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100 Clásicos de la Literatura

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y el valor que se hace más grato en un bello cuerpo.

Le asiste y lo proclama con gran voz Diores,

que alcanzó su palma y en vano llegó al último

premio si los primeros honores se dieran a Salio.

Entonces el padre Eneas: «Vuestros presentes -dice- seguros

siguen con vosotros, y nadie cambia el orden de las palmas, muchachos;

mas pueda yo compadecerme de la desgracia del amigo inocente.»

Dicho esto la piel enorme de un león getulo

entrega a Salio, cargada de pelo y con las uñas de oro.

A esto Niso: «Si premios tan grandes -dice- hay para los vencidos,

y pena te dan los caídos, ¿qué presentes a Niso

dignos darás, que merecí por mi hazaña la primera corona

de no haberme tumbado, enemiga, la misma fortuna que a Salio?»

Y a la vez que hablaba su rostro mostraba y sus miembros

manchados del húmedo fimo. Le sonrió el óptimo padre

y mandó traer un escudo, trabajo de Didimaon,

que arrancaron los dánaos del sagrado dintel de Neptuno.

Con este hermoso presente premia al joven egregio.

Luego, cuando acabó la carrera y entregó los premios:

«Ahora, si alguno ánimo y valor guarda en su pecho,

preséntese y levante sus brazos con las palmas fajadas»,

así dice, y propone un doble honor para el combate:

al vencedor un novillo cubierto de oro y de cintas,

una espada y un hermoso yelmo como consolación para el vencido.

Al punto, sin tardanza, con vastas fuerzas se presenta

Dares y se alza entre gran griterío de los hombres,

el único que solía competir con Paris

y también, junto al túmulo donde duerme Héctor el grande,

al victorioso Butes de enorme cuerpo, el que presumía

de venir del pueblo bebricio de Amico,

le golpeó y lo tumbó moribundo en la rubia arena.

Así Dares yergue su alta cabeza para el combate primero

y muestra sus anchos hombros y lanza adelante

alternadamente los brazos y azota las auras con sus golpes.

Se le busca un rival, y nadie de grupo tan grande

osa enfrentársele y enfundarse el cesto en las manos.

Así que orgulloso y pensando que todos renunciaban a la palma

se plantó ante los pies de Eneas y sin rodeos

agarra el toro por un cuerno con la izquierda, y así dice:

«Hijo de la diosa, si nadie osa acudir al combate,

¿cuánto debo esperar? ¿Cuánto se me debe entretener?

Ordena que traigan los premios.» Todos a lavez gritaban

los Dardánidas y pedían que se le entregase lo prometido.

Entonces Acestes, severo, azuza con sus palabras a Entelo

según estaba sentado a su lado en el verde lecho de hierba:

«Entelo, en vano un día el mejor de nuestros héroes,

¿dejarás que se lleven presentes tan grandes

sin presentar batalla? ¿Dónde está ahora aquel dios nuestro,

Érice, maestro inútilmente celebrado? ¿Dónde la fama por toda

la Trinacria y aquellos despojos colgando de tu techo?»

Y él a eso: «No me dejó el amor de gloria ni el honor

vencidos por el miedo; pero la gélida sangre me entorpece

con la pesada vejez, y se enfrían en mi cuerpo las fuerzas extremas.

Si yo tuviera aquella juventud de antaño de la que presume

seguro este malvado, si ahora la tuviera,

en verdad no me presentaría yo animado por el premio

y el hermoso novillo, que no me fijo en los regalos.» Dicho esto

arrojó dos cestos iguales de enorme peso

al centro, con los que el fiero Érice solía en la lucha

lanzar sus manos y revestir sus brazos de duro cuero.

Atónitos quedaron los corazones; las pieles ingentes de siete

bueyes bien grandes rígidas estaban de plomo y de hierro cosido.

