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100 Clásicos de la Literatura

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contra el hado de los dioses, bajo un numen maligno.

Rodean disputando la mansión del rey Latino;

él se resiste como la roca que el piélago mover no puede,

como la roca que soporta su mole ante el fragor intenso

del piélago que se le echa encima, rodeada por los ladridos

de muchas olas; escollos y peñascos espúmeos en vano tiemblan

alrededor y a su costado se derrama el alga machacada.

Pero cuando se ve sin fuerza alguna para vencer la ciega

decisión, y marchan las cosas según las órdenes crueles de Juno,

poniendo por testigos a los dioses y a las auras inanes el padre

dice: «Nos quebrantan, ¡ay!, los hados y la tormenta nos arrastra.

Mas vosotros habréis de pagar el castigo con sacrílega sangre,

infelices. A ti, Turno, te aguarda -¡horror!- un triste

suplicio y con tardíos votos suplicarás a los dioses.

Pues a mí me llega la hora del descanso y en la boca del puerto

sólo de una muerte feliz se me priva.» Y sin decir más

se encerró en su casa y dejó las riendas del gobierno.

Esta costumbre había en el Lacio de Hesperia que siempre las ciudades

albanas guardaron por sagrada, y hoy la mayor de todas,

Roma, la guarda, cuando citan a Marte al inicio del combate

y la guerra lacrimosa deciden llevar a los getas,

los hircanos o los árabes, o marchar sobre el Indo

y seguir a la Aurora y arrebatar los estandartes a los partos.

Son dos las Puertas de la Guerra (con este nombre las llaman),

sagradas por el culto y el terror del fiero Marte;

cien tirantes de bronce las cierran y postes eternos

de hierro, y no falta a la entrada Jano guardián.

Cuando es definitiva la decisión de combatir en los padres,

el cónsul en persona, con la trábea quirinal y el ceñidor

gobierno revestido, abre sus hojas chirriantes,

en persona convoca a las guerras; le sigue después la juventud entera

y con ronco asenso soplan sus cuernos de bronce.

Por eso también así se ordenaba a Latino según la costumbre

la guerra declarar a los Enéadas y abrir las tristes puertas.

Se abstuvo el padre de su contagio y rehuyó sin mirar

el ingrato ministerio y se escondió en ciegas sombras.

Entonces la reina de los dioses bajando del cielo con su mano

empuja las tardas hojas y la hija de Saturno

rompe, girando el gozne, los herrados postes de la Guerra.

Se enciende Ausonia antes en calma e inmóvil;

unos se aprestan a marchar a pie por los campos, otros altivos

en altos caballos se excitan cubiertos de polvo; todos buscan sus armas.

Unos bruñen los escudos pulidos y las flechas brillantes

con pingüe grasa y afilan con el pedernal las segures;

les agrada portar las enseñas y escuchar el sonido de las tubas.

Y cinco grandes ciudades en yunques ya preparados

renuevan sus armas: Atina poderosa y la orgullosa Tíbur,

Ardea y Crustumeros con Atenas, coronada de torres.

Cavan seguras defensas para la cabeza y doblan de sauce

las varas de los escudos; otros lorigas de bronce

preparan o las grebas brillantes de flexible plata;

de aquí el culto de la reja y de la hoz, de aquí toda ansia

de arado se apartó; funden de nuevo en los hornos las patrias espadas.

Y suenan ya los clarines, pasa la tésera la señal del combate.

Éste saca nervioso el yelmo de su casa, aquél tembloroso

caballos aparea bajo el yugo y el escudo y la malla

de triple hilo de oro se pone y se ciñe la leal espada.

Abrid, diosas, ahora el Helicón y lanzad vuestros cantos,

qué reyes la guerra movió, qué ejércitos y de qué bando

llenaron los campos, de qué guerreros florecía por entonces

la tierra sustentadora de Italia, de qué armas ardió.

Pues bien lo sabéis, diosas, y podéis decirlo,

que a nosotros apenas nos llega el soplo tenue de la fama.

El primero en entrar en guerra fue el áspero Mecencio

de las costas tirrenas, despreciador de los dioses, y en armar sus tropas

A su lado Lauso, su hijo, más gallardo que el cual

no hubo otro si no contamos al laurente Turno;

Lauso, domador de caballos y vencedor de fieras,

manda a mil hombres que en vano lo siguieron

de la ciudad de Agila, digno de órdenes más felices

que las de su padre, y de un padre que no fuera Mecencio.

