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100 Clásicos de la Literatura

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en su ruina y castigar tan graves crímenes.

“¡Vaya! ¿Ésta, a salvo, volverá a ver Esparta y su patria

Micenas y volverá a reinar con el triunfo obtenido?

¿Y a su esposo verá y la casa de su padre y a sus hijos

rodeada de troyanas y con servidores frigios?

¿Y Príamo habrá muerto por la espada? ¿Y Troya habrá caído por el fuego?

¿Y habrá rezumado sangre tantas veces la playa dardania?

No tal. Que aunque no hay título alguno memorable

en vencer a una mujer, esta victoria tiene su recompensa;

por haber acabado con un crimen e infligir una pena

merecida seré alabado y gozaré mi ánimo saciando

de fama vengadora y cumpliendo con las cenizas de los míos.”

Eso decía y me dejaba llevar de mi mente enloquecida,]

cuando se me presentó como nunca ante mis ojos lo había hecho

tan claro, y en una luz pura brilló a través de la noche

mi noble madre, mostrándose diosa tal y como la ven

los que habitan el cielo, y tomándome con su diestra

me contuvo y esto me dijo además con su boca de rosas:

“Hijo, ¿qué dolor tan grande provoca tu cólera indómita?

¿Por qué te enfureces? ¿A dónde se ha ido tu cuidado por mí?

¿No verás antes dónde has dejado a tu padre Anquises,

cansado por su edad, y si viven aún tu esposa Creúsa

y tu hijo Ascanio? Por todas partes a todos les rodean

las armas griegas, y, si no fuera constante mi providencia,

ya les tendrían las llamas y clavado se habría el puñal despiadado.

No eches la culpa a la odiada belleza de la espartana hija

de Tindáreo, ni aun a Paris: la inclemencia de los dioses,

la de los dioses, arruinó este poder y abatió a Troya de su cumbre.

Mira bien (que ahora retiraré toda la nube que tienes

delante y oscurece tu visión mortal, y, húmeda, se evapora

alrededor; no temas tú los mandatos de tu madre

ni rehúses obedecer sus órdenes):

aquí, donde ves las moles deshechas y las rocas arrancadas

de las rocas y el humo ondear mezclado con el polvo,

Neptuno con su enorme tridente es quien golpea los muros

y los removidos cimientos y la ciudad entera de su asiento

arranca. Aquí la muy cruel Juno ocupa la primera

las puertas Esceas y ceñida con la espada convoca

enloquecida de las naves al ejército aliado.

Mira ya en lo más alto del alcázar a Palas Tritonia

sentada, brillando con su nimbo y la cruel gorgona.

Mi propio padre da ánimo a los dánaos y favorece

sus fuerzas; él empuja a los dioses contra las armas de Troya.

Sálvate, hijo, y marca un final a tus fatigas;

nunca te faltaré, y te llevaré a salvo hasta el umbral de una patria.”

Así dijo, ocultándose en las espesas sombras de la noche.

Los númenes supremos de los dioses muestran su rostro a Troya

cruel y enemigo.

»Me parece ya entonces que Ilión se asienta, toda ella,

en una hoguera y la Troya de Neptuno ser arrancada de cuajo.

Y como cuando en lo alto del monte el viejo olmo

con hierro cortado y con golpes de hachas se esfuerzan

en abatir los campesinos con empeño, y él amenaza

y agita los cabellos con la copa sacudida, temblando,

hasta que poco a poco vencido por las heridas gime

por último y arrancado causa gran ruina a los collados.

Bajo y con la guía de la diosa puedo pasar por las llamas

y los enemigos: abren paso las flechas y las llamas retroceden.

»Y cuando llego por fin al umbral de la casa paterna

y a la antigua morada, mi padre, a quien quería

subir el primero a los altos montes y el primero buscaba,

se niega a seguir con vida ante la muerte de Troya

y padecer el exilio: "¡Ay! Vosotros que conserváis el vigor de la edad en la sangre

y cuyas fuerzas permanecen intactas -dice-, emprended vosotros la huida.

Si los del cielo hubieran querido que yo conservase la vida,

me habrían salvado también esta casa. Bastante y de sobra una vez

vi su destrucción y escapé a la conquista de mi ciudad.

