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100 Clásicos de la Literatura

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Y seguir sus pasos y saber las causas de su llegada.

Pero los jefes de los dánaos y las falanges de Agamenón

cuando vieron al héroe y sus armas brillantes entre las sombras,

se echaron a temblar con gran miedo; unos volvieron la espalda

como buscaron sus naves un día; otros dejaron escapar

un hilo de voz: el grito iniciado se queda en sus gargantas.

Y entonces al hijo de Príamo con el cuerpo destrozado,

a Deífobo ve, mutilado cruelmente el rostro,

el rostro y ambas manos, y las sienes podadas,

sin las orejas, y las narices truncas en infamante herida.

A duras penas le reconoció, tembloroso y el cruel suplicio

intentando ocultar, y se adelanta con voz conocida:

«Deífobo, poderoso guerrero de la alta sangre de Teucro,

¿quién pudo gustar de infligirte castigos tan crueles?

¿A quién se le dio tanto sobre ti? La última noche

me trajo la noticia de que, cansado de matar pelasgos,

habías caído tú sobre un confuso montón de muertos.

Entonces yo mismo en la costa retea un túmulo inane

te levanté y con gran voz invoqué tres veces a tus Manes.

Tu nombre y tus armas guardan el lugar; a ti, amigo, verte

no pude ni enterrarte al partir en el suelo de la patria.»

A lo que el Priámida: «Nada descuidaste, amigo mío;

en todo cumpliste con Deífobo y con las sombras de su cadáver.

Pero mis propios hados y el criminal delito de la lacedemonia

en estas penas me hundieron; ella me dejó estos recuerdos.

Sabes bien cómo nos descuidamos la última noche

entre alegrías engañosas: es preciso recordarlo siempre.

Cuando el caballo fatal llegó en su salto a las alturas

de Pérgamo y grávido trajo en su panza guerreros armados,

ella guiaba a las frigias como en un baile entonando

los cantos de Baco; ella misma sostenía en medio una antorcha

enorme y llamaba a los dánaos desde lo alto de la ciudadela.

Agotado entonces de preocupaciones y vencido por el sueño

me retuvo mi lecho infausto y de mí se apoderó al tumbarme

un dulce y profundo descanso en todo semejante a la plácida muerte.

Entre tanto mi egregia esposa saca todas las armas

de mi casa y había apartado de mi cabeza mi fiel espada:

llama dentro a Menelao y le abre las puertas,

pensando, sin duda, que éste sería un buen regalo para su amante

y así poder expiar la fama de antiguas desgracias.

¿A qué me entretengo? Irrumpen en el tálamo y se les suma

el Eólida muñidor de crímenes. Dioses, para los griegos cosas

así reservad, si castigo reclamo con boca piadosa.

Pero, ea, dime tú en respuesta qué avatares te han traído

vivo. ¿Llegas a causa de las peripecias del piélago,

o por orden de los dioses? ¿Qué fortuna te fatiga

para entrar en tristes moradas sin sol, en túrbidos lugares?»

Con esta conversación había ya la Aurora en su cuadriga

de rosas pasado la mitad del eje con etérea carrera,

y tal vez así transcurriría todo el tiempo concedido,

mas le advirtió su compañera y brevemente le dijo la Sibila:

«La noche llega, Eneas, y nosotros pasamos las horas llorando.

Éste es el lugar donde el camino se parte en dos direcciones:

la derecha lleva al pie de las murallas del gran Dite,

ésta será nuestra ruta al Elisio; la izquierda, sin embargo,

castigo procura a las culpas y manda al Tártaro impío.»

Deífobo, a su vez: «No te enojes, gran sacerdotisa;

me marcho, vuelvo al grupo y regreso a las tinieblas.

Ve, ve, gloria nuestra; que tengas hados mejores.»

Esto dijo, y aún hablando volvió sobre sus pasos.