Estupefacto más que nadie Dares mucho retrocede,

y el magnánimo hijo de Anquises sopesa y da vueltas

acá y allá al peso, y las inmensas lazadas de las correas.

Luego el anciano sacaba estas palabras de su pecho:

«Bien, ¿y si hubiérais visto los cestos y las armas del propio

Hércules y su triste lucha en esta misma playa?

Un día tu hermano Érice llevaba estas armas

(las ves aún manchadas de sangre y de trozos de sesos),

con ellas se enfrentó al gran Alcides, éstas usaba yo

mientras una sangre mejor fuerzas me daba y aún no llenaba

de canas mis sienes gemelas la vejez envidiosa.

Mas si el troyano Dares rehúsa estas armas nuestras

y así lo quiere el piadoso Eneas y lo aprueba el muñidor Acestes,

igualemos la lucha. De las pieles de Érice te libero

(no temas), y quítate tú esos cestos troyanos.»

Dicho esto se quitó el manto doble de los hombros

y sus miembros enormes, los grandes huesos y los brazos

desnudó y enorme se plantó en el centro de la arena.

Entonces el padre de la sangre de Anquises trajo cestos iguales

y revistió de armas parejas las palmas de ambos.

Los dos se alzaron al punto sobre la punta de los pies

e impávidos levantaron los brazos a las auras superiores.

Las cabezas, en alto, las echaron atrás, lejos del golpe,

y abrazan manos con manos y provocan la lucha,

uno mejor con el juego de pies y en su juventud confiado,

el otro poderoso de miembros y talla; pero tiembla y le fallan

las torpes rodillas, un profundo jadeo sacude su cuerpo enorme.

Muchos golpes se lanzan en vano los hombres,

mucho se aplican al cavo costado y en su pecho retumban

las sacudidas, y en torno a las orejas y las sienes

vaga la mano constante, crujen las mandíbulas por el duro golpe.

Firme se queda plantado Entelo y con esfuerzo, sin moverse,

esquiva sólo con el cuerpo los golpes y con ojos atentos.

El otro, como quien asedia una ciudad escarpada con sus máquinas

o acampa en armas en torno a las fortalezas de los montes,

y uno y otro acceso, y todo el lugar explora

con maña y con asaltos diversos la ataca en vano.

Muestra Entelo su diestra erguido y la levanta

en alto, el otro rápido prevé el golpe que le cae

de arriba y lo evita escapando con ágil cuerpo;

Entelo gasta sus fuerzas con el aire y, él solo,

bajo su propio peso enorme cayó pesado a tierra

y pesadamente, como cuando cayó en el Erimanto el cavo

pino arrancado de sus raíces o en el grande Ida.

Se enfrentan con sus gritos los teucros y la juventud trinacria;

llena el cielo el clamor y acude Acestes el primero

y al amigo de su edad levanta compadecido del suelo.

Pero, ni entorpecido por la caída ni asustado, el héroe

vuelve más fiero a la lucha y saca fuerzas de su enojo;

el pudor además enciende su coraje y un valor consciente,

y furioso persigue al lanzado Dares por toda la llanura

redoblando los golpes ya de su diestra, ya de su izquierda.

No hay tregua ni descanso: como repican los nimbos cargados

sobre los tejados, así el héroe con repetidos golpes

no deja de pegar con una y otra mano y acosa a Dares.

Entonces el padre Eneas no consintió que fueran las iras

más allá ni que Entelo se ensañase con ánimo acerbo,

y ordenó el foral de la lucha y al exhausto Dares

rescató consolándolo con sus palabras, y así le dice:

«Desgraciado, ¿qué locura tan grande se adueñó de tu pecho?

¿No sientes las fuerzas distintas ni los númenes adversos?

Abandona ante el dios.» Dijo, y con su voz interrumpió la lucha.

Y así, arrastrando sus rodillas heridas y moviendo la cabeza

a un lado y a otro, y arrojando por la boca densa sangre

y dientes mezclados con la sangre, leales compañeros

lo llevan a las naves; se les llama y reciben el yelmo

y la espada, y dejan la palma y el toro para Entelo.

