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100 Clásicos de la Literatura

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No, no. Muere, te lo has ganado, y aleja tu sufrir con la espada.

Tú vencida por mis lágrimas; tú, hermana mía, mi locura

cargas la primera de desgracias y me ofreces al enemigo.

No he podido pasar mi vida sin bodas y sin culpa,

como las fieras salvajes, sin probar cuitas tales;

no he mantenido la palabra dada a las cenizas de Siqueo.»

Lamentos tan grandes rompía ella en su pecho:

Eneas, decidido a partir, en lo alto de su popa

gozaba sus sueños tras disponerlo todo según el rito.

En sueños se le presentó la imagen del dios que volvía

con el mismo rostro y así de nuevo le pareció decir,

en todo semejante a Mercurio, en la voz y el color,

así como los rubios cabellos y el cuerpo de juventud adornado:

«Hijo de la diosa, ¿puedes dormir en una hora como ésta,

por más que ves el peligro acechar a tu alrededor,

inconsciente, y no oyes cómo los Céfiros su favor te brindan?

Mira que esa mujer trama en su pecho engaños y un horrendo crimen,

dispuesta a morir, y suscita diversas tempestades de ira.

¿No te marchas al punto de aquí, ahora que puedes escapar?

Has de ver el mar entubiarse de maderos, y crueles antorchas

encenderse, el litoral hervir en llamas,

si la Aurora te sorprende entretenido aún por estas tierras.

Ea, ánimo. Date prisa, que cosa varia es siempre y mudable

la mujer.» Tras así decir se confundió con la negra noche.

Entonces, por fin, Eneas, asustado por las sombras repentinas,

saca su cuerpo del sueño y a sus compañeros fatiga

presurosos: «¡Atentos, amigos, y a los remos!

¡Soltad las velas, rápido! Que un dios ha llegado del alto cielo

a precipitarla marcha y las retorcidas amarras nos anima

de nuevo a desatar. Vamos tras de ti, santo dios,

quienquiera que seas, y gozosos te obedecemos de nuevo.

Asístenos favorable y ayúdanos y ponnos los astros

propicios en el cielo.» Dijo, y saca la espada de la vaina

relampagueante y corta con golpe preciso las sogas.

El mismo ardor se apodera de todos, y se lanzan y corren;

dejaron las playas, se esconde el mar bajo las naves,

se esfuerzan en agitar la espuma y barren las olas azules.

Y ya la Aurora primera regaba las tierras con nueva claridad,

abandonando el lecho azafrán de Titono.

La reina cuando desde su atalaya vio blanquear la luz

primera y a la flota avanzar con las velas en línea,

y notó playas y puertos vacíos y sin remeros,

golpeando tres y cuatro veces con la mano su hermoso pecho

y mesándose el rubio cabello: « ¡Por Júpiter! ¿Se va a marchar

éste?», dice. «¿Se burlará un extranjero de mi poder?

¿No tomarán los míos las armas y bajarán de la ciudad entera,

no arrancarán las naves de sus diques? ¡Id,

volad presurosos con el fuego, disparad las flechas, impulsad los remos!

¿Qué estoy diciendo? ¿Dónde estoy? ¿Qué locura agita mi mente?

Pobre Dido, ¿ahora te afectan las impías acciones?

Debiste hacerlo al tiempo de entregarle tu cetro. ¡Ay, diestra y promesa!

¡Y dicen que lleva consigo los patrios Penates,

que ofreció sus hombros a un padre vencido por la edad!

¿Es que no pude destrozar su cuerpo y esparcir por las olas

sus pedazos? ¿Ni pasar por la espada a sus compañeros

y al propio Ascanio, y servirlo luego en la mesa de su padre?

Mas incierta habría sido la fortuna del combate. ¡Igual daba!

¿A quién temer, si iba ya a morir? Antorchas habría lanzado contra su campamento

y habría llenado de fuego todas sus esquinas, y al hijo y al padre

habría liquidado con su pueblo, y yo misma me habría lanzado a la hoguera.

¡Oh, Sol, que todos los afanes de la tierra iluminas con tus rayos!

¡Y tú, Juno, intérprete y sabedora de mis cuitas,

y Hécate, ululada de noche en los cruces de las ciudades,

y Furias de la venganza y dioses de Elisa que se muere!