Mira Eneas atrás y de pronto bajo una roca a la izquierda

ve unas anchas murallas protegidas con un triple muro

que rauda corriente ciñe de ardientes llamas,

el Flegetonte del Tártaro, y arrastra resonantes piedras.

Enfrente queda una puerta enorme y unas columnas de diamante macizo,

tal que ninguna fuerza humana ni los propios habitantes del cielo

podrían abrir en son de guerra; una torre de hierro se alza al aire,

Y Tisífone sentada, revestida de un manto de sangre,

guarda insomne la entrada de día y de noche.

Por aquí se escuchan gemidos y el chasquido de crueles

azotes con el estridor del hierro y de cadenas arrastradas.

Se detuvo Eneas y escuchó el estrépito aterrorizado:

«¿De qué crímenes se trata? Habla, virgen. ¿Con qué penas

se les atormenta? ¿A qué tanto lamento por el aire?»

Entonces la vidente así comenzó a decir: «Caudillo famoso de los teucros,

ningún inocente puede detenerse en el umbral de los criminales;

pero a mí, cuando Hécate me puso al cuidado de los bosques avernos,

ella misma me mostró los castigos de los dioses y me llevó por todas partes.

Manda en estos reinos despiadados Radamanto de Cnosos

y castiga y escucha los engaños y a declarar obliga

lo que cada cual entre los vivos, las culpas cometidas,

dejó para la muerte tardía contento con un fraude vano.

Al punto la vengadora armada con su látigo cae saltando,

Tisífone, sobre los culpables, y con las torvas serpientes

en la izquierda llama al ejército cruel de sus hermanas.

Entonces finalmente chirrían sobre su horrísono gozne y se abren

las sagradas puertas. ¿Ves qué guardián hay sentado

a la entrada, qué monstruo guarda los umbrales?

La gigantesca Hidra con sus cincuenta negras bocas,

más cruel aún, tiene dentro su sede. Luego es el Tártaro mismo,

que se abre al abismo y se extiende bajo las sombras dos veces

lo que la vista del cielo hasta el Olimpo etéreo.

Aquí la antigua prole de la Tierra, los jóvenes Titanes,

por el rayo abatidos se revuelven en la profunda hondura.

Aquí vi también a los dos Alóadas, los enormes

cuerpos, los que intentaron rasgar el gran cielo

con sus manos y arrojar a Jove de los reinos superiores.

A Salmóneo vi también pagando cruel castigo

por imitar los fuegos de Júpiter y los sonidos del Olimpo.

Llevado éste por cuatro caballos y agitando una antorcha,

por los pueblos de los griegos y la ciudad en el centro de la Élide

marchaba triunfante, y pedía para sí honor de dioses,

pobre loco que las nubes y el rayo inimitable

simulaba con bronces y con el trote de los cascos de los caballos.

Pero el padre todopoderoso blandió su dardo entre el denso

nublado, no antorchas o los fuegos humeantes

de las teas, y lo hundió de cabeza en el profundo abismo.

También a Ticio podía verse, retoño de la madre Tierra,

cuyo cuerpo se extiende a lo largo de nueve yugadas

mientras un buitre enorme de corvo pico

devora su hígado inmortal y las entrañas fecundas

con el castigo y rebusca en su comida y vive metido

en su pecho sin dar descanso alguno a las fibras renacidas.

¿Para qué mencionar a los Lápitas, a Ixión y Pirítoo?

Sobre ellos una negra roca a punto de caer amenaza

y parece que cae; brillan las patas de oro

de altos lechos suntuosos, y los banquetes preparados ante sus ojos

con lujo de reyes; al lado la mayor de las Furias

acecha e impide tocar las mesas con las manos,

y se alza blandiendo la antorcha y atruena con su boca.