Éste, vencedor, con ánimo crecido y orgulloso del toro:

«Hijo de la diosa -dice- y teucros todos, aprended esto,

qué fuerzas tuvo mi cuerpo de joven

y de qué muerte salvado conserváis a Dares.»

Dijo, y se paró frente al hocico del novillo

que le aguardaba como premio de la lucha, y los duros cestos

dejó caer blandiendo su diestra en alto

entre los cuerpos, y le aplastó los huesos y el cerebro:

cae vencido en tierra, temblando y sin vida, el animal.

Él saca luego de su pecho estas palabras:

«Érice, te entrego esta vida mejor a cambio de la muerte

de Dares; aquí, vencedor, depongo mis cestos y mi arte.»

Al instante invita Eneas a competir con la veloz saeta

a los que así lo deseen y señala los premios,

y el mástil de la nave de Seresto con mano poderosa

levanta y una paloma voladora atada a una cuerda,

a donde apunten sus dardos, cuelga de lo alto del mástil.

Acudieron los hombres y recibió las suertes

un yelmo de bronce y entre gritos de ánimo el primero

sale, antes que los otros, el Hirtácida Hipocoonte;

Mnesteo, vencedor poco ha en el naval combate,

le sigue, Mnesteo ceñido de verde olivo.

Euritión fue el tercero, tu hermano, oh Pándaro

ilustrísimo que cuando se ordenó romper el pacto

lanzaste el primero tu dardo en medio de los aqueos.

 

El último y en el fondo del yelmo se queda Acestes,

que se había decidido a probar con su mano una lid de jóvenes.

Entonces con fuerzas poderosas doblan y curvan sus arcos

cada uno por sí mismo y sacan los dardos de las aljabas,

y la primera vibrando el nervio por el cielo, la flecha

del joven Hirtácida azota las auras voladora,

y llega y se clava en el árbol del mástil frontero.

Tembló el mástil y asustado agitó sus alas

el animal, y todo resonó con intenso aplauso.

Después el fiero Mnesteo se plantó con el arco tendido

apuntando hacia arriba, y a la vez lanzó el ojo y la flecha.

Mas, pobre de él, no pudo alcanzar justo al ave

con su flecha; cortó los nudos y las cuerdas de lino

con las que estaba colgada de una pata en lo alto del mástil;

ella vuela y escapa con los Notos a las negras nubes.

Rápido entonces, con la flecha hace rato montada

en el arco dispuesto, Euritión invocó con votos a su hermano,

y avistándola ya gozosa en el cielo libre y agitando

sus alas, atraviesa a la paloma bajo una negra nube.

Cayó exánime y se dejó la vida entre los astros

etéreos y devuelve abatida la flecha clavada.

Perdida ya la palma, sólo quedaba Acestes,

que lanzó, sin embargo, su dardo a las auras aéreas,

exhibiendo el padre su arte y el arco sonoro.

Entonces un prodigio repentino que gran augurio sería

se ofrece a los ojos; lo mostró después un gran suceso

y los vates terribles cantaron presagios tardíos.

Pues volando en las líquidas nubes ardió la caña

y señaló un camino de llamas y desapareció consumida

en los tenues vientos, como a menudo arrancadas del cielo

pasan corriendo y arrastran su cola las estrellas voladoras.

Atónitos de ánimo quedaron teucros y trinacrios

e invocando a los dioses de lo alto y Eneas el grande

no rechaza el presagio, sino que abrazando al feliz Acestes

lo colma de grandes regalos, y así le dice:

«Toma, padre, pues quiso el gran rey del Olimpo que por tales

auspicios honores recibieras fuera de sorteo.

Este presente tendrás del propio anciano Anquises,

una cratera llena de figuras que un día el tracio

Ciseo por un gran servicio había dado

a mi padre Anquises, recuerdo y prenda de su amor.»