Tras ellos por la hierba muestra su carro señalado

de palma y sus caballos victoriosos el hijo del hermoso Hércules,

el hermoso Aventino, y lleva en su escudo el emblema

paterno, cien serpientes y la hidra ceñida de culebras;

en los bosques del monte Aventino Rea la sacerdotisa

lo parió a escondidas a la luz de este mundo

unida a un dios siendo mujer, luego que el héroe de Tirinto

tras vencer a Gerión llegó a los campos laurentes

y lavó las vacas hiberas en el río tirreno.

Lanzas llevan en la mano y picas crueles para la guerra,

y pelean con el romo puñal y el asador sabino.

Él mismo a pie, envuelto en una piel enorme de león

erizada de terribles cerdas, de blancos dientes

protegida la cabeza, así entraba en el palacio real,

hirsuto, revestidos los hombros con el manto de Hércules.

Salen entonces dos hermanos gemelos por los muros de Tíbur,

ciudad así llamada por el nombre de su hermano Tiburto,

Catilo y el fiero Coras, la juventud de Argos,

y llegan a primera línea entre un bosque de dardos:

como cuando de lo alto del monte bajan dos Centauros

que la nube engendró dejando el Hómole en rápida carrera

y el Otris nevado; les abre paso en su marcha

la selva inmensa y se apartan con gran ruido las ramas.

Y no faltó el fundador de la ciudad de Preneste,

de quien toda edad ha creído que nació ya rey de Vulcano

entre los agrestes ganados y se le encontró delante del fuego,

Céculo. Le acompaña agreste y numerosa legión:

los guerreros que habitan la elevada Preneste y los de los campos

de Juno Gabina y el helado Anio y rociados de arroyos

los peñascos hérnicos y cuantos alimentas, rica Anagnia,

y los tuyos, padre Amaseno. No a todos ellos les suenan

las armas, los escudos o los carros; la parte mayor dispara

bolas grises de plomo, otra parte lleva dos flechas

en la mano y tienen la cabeza protegida

con cascos rubios de piel de lobo; dejan huellas desnudas

con el pie izquierdo y cuero crudo el otro les cubre.

Y allá va Mesapo, domador de caballos, prole de Neptuno,

a quien nadie puede abatir con hierro o con fuego;

llama de pronto a las armas a pueblos ha tiempo ociosos

y a ejércitos sin costumbre de guerras y empuña de nuevo la espada.

Aquí están las tropas de Fescenio y los ecuos faliscos,

éstos habitan los alcázares del Soracte y los campos flavinios

y de Címino el lago, con su monte, y los bosques capenos.

Marchaban igualados en número y cantando a su rey:

como los cisnes de nieve entre nubes transparentes

cuando vuelven de comer y de sus largos cuellos

salen cantos melodiosos, suena la corriente y devuelve el eco la laguna Asia.

Y nadie pensaría que de concurso tan grande

una tropa de bronce se forma, sino que de alta mar

se precipita a la playa una nube aérea de roncas aves.

Y mira a Clauso al frente de un gran ejército

de la antigua sangre de los sabinos y él mismo cual un ejército,

de quien llega hasta hoy la familia Claudia y la tribu

por el Lacio, luego que Roma fue dada en parte a los sabinos.

A una la numerosa cohorte de Amiterno y los antiguos Quirites,

todo el grupo de Ereto y de Mutusca olivarera;

quienes habitan la ciudad de Nomento y los Campos

Róseos del Velino, los de las escarpadas rocas de Tétrica

y el monte Severo y Casperia y Forulos y el río de Himela;

los que beben del Tiber y el Fábar, los que envió la fría

Nursia y las tropas de Hortano y los pueblos latinos,

y a los que divide con sus aguas el Alia de infausto nombre:

numerosos como las olas que ruedan en el mármol libico,

cuando cruel Orión se oculta entre las aguas en invierno,

o como espigas que se doran apretadas bajo el sol nuevo

en las llanuras del Hermo o en los rubios campos de Licia.

Resuenan los escudos y la tierra se espanta del batir de pies.

También el agamenonio Haleso, enemigo del nombre troyano,

unce a su carro los caballos y en ayuda de Turno suma mil

pueblos feroces, los que trabajan con el rastrillo los felices

a Baco viñedos del Másico, y los que los padres auruncos

de los altos collados enviaron, y, al lado, los llanos

sicidinos, y los que dejan Cales y los habitantes de la corriente

vadosa del Volturno e igualmente el áspero saticulano

y el grupo de los oscos. Sus dardos son redondeadas

jabalinas y la costumbre atarles un flexible látigo.