Así, marchaos así dando el último adiós a mi cuerpo.

Yo mismo encontraré por mi mano la muerte; se compadecerá el enemigo

y buscará mis despojos. Leve resulta quedarse sin sepulcro.

Ya estoy viviendo demás, odioso a los dioses

e inútil, desde que el padre de los dioses y rey de los hombres

me sopló con los vientos de su rayo y me alcanzó con el fuego.”

»En eso insistía al hablar y permanecía inmutable.

Repusimos nosotros bañados en lágrimas, mi esposa Creúsa

y Ascanio y toda mi casa, que no quisiera mi padre llevarse

todo con él ni acelerar un sino ya presuroso.

Se niega y se mantiene en lo dicho y en el mismo lugar.

Me lanzo de nuevo al combate y busco en mi desgracia la muerte.

Pues, ¿qué solución o qué fortuna me quedaban?:

“¿Creíste, padre mío, que podría escapar dejándote aquí

y un crimen así se abrió paso en la boca paterna?

Si agrada a los dioses que no quede nada de ciudad tan grande

y así está en su ánimo y quieren sumar a la ruina de Troya

la tuya y la de los tuyos, la puerta está abierta a esa muerte,

y en seguida estará aquí Pirro, manchado de la sangre de Príamo,

quien no vacila en degollar al hijo ante su padre ni al padre junto al ara.

Madre mía, ¿para esto me sacaste entre los dardos

y las llamas? ¿Para ver al enemigo dentro de nuestra casa,

y a Ascanio y a mi padre y con ellos Creúsa,

el uno junto al otro anegados en sangre?

¡A las armas, muchachos, a las armas! Que la luz postrera reclama a los vencidos.

Llevadme con los dánaos; dejadme ver de nuevo el combate

emprendido. No todos moriremos hoy sin venganza.”

»Me ciño entonces de nuevo la espada y colocaba ya el escudo

en mi izquierda y me lanzaba fuera de la casa.

Pero mira por dónde abrazada en el umbral Creúsa a mis pies

se detenía y a su padre ofrecía al pequeño Julo:

"Si vas a morir, llévanos a nosotros contigo, pase lo que pase;

pero si, a sabiendas, alguna esperanza pones en las armas que empuñas,

lo primero es guardar esta casa tuya. LA quién entregas al pequeño Julo

a quién a tu padre y a mí, que un día fui llamada tu esposa?”

»Gritando y gimiendo llenaba toda la casa con esas palabras,

cuando aparece de repente un prodigio asombroso.

En efecto, entre las manos y los rostros de sus pobres padres,

he aquí que de lo alto de la cabeza de Julo derramar parecía

un leve rayo su luz y una llama suave que no quemaba al tacto

lamer sus cabellos y posarse en torno a sus sienes.

Temblamos, asustados, de miedo y le sacudíamos el cabello

que ardía, tratando de apagar con agua el fuego sagrado.

Pero el padre Anquises alzó hacia los astros sus ojos,

alegre, y a la vez levantó la voz y las palmas al cielo.

“Júpiter todopoderoso, si te dejas ganar por alguna oración,

míranos, sólo eso, y, si somos dignos de tu piedad,

danos tu ayuda en seguida, padre, y confirma estos presagios.”

»Apenas había hablado el anciano, y con súbito fragor

tronó por la izquierda y del cielo cayó entre las sombras

veloz una estrella de cola con una gran luz.

Cruzar la vimos sobre los tejados

e ir a ocultarse brillante en los bosques del Ida

señalando caminos; deja a su paso largo surco

de luz y humea el lugar en gran extensión con un humo de azufre.

Al fin vencido, se alza mi padre hacia las auras

y habla a los dioses y adora la santa estrella:

“Ya no cabe retraso alguno; te sigo y donde me llevéis estaré,

dioses de mi patria. Salvad mi casa, salvad a mi nieto.

Esta señal es vuestra y Troya cuenta en vuestros designios.

Me rindo, vaya, y no me niego, hijo, a acompañarte.”

Eso dijo, y ya por la muralla se oye el fuego

más claro y más cerca se revuelven las llamas del incendio.