Dicho esto, ciñe sus sienes de laurel verdeante

y antes que los otros declara primero a Acestes vencedor.

Y no ve mal el bueno de Euritión el honor que se le quita,

aunque sólo él derribó al ave del alto cielo.

Luego recibe sus regalos el que rompió las cuerdas,

y por último el que clavó la caña voladora en el mástil.

Mas el padre Eneas antes de clausurar las pruebas

llama ante sí a Epítides, custodio y compañero

del impúber julo, y así dice a los leales oídos:

«Vamos, ve y di a Ascanio, si ya tiene dispuesto

el juvenil escuadrón y preparó la carrera de caballos,

que guíe su tropa en honor del abuelo y se exhiba

con sus armas», dice. Él mismo pide a toda la gente dispersa

que se retiren de la larga pista y que dejen el campo libre.

Avanzan los muchachos y en línea ante la mirada de sus padres

resplandecen en los frenados caballos, asombrada por su desfile

se enardece toda la juventud de Trinacria y de Troya.

Según la costumbre, a todos les ciñe el cabello pelada corona;

llevan dos flechas de cornejo con hierro en la punta,

algunos las ligeras aljabas al hombro; cae sobre su pecho

flexible círculo de oro retorcido que ciñe su cuello.

Caracolean tres equipos de jinetes con sus tres

capitanes; a cada uno le siguen doce muchachos

en grupos separados que relucen en línea con sus jefes.

Una es la fila de jóvenes exultantes que conduce quien toma

el nombre de su abuelo, el pequeño Príamo, tu ilustre prole,

Polites, que multiplicará a los ítalos; un caballo tracio

de manchas blancas lo lleva, que tiene blancas las patas

sobre los cascos y enseña en alto su blanca frente.

El segundo es Atis, de donde su estirpe sacaron los Atios latinos,

el pequeño Atis, muchacho querido del muchacho Julo.

El último, y el más hermoso de todos, Julo montando

un caballo sidonio que la deslumbrante Dido

le había entregado, recuerdo y prenda de su amor.

Los demás jóvenes van sobre caballos trinacrios del anciano Acestes.

Los reciben con aplausos y se gozan viéndolos asustados

los Dardánidas, y reconocen los rasgos de sus antiguos padres.

Luego que recorrieron alegres toda la pista y los ojos

de los suyos sobre los caballos, Epítides dio la señal

a lo lejos con un grito e hizo restallar su látigo.

Ellos avanzaron alineados y formando grupos de tres en tres

rompieron la formación, y llamados de nuevo

invirtieron la marcha y blandieron los dardos enhiestos.

Luego realizan otros avances y otras retiradas

colocándose de frente y responden rodeos alternos

a rodeos y emprenden simulacros de combate bajo las armas,

y ya descubren sus espaldas en la huida, ya vuelven flechas

amenazantes, ya firmada la paz cabalgan en línea.

Como cuentan que un día en la alta Creta el Laberinto

tuvo un recorrido trazado de muros ciegos y una engañosa

trampa de mil caminos por donde las pistas de la salida

quebraba un vagar desconocido y sin retorno;

no con marcha distinta los hijos de los teucros enlazan

sus pasos y tejen fugas y batallas jugando,

como delfines que nadando por los húmedos mares

surcan el Carpacio y el Libico.

Este tipo de carrera y estos combates renovó el primero

Ascanio cuando ciñó de muros Alba Longa,

y enseñó a celebrarlos a los antiguos latinos,

según él mismo de muchacho y con él la juventud troyana;

los albanos los enseñaron a los suyos; de aquí Roma la grande

los recibió a su vez y conservó el honor de los padres;

hoy a los muchachos Troya y al escuadrón troyano se les llama.

Hasta aquí se celebraron los juegos por el padre santo.

Luego, por vez primera, variable Fortuna cambió de lado.