La cetra les cubre la izquierda, con falcatas combaten de cerca.

Y no te irás de nuestro poema sin ser señalado,

Ébalo que, se dice, Telón te engendró de la Ninfa

 

Sebétide, cuando tenía el reino en Capri de los teléboes,

anciano ya; pero el hijo de ninguna manera contento

con los campos paternos, a su poder ya entonces sometía

a los pueblos sarrastes y la llanura que el Sarno riega,

y los que pueblan Rufras y Bátulo y los campos de Celemna,

y los que contemplan las murallas de Abela, rica en manzanas,

hechos a lanzar al modo teutónico sus cateyas;

cubiertas sus cabezas con la corteza arrancada al alcornoque,

de bronce resplandecen sus peltas, de bronce resplandecen sus espadas.

Y te mandó a la guerra la montañosa Nersas,

Ufente, glorioso por la fama de tus armas felices;

su pueblo, una gente espantosa sobre todas acostumbrada

a cazar por los bosques, los ecuos, y a la dura gleba.

Armados trabajan la tierra y les gusta reunir constantemente

botines nuevos y vivir de la rapiña.

Faltar no podía el sacerdote del pueblo de los marsos

con el yelmo de la rama del feliz olivo adornado,

por orden del rey Arquipo, el muy valiente Umbrón,

quien con víboras e hidras de pesado aliento

solía infundir el sueño entre cantos y gestos de su mano

y apagaba los enojos y con su arte curaba los mordiscos.

Mas no le valió para curarse del golpe de la danza

dardánida ni le ayudaron con su herida los cantos

somníferos o las hierbas cogidas en los montes marsos.

El bosque de Angitia te lloró y te lloró el Fucino

de aguas cristalinas y los lagos transparentes.

Marchaba también a la guerra el bellísimo hijo de Hipólito,

Vibio, a quien insigne lo envió Aricia, su madre,

criado en los bosques de Egeria entre húmedas

riberas, donde la grasa aplaca el altar de Diana.

Pues dice la fama de Hipólito que luego que por las mañas

de su madrasta murió y pagó el castigo paterno con su sangre

descuartizado entre locos caballos, a los astros de nuevo

etéreos llegó y a los aires superiores del cielo

al conjuro de las hierbas peonias y del amor de Diana.

Entonces el padre omnipotente enojado porque de las sombras

infernales algún mortal volviera a la luz de la vida,

él mismo al inventor de tal arte y medicina,

al hijo de Febo lo lanzó con su rayo a las olas estigias.

Pero la divina Trivia oculta a Hipólito en secretos

lugares y lo confía a la ninfa Egeria y a su bosque,

donde sin fama, solo, su edad transcurriera en las selvas

de Italia y donde Virbio fuera con nombre cambiado.

Por eso también del templo de Trivia y sus bosques sagrados

se aparta a los caballos de córneas uñas, porque en la playa un día

espantados por monstruos del mar arrojaron al joven de su carro.

Su hijo conducía caballos no menos fogosos por el llano

campo y en su carro marchaba hacia el combate.

El propio Turno de hermosa presencia entre los primeros

se mueve sosteniendo sus armas y destacando por encima.

Su alto yelmo de triple penacho una Quimera soporta

que resopla por sus fauces fuegos del Etna;

tanto más ésta se agita y se enardece de tristes llamas

cuanto más crudo se vuelve el combate de la sangre vertida.

El bruñido escudo lo con los cuernos levantados

en oro le adornaba, ya cubierta de pelo, ya vaca

-tema extraordinario-, y Argo el custodio de la virgen

y su padre !naco derramando un torrente de la jarra labrada.

Le sigue una nube de infantes y ejércitos de escudos

se forman por toda la campiña, la juventud argiva

y las tropas auruncas, los rútulos y los antiguos sicanos

y las filas sacranas y los labicos de pintados escudos;

los que aran, Tiberino, tu valle y del Numico las sagradas

riberas y los collados rútulos trabajan con la reja

y el monte circeo, cuyos campos Júpiter preside

Ánxuro y Feronia gozosa de su bosque verdeante;

por donde se extiende la negra laguna de Sátura y entre valles

profundos busca su salida al mar y se oculta el gélido Ufente.

