Nereo,

la esposa de Titono pudo con sus lágrimas ablandarte.

Mira qué pueblos se reúnen, qué murallas afilan

el hierro tras sus puertas cerradas contra mí y los míos.»

Así dijo con sus brazos de nieve aquí y allá la diosa

anima al que duda en abrazo suave. Él, sorprendido,

recibió la conocida llama, y un calor familiar

penetró sus médulas y corrió por sus huesos derretidos,

no de otro modo que cuando, rota por el trueno corusco,

la chispa de fuego brillando recorre con su luz las nubes;

lo notó, satisfecha de su maña y segura la esposa de su belleza.

Habla entonces el padre vencido por amor eterno:

«¿Por qué buscas lejos las causas? ¿A dónde fue, diosa,

tu confianza en mí? Si tu cuidado hubiera sido semejante,

aun entonces se nos habría permitido armar a los teucros;

ni el padre todopoderoso ni los hados vetaban que Troya

siguiera levantada y Príamo viviera otros diez años.

Y ahora, si quieres combatir y ésa es tu voluntad

cuanto cuidado puedo prometer en mi arte,

cuanto puede sacarse del hierro o el líquido electro,

cuanto valen los fuegos y las forjas, no dudes

en tus fuerzas para lograrlo.» Con esas palabras

le dio los ansiados abrazos y derretido en el regazo

de su esposa buscó el plácido sopor en sus miembros.

Luego, cuando el descanso primero había expulsado al sueño,

en el centro ya del curso de la noche avanzada, justo cuando la mujer,

a quien se ha impuesto pasar la vida con la delicada Minerva

y la rueca, las cenizas aviva y el fuego dormido

sumando la noche a sus tareas, y a la lámpara fatiga con pesado

trabajo a sus sirvientes para casto guardar el lecho

del esposo y poder criar a sus hijos pequeños:

no de otro modo el señor del fuego ni en esa ocasión más perezoso

salta del blando lecho a su trabajo de artesano.

junto a la costa sicana y a la Lípara eolia una isla

se alza erizada de peñascos humeantes,

bajo la cual truenan la gruta y de los Ciclopes los antros etneos

corroídos de chimeneas y se oyen los golpes que arrancan

gemidos a los yunques y en las cavernas rechinan

las barras de los cálibes y el fuego respira en los hornos,

de Vulcano morada y tierra de Vulcano por su nombre.

Aquí baja entonces el señor del fuego de lo alto del cielo.

El hierro trabajaban los Ciclopes en su vasta guarida,

Brontes y Estéropes y Piragmón con el cuerpo desnudo.

 

ocupados estaban en terminar, en parte ya pulido,

un rayo de los muchos que lanza el padre por todo el cielo

a la tierra; otra parte estaba aún sin acabar.

Habían añadido tres puntas retorcidas de lluvia, tres de nube

de agua, tres del rojo fuego y del alado Austro.

Fulgores horríficos y trueno y espanto añadían ahora

a su trabajo y las iras a las llamas tenaces.

En otro lado preparaban a Marte su carro y las ruedas

veloces, con las que a las ciudades provoca y a los hombres;

y la égida terrible, arma de la enojada Palas,

se esforzaban en cubrir de escamas de serpientes y de oro,

y las culebras enlazadas y la misma Gorgona en el pecho

de la diosa haciendo girar sus ojos sobre el cuello cortado.

«Retirad todo -dijo-, dejad los trabajos empezados,

Cidopes del Etna, y atención prestadme:

armas hay que hacer para un hombre valiente. Ahora precisa es

la fuerza, ahora las rápidas manos y el arte magistral.

Evitad todo retraso.» Y nada más dijo, y ellos

raudos se pusieron al trabajo distribuyendo la tarea

a suertes. Mana el bronce en arroyos y el metal del oro

y se licua el acero mortal en la vasta fragua.

Forjan un escudo enorme, que sólo se valga contra todos

los dardos de los latinos, y unen con fuerza

las siete capas. Unos en fuelles de viento las auras

cogen y devuelven, otros los estridentes bronces

templan en un lago: gime la caverna con el batir de los yunques.