Mientras cumplen los ritos en torno al túmulo con juegos diversos,

Juno Saturnia envió a Iris desde el cielo

a la flota de Ilión y vientos insufla a su caminar,

tramando muchas cosas sin saciarse aún por el dolor antiguo.

Ella apresura su camino por el arco de mil colores

y corre la virgen sin que nadie la vea con rápido vuelo.

Contempla la numerosa reunión y la playa recorre

y ve los puertos desiertos y la flota abandonada.

A lo lejos, en una solitaria ribera, las troyanas apartadas

lloraban la pérdida de Anquises y todas el profundo

mar contemplaban llorando. Tantas olas, ¡ay!, y mares

tan grandes aguardaban a las fatigadas, era la queja de todas;

piden una ciudad, hartas de soportar las fatigas del ponto.

Así que entre ellas se lanza experta en causar daño

y pierde el aspecto y las ropas de diosa;

se convierte en Béroe, anciana esposa del tmario Doriclo,

que un día tuvo estirpe, hijos y nombre,

y así se presenta ante las madres de los Dardánidas.

«¡Ay, desventuradas -dice- a las que la tropa aquea no condujo

a la muerte en la guerra bajo los muros de la patria! ¡Ay, pueblo

infeliz! ¿Para qué destrucción te reserva Fortuna?

Ya transcurre el séptimo verano desde la caída de Troya,

y los mares y las tierras todas y tantos inhóspitos peñascos

y los astros andamos recorriendo, mientras por el gran mar

perseguimos una Italia que se escapa y nos hacen rodar las olas.

Aquí está el territorio de su hermano Erice y el huésped Acestes:

¿quién nos impide plantar los muros y dar una ciudad a los hombres?

¡Ay, patria y Penates salvados en vano del enemigo!,

¿ningún muro ya se llamará de Troya? ¿En ningún sitio

veré los ríos de Héctor, el Janto y el Simunte?

Venid conmigo, pues, y quememos las infaustas naves.

Que a mí en sueños la imagen de la vidente Casandra

he visto que me daba teas encendidas: «Buscad aquí Troya;

aquí está vuestra casa», me dijo. Ya es hora de actuar,

y retraso no cabe ante prodigios tan grandes. ¡Mirad, cuatro aras

de Neptuno! El propio dios nos da teas y coraje.»

Esto diciendo agarra la primera con fuerza una llama amenazante,

la hace brillar blandiéndola a lo lejos con la diestra levantada

y la lanza. Suspensos quedaron los pechos de las troyanas

y atónitos sus corazones. Entonces una de ellas, la mayor,

Pirgo, real nodriza de tantos hijos de Príamo:

«No está Béroe ante vosotras, mujeres, no es ésta la retea

esposa de Doriclo; las señales de una divina belleza

advertid y los ojos ardientes, qué aliento en ella,

qué rostro y qué sonido el de su voz y qué paso el suyo.

Yo misma cuando me vine dejé a Béroe

enferma, enojada por ser la única en faltar

a la ceremonia y no ofrecer a Anquises los debidos honores.»

Esto dijo.

Mas las madres al principio dudosas e indecisas miraban ya

las naves con ojos malignos entre un amor desgraciado

por la tierra presente y los reinos fatales que las llamaban,

cuando la diosa se alzó por el cielo en sus alas iguales

y trazó a su paso bajo las nubes un arco enorme.

Entonces atónitas por la visión y llevadas de su furia

se ponen a gritar y roban el fuego de los hogares secretos,

despojan unas los altares, hojas y ramas y teas

arrojan. Se enfurece Vulcano con las riendas sueltas

por los bancos y los remos y las pintadas popas de abeto.

Mensajero, al túmulo de Anquises y a las gradas del teatro

lleva la nueva de que arden las naves Eumelo, y ellos mismos

ven detrás la oscura ceniza volando en una nube.