Aceptad esto, caed sobre los malvados con justo numen

y escuchad nuestras plegarias. Si es preciso que arribe

a puerto este ser infando y navegue hasta tierra,

y así lo exigen los hados de Jove y está determinado este final,

que al menos perseguido por la guerra y las armas de un pueblo audaz,

expulsado de sus territorios, arrancado del abrazo de Julo

implore auxilio y contemple las muertes indignas

de los suyos, y que, cuando se haya colocado bajo una ley

inicua, ni disfrute del reino ni de la luz ansiada,

sino que caiga antes de tiempo y quede insepulto en la arena.

Esto pido, esta voz mía derramado la última junto con mi sangre.

Luego vosotros, tirios, perseguid con odio a su estirpe

y a la raza que venga, y dedicad este presente

a mis cenizas. No haya ni amor ni pactos entre los pueblos.

Y que surja algún vengador de mis huesos

que persiga a hierro y fuego a los colonos dardanios

ahora o más tarde, cuando se presenten las fuerzas.

Costas enfrentadas a sus costas, olas contra sus aguas

imploro, armas contra sus armas: peleen éllos mismos y sus nietos.»

Esto dice, y a todas partes dirigía su ánimo,

buscando romper cuanto antes una luz odiada.

Y entonces habló brevemente a Barce, nodriza que fue de Siqueo,

que a la suya negra ceniza tenía en su antigua patria:

«A Ana, mi querida nodriza, llama aquí a mi hermana.

Dile que se apresure a lavar su cuerpo con agua del río,

y que traiga consigo los animales y las víctimas prescritas.

Que venga así, y tú misma ciñe tus sienes con las ínfulas santas.

El sacrificio a Júpiter Estigio que comencé y dispuse según el rito,

tengo intención de cumplirlo y acabar así con mis cuitas

entregando a las llamas la pira del dardanio.»

Así dice. Y ya apresuraba la otra el paso con senil afán.

Mas Dido, enfurecida y trémula por su empresa tremenda,

volviendo sus ojos en sangre y cubriendo de manchas

sus temblorosas mejillas y pálida ante la muerte cercana,

irrumpe en las habitaciones de la casa y sube furibunda

a la pira elevada y la espada desenvaina

dardania, regalo que no era para este uso.

En ese momento, cuando las ropas de Ilión y el lecho conocido

contempló, en breve pausa de lágrimas y recuerdos,

se recostó en el diván y profirió sus últimas palabras:

«Dulces prendas, mientras los hados y el dios lo permitían,

acoged a esta alma y libradme de estas angustias.

He vivido, y he cumplido el curso que Fortuna me había marcado,

yes horade que marche bajo tierra mi gran imagen.

He fundado una ciudad ilustre, he visto mis propias murallas,

castigo impuse a un hermano enemigo tras vengar a mi esposo:

feliz, ¡ah!, demasiado feliz habría sido si sólo nuestra costa

nunca hubiesen tocado los barcos dardanios.»

Dijo, y, la boca pegada al lecho: «Moriremos sin venganza,

mas muramos», añade. «Así, así me place bajar a las sombras.

Que devore este fuego con sus ojos desde alta mar el troyano

cruel y se lleve consigo la maldición de mi muerte.»

Había dicho, y entre tales palabras la ven las siervas

vencida por la espada, y el hierro espumante

de sangre y las manos salpicadas. Se llenan de gritos los altos

atrios: enloquece la Fama por una ciudad sacudida.

De lamentos resuenan los techos y de los gemidos

y el ulular de las mujeres, el éter de gritos horribles,

no de otro modo que si Cartago entera o la antigua Tiro

cayeran ante el acoso del enemigo y llamas enloquecidas

se agitasen por igual en los tejados de los dioses y de los hombres.

Lo oyó su hermana sin aliento y en temblorosa carrera

asustada, hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños,

se abalanza y llama por su nombre a la agonizante:

«¿Así que esto era, hermana mía? ¿Con trampas me requerías?

¿Esto esa pira, estos fuegos y altares me reservaban?

¿Qué lamentaré primero en mi abandono? ¿Desprecias en tu muerte

la compañía de tu hermana? Me hubieras convocado a un sino igual,

que el mismo dolor y la misma hora nos habrían llevado a ambas.

¿He levantado esto con mis manos y con mi voz he invocado

a los dioses patrios para faltarte, cruel, en tu muerte?