Aquí los que odiaron a sus hermanos mientras vivían,

o pegaron a su padre y engaños urdieron a sus clientes,

o quienes tras encontrar un tesoro lo guardaron para ellos

y no dieron parte a los suyos (éste es el grupo mayor),

y los muertos por adulterio, y quienes armas siguieron

impías sin miedo a engañar a las diestras de sus señores,

aquí encerrados aguardan su castigo. No trates de saber

qué castigo o qué forma o fortuna sepultó a estos hombres.

Unos hacen rodar un enorme peñasco y de los radios de las ruedas

cuelgan encadenados; sentado está y lo estará para siempre

Teseo, desgraciado, y el misérrimo Flegias a todos

advierte y a grandes voces avisa por las sombras:

«Aprended advertidos la justicia y a no despreciar a los dioses.»

Éste vendió su patria por oro y a un dueño poderoso

la sometió; leyes hizo y deshizo por dinero;

éste se metió en el lecho de su hija y en himeneos vedados:

todos osaron crímenes horribles y a cabo los llevaron.

No podría yo, así cien lenguas y cien bocas tuviera

y una voz de hierro, de sus delitos abarcar todas las formas,

todos los nombres enumerar de los castigos.»

Luego que dijo esto la longeva sacerdotisa de Febo,

«pero vamos ya, ponte en marcha y acaba la tarea emprendida;

démonos prisa -añade-; construidas en las fraguas de los Ciclopes

las murallas estoy viendo y en el arco de enfrente las puertas

donde nos ordenan depositar las ofrendas debidas».

Había dicho y a la par marchando por oscuros caminos cubren

la distancia que les separa y a la puerta se aproximan.

Gana Eneas la entrada y asperja su cuerpo

con agua fresca y cuelga la rama del umbral frontero.

 

Por fin, esto cumplido, realizada la ofrenda a la diosa,

llegaron a lugares gozosos y a las amenas praderas

de los bosques bienaventurados y a las felices sedes.

Aquí un aire anchuroso los campos viste de luz

purpúrea, y su propio sol y sus astros conocen.

Unos ponen a punto sus músculos en palestras de hierba,

compiten jugando y pelean en la rubia arena;

otros marcan el baile con los pies y recitan poemas.

Allí también el sacerdote tracio de larga vestidura

se acompaña con los siete tonos de los sonidos

y ya los pulsa con los dedos, ya con el plectro marfileño.

Aquí la antigua dinastía de Teucro, hermosísima prole,

héroes magnánimos nacidos en tiempos mejores,

Ilo y Asáraco y Dárdano el fundador de Troya.

De lejos contempla las armas de los héroes y sus carros vacíos;

están las lanzas clavadas en tierra y sueltos por todo

el campo pacen los caballos. El gusto que de vivos

tuvieron por carros y armas, ese cuidado en dar de comer

a lustrosos caballos, el mismo les sigue bajo tierra.

A otros distingue, en fin, a derecha e izquierda comiendo

por la hierba y entonando el alegre peán en corro

en el bosque perfumado de laurel del que hacia lo alto

corre caudalosa por la selva la corriente del Erídano.

Aquí el grupo de los que recibieron heridas luchando por la patria,

y los que fueron castos sacerdotes mientras vivieron,

y los vates piadosos que hablaron dignos de Febo,

o quienes ennoblecieron la vida descubriendo las artes,

quienes por sus méritos lograron que los demás les recordasen:

a todos ellos, ínfulas de nieve les ciñen las sienes.

Así, esparcidos alrededor como estaban, les habló la Sibila,

y a Museo el primero (pues la multitud lo tiene

en el centro y lo contempla asomando con sus altos hombros):

«Decid, ánimas felices, y tú, el mejor de los vates,

¿qué región, qué lugar tiene a Anquises? Por su causa

venimos y atravesamos del Érebo las aguas caudalosas.»

Y esta respuesta le dio el héroe con pocas palabras:

«Ninguno tiene morada fija; vivimos en bosques tupidos,

y andamos por los lechos de las riberas y los frescos prados

de los arroyos. Pero vosotros, si en el corazón os lo pone el deseo,

pasad este collado y os pondré ya en un camino fácil.»