Y Ascanio el primero, según guiaba gozoso la ecuestre

carrera, así se dirigió decidido sobre su caballo al agitado

campamento y sus maestros sin fuerzas retenerle no pueden.

«¿Qué es esa nueva locura? ¿Y ahora, qué pretendéis -dice-

¡ay!, pobres ciudadanas? Ni al enemigo ni el hostil campamento

de los argivos, vuestras esperanzas estáis quemando. ¡Eh, soy yo,

soy vuestro Ascanio! » Arrojó ante sus pies el yelmo vacío,

con el que cubierto andaba jugando a simulacros de guerra.

Se apresura a la vez Eneas, a la vez la tropa de los teucros.

Mas ellas por todas partes escapan de miedo a playas

diversas, y buscan las selvas a escondidas y las cóncavas rocas

por donde pueden; su acción las avergüenza y la luz y vueltas

en sí reconocen a los suyos y arrojan a Juno de su pecho.

Pero no por eso la llama y el incendio su fuerza

indómita depusieron; bajo la mojada madera vive

la estopa vomitando tardo humo y un calor lento

devora las quillas y desciende la peste por todo el cuerpo,

y no valen las fuerzas de los héroes ni los ríos vertidos.

Entonces Eneas piadoso se arranca el vestido de los hombros

y pide la ayuda de los dioses y tiende sus palmas:

«Júpiter todopoderoso, si aún no odias a los troyanos

hasta el último, si todavía la antigua piedad contempla

las fatigas de los hombres, haz que las llamas dejen la flota

ahora, padre, y libra de la muerte los frágiles restos de los teucros.

O manda tú a la muerte con rayo enemigo cuanto nos queda,

si es que lo merezco, y aplástanos aquí con tu diestra.»

Apenas había dicho esto cuando con mares de lluvia una negra

tempestad nunca vista se desata y tiemblan con el trueno

las cumbres de las tierras y los campos; cae de todo el éter

turbulento aguacero y negrísimo de densos Austros;

 

y se llenan por arriba las naves y medio quemadas se empapan

las maderas, hasta que se apagó todo el fuego y todos

los barcos menos cuatro se salvaron de la destrucción.

Y el padre Eneas sacudido por la acerba desgracia

agitaba hacia uno y otro lado muchas cuitas en su pecho

dándoles vueltas, si quedarse en los sículos campos

olvidando sus hados, si poner rumbo a las ítalas costas.

Entonces el anciano Nautes, el único al que Palas

Tritonia enseñó y famoso lo hizo con su mucha ciencia,

estas respuestas daba (bien qué presagiaba la grande

ira de los dioses, bien qué exigía el orden de los hados)

y comienza consolando a Eneas con estas palabras:

«Hijo de la diosa, por donde los hados nos llevan y nos traen

sigamos; sea lo que sea, toda suerte debemos vencer sufriendo.

Cuentas con el dardanio Acestes de divina estirpe:

hazle compañero de tus planes gustoso y únelo a ti,

confíale los que sobran de las naves perdidas y los que

se han hastiado de tu gran empresa y de tu suerte.

Y a los longevos ancianos y a las madres cansadas de agua

y a todos los débiles y a los que temen el peligro

sepáralos y deja que en estas tierras tengan los cansados sus murallas;

llamarán a su ciudad, si así lo permites, con el nombre de Acesta.»

Encendido por palabras tales del anciano amigo,

divide sin embargo su ánimo en mil preocupaciones,

y la negra Noche llevada por su biga ocupaba el cielo.

Caída entonces del cielo se le apareció la imagen de su padre

Anquises de pronto que le infundía estas palabras:

«Hijo a quien quise un día más que a mi vida, cuando la vida

tenía, hijo a quien han probado de Ilión los hados,

aquí llego por orden de Jove, que apartó el fuego

de tus naves y se compadeció al fin desde el alta cielo.