A éstos se añadió Camila, del pueblo de los volscos,

con una columna de jinetes y huestes florecientes de bronce,

guerrera, no como la que acostumbró su manos de mujer

a la rueca y los cestillos de Minerva, sino joven hecha a sufrir

duros combates y a ganar con el correr de sus pies a los vientos.

Ella volaría sobre las crestas de un sembrado

sin tocarlas, ni rozaría en su carrera las tiernas espigas,

o en medio del mar suspendida sobre las olas hinchadas

se abriría camino sin que las aguas tocasen sus plantas veloces.

A ella la contempla la juventud entera saliendo de casas

y campos, y no la pierden de vista al pasar las madres,

con la boca abierta de asombro ante el regio adorno de púrpura

que cubre sus hombros suaves o la fíbula de oro

que trenza su cabello, de cómo lleva ella misma su aljaba

licia o el mirto pastoril rematado en punta.

LIBRO VIII

Cuando la enseña de la guerra sacó Turno

del alcázar laurente y resonaron los cuernos con ronco canto

y cuando azuzó los fogosos caballos y llamó a las armas,

turbados al punto los ánimos, en seguida en agitado tumulto

el Lacio entero se juramenta y la juventud se levanta

fiera. Primero los caudillos Mesapo y Ufente

y Mecencio despreciador de los dioses, de todas partes reúnen

ayuda y dejan los dilatados campos sin cultivadores.

Se envía también a Vénulo a la ciudad del gran Diomedes

para pedir refuerzos y que informe de que en Lacio los teucros

se han instalado, de que Eneas ha arribado con su flota y los Penates

derrotados trae y dice que los hados lo han elegido

como rey, y de que muchos pueblos al héroe se han unido

dardanio y que su nombre crece asombrosamente en el Lacio.

Qué pretende con estas empresas, qué final del combate

desea si la suerte le ayuda, más claro estaría

para él mismo que para el rey Turno o para el rey Latino.

Esto por el Lacio. Al ver así las cosas el héroe

laomedontio vacila entre gran oleaje de cuitas,

y raudo su ánimo hacia aquí o hacia allí se divide

y a muchas partes lo lleva y a todo da vueltas.

Igual en el agua de una vasija de bronce cuando la trémula luz

reflejada por el sol o por la imagen de la luna brillante

revolotea por todos los lugares y ya al aire

se eleva y hiere en lo alto del techo el artesonado.

Era la noche y un profundo sopor se había apoderado

por las tierras todas de los cansados animales, aves o ganados,

cuando el padre en la ribera bajo la bóveda del éter helado,

Eneas, turbado su pecho por una triste guerra,

se acostó y concedió a sus miembros tardío descanso.

Le pareció que el propio dios del lugar, Tiberino

de amena corriente, como un anciano se alzaba entre las hojas

de los álamos (leve de glauco manto lo cubría

y su cabello umbrosa caña lo coronaba);

que así le hablaba luego y borraba sus cuitas con estas palabras:

«Oh, de una raza de dioses engendrado que de los enemigos

nos rescatas la troyana ciudad y salvas la Pérgamo eterna,

esperado en el suelo laurente y en los predios latinos:

ésta será tu casa segura, tus seguros Penates (no te rindas).

Ni te asusten amenazas de guerra; abajo se vinieron

todo el enojo de los dioses y sus iras.

Y tú mismo, para que no creas que el sueño te forma imágenes falsas,

encontrarás bajo las encinas de la orilla una enorme cerda blanca

echada en el suelo, recién parida de treinta

cabezas, con las blancas crías en torno a sus ubres.

[Éste será el lugar de tu ciudad, ése el seguro descanso a tus fatigas,]

de donde con el correr de tres veces diez años la ciudad

Ascanio fundará de ilustre nombre, Alba.

No te anuncio cosas no seguras. Ahora escucha que te muestre

brevemente cómo has de salir victorioso de estas empresas.

En estas orillas los arcadios, pueblo que viene de Palante,

compañeros del rey Evandro que sus enseñas siguieron,

eligieron el lugar y en los montes la ciudad pusieron

que por su antepasado Palante llamaron Palanteo.

Éstos guerras continuas hacen con el pueblo latino;

súmalos a tu campamento como aliados y haz un pacto.