Ellos alternadamente con mucha fuerza levantan con ritmo

los brazos y hacen girar la masa con segura tenaza.

Mientras el padre Lemnio apresura el trabajo en las costas eolias,

la luz sustentadora saca a Evandro de su humilde morada

y el canto mañanero de los pájaros bajo su tejado.

Se levanta el anciano y reviste con la túnica el cuerpo

y anuda a sus pies las sandalias tirrenas.

Se ciñe entonces al costado y los hombros la espada tegea

colgando del izquierdo una piel de pantera que le cubre la espalda.

Desde el alto umbral también dos guardianes

marchan delante y acompañan los perros el paso de su amo.

Buscaba el lugar y los aposentos de Eneas, su huésped,

recordando el héroe sus palabras y la ayuda ofrecida.

Y no menos madrugador andaba Eneas;

a uno le acompañaba el hijo Palante, al otro Acates.

Se encuentran y unen sus diestras y en medio se sientan

del palacio y disfrutan al fin de tranquila charla.

El rey primero así:

«Caudillo principal de los teucros que, si vives, nunca en verdad

diré que Troya y su reino han sido derrotados:

en favor de nombre tan grande pequeñas fuerzas tenemos

para auxiliarte en la guerra; de un lado nos limita el río etrusco,

de otro el rútulo apremia y rodea nuestros muros con sus armas.

Mas yo planeo unir contigo grandes pueblos y tropas

de reinos poderosos, ayuda que una suerte inesperada

nos brinda; llegas como enviado del destino.

No lejos de aquí se encuentra el lugar de la ciudad de Agila,

fundada sobre vetusta roca, donde un día una raza

de Lidia, ilustre en la guerra, se asentó sobre lomas etruscas.

Luego que floreció durante muchos años, un rey de orgulloso

poder y armas crueles la tuvo, Mecencio.

¿A qué recordar los crímenes infandos, a qué las viles hazañas

de un tirano? ¡Los guarden los dioses para él y su estirpe!

Solía además atar los cadáveres con los vivos

juntando manos con manos y bocas con bocas,

espantosa tortura, y en larga agonía los mataba

con horrible abrazo, cubiertos de pus y de sangre.

Mas hartos al fin los ciudadanos rodean al loco

de horror con sus armas, a su casa y a él mismo,

matan a sus cómplices y lanzan antorchas a su tejado.

Él, escapando a la matanza, se refugió en los campos

de los rútulos y se protege con las armas de su huésped Turno.

Así que toda Etruria se levantó en furia justiciera

pidiendo castigo para el rey con la ayuda de Marte.

A estos miles, Eneas, pondré bajo tu mando.

Que se agitan las popas apretadas por toda la ribera

y ordenan izar las enseñas, y los detiene cantando el futuro

el longevo arúspice: «Oh, escogida juventud de Meonia,

flor y virtud de héroes antiguos, a quienes lanza contra el enemigo

un justo dolor y provoca Mecencio con ira merecida;

a ningún ítalo le está permitido mandar expedición tan grande,

buscad caudillos extranjeros.» Acampó entonces el ejército

etrusco en esta llanura, asustado por los avisos del cielo.

El propio Tarconte me envió embajadores y la corona

del mando con el cetro y me encomienda las insignias;

que acuda al campamento y me haga cargo de los reinos tirrenos.

Masa mí una torpe vejez vencida por el frío y los años

me impide mandar y unas fuerzas tardías para las hazañas.

A mi hijo se lo pediría, de no ser porque tiene

sangre de esta patria por su madre sabina. Tú, a quien favorece

el destino por la raza y los años, a quien reclaman los dioses,

da el paso, valerosísimo caudillo de ítalos y teucros.

Te daré además a mi hijo Palante, nuestro consuelo

y esperanza; que se acostumbre con tu magisterio

a la milicia y la pesada tarea de Marte, a contemplar

tus hazañas; que desde su edad primera te admire.