Atiende los consejos que ahora te brinda bellísimos

el anciano Nautes; llévate a Italia jóvenes escogidos,

los más esforzados corazones. Tendrás que pelear en el Lacio

con un pueblo duro y salvaje. Antes, sin embargo, entra

en las mansiones infernales de Dite y por el profundo Averno

ven, hijo, a mi encuentro. Que no me tiene el impío

Tártaro, las tristes sombras, sino que frecuento los amenos

concilios de los píos y el Elisio. Aquí la casta Sibila

te guiará con mucha sangre de negros animales.

Entonces toda tu raza conocerás y qué murallas te aguardan.

Y ahora, adiós; dobla la mitad de su carrera la húmeda Noche

y cruel Oriente me ha soplado el aliento de sus caballos.»

Había dicho y escapó a las auras tenue como humo.

Eneas dice: «ZA dónde vas ahora? iA dónde te me escapas?

¿De quién huyes o quién te aparta de mis abrazos?»

Esto diciendo aviva la ceniza y los fuegos dormidos,

y el Lar de Pérgamo y los sagrarios de la canosa Vesta

venera suplicante con harina piadosa y un incensario lleno.

Y al punto a los compañeros convoca y a Acestes el primero

y la orden de Jove y los preceptos de su querido padre

les cuenta y el plan que ahora se asienta en su pecho.

No hay tardanza en las decisiones ni rehúsa las órdenes Acestes:

pasan a la ciudad las madres y dejan a cuantos

así lo desean, corazones que no precisan grandes glorias.

Ellos mismos reparan los bancos y reponen en los barcos

las maderas devoradas por las llamas, remos disponen y jarcias;

son pocos en número, pero es vigoroso su valor en la guerra.

Entretanto Eneas traza la ciudad con el arado

y sortea las casas. Ordena que esto sea Ilión y Troya sean

estos lugares. Se alegra con el reino el troyano Acestes

y señala el foro y da leyes a los padres convocados.

Luego junto a los astros en la cumbre ericina la sede

se funda de Venus Idalia y se dispone un sacerdote

consagrado al túmulo de Anquises y un amplio bosque.

Y ya todos habían celebrado un banquete de nueve días y cumplido

el honor a los altares: plácidos vientos el mar allanaron

y con frecuente soplido a alta mar les llama el Austro.

Un llanto intenso surge por las playas curvadas;

abrazados dejan pasar la noche y el día.

Ya hasta las madres y aquellos que poco ha por áspera

tenían la cara del mar e insoportable su numen,

irse quieren y aguantar todas las fatigas del camino.

El bueno de Eneas les consuela con palabras de amigo

y llorando los encomienda a su pariente Acestes.

Tres terneros a Érice y una cordera a las Tempestades

ordena sacrificar y largar luego amarras.

Él, ceñida la cabeza con hojas de olivo cortado,

sostiene la pátera, de pie sobre la proa, y las entrañas arroja

a las olas saladas y derrama líquidos vinos.

Les empuja un viento que nace de popa;

compiten los compañeros en herir el mar y surcan sus aguas.

Mas Venus entretanto agobiada de cuitas a Neptuno

se dirige y saca de su pecho quejas tales:

«De Juno la grave ira y su pecho insaciable

me obligan, Neptuno, a recurrir a todas las preces;

ni el largo día ni piedad alguna la conmueven,

ni descansa rendida ante el poder de Jove y los hados.

No le basta con haber arrancado con odios nefandos la ciudad

de los frigios de entre su pueblo ni haber arrastrado los restos

de Troya por todos los suplicios: sus cenizas y huesos, destruida,

persigue. Ella sabrá las causas de locura tan grande.

Tú fuiste mi testigo hace poco en las aguas de Libia

de qué agitación provocó de pronto: mezcló todos los mares

con el cielo, en vano confiada en las tormentas de Éolo,

a tanto se atrevió en tus propios reinos.

Y ahora, mira, lanzando al crimen a las madres troyanas

quemó vergonzosamente las naves y con la flota destruida

les forzó a dejar a los compañeros en una tierra extraña.