Has acabado contigo y conmigo, hermana, con el pueblo y los padres

sidonios y con tu propia ciudad. Dejadme, lavaré sus heridas

con agua y si anda errante aún su último aliento

con mi boca lo he de recoger.» Dicho esto había subido los altos escalones,

y daba calor a su hermana medio muerta con el abrazo de su pecho

entre lamento y con su vestido secaba la negra sangre.

Cayó aquélla tratando de alzar sus pesados ojos

de nuevo; gimió la herida en lo más hondo de su pecho.

Tres veces apoyada en el codo intentó levantarse,

tres veces desfalleció en el lecho y buscó con la mirada perdida

la luz en lo alto del cielo y gimió profundamente al encontrarla.

Entonces Juno todopoderosa, apiadada de un dolor tan largo

 

y de una muerte difícil a Iris envió desde el Olimpo

a quebrar un alma luchadora y sus atados miembros.

Que, como no reclamada por su sino ni par la muerte se marchaba

la desgraciada antes de hora y presa de repentina locura,

aún no le había cortado Prosérpina el rubio cabello

de su cabeza, ni la había encomendado al Orco Estigio.

Iris por eso con sus alas de azafrán cubiertas de rocío

vuela por los cielos arrastrando contra el sol mil colores

diversos y se detuvo sobre su cabeza. «Esta ofrenda a Dite

recojo como se me ordena y te libero de este cuerpo.»

Esto dice y corta un mechón con la diestra: al tiempo todo

calor desaparece, y en los vientos se perdió su vida.

LIBRO V

Entretanto Eneas ya mantenía seguro su rumbo

con la flota y del Aquilón negras cortaba las olas

volviéndose a mirar las murallas que ya resplandecen con las llamas

de la infeliz Elisa. Oculta les queda la causa que encendiera

fuego tan terrible; mas las penas duras de un amor grande

mancillado, y el saber de qué es capaz una mujer desesperada

lo toman los corazones de los teucros como triste presagio.

Cuando las naves ocuparon el mar y ya ninguna tierra

les viene al encuentro, mar por todo y por todo cielo,

a él cerúleo nubarrón se le paró sobre la cabeza

llevando noche y tormenta y se encrespó la ola de tinieblas.

El propio Palinuro, el piloto, desde su alta popa:

«¡Ay!, ¿por qué nimbos tan grandes han ceñido el éter?

¿Qué nos deparas, padre Neptuno?» Luego que así dijo

ordena arriar las velas y ponerse a los fuertes remos,

y ofrece pliegues oblicuos al viento, y añade esto:

«Magnánimo Eneas, ni aunque Júpiter me lo prometiera

con su respaldo esperaría yo tocar Italia con este cielo.

Opuestos rugen los vientos de costado y se levantan

de lo negro de la tarde y el aire se condensa en nubes.

Y no podemos nosotros luchar en su contra ni hacer

tan gran esfuerzo. Puesto que nos vence Fortuna, sigamos

y pongamos rumbo a donde nos llama. No creo lejanas

las seguras costas de tu hermano Érice y los puertos sicanos,

si es que bien recuerdo y vuelvo a medir los astros ya observados.»

Y el piadoso Eneas: «En verdad así veo hace rato que lo piden

los vientos y que en vano te empeñas en su contra.

Dobla el camino a las velas. ¿Puede haber tierra más grata

para mí o a donde más quisiera llevar mis naves cansadas

que la que me guarda al dardanio Acestes

y abraza en su seno los huesos de mi padre Anquises?»

Cuando dijo esto, a los puertos se dirigen y Céfiros propicios

les inflan las velas; avanza por las aguas rauda la flota,

y al fin gozosos arriban a la playa conocida.

Y a lo lejos desde la elevada cumbre de un monte se asombra

Acestes de su llegada y baja al encuentro de las naves amigas,

erizado de sus jabalinas y la piel de una osa de Libia:

concebido por el río Criniso una madre troyana

lo había tenido. Sin olvidar a sus antiguos padres

se alegra con los que vuelven y con agrestes tesoros gozoso

les recibe, y cansados les reconforta con amistosa ayuda.

Cuando el día siguiente, luminoso, había espantado a las estrellas

con el otro primero, a los compañeros de toda la playa convoca

Eneas a reunión y habla desde la altura de un túmulo:

«Grandes Dardánidas, estirpe de la alta sangre de los dioses,

se cierra el círculo de un año con sus meses cumplidos

desde que los restos y los huesos de mi divino padre

cubrimos con tierra y consagramos altares afligidos;

y ya ha llegado el día, si no me engaño, que siempre por acerbo

y por honrado he de tener (así lo quisisteis, dioses).