A él doscientos jinetes arcadios, las fuerzas mejores

de nuestra juventud, le daré, y otro tanto en su nombre a ti, Palante.»

Apenas había hablado, y clavados le tenían sus ojos

Eneas el hijo de Anquises y el fiel Acates,

y vueltas daban en su triste pecho a graves desgracias,

si no hubiera Citerea mandado su señal a cielo abierto.

Pues un relámpago de improviso lanzado desde el éter

vino con el trueno y todo pareció agitarse de pronto

y mugir por el cielo el clangor de la tuba tirrena.

Levantan la cabeza y una y otra vez un tremendo fragor les sacude.

Entre las nubes, ven brillar en la región serena del cielo

unas armas por el azul y tronar sacudidas.

Los demás se quedaron sin aliento, mas el héroe de Troya

reconoció el sonido y las promesas de la diosa, su madre.

Exclama entonces: «En verdad, huésped, no busques

qué suceso anuncia el portento: es a mí a quien llama el Olimpo.

Esta señal la madre que me engendró me dijo que enviaría

si empezaba la guerra, y las armas de Vulcano por los aires

que mandaría en mi auxilio.

¡Ay! ¡Qué matanzas terribles aguardan a los pobres laurentes!

¡Qué castigo habrás de pagarme, Turno! ¡Cuántos escudos

de guerreros y yelmos y cuerpos valientes harás rodar bajo tus aguas,

padre Tiber! Que guerra busquen y rompan los pactos.»

Luego que pronunció estas palabras, se alza del alto solio

y aviva en primer lugar las aras dormidas con los fuegos

de Hércules, y alegre se acerca al Lar del día anterior

y a los humildes Penates; mata Evandro igualmente

ovejas escogidas según la costumbre e igualmente la juventud troyana.

Se marcha tras esto a las naves y pasa revista a sus compañeros

para escoger de entre ellos a los que le sigan a la guerra

por destacar en valor; los demás se dejan llevar

por la corriente y perezosos se van río abajo

para llevar noticias a Ascanio de la situación y de su padre.

Se entregan caballos a los teucros que se dirigen a los campos tirrenos;

a Eneas le reservan uno sin sorteo, y del todo le cubre

una rubia piel de león que brilla con uñas de oro.

Vuela la noticia divulgada de pronto en la ciudad pequeña,

de que rápido van jinetes a los umbrales del rey tirreno.

De miedo redoblan las madres sus votos, y el temor crece

más aún por el peligro y más grande se muestra la imagen de Marte.

El padre Evandro entonces se resiste abrazando la diestra

del que parte, sin saciarse de lágrimas, y dice de este modo:

«Ay, si Júpiter me devolviera mis años pasados,

como era yo cuando a las puertas de Preneste el primer ejército

aplasté e incendié victorioso montañas de escudos

y al Tártaro envié al rey Érulo con mi diestra,

al que al nacer tres vidas su madre Feronia

(espanta decirlo) había dado, que debía blandir tres armas

y morir de tres muertes; a él, sin embargo, esta diestra

todas sus vidas le quitó y al tiempo le privó de sus armas:

nadie podría arrancarme ahora de este dulce abrazo tuyo,

hijo mío, no Mecencio burlándose de este vecino suyo

habría causado tantas muertes con su espada,

ni habría enviudado la ciudad de tantos de sus hombres.

Pero a vosotros os ruego, dioses de lo alto y a ti, Jove,

rector supremo de los dioses, piedad para este rey arcadio;

y escuchad las preces de un padre. Si vuestro numen,

si los hados me reservan salvo a Palante,

si vivo para verle y abrazarle de nuevo,

la vida os pido, podré soportar cualquier fatiga.

Pero si tramas, Fortuna, otra salida nefanda,

que pueda yo dejar esta vida cruel ahora mismo,

cuando aún en duda están mis cuitas e incierta la esperanza del futuro;

ahora que a ti, querido hijo, único placer de mis años,

abrazado te tengo. ¡Que no hiera mi oído la noticia

más triste! » Estas palabras vertía el padre en la definitiva

despedida; derrumbado sus siervos a casa lo llevaban.