Dijo, y echó a andar delante y desde la altura les muestra

la espléndida llanura; dejan luego las altas cimas.

Y el padre Anquises, en lo hondo de un valle verdeante,

observaba a las almas encerradas que iban a subir al mundo

superior fijándose con atención, y al número todo

de los suyos andaba censando, y a sus nietos queridos

y el hado y la fortuna de los hombres, sus costumbres y sus obras.

Y cuando vio a Eneas que le venía al encuentro

por la hierba, le tendió gozoso ambas palmas,

se llenaron de lágrimas sus mejillas y la voz se escapó de su boca:

«¡Al fin, has llegado! ¿Esa piedad tuya que tu padre anhelaba

ha podido vencer el duro camino? ¿Se me da mirar tu rostro,

hijo mío, y escuchar y responder a voces conocidas?

Así ciertamente lo esperaba en mi corazón y pensaba

que ocurriría los días contando, y no me engañó mi cuidado.

¡Qué tierras y qué mares inmensos has recorrido

para que te reciba! ¡Por qué peligros has pasado, hijo!

¡Cómo temí que te dañaran los reinos de Libia!»

Y Eneas a su vez: «Padre, tu triste imagen a menudo

se me apareció y me empujó a buscar estos umbrales;

las naves aguardan en el mar tirreno. Dame tu diestra,

dámela, padre mío, y no te sustraigas a mi abrazo.»

Así diciendo con mucho llanto regaba a la vez su rostro.

Tres veces intentó poner los brazos en torno a su cuello;

tres veces huyó de sus manos la imagen en vano abrazada,

como el viento ligera y en todo semejante al sueño fugitivo.

Ve entretanto Eneas en el fondo de un valle

un apartado bosque y las ramas susurrantes de la selva,

y el río Lete que corre delante de las plácidas mansiones.

A su alrededor gentes innúmeras y pueblos volaban:

como las abejas cuando en la calma del verano por los prados

se posan en flores diversas y de los cándidos lirios

en torno se derraman, vibra todo el campo con su murmullo.

Se espanta Eneas, ignorante, por la visión repentina

y pregunta los motivos, qué ríos son ésos,

y quiénes llenan sus riberas en numeroso grupo.

A eso el padre Anquises: «Ánimas a las que otro cuerpo

se debe por el hado, junto a las aguas del río Lete

beben el líquido sereno y largos olvidos.

Hace ya tiempo que quiero hablarte de ellas y delante

ponértelas, enumerarte esta prole de los míos,

para que más te alegres conmigo de haber encontrado Italia.»

«Padre mío, ¿hay que pensar entonces que de aquí suben al cielo

ligeras algunas almas y de nuevo regresan a los torpes

cuerpos? ¿Qué ansia tan cruel de luz es la de estos desgraciados?»

«Te lo diré en verdad y no te dejaré, hijo, sin respuesta»,

comienza Anquises y por orden va explicando cada cosa.

«Para empezar, el cielo y las tierras y los líquidos llanos

y el luminoso globo de la luna y el astro titanio,

un espíritu interior los alienta y un alma metida en sus miembros

da vida a la mole entera y se mezcla con el gran cuerpo.

De ahí la estirpe de los hombres y los ganados y la vida de las aves

y los monstruos que el ponto guarda bajo la superficie de mármol.

De fuego es su vigor y celeste el origen

eso de las semillas, en tanto no las gravan cuerpos dañinos

o partes terrenales las embotan y miembros que han de morir.

Entonces temen y desean, sufren y gozan y las auras

no ven, encerradas en las tinieblas y en una cárcel ciega.

Y así, cuando en el día supremo las deja la vida,

no por ello todo mal abandona a las desgraciadas

ni del todo el contagio del cuerpo, y es bien natural

que misteriosamente arraiguen muchas adherencias.