Así exiliado lo pasara yo en la Sirtes getulas,

o en el mar argólico atrapado o en la ciudad de Micenas,

votos anuales y, por orden, solemnes pompas

le rendiría y colmaría sus altares de presentes.

Mucho más hoy: a las cenizas y los huesos de mi propio padre

hemos llegado, creo, en verdad no sin la intención de los dioses

ni sin su numen y se nos ha hecho entrar en un puerto amigo.

Así que ánimo y celebremos todos alegre ceremonia:

invoquemos a los vientos, y ojalá él me acepte todos los años

en la nueva ciudad estas ofrendas en los templos que le dediquemos.

Acestes, un hijo de Troya, da dos cabezas de bueyes

para cada una de vuestras naves: invitad al banquete

a los Penates patrios y a los que venera el huésped Acestes.

Y además, cuando la novena Aurora haya traído a los mortales

el almo día y haya despejado el orbe con sus rayos,

dispondré en primer lugar para los teucros un combate de las naves veloces;

y el que vale en la carrera a pie, y el que osado de fuerzas

llega más lejos con la jabalina y las rápidas flechas,

o se anima a presentar batalla con el rudo cesto,

acudan todos y aguarden el premio de la merecida palma.

Guardad todos silencio y ceñid con ramos vuestras sienes.»

Dicho esto cubre con el mirto materno sus sienes.

Así hace Hélimo, así Acestes por la edad maduro,

así el niño Ascanio, y les sigue toda la juventud.

Él desde la asamblea con muchos millares se dirigía

al túmulo, en el centro de numerosa compañía.

Aquí libando según el rito dos copas de vino puro

las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada,

y esparce flores purpúreas, y esto dice:

«Salve, sagrado padre, de nuevo; salve, cenizas en vano

recobradas, y ánimas y sombras paternas.

No se me concedió buscar contigo los territorios ítalos

ni los campos del destino ni, dondequiera que esté, el Tiber ausonio.»

Así había dicho, cuando una lúbrica serpiente del hondo recinto

sacó, enorme, sus siete anillos, sus siete revueltas,

en plácido abrazo al túmulo y deslizándose por los altares;

el lomo tenía cubierto de manchas azulencas y de oro

un fulgor encendía sus escamas, como el arco en las nubes

esparce contra el sol mil diversos colores.

Se paralizó Eneas con la visión. Ella en larga línea

serpentea por fin entre las páteras y los vasos bruñidos

y gustó las viandas ybajó de nuevo sin daño a lo profundo

del túmulo y dejó los probados altares.

Por esto más reanuda los emprendidos honores a su padre,

dudando si pensar en un genio del lugar o en un siervo

de su padre; sacrifica según la costumbre dos ovejas

y otros tantos cerdos y los mismos novillos de negro lomo,

y vino derramaba con las páteras y el alma invocaba

de Anquises el grande y sus Manes devueltos del Aqueronte.

Y así también los compañeros, según cada cual puede, gozosos

llevan sus ofrendas, colman los altares y matan novillos;

calderos colocan otros en fila y dispersos por la hierba

amontonan las brasas bajo los asadores y queman las vísceras.

Había llegado el día esperado yya los caballos de Faetonte

la novena Aurora traían con su luz serena,

y la noticia y del ilustre Acestes el nombre a los comarcanos

habían congregado; en alegre reunión la playa llenaban

por ver a los Enéadas y otros dispuestos a competir.

Primero ante sus ojos se disponen los presentes de la arena

en el centro, los trípodes sagrados y las verdes coronas

y las palmas, premio para los vencedores, y las armas y las ropas

teñidas de púpura, talentos de oro y de plata;

y canta la trompa de lo alto de una duna el comienzo de los juegos.

Avanzan iguales para el certamen primero cuatro naves

de pesados remos escogidas de toda la flota.

Mnesteo guía con fiera tripulación la veloz Pristis,

ítalo muy pronto Mnesteo, de quien el nombre de la estirpe de Memmio;

y Gías la inmensa Quimera de inmensa mole

como de una ciudad, que en triple hilera la juventud impele

dardania, se alzan sus remos en tres filas;

y Sergesto, del que recibe su nombre la casa Sergia,

avanza sobre la gran Centauro y Cloanto en la Escila

cerúlea, de donde tu estirpe, romano Cluentio.