Y ya había sacado la caballería por las puertas abiertas

Eneas entre los primeros y el fiel Acates,

y detrás los demás caudillos de Troya; el mismo Palante marcha

en medio de la formación, señalado por su clámide y sus armas pintadas,

como cuando Lucifer derramado de Océano en las olas,

al que ama Venus más que a los otros fuegos de los astros,

asoma su rostro sagrado por el cielo y disuelve la tiniebla.

De pie quedan las madres asustadas en los muros y siguen con los ojos

la nube de polvo y la tropa de bronce reluciente.

Ellos entre las zarzas, por donde es más corto el camino,

marchan armados; se alza el clamor y en formación perfecta

el casco de los caballos bate con su trotar el llano polvoriento.

Hay junto a la helada corriente de Cere un gran bosque sagrado,

muy venerado por la devoción de los mayores; de todas partes

un circo de colinas lo rodea y lo ciñe una selva de negros abetos.

Fama es que los antiguos pelasgos lo consagraron a Silvano,

al dios de los predios y del ganado, el bosque y una fiesta,

los que habitaron un día los primeros la tierra latina.

No lejos de aquí Tarconte y los tirrenos con el lugar defendían

su campamento, y todo su ejército podía ser visto de lo alto

del monte con sus tiendas en los campos abiertos.

Aquí llegan Eneas y la juventud elegida

para el combate, y cansados reposo dan a cuerpos y caballos.

Mas Venus, la blanquísima diosa, se presenta entre nubes

etéreas llevando sus dones, y cuando vio a su hijo solitario

a lo lejos en un apartado valle junto a las frescas aguas,

se le apareció y le habló con estas palabras:

«Aquí tienes la ayuda prometida del arte

de mi esposo. No dudes ya, hijo, en entrar en combate

contra los orgullosos laurentes y el fiero Turno.»

Dijo, y buscó Citerea los abrazos del hijo

y enfrente colocó las armas brillantes bajo una encina.

Él, satisfecho con los presentes de la diosa y por honor tan grande,

no podía saciarse de mirar todo con sus ojos,

y se asombra, y entre brazos y manos da vueltas

al yelmo terrible con su penacho y que llamas vomita,

y a la espada portadora de muerte y la rígida loriga de bronce

 

color de sangre, inmensa, cual la nube cerúlea cuando

se enciende con los rayos del sol y brilla a lo lejos.

Después las bruñidas grebas de electro y oro refinado,

y la lanza, y la trama indescriptible del escudo.

Aquí las hazañas ítalas y las gestas triunfales de los romanos,

conocedor de vaticinios y no ignorante de la edad por llegar,

había representado el señor del fuego; aquí toda la raza de la futura

estirpe de Ascanio y las guerras libradas por orden.

Había figurado también en la verde gruta de Marte

la loba tumbada recién parida, con los niños gemelos jugando

colgados de sus ubres y mamando sin miedo

de su madre; ella, con su suave pescuezo agachado,

los lamía por turno y moldeaba sus cuerpos con la lengua.

No lejos de aquí había añadido Roma y las sabinas

raptadas brutalmente de entre el gentío del teatro

durante los grandes circenses y de pronto surgir nueva guerra

entre los hijos de Rómulo y el viejo Tacio y los austeros hombres de Cures.

Después los mismos reyes, dejando la guerra entre ellos,

en pie aparecían armados ofreciendo ante el ara de Jove

sus páteras y el pacto firmaban con la muerte de una cerda.

No muy lejos, cuadrigas azuzadas en contra destrozaban

a Meto (¡pero tú, albano, deberías mantener tu palabra!)

y Tulo las entrañas del embustero arrastraba

por el bosque, y sangre goteaban los abrojos empapados.

También Porsena ordenaba acoger a Tarquinio

expulsado y a la ciudad apremiaba con ingente asedio;

los Enéades se lanzaban al hierro por su libertad.