Yo mismo he de llevarte por mis riberas y la senda de mi corriente,

para que de abajo arriba superes las aguas con tus remos.

Vamos, venga, hijo de la diosa, y en cuanto caigan las primeras estrellas

da piadoso tus preces a Juno y vence con tus votos suplicantes

su ira y amenazas. Acuérdate de honrarme cuando seas

el vencedor. Yo soy el que ves a plena corriente

abrazar las orillas y cortar fértiles sembrados,

cerúleo Tiber, río gratísimo al cielo.

Ésta es mi gran morada, sale mi cabeza de escarpadas ciudades.»

Dijo, y al punto el río se ocultó en lo profundo de las aguas

el fondo buscando; la noche y el sueño dejaron a Eneas.

Se levanta y mirando la luz naciente del sol

etéreo toma agua del río según el rito en el hueco

de sus manos yvierte al aire estas palabras:

«Ninfas, Ninfas laurentes, de donde el linaje de los ríos,

y tú, padre Tíber de sagrada corriente,

amparad a Eneas y alejadle por fin de peligros.

Sean los que sean los lagos que en tu fuente te tienen,

piadoso con mis fatigas, sea el que sea el suelo del que bellísimo surges,

siempre en mis honras, siempre serás celebrado con mis dones,

cornígero río que reinas en las aguas de Hesperia.

Asísteme sólo y confirma tu numen más aún.»

Así le habla y escoge de las naves dos birremes

y para el remo las prepara y al tiempo arma a sus compañeros.

Y mira por dónde, súbita aparición y asombrosa a los ojos,

una cerda blanca con sus crías del mismo color

se recuesta en el bosque y aparece en la verde ribera:

en tu honor, precisamente para ti, Juno soberana, Eneas piadoso

la lleva en sacrificio al altar con su piara y la inmola.

Esa noche, larga como era, aplacó el Tíber su hinchada

corriente y se frenó en olas calladas refluyendo,

para que a la manera de un tranquilo estanque y una plácida laguna

se tendiera la superficie de sus aguas sin resistirse al remo.

Así que apresuran el camino emprendido con rumor favorable;

por los vados se desliza la untosa madera y se pasman las olas,

se pasma el bosque que hace tiempo no ve el brillar

de los escudos de los soldados ni el bogar de pintadas naves por el río.

Ellos fatigan la noche y el día con sus remos

y superan largos meandros cubiertos de variados

árboles y por la plácida llanura cortan las verdes selvas.

El sol de fuego había alcanzado el centro de su órbita en el cielo

cuando ven a lo lejos los muros y el alcázar y unos cuantos

tejados de casas que hoy el poder romano hasta el cielo

ha elevado y entonces, humildes posesiones, Evandro tenía.

Enfilan ansiosos las proas y a la ciudad se acercan.

Justo aquel día el rey arcadio honras solemnes

al gran hijo de Anfitrión y a los dioses estaba ofreciendo

en el bosque, delante de la ciudad. Con él su hijo Palante,

con él lo mejor de los jóvenes, todos, y un humilde senado

incienso ofrecían, y la tibia sangre humeaba en los altares.

Cuando vieron deslizarse las altas naves y a ellos entre lo negro

del bosque volcados sobre los remos en silencio,

se asustan ante la escena inesperada y se levantan todos

dejando las mesas. El audaz Palante les impide

romper el sacrificio y tomando sus flechas sale raudo al encuentro,

 

y de lejos, desde una altura, dice: «Jóvenes, ¿qué motivo

os obliga a probar rutas desconocidas? ¿A dónde os dirigís?

¿De quién sois? ¿Dónde vuestra casa? ¿Paz nos traéis o armas?»

Entonces así dice el padre Eneas desde la alta popa,

y tiende en su mano la rama de olivo de la paz:

«Gente de Troya ves y armas enemigas de los latinos,

quienes han hecho a unos fugitivos con orgullosa guerra.

A Evandro buscamos. Contádselo y decidle que escogidos

caudillos de Dardania han llegado en busca de armas aliadas.»

Se quedó Palante estupefacto, asombrado de gloria tamaña.

«Desciende, seas quien seas -dice-, y en presencia de mi padre

habla y entra como huésped en nuestros penates.»

Y le recibió con sus manos y le estrechó la diestra en un abrazo;

andando se meten en el bosque y abandonan el río.