De modo que se las prueba con penas y de antiguas culpas

sufren el castigo. Unas colgadas se abren

a los vientos inanes, de otras en vasto remolino

se lava el crimen infecto o con fuego se quema;

cada cual padecemos los propios Manes; después se nos suelta

por el Elisio anchuroso, y unos cuantos ocupamos los campos felices

hasta que el largo día, cumplido el ciclo del tiempo,

limpia la impureza arraigada y puro deja

el sentido etéreo y el fuego del aura primitiva.

A todas ellas, luego que durante mil años giraron la rueda,

el dios las llama en numeroso grupo al río Lete,

para que sin memoria de nuevo contemplen la bóveda del cielo

ya desear empiecen otra vez entrar en un cuerpo.»

Había dicho Anquises, y a su hijo junto con la Sibila

lleva al centro de una asamblea y una ruidosa muchedumbre,

Y gana una altura desde donde ver pueden en larga fila

a todos de frente, y conocer los rostros de los que llegan.

«Mira ahora, qué gloria ha de seguir en adelante a la raza

de Dárdano, qué descendencia aguarda a la ítala estirpe,

almas ilustres y que han de sumarse a nuestro nombre,

te explicaré con palabras, y te haré ver tu propio destino.

Aquel joven -es- que se apoya sobre el asta pura,

ocupa por suertes el lugar más cercano a la luz, el primero a las auras

etéreas subirá con mezcla de ítala sangre,

Silvio, nombre albano, tu póstuma prole

que, longevo, tarde tu esposa Lavinia

te criará en las selvas, rey y padre de reyes,

de donde nuestra raza dominará en Alba Longa.

A su lado está Procas, gloria del pueblo troyano,

y Capis y Numitor y el que te hará volver con su nombre,

Silvio Eneas, por igual en piedad y en armas

egregio, si alguna vez recibe el reino de Alba.

¡Qué jóvenes! ¡Qué fuerza demuestran –mira-

y qué sienes ciñe con su sombra la cívica encina!

Éstos Nomento y Gabios y la ciudad de Fidena,

éstos el alcázar colatino levantarán para ti sobre los montes,

Pometios y Castro de Inuo y Bola y Cora;

éstos serán sus nombres luego, hoy son tierras sin nombre.

Y el hijo de Marte se hará compañero del abuelo,

Rómulo, a quien de la sangre de Asáraco su madre Ilia

parirá. ¿No ves cómo se alzan sobre su cabeza dos crestas

y el mismo padre de los dioses ya con su honor lo señala?

¡Ah, hijo! Bajos los auspicios de éste aquella ínclita Roma

igualará su imperio con las tierras, su espíritu con el Olimpo,

y una que es rodeará sus siete alcázares con un muro,

bendita por su prole de héroe, como la madre Berecintia

coronada de torres se deja llevar en su carro por las ciudades frigias

gozosa con el parto de dioses, abrazando a sus cien nietos,

habitantes todos del cielo, todos en las regiones superiores.

Vuelve hacia aquí tus ojos, mira este pueblo

y a tus romanos. Aquí, César y toda de Julo

la progenie que ha de llegar bajo el gran eje del cielo.

Éste es, éste es el hombre que a menudo escuchas te ha sido prometido,

Augusto César, hijo del divo, que fundará los siglos

de oro de nuevo en el Lacio por los campos que un día

gobernara Saturno, y hasta los garamantes y los indos

llevará su imperio; se extiende su tierra allende las estrellas,

allende los caminos del año y del sol, donde Atlante portador del cielo

hace girar sobre sus hombros un eje tachonado de lucientes astros.

Ante su llegada, ahora ya se horrorizan los reinos caspios

con las respuestas de los dioses y la tierra meotia,

y se estremecen las siete bocas temblorosas del Nilo.