Podrías verlo igual que quien se indigna e igual

que el que amenaza, porque había osado Cocles arrancar el puente

y Clelia cruzaba el río a nado, rotas sus cadenas.

En lo alto estaba Manlio, guardián de la roca

Tarpeya delante del templo y ocupaba las alturas del Capitolio,

erizado de la paja de Rómulo el palacio reciente.

Y aquí, revoloteando por los dorados pórticos una oca

de plata anunciaba que estaban los galos a las puertas;

los galos llegaban por las zarzas y el alcázar ocupaban

protegidos por las tinieblas y el regalo de una noche oscura.

Con su cabellera de oro y de oro vestidos

relucen con sus ropas listadas, y sus cuellos de leche

se ven trabados de oro; en la mano dos jabalinas de los Alpes

agita cada uno, cubiertos los cuerpos con grandes escudos.

Aquí había moldeado a los Salios saltando y a los Lupercos

desnudos, y los gorros de lana y los escudos caídos

del cielo; castas matronas portaban los objetos del culto

por la ciudad en blandas carrozas. Añadió también lejos

de aquí las sedes del Tártaro, las bocas profundas de Dite

y el castigo de los crímenes y a ti, Catilina, colgado

de roca amenazante y temiendo el rostro de las Furias,

y a los justos, separados, y a Catón dándoles leyes.

Entre todo esto se extendía la imagen de oro

del mar henchido, mas el azul espumaba de blancas olas.

Y alrededor en círculo brillantes delfines de plata surcaban

la superficie con sus colas y cortaban las aguas.

En el centro escuadras de bronce, las guerras de Accio,

aparecían, y toda Leucate podías ver hirviendo

con Marte en formación y las olas refulgiendo en oro.

A este lado César Augusto guiando a los ítalos al combate

con los padres y el pueblo, y los Penates y los grandes dioses,

en pie en lo alto de la popa, al que llamas gemelas le arrojan

las espléndidas sienes y el astro de su padre brilla en su cabeza.

En otra parte Agripa, con los vientos y los dioses de su lado

guiando altivo la flota; soberbia insignia de la guerra,

las sienes rostradas le relucen con la corona naval.

Al otro lado, con tropa variopinta de bárbaros, Antonio,

vencedor sobre los pueblos de la Aurora y el rojo litoral,

Egipto y las fuerzas de Oriente y la lejana Bactra

arrastra consigo, y le sigue (¡sacrilegio!) la esposa egipcia.

Todos se enfrentaron a la vez y espumas echó todo el mar

sacudido por el refluir de los remos y los rostros tridentes.

A alta mar se dirigen; creerías que las Cícladas flotaban

arrancadas por el piélago o que altos montes con montes chocaban,

en popas almenadas de mole tan grande se esfuerzan los hombres.

Llama de estopa con la mano y hierro volador con las flechas

arrojan, y enrojecen los campos de Neptuno con la nueva matanza.

La reina en el centro convoca a sus tropas con el patrio sistro,

y aún no ve a su espalda las dos serpientes.

Y monstruosos dioses multiformes y el ladrador Anubis

empuñan sus dardos contra Neptuno y Venus

y contra Minerva. En medio del fragor Marte se enfurece

en hierro cincelado, y las tristes Furias desde el cielo,

y avanza la Discordia gozosa con el manto desgarrado

acompañada de Belona con su flagelo de sangre.

Apolo Accíaco, viendo esto, tensaba su arco

desde lo alto; con tal terror todo Egipto y los indos,

toda la Arabia, todos los sabeos sus espaldas volvían.

A la misma reina se veía, invocando a los vientos,

las velas desplegar y largar y largar amarras.

La había representado el señor del fuego pálida entre los muertos

por la futura muerte, sacudida por las olas y el Yápige;

al Nilo, enfrente, afligido con su enorme cuerpo

y abriendo su seno y llamando con todo el vestido

a los vencidos a su regazo azul y a sus aguas latebrosas.