“Vamos entonces, padre querido, súbete a mis hombros,

que yo te llevaré sobre mi espalda y no me pesará esta carga;

pase lo que pase, uno y común será el peligro,

para ambos una será la salvación. Venga conmigo

el pequeño Julo y siga detrás nuestros pasos mi esposa.

Y vosotros, mis siervos, prestad atención a cuanto diga.

A la salida de la ciudad hay un túmulo y un viejísimo templo

abandonado de Ceres y a su lado un antiguo ciprés

que la piedad de nuestros padres guardó muchos años.

Cada uno por su lado llegaremos todos a ese mismo lugar.

Tú toma, padre, los objetos de culto y los patrios Penates;

yo no puedo tocarlos saliendo de guerra tan grande

y de la reciente matanza, hasta que me purifique

el agua viva de un río.”

Dicho esto, me pongo una tela sobre mis anchos hombros

y el cuello agachado y encima la piel de un rubio león,

y tomo mi carga; de mi diestra se coge

el pequeño Julo y sigue a su padre con pasos no iguales;

detrás viene mi esposa. Avanzamos por ocultos caminos

y hasta el aire me asusta ahora a mí, a quien todos los griegos

 

juntos enfrente ni todas sus flechas podían dar miedo,

cualquier ruido me alerta de igual modo

temiendo a la vez por mi compañero y por mi carga.

Y ya estaba cerca de la puerta y parecía todo el camino

haber salvado cuando de repente el sonido repetido

de unos pasos llega hasta mis oídos, y mi padre mirando

entre las sombras: “Hijo -exclama-, huye, hijo mío, se acercan.

Puedo ver sus escudos ardientes y sus brillantes bronces.”

En ese momento no sé qué numen nada favorable

se apoderó de mi confundida y asustada razón. Pues mientras sigo

corriendo caminos apartados tras salir de las calles conocidas,

pobre de mí, Creúsa mi esposa quedó atrás, no sé si por el hado

o si se equivocó de camino o si cansada se sentó.

Nunca después volvieron a verla mis ojos. Y no miré

atrás por si se perdía ni le presté atención hasta que llegamos

al túmulo de la antigua Ceres y al lugar a ella consagrado.

Aquí, finalmente todos reunidos, sólo ella fue echada

de menos y desapareció ante su hijo, su esposo y sus compañeros.

¿A quién no acusé, enloquecido, de dioses y hombres,

o qué vi más cruel en la ruina de mi ciudad?

Encomiendo a los compañeros a Ascanio y a mi padre Anquises

y los Penates teucros y los escondo en un oculto valle,

y yo me vuelvo a la ciudad y ciño de nuevo mis armas brillantes.

Decidido está: Volveré a pasar todos los riesgos y a recorrer

toda Troya de nuevo y de nuevo a lanzar mi vida a los peligros.

Recorro primero los muros y los oscuros umbrales de la puerta

por la que había salido y vuelvo sobre mis pasos

buscando en la noche con mis ojos las huellas que dejamos;

el horror se apodera de mi pecho y hasta el propio silencio me asusta.

Vuelvo de nuevo a casa por si acaso había encaminado

hacia allí sus pasos: los dánaos habían entrado y la ocupaban entera.

Trepa voraz el fuego con el favor del viento a las vigas

más altas; asoman por encima las llamas y el calor se agita en el aire.

Prosigo y llego otra vez a la casa de Príamo y a la fortaleza;

ya estaban guardando el botín en los pórticos vacíos,

en el recinto de Juno, Fénix y el cruel Ulises,

escogidos guardianes. Aquí se amontona de todas partes el tesoro de Troya,

saqueado en el incendio de los templos, y las mesas de los dioses

y las crateras de oro macizo y la ropa de los vencidos.

Alrededor están en larga fila los niños y las madres asustadas.

Hasta me atreví a gritar entre las sombras

y llené las calles de mi voz y afligido, Creúsa

repitiendo, una y otra vez la llamé en vano.

Buscando y corriendo sin parar entre los edificios,

se presentó ante mis ojos la sombra de la misma Creúsa,

su figura infeliz, una imagen mayor que la que tenía.

Me quedé parado, se erizó mi cabello y la voz se clavó en mi garganta.