Ni aun Alcides recorrió tanta tierra,

bien que asaetease a la cierva de patas de bronce o de Erimanto

en los bosques pusiera paz y temblar hiciera a Lerna con su arco;

ni el que victorioso lleva sus yuntas con riendas de pámpanos,

Líber, bajando tigres de la elevada cumbre del Nisa.

¿Y aún dudamos en extender el valor con hazañas,

o el miedo nos impide quedarnos en la tierra de Ausonia?

¿Quién es aquel que lleva a lo lejos los símbolos sagrados

distinguido con la rama del olivo? Reconozco el cabello y la barba

canosa del rey romano que con sus leyes la ciudad primera

fundará, de la pequeña Cures y de una pobre tierra

lanzado a un gran imperio. A éste le seguirá después

Tulo, quien romperá los ocios de la patria y a sus hombres inactivos

mandará a la guerra y a escuadrones ya sin costumbre

de triunfos. De cerca le sigue Anco, demasiado orgulloso,

que incluso ya aquí goza en demasía con el favor del pueblo.

¿Quieres ver también a los reyes Tarquinios y el alma

orgullosa del vengador Bruto y las fasces recobradas?

La autoridad del cónsul él será el primero en recibir y las crueles

segures y, padre, en nombre de la hermosa libertad

pedirá el castigo para sus hijos por levantar guerras nuevas,

desgraciado comoquiera que juzguen esto sus descendientes:

Vencerá el amor de la patria y un ansia de gloria sin medida.

También a Decios y Drusos a lo lejos y a Torcuato mira

cruel con su segur y a Camilo que recupera las enseñas.

Pero aquellas almas que ves brillar con armas parecidas,

en paz ahora y mientras esta noche las contenga,

¡ay! ¡Qué guerra terrible entre ellas, si la luz de la vida

llegan a alcanzar, qué ejércitos moverán y qué matanza:

el suegro bajando de las laderas alpinas y la roca

de Moneco, el yerno frente a él con las tropas de oriente!

No, muchachos, no acostumbréis vuestro ánimo a guerras tan grandes

 

ni volváis fuerzas poderosas contra las entrañas de la patria,

y tú más, ¡perdona tú que eres del linaje del Olimpo,

arroja las armas de tu mano, sangre mía!

Aquél, sometida Corinto, su carro llevará victorioso

al alto Capitolio, insigne por la matanza de aqueos.

Abatirá aquél Argos y de Agamenón la Micenas

e incluso a un Eácida, estirpe de Aquiles poderoso en las armas,

vengando a los antepasado de Troya y los templos mancillados de Minerva.

¿Quién dejará de nombrarte, gran Catón, o a ti, Coso?

¿Quién la estirpe de Graco o a los dos Escipiones,

dos rayos de la guerra, azote de Libia, y al poderoso en lo poco,

Fabricio, o a ti, Serrano, sembrando tus surcos?

¿A dónde me lleváis cansado, Fabios? Tú el Máximo aquél eres,

quien solo, contemporizando, nos salvas el estado.

Labrarán otros con más gracia bronces animados

(no lo dudo), sacarán rostros vivos del mármol,

dirán mejor sus discursos, y los caminos del cielo

trazarán con su compás y describirán el orto de los astros:

tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos

(éstas serán tus artes), y a la paz ponerle normas,

perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios.»

Así, el padre Anquises, y añade ante su asombro:

«Mira cómo llega Marcelo señalado por opimo

botín y vencedor sobresale entre todos los soldados.

Éste los intereses de Roma en medio de gran revuelta

afirmará a caballo, tumbará a los púnicos y al galo rebelde,

y colgará el tercero al padre Quirino las armas capturadas.»

Y entonces Eneas (pues a su lado marchar veía

a un joven de hermoso aspecto y armas brillantes,

mas ensombrecida su frente y los ojos en un rostro abatido):

«¿Quién, padre, es aquel que así acompaña el caminar del héroe?

¿Su hijo o alguno de la gran estirpe de sus nietos?