Mas César, llevado en triple triunfo a las murallas

romanas, consagraba un voto inmortal a los dioses itálicos,

trescientos grandes santuarios por la ciudad entera.

vibraban las calles de alegría y de juegos y de aplausos;

en todos los templos coros de madres, aras en todos;

ante las aras cayeron a tierra novillos muertos.

Y él mismo sentado en el níveo umbral del brillante Febo

agradece los presentes de los pueblos y los cuelga de las puertas

soberbias; en larga hilera avanzan las naciones vencidas,

diversas en lenguas y en la forma de vestir y de armarse.

Aquí la raza de los nómadas había labrado Mulcíber

y los desnudos africanos; aquí los léleges, carios y gelonos

con sus flechas; iba luego el Éufrates con corriente más calma,

y los morinos, los últimos de los hombres, y el Rin bicorne,

y los indómitos dahos y el Araxes rechazando su puente.

Todo eso contempla en el escudo de Vulcano, regalo

de su madre, y goza con las imágenes sin conocer los sucesos,

y al hombro se cuelga la fama y el destino de sus nietos.

LIBRO IX

Y mientras esto ocurre en lugar bien lejano,

Juno Saturnia del cielo envió a Iris

al valiente Turno. En el bosque de su padre Pilumno

estaba sentado Turno, en un valle sagrado.

Así le habló la hija de Taumante con su boca de rosa:

«Turno, lo que ninguno de los dioses osaría prometerte

en tu deseo, he aquí que el correr de los días te lo ofrece.

Eneas, dejando la ciudad, sus compañeros y sus naves,

se dirige a los cetros del Palatino y a la sede de Evandro.

Y hay más: ha llegado a las últimas ciudades de Etruria

y arma a un puñado de lidios y campesinos recluta.

¿Qué dudas? Éste es el momento de reclamar caballos y carros.

Deja todo retraso y ataca un campo amedrentado.»

Dijo, y con alas iguales se levantó hasta el cielo

y trazó a su paso bajo las nubes un arco enorme.

La conoció el joven y alzó a las estrellas sus palmas

gemelas y con estas palabras la siguió en su huida:

«Iris, gloria del cielo, ¿quién te hizo bajar de las nubes

a la tierra para mí? ¿De dónde este brillante

prodigio repentino? Veo el cielo por la mitad abierto

y el vagar de los astros por su bóveda. Sigo señal tan grande,

quienquiera que a las armas me convocas.» Y dicho esto,

se agachó hasta el agua y líquido bebió de su superficie

implorando a los dioses, y el éter llenó de promesas.

Y ya todo el ejército marchaba en campo abierto

rico de caballos, rico de bordados vestidos y de oro;

Mesapo dirige las primeras filas, y el final los jóvenes

Tirridas; Turno en el centro de la formación como jefe.

Como el Ganges profundo manando por siete apacibles

corrientes en silencio o el Nilo de fecundas aguas

cuando se derrama por los campos y se mete de nuevo en su cauce

Entonces divisan los teucros una súbita nube

de negro polvo y ven surgir tinieblas por el llano.

Y enfrente Caíco el primero a gritos llama desde su atalaya:

«¿Qué masa, ciudadanos, de negra calígine se revuelve?

¡Empuñad raudos el hierro, a las armas, subid a los muros!,

¡aquí está el enemigo, ea! » Con gran griterío se meten

los teucros por todas las puertas y llenan las murallas.

Pues así lo había ordenado al partir el mejor en las armas,

Eneas: si algo ocurría en su ausencia,

que no osaran formar el ejército ni confiarse al llano;

que tras el foso guardasen el campamento y seguros los muros.

Así que si bien el pundonor y la ira les lanzan al combate,

cierran las puertas, sin embargo, y las órdenes cumplen,

y en las huecas torres aguardan armados al enemigo.

Turno, adelantándose volando a la lenta marcha,

acompañado de veinte jinetes escogidos llega de pronto

a la ciudad; monta un caballo tracio con manchas blancas

y se cubre con un yelmo de oro de rojo penacho:

«¿Quién estará, jóvenes, a mi lado? ¿Quién el primero contra el enemigo,