Hay a lo lejos en el mar un peñasco frente a la espumantes

riberas que a veces, sumergido, lo baten las olas

hinchadas cuando los Cauros de invierno ocultan los astros;

en la bonanza calla y sobre las olas inmóviles asoma,

prado y solana gratísimos para los tibios somormujos.

Aquí colocó el padre Eneas una verde meta

de frondoso arce, una señal para los marineros de donde regresar

supieran y en torno a donde doblar la larga carrera.

Luego eligen a suertes los puestos y los propios capitanes

en sus popas brillan de oro a lo lejos y de púrpura relucientes;

los demás jóvenes se cubren con hojas de chopo

y resplandecen con los hombros desnudos untados de aceite.

Se sientan en los bancos, atentos los brazos a los remos;

atentos aguardan la señal, y consume sus excitados

corazones un ansia pulsante y un vehemente deseo de gloria.

Luego, cuando la clara trompa lanzó la señal -no hay retraso-

todos saltaron de sus marcas; hiere el éter un clamor

marinero y las aguas se hacen espuma por el batir de brazos.

Hienden los surcos a la vez, y toda se abre

la llanura agitada por los remos y los rostros tridentes.

No tanto se precipitan en la carrera de bigas al llano

corriendo ni se lanzan los carros fuera de la barrera,

ni así hacen restallar los aurigas las riendas ondeantes

sobre los veloces caballos e inclinados hacia adelante los azotan.

Luego con el aplauso y los gritos de los hombres y los ánimos

de sus seguidores resuena todo el bosque y las playas recogidas

hacen volar la voz, y devuelven el eco los collados por el clamor sacudidos.

Escapa antes que los demás y se desliza por las olas primeras

Gías entre la turba y los gritos; después le sigue

Cloanto, mejor con los remos, aunque el lento pino le frena

con su peso. Tras ellos, a igual distancia, la Pristis

y la Centauro disputan por ocupar el lugar primero,

y ya lo tiene la Pristis, ya vencida la sobrepasa la enorme

Centauro, ya ambas a la vez avanzan con sus frentes

pegadas y con largas carenas surcan las olas saladas.

Y ya se acercaban al peñasco y la meta tocaban,

cuando el primero, Gías, vencedor en medio de las aguas

increpa con sus palabras al timonel de su nave, Menetes:

«¿Dónde te me vas tan a la derecha? Vuelve aquí la proa;

besa la costa y deja que el remo roce las rocas por la izquierda;

que otros ocupen las aguas profundas.» Dijo; pero Menetes, temiendo

los ciegos escollos, dobla la proa hacia las ondas del piélago.

«Dónde vas tan lejos?», de nuevo, «¡Busca las rocas, Menetes!»,

con sus gritos Gías le insistía, y en eso ve a Cloanto

que se pone a su espalda y cada vez más cerca.

Éste entre la nave de Gías y las rocas resonantes

costea a la izquierda por el lado interno y de pronto al primero

adelanta y pasando la meta entra en aguas seguras.

Entonces en verdad un intenso dolor se encendió en los huesos del joven

y no faltaron lágrimas en sus mejillas, y al miedoso Menetes,

olvidando su propio decoro y la seguridad de sus amigos,

lo arroja de cabeza al mar desde la alta popa;

él mismo se pone a gobernar el timón, él mismo en timonel

anima a sus hombres y dirige el gobernalle hacia la costa.

Por su lado, Menetes cuando apenas logró salir de la profunda hondura,

pesado yya anciano y chorreando con la ropa empapada,

busca lo alto del arrecife y se sienta sobre una roca seca.

 

De él al caer se rieron los teucros y cuando nadaba,

y se ríen cuando vomita de su pecho el agua salada.

Entonces una alegre esperanza se encendió en los dos últimos,

en Sergesto y Mnesteo, de superar a un Gías que se retrasaba.

Sergesto se adelanta primero y se acerca al peñasco,

y no le saca aún de ventaja toda la carena;

en parte el primero, en parte lo alcanza con su rostro émula Pristis.

Y moviéndose en el centro de la nave entre sus compañeros

les anima Mnesteo: «Ahora, alzaos ahora sobre los remos,

hectóreos amigos a quienes elegí por compañeros en la suerte

suprema de Troya; sacad ahora aquellas fuerzas,

ahora los ánimos que tuvisteis en las Sirtes getulas

y en el mar Jonio y en las olas tenaces del Malea.