¡Qué estrépito forma su séquito! ¡Qué talla la suya!

Pero una negra noche de triste sombra vuela en torno a su cabeza.»

A lo que el padre Anquises sin contener las lágrimas repuso:

«¡Ay, hijo! No preguntes por un gran duelo de los tuyos;

los hados lo mostrarán a las tierras sólo y que más sea

no habrán de consentir. La descendencia romana demasiado poderosa

os parecería, dioses, si hubiera contado con este presente.

¡Cómo se llenará de gemidos de hombres el campo aquel

junto a la gran ciudad de Marte! ¡Y qué funerales verás,

Tiberino, cuando pases lamiendo el túmulo reciente!

Ningún hijo del pueblo troyano hará llegar tan lejos

las esperanzas de los padres latinos, ni se jactará tanto

la tierra de Rómulo nunca con ninguno de sus retoños.

¡Ay, piedad! ¡Ay, fe de los antiguos y diestra invicta

en la guerra! Nadie habría salido a su encuentro en armas

impunemente, bien que a pie fuera contra el enemigo,

bien que clavase su espuela en los ijares del espumante caballo.

¡Pobre muchacho, ay! Si puedes quebrar un áspero sino,

tú serás Marcelo. Dadme lirios a manos llenas,

que he de cubrirlo de flores de púrpura y colmar el alma

de mi nieto al menos con estos presentes, y cumplir una huera

ofrenda.» Así vagan sin rumbo por la región entera

en los anchos campos aéreos y todo recorren.

Luego que Anquises llevó a su hijo a ver cada cosa

y encendió su corazón con el ansia de la fama venidera,

cuenta después las guerras al héroe que ha de pasar

y le muestra los pueblos laurentes y la ciudad de Latino,

y cómo y qué fatigas ha de evitar y ha de soportar.

Dos son las puertas del Sueño, de las cuales una se dice

de cuerno, por donde fácil salida se da a las sombras verdaderas;

la otra resplandece del brillante marfil que la forma

pero envían los Manes al cielo los falsos ensueños.

Allí Anquises lleva luego a su hijo junto con la Sibila

con estas palabras y los saca por la puerta marfileña,

va este derecho a las naves y encuentra a sus compañeros.

Se dirige entonces por la costa al puerto de Cayeta.

Cae el áncora de la proa; se yerguen las naves en la playa.

LIBRO VII

Tú también a nuestros litorales, oh nodriza de Eneas,

fama diste inmortal con tu muerte, Cayeta;

y aún hoy conservan tus honras el lugar y los huesos tu nombre

en Hesperia la grande -si gloria es eso- señala.

en Hesperia la grande -si gloria es eso- señala.

El piadoso Eneas, celebradas debidamente las exequias,

levantando el terraplén del túmulo, luego que callaron

los mares profundos, abre camino a sus velas y el puerto abandona.

Brisas lo llevan soplando hacia la noche y no oculta el rumbo

una luna brillante, esplende el mar a la luz temblorosa.

Pasan rozando las cercanas costas de la tierra de Circe,

donde la exhuberante hija del Sol recónditos bosques

hace que resuenen de su canto continuo, y a las luces de la noche

en moradas soberbias quema el cedro oloroso

mientras recorre las delicadas telas con afilado peine.

Se escuchan allí los gemidos y la furia de los leones

que cadenas rechazan y rugen bien entrada la noche;

y los cerdos erizados de púas y los osos enfurecidos

en sus jaulas y el aullido de las sombras de lobos enormes:

a todos de su aspecto humano la diosa cruel con poderosas hierbas

los había cambiado, Circe, en rostro y cuerpos de fieras.

Para que maravilla semejante no sufrieran los piadosos troyanos

si entraban en el puerto, ni padecieran un litoral cruel,

Neptuno llenó sus velas de vientos favorables,

propició su huida y los lanzó más allá de hiervientes escollos.