Habla entonces Eneas al rey con palabras de amigo:

«El mejor de los griegos, a quien quiso Fortuna que yo suplicase

y le tendiera los ramos atados con las cintas sagradas,

no he sentido miedo alguno, porque seas jefe de dánaos y arcadio,

ni porque por tu estirpe estés unido a ambos Atridas;

que a mí mi propio valor y los santos oráculos de los dioses

y el parentesco de los padres, tu fama por el mundo extendida,

me han unido a ti y aquí me han traído de acuerdo con mis hados.

Dárdano, padre primero de la ciudad de Ilión y fundador,

nacido, como enseñan los griegos, de la Atlántide Electra,

arribó al país de los teucros: el gigantesco Atlante a Electra

engendró, el que sostiene en sus hombros los orbes etéreos.

Vuestro padre es Mercurio, a quien parió, engendrado

en la helada cima del Cilene, blanquísima Maya.

Mas, si hemos de creer lo que se cuenta, a Maya Atlante

la engendra, el mismo Atlante que levanta los astros del cielo.

Así pues, procede la raza de ambos de una sola sangre.

Por ello confiado no envié mensajeros ni con rodeos

traté de entrar en contacto contigo; a mí, a mí yo mismo

y mi propia persona mandé y vine suplicante hasta tu puerta.

Los mismos que a ti, el pueblo daunio, con guerra cruel

me persiguen; creen que si nos echan nada habrá

que les impida someter por entero a su yugo la Hesperia toda,

y hacerse con el mar que por arriba la baña y por abajo.

Recibe mi palabra y dame la tuya. Son duros nuestros pechos

en la guerra; un corazón tenemos y una juventud ya probados.»

Había dicho Eneas. Aquél el rostro y los ojos al hablar

hacía rato y todo su cuerpo recorría con la mirada.

Dice así entonces brevemente: «¡Con qué alegría, el más valiente de los teucros,

te recibo y te reconozco! ¡Cómo me recuerdas las palabras

de tu padre y la voz del gran Anquises y su cara!

Pues recuerdo que a visitar el reino de su hermana Hesíone

Príamo Laomedontíada yendo a Salamina

nunca dejaba de recorrer el helado territorio de Arcadia.

Me vestía entonces de flor las mejillas la juventud primera

y admiraba a los caudillos teucros y al mismo Laomedontíada

admiraba, pero por encima de todos iba

Anquises. Mi corazón se inflamaba de ansia juvenil

por hablar al héroe y unir mi diestra con su diestra;

me acerqué y ansioso lo conduje al pie de las murallas de Feneo.

Él una hermosa aljaba y unas flechas licias

al partir me dejó y una clámide bordada en oro

y dos bocados de oro que guarda hoy mi hijo Palante.

Así que la diestra que pedís, unida me está en un pacto

y, en cuanto la luz de mañana regrese a las tierras,

alegres os despediré con mi ayuda y os ofreceré mis recursos.

Mientras tanto este sacrificio anual que no puede dejarse,

ya que aquí habéis venido como amigos, celebrad de buen grado

con nosotros, y ya desde hoy acostumbraos a la mesa de vuestros aliados.»

Dicho que hubo esto, viandas ordena y reponer las vasos

retirados, y él mismo dispone a los hombres en asiento de hierba,

y acoge en especial a Eneas en un lecho y en la vellosa

piel de un león y lo honra con un trono de arce.

Luego jóvenes escogidos y el sacerdote llevan a porfía

al altar las entrañas asadas de los toros y cargan en cestas

los presentes de la fatigosa Ceres, y Baco sirven.

Come Eneas y con él la juventud troyana

el lomo de un buey entero y las vísceras lustrales.

Cuando saciaron el hambre y calmaron su ansia de comer

dice el rey Evandro: «Estos ritos solemnes,

este tradicional banquete, este ara de numen tan grande

no nos la impuso vana superstición e ignorante

de los dioses antiguos; salvados, huésped troyano, de crueles

peligros lo hacemos y renovamos honores merecidos.

Mira en primer lugar esa roca que cuelga sobre los peñascos,

cómo se alzan a lo lejos quebrados macizos y la morada

desierta del monte y causaron los escollos ingente ruina.

Aquí estuvo la gruta, escondida en vasto abrigo,

que la figura terrible del medio humano Caco ocupaba

inaccesible del sol a los rayos, y siempre estaba tibio

el suelo de sangre reciente y de sus soberbias puertas pendían

cabezas humanas, pálidas de triste podredumbre.