Puedan los que quedan, te suplico, confiarte velas seguras

por las olas, puedan alcanzar el Tíber laurente,

si pido cosas concedidas, si las Parcas les dan sus murallas.»

Entonces el Saturnio dominador del mar profundo dijo esto:

«Es bien justo, Citerea, que tengas confianza en mis reinos,

de donde proviene tu estirpe. Además lo merezco; a menudo furores

he reprimido y rabia tan grande del mar y del cielo.

Y no ha sido cuita menor para mí en las tierras tu Eneas,

lo juro por el Janto y el Simunte. Cuando Aquiles lanzaba

contra los muros a los abatidos ejércitos troyanos

y a muchos miles mandaba a la muerte, y gemían repletos

los ríos y no podía el Janto encontrar su camino

ni rodar hacia el mar, entonces yo en el hueco de una nube

rapté a Eneas cuando se enfrentaba con dioses y fuerzas desiguales

al valiente Pelida, si bien deseaba arrancar de sus raíces

las murallas de la perjura Troya que levanté con mis manos.

Ese mismo ánimo sigue aún hoy en mí; pierde esos miedos.

Llegará sano y salvo a los puertos del Averno que deseas.

A uno sólo echarás de menos perdido en el abismo;

uno sólo dará su vida por muchos.»

Luego que consoló el pecho alegre de la diosa con estas palabras,

unce con oro el padre sus caballos y frenos coloca

de espuma a los animales y suelta de sus manos todas las riendas.

Por encima de las aguas vuela ligero en su carro cerúleo;

se humillan las olas y bajo el eje tonante la hinchada

llanura de las aguas se encalma, escapan las nubes en el vasto éter.

Entonces las figuras diversas de su séquito, cetáceos inmensos,

y el viejo coro de Glauco y Palemón de Ino

y los raudos Tritones y todo el ejército de Forco;

la izquierda ocupa Tetis y Mélite y la virgen Panopea,

Nisea y Espio y Talía y Cimódoce.

Entonces dulces gozos invaden a oleadas el pecho

suspenso del padre Eneas; manda rápido que todos

los mástiles levanten y tensar las velas en las entenas.

Todos a una pusieron manos a la obra y soltaron las lonas

a izquierda y a derecha; a una tuercen y retuercen

los altísimos cabos; brisas favorables impelen la flota.

Palinuro en cabeza delante de todos guiaba el denso

ejército; por su derrotero siguen los otros las órdenes.

Y ya casi la meta del centro del cielo la húmeda Noche

había alcanzado, con plácido reposo relajaban sus miembros

los marineros echados bajo los remos por los duros asientos,

cuando caído de los astros etéreos el Sueño ligero

apartó el aire tenebroso y dispersó las sombras

buscándote a ti, Palinuro, trayéndote a ti tristes sueños,

inocente, y se posó el dios en la alta popa

con la figura de Forbante y vierte de su boca estas palabras:

«Yásida Palinuro, las propias aguas conducen la flota,

soplan las brisas iguales, llega la hora de tu descanso.

Inclina la cabeza y hurta al trabajo tus ojos cansados.

Por un rato yo mismo cumpliré por ti tu tarea.»

Alzando apenas hacia él sus ojos le dice Palinuro:

«¿Me pides que ignore el rostro del mar en calma

y las olas tranquilas? ¿Qué confíe en este monstruo?

¿Entregaré a Eneas (¿cómo podría?) a las auras falaces,

cuando tantas veces me ha sorprendido el engaño de un cielo sereno?»

Tales palabras devolvía, y clavado y el timón agarrando

no lo dejaba ni un momento y mantenía los ojos en las estrellas.

Mas he aquí que el dios con un ramo empapado en el Lete

y con el poder soporífero de la Estigia le rocía ambas

sienes, y le cierra los ojos que ya vacilaban.

Un inesperado letargo había relajado apenas sus miembros,