Y ya enrojecía con sus rayos el mar y desde el alto éter

la Aurora brillaba de azafrán en su biga de rosas,

cuando se posaron los vientos y se detuvo de repente todo

soplo y se esfuerzan los remos en el tardo mármol.

Y ve entonces Eneas un enorme bosque

desde el mar. Aquí el Tiber de amena corriente

y rápidas crestas y rubio de la mucha arena

irrumpe en el mar. Alrededor y en lo alto frecuentan

aves diversas sus orillas y el curso del río

endulzando el aire con su canto y volaban por el bosque.

Torcer el rumbo ordena a sus compañeros y volver las proas

a tierra y alegre se adentra en la corriente umbrosa.

Ahora ea, Erato. He de contar qué reyes, qué tiempos,

cuál era en el Lacio antiguo el estado de las cosas,

cuando un ejército extranjero llevó su flota

a las costas ausonias, y cantaré el origen de la lucha primera.

Tú, diosa, ilumina tú al vate. He de decir guerras horribles,

he de decir ejércitos formados y reyes que el valor condujo a la muerte

y las tropas tirrenas y toda entera sometida a las armas

Hesperia. Se alza ante mí una serie mayor de sucesos,

emprendo una obra aún más grande.

Reinaba el rey Latino,

ya anciano, en larga paz sobre campos y tranquilas ciudades.

Que era éste nacido de Fauno yla Ninfa laurente Marica

sabemos; Pico fue el padre de Fauno y a ti, Saturno,

por padre te tiene éste: eres tú el origen remoto de esta sangre.

No tenía hijo Latino por sino de los dioses ni le quedaba

de varones prole alguna, que había perdido en el surgir de la primera juventud.

Sola guardaba su casa y posesiones tan grandes una hija,

madura ya para varón, ya con los años de casar cumplidos.

Muchos la pretendían del gran Lacio y de Ausonia

entera; la pretendía el más bello que todos los otros,

Turno, poderoso de abuelo y bisabuelo, a quien la regia esposa

animaba con ansia sorprendente a unírsele por yerno;

mas portentos divinos lo impiden con terrores diversos.

Había un laurel en medio de la casa, en lo más hondo,

de sagrado follaje y cuidado con reverencia durante muchos años,

que, se decía, el padre Latino en persona encontró y consagró

a Febo, al fundar de la ciudad los cimientos,

y que por él puso de nombre laurentes a los colonos.

De aquél en lo más alto una nube de abejas

(asombra contarlo) se instaló, llevadas por el aire

transparente con intenso zumbido y se colgó con las patas trabadas

un repentino enjambre de la rama frondosa.

Al punto el vate dijo: «Vemos que llega

un hombre extranjero, y que del mismo sitio viene

al mismo sitio y se apodera de la alta fortaleza.»

Además, mientras los altares perfumaba con castas antorchas

y junto a su padre en pie estaba la joven Lavinia,

se vio (¡qué espanto!) que un fuego prendía en el largo cabello

y ardía todo su tocado entre llamas crepitantes,

abrasado su pelo de reina, abrasada la corona

cuajada de gemas; llena de humo, entonces, la envolvía

una luz amarilla y extendía a Vulcano por toda la casa.

Contaban esta visión como algo horrible y asombroso,

pues anunciaba que ilustre y famoso sería su propio

destino, pero que gran guerra habría de traer a su pueblo.

Entonces el rey, preocupado por estos fenómenos, de Fauno el oráculo,

su padre clarividente, busca y consulta los bosques

al pie de la alta Albúnea, donde resuena la mayor de las selvas

con su fuente sagrada que, sombría, exhala terribles vapores.

Aquí los pueblos de Italia y toda la tierra de Enotria

respuesta buscan en la duda; aquí el sacerdote,

cuando lleva su ofrenda y en la noche callada se acuesta

en pellejos de velludas ovejas y el sueño concilia,

puede ver con maravillosas figuras muchas imágenes volar