No busco ya la cabeza, yo Mnesteo, ni lucho por vencer

(aunque... ¡oh! Mas ganen aquellos a los que se lo diste, [Neptuno); avergoncémonos de llegar los últimos: triunfad en eso, ciudadanos,

y evitad el oprobio.» Ellos en un supremo esfuerzo

se doblan: tiembla con los golpes tremendos la popa de bronce

y el mar se retira, entonces un constante anhelo sacude

sus miembros y las áridas bocas, el sudor corre a ríos por todo.

Y fue un golpe de suerte quien les deparó el honor ansiado:

pues mientras con ánimo furioso acerca Sergesto su proa

a las rocas y se mete por dentro en una zona estrecha,

encalló el desgraciado en las rocas prominentes.

Los peñascos recibieron el impacto y contra el agudo arrecife

los remos se hicieron pedazos y colgada quedó la proa tras el golpe.

Se alzan los marineros y se detienen entre grandes gritos

y las pértigas de hierro y los garfios de aguda punta

toman y recogen en el agua los pedazos de los remos.

Mas alegre Mnesteo y enardecido por esta misma suerte,

con la veloz línea de sus remos y los vientos propiciados

busca mejores aguas y corre a mar abierto.

Cual la paloma arrojada de pronto de la cueva

que, escondrijo de piedra, de casa le sirve y de dulce nido,

se lanza volando a los campos y asustada causa en su techo

gran aleteo; al punto se desliza por el aire quieto

y traza un límpido camino sin mover sus alas veloces:

así Mnesteo, así la propia Pristis surca en su huida postrera

los mares, así su propio impulso la lleva volando.

Y primero deja peleando con el alto peñasco

a Sergesto y con los breves vados y en vano pidiendo

auxilio y aprendiendo a correr con los remos quebrados.

Luego a Gías y a la propia Quimera de inmensa mole

alcanza; cede, porque no tiene timonel.

Sólo queda ya Cloanto justo en la llegada,

al que busca y apremia empeñándose con todas sus fuerzas.

Y entonces redobla el clamor y todos al segundo

animan con sus gritos, y resuena con el fragor el éter.

Unos temen perder una gloria ya propia y un premio

ya ganado, y cambian su vida por la victoria;

a otros el éxito les alienta: pueden porque creen que pueden.

Y tal vez habrían conquistado los premios con rostros empatados,

si tendiendo al ponto ambas palmas Cloanto

no hubiera vertido sus oraciones e invocado con votos a los dioses:

«Dioses que poder tenéis sobre el mar cuyas aguas recorro,

gozoso he de ofreceros yo un toro blanco

en esta playa ante las aras, cumpliendo un voto, y sus entrañas

arrojaré a las olas saladas y verteré líquidos vinos.»

Dijo, y bajo las olas profundas lo escuchó todo

el coro de las Nereidas y de Forco y la virgen Panopea,

y el propio padre Portuno lo impulsó con mano grande

en su marcha: la nave, más rauda que el Noto y que veloz saeta

escapó hacia tierra y se metió en el puerto profundo.

Entonces el hijo de Anquises a todos convoca según la costumbre

y con la gran voz del heraldo vencedor proclama

a Cloanto y con verde laurel cubre sus sienes,

y deja que cada nave elija como presentes tres terneros

y que se lleven los vinos y un gran talento de plata.

Honores especiales concede para los propios capitanes;

al vencedor una clámide de oro cuya orla recorre

en doble meandro muchísima púrpura melibea,

y, bordado, el regio muchacho del frondoso ida

fatiga a los veloces ciervos con su jabalina, en la carrera

fiero, como jadeando, al que el alado escudero

de Jove se llevó a lo alto desde el Ida en sus curvas garras;

los ancianos guardianes tienden en vano sus palmas

a los astros y se ensaña con el aire el ladrido de los perros.

Y el que por su valor ocupó después el lugar segundo,

a ese una loriga tejida de mallas ligeras y triple hilo

de oro que él mismo vencedor arrancara a Demóleo

junto al rápido Simunte al pie de la alta Ilión,

se la da para que la tenga, gloria de un guerrero y reparo en las armas.

Apenas, tan tupida, la aguantaban sobre sus hombros los esclavos

Fégeo y Ságaris; mas vistiéndola un día

Demóleo perseguía a la carrera a los dispersos troyanos.

Como tercer premio entrega dos calderos de bronce

y copas terminadas en plata y ásperas de relieves.