Era Vulcano el padre de este monstruo: con inmensa mole

avanzaba arrojando sus negras llamas por la boca.

Mas quiso un día la ocasión satisfacer nuestro deseo

y brindarnos ayuda y la llegada de un dios. Y el gran vengador

orgulloso de la muerte del triple Gerión y sus despojos,

Alcides, llegó trayendo hasta aquí, vencedor, los toros

enormes, y llenaban sus bueyes el valle y el río.

Pero la mente fiera del ladrón Caco, por nada dejar

de crimen o engaño sin osar o probar,

sacó de sus pesebres cuatro toros de hermosa

figura y otras tantas novillas con mejor aspecto,

y a todos ellos, para no dejar huellas de la marcha de sus pasos,

arrastrados por la cola a la cueva y con las marcas de las patas

al revés, los ocultaba el raptor en su ciega guarida;

ninguna señal llevaba al que buscase a la cueva.

Mientras tanto, cuando ya sus ganados saciados sacaba

de sus corrales el hijo de Anfitrión y preparaba la marcha,

mugieron al partir los bueyes y se llenó el bosque entero

de sus quejas y con tal clamor dejaban las colinas.

Con su voz contestó una de las vacas y en la vasta caverna

mugió y, aun guardada, defraudó la esperanza de Caco.

Entonces la cólera de Alcides se inflamó de furia

y de negra bilis: coge sus armas y la maza cargada

de nudos, y se marcha corriendo a lo alto del monte elevado.

Vieron en ese momento por vez primera los nuestros a Caco temblar

y con ojos turbados: escapa al punto más rápido que el Euro

y busca su gruta; el terror en sus pies puso alas.

Cuando se encerró y liberó las cadenas rompiendo

el enorme peñasco que colgaba con hierros y el arte

paterna y protegió con su mole la firme entrada,

aquí llega el Tirintio con ánimo furioso y toda

la entrada recorre, llevando aquí y allá su mirada,

los dientes rechinando. Tres vueltas da hirviendo de ira

al monte entero del Aventino, tres veces tienta en vano

los umbrales de roca, tres veces se sienta agotado en el valle.

Se alzaba un agudo farallón entre rocas cortadas

erguido a espaldas de la cueva, altísimo a la vista,

adecuado cobijo para los nidos de las aves siniestras.

Según pendía inclinado desde la cima sobre el río de la izquierda,

lo sacudió apoyándose en contra hacia la derecha

y de sus profundas raíces lo arrancó, luego de repente

lo arrojó; truena con el impulso el éter más alto,

se agitan las riberas y refluye aterrada la corriente.

Así apareció la gruta y sin techo la enorme

morada de Caco, y se abrieron del todo las sombrías cavernas,

no de otro modo que si el suelo, abierto por completo

por alguna fuerza, ofreciera las mansiones infernales y mostrase

los pálidos reinos, odiosos a los dioses, y desde lo alto se viera

el inmenso abismo, y temblasen los Manes por la luz recibida.

Así pues, pillado de improviso por el resplandor repentino,

y encerrado en su cavo peñasco y rugiendo como nunca,

Alcides lo acosa desde arriba con sus dardos y echa mano

de todas sus armas y ramas y piedras le arroja como de molino.

El otro, que ya no puede escapar del peligro,

de sus fauces ingente humareda (asombra decirlo)

vomita y en ciega calígine envuelve la casa

ocultando su visión a los ojos, y llena su gruta

de una noche de humo con tinieblas mezcladas de fuego.

No lo aguantó Alcides y él mismo se lanzó de cabeza

a través del fuego, por donde más espeso el humo

agita sus ondas y bulle la enorme cueva de negra niebla.

Sorprende aquí a Caco en las tinieblas vanos incendios

vomitando y lo abraza en un nudo y lo ahoga

con los ojos fuera y seca de sangre la garganta.

Se abre al punto la negra mansión arrancadas sus puertas,

y las vacas robadas y el botín negado con perjurio

se muestran al cielo y por los pies el informe cadáver

es arrastrado. No pueden hartarse los corazones de mirar

los ojos terribles, el rostro y el velludo pecho

de cerdas de la medio fiera, y los fuegos apagados de su fauces.

Desde entonces celebramos su honor y la alegre descendencia

guardó su día y Potitio lo impulsó el primero

y, del culto de Hércules guardiana, la casa Pinaria

este ara levantó en el bosque, a la que siempre