Y ya todos con sus presentes y orgullosos de sus premios

se marchaban con las sienes ceñidas de purpúreas cintas,

cuando escapado apenas con gran habilidad del cruel escollo,

con los remos perdidos y a falta de una fila entera,

impulsaba sin honor Sergesto su nave, objeto de burlas.

Cual a menudo sorprendida la serpiente en el lomo del camino,

que la rueda de bronce pisó por la mitad o a golpes de piedra

cruel caminante la dejó medio muerta y aplastada;

en vano huyendo largas vueltas da con su cuerpo,

feroz en parte, y ardiente en sus ojos y alzando en alto

el cuello sibilante; la parte mutilada por la herida la frena

en su esfuerzo sobre los nudos y se pliega sobre sí misma:

con tales remos se movía tarda la nave;

velas larga no obstante y a toda vela entra en la bocana.

Eneas premia a Sergesto con el regalo prometido,

contento, por salvar su nave y traer a sus compañeros.

A él le entrega una esclava experta en los trabajos de Minerva,

de estirpe cretense, Fóleo, con dos gemelos bajo su pecho.

Cumplida esta carrera, el piadoso Eneas se dirige

a un prado herboso que por todo ceñían las selvas

de curvos collados, y era como un anfiteatro

en medio del valle; allí se encaminó el héroe con muchos

millares y en alto se sentó de la reunión en el centro.

Entonces, los que quieran competir en rápida carrera,

los ánimos estimula con regalos y fija los premios.

De todas partes acuden los teucros y con ellos los sicanos,

Niso y Euríalo los primeros,

Euríalo señalado por su belleza y en la flor de la edad,

Niso con piadoso amor por el muchacho; les sigue luego

el regio Diores de la egregia estirpe de Príamo;

con él, Salio y Patrón, de los que uno acarnanio

y el otro de la sangre arcadia del pueblo tegeo;

también dos jóvenes trinacrios, Hélimo y Pánopes,

compañeros del anciano Acestes hechos a los bosques;

y muchos aún a quienes esconde una fama oscura.

Eneas en medio de todos ellos así dijo luego:

«Recibid esto en el corazón y prestadme atención gozosa.

Nadie de este grupo se marchará sin que lo premie.

Daré a cada uno de hierro bruñido dos lucientes dardos

cnosios y un hacha doble cincelada en plata;

este honor será, pues, igual para todos. Premios los tres primeros

recibirán y ceñirán su cabeza con rubio olivo.

El vencedor primero tenga un caballo distinguido por sus jaeces;

el segundo una aljaba de las Amazonas y llena de dardos

tracios, que cuelga de una correa con ancha banda

de oro y anuda una fíbula de piedras preciosas;

el tercero vaya contento con este yelmo de Argos.»

Luego que dijo esto, ocupan sus lugares, y escuchada de pronto

la señal se roban el terreno y dejan la salida,

desparramándose como una nube. Todos miran la meta,

y marcha el primero Niso y destaca con mucho

sobre los otros más rápidos que el viento y las alas del rayo;

el segundo, mas el segundo tras largo intervalo,

le sigue Salio; después de un trecho luego el tercero Euríalo;

y a Euríalo le sigue Hélimo; justo a su espalda

allá va volando Diores que le va pisando los talones

atacándole con el hombro, y si hubiera más sitio

se escaparía al lugar mejor y lo dejaría inseguro.

Y ya en el tramo final y cansados se aproximaban

a la misma meta cuando el desgraciado Niso resbala

en la sangre viscosa que inmolados los novillos por caso

había caído al suelo y empapado las verdes hierbas.

Aquí el joven ya triunfante vencedor no dominó sus pasos

vacilantes al pisar sobre el suelo y cayó de cabeza

sobre él en el inmundo fimo y en la sangre sagrada.

Mas no de Euríalo, no se olvidó aquél de sus amores:

pues alzándose del charco se puso frente a Salio

y éste cayó dando vueltas en la espesa arena

y se escapa Euríalo y victorioso por el favor del amigo

ocupa el primer puesto, y vuela entre el aplauso y los gritos de apoyo.

Luego entra Hélimo y la palma tercera es ya de Diores.

Entonces todo el círculo de la enorme cávea y los rostros

primeros de los padres Salio llena con grandes gritos,

y para sí reclama el honor arrebatado con trampas.

Protege a Euríalo el favor y las hermosas lágrimas,