Entonces habló así y con estas palabras me liberó de cuidado:

“Por qué te empeñas en entregarte a un dolor insano,

oh dulce esposo mío? No ocurren estas cosas sin que medie

la voluntad divina; ni te ha sido dado el llevar a Creúsa contigo,

ni así lo consiente el que reina en el Olimpo soberano.

Te espera un largo exilio y arar la vasta llanura del mar,

y llegarás a la tierra de Hesperia donde el lidio Tiber

fluye con suave corriente entre los fértiles campos de los hombres.

Allí te irán bien las cosas y tendrás un reino y una esposa

real; guarda las lágrimas por tu querida Creúsa.

No veré yo la patria orgullosa de los mirmídones

o de los dólopes, ni marcharé a servir a las matronas griegas,

nuera que soy de la divina Venus y Dardánida;

me deja en estos lugares la gran madre de los dioses.

Adiós ahora, y guarda el amor de nuestro común hijo.”

Luego me dijo esto, me abandonó llorando y queriendo

hablar aún mucho, y desapareció hacia las auras sutiles.

Tres veces intenté poner mis brazos en torno a su cuello,

tres veces huyó de mis manos su imagen en vano abrazada,

como el viento ligera y en todo semejante al sueño fugitivo.

Así por fin, consumida la noche, vuelvo con mis compañeros.

»Y encuentro allí asombrado que una gran muchedumbre

de nuevos amigos había acudido, mujeres y hombres,

la juventud reunida para la marcha, una gente digna de lástima.

De todas partes acudieron preparados de ánimo y recursos

para partir hacia la tierra que yo eligiera allende el mar.

Surgía ya Lucifer en lo alto de las cumbres del Ida

y nos traía el día, y los dánaos tenían ocupados

los umbrales de las puertas y no quedaba ya esperanza de ayuda.

Me puse en marcha y los montes busqué con mi padre a la espalda.

LIBRO III

»Luego que subvertir el poder de Asia y de Príamo al inocente

pueblo plugo a los dioses, y cayó la soberbia

Ilión y por el suelo humea toda la Troya de Neptuno,

a diversos exilios y a buscar tierras abandonadas

nos obligan los augurios de los dioses y una flota bajo la misma

Antandro disponemos y al pie del Ida de Frigia,

sin saber a dónde nos llevan los hados, dónde podremos instalarnos,

y reunimos a los hombres. Había comenzado apenas la primavera

y el padre Anquises ordenaba rendir al destino las velas,

cuando llorando dejo las costas de la patria y sus puertos

y los llanos donde un día se alzó Troya. Heme allí arrastrado al exilio,

al mar, con mis amigos y mi hijo, con los Penates y los grandes dioses.

»Hay una tierra lejos de vastas llanuras consagradas a Marte

(los tracios la aran), gobernada otrora por el fiero Licurgo,

antiguo asilo de Troya y Penates aliados

mientras fortuna hubimos. Ahí paramos y en la curva playa

levanto las primeras murallas llevado por un hado inicuo

e invento el nombre de Enéadas por mi propio nombre.

Preparaba sacrificios a mi madre de Dione hija y a los dioses

tutelares de la obra emprendida y un toro corpulento

en la playa ofrecía al supremo rey de los que pueblan el cielo.

Mira por dónde se alzaba al lado un túmulo, y en lo alto ramas

de cornejo y un mirto erizado de espesas puntas.

Me acerqué tratando de arrancar del suelo un verde

arbusto que cubriera con su espeso follaje los altares,

y veo un extraño prodigio horrible de contar.

Pues en cuanto arranco del suelo cortando sus raíces

el primer tallo, destila éste gotas de negra sangre

que ensucia la tierra con su peste. Un helado espanto

sacude mi cuerpo y mi sangre helada se me cuaja de miedo.

De nuevo trato de arrancar una flexible vara

y de buscar hasta el fondo las causas escondidas;

y otra vez negra sangre mana de la corteza.

Dando muchas vueltas en mi corazón invocaba a las Ninfas agrestes

y al padre Gradivo, el que reina en los campos de los getas;

que propiciasen la visión e hicieran bueno el presagio.

Mas cuando con mayor esfuerzo a una tercera vara

me pongo y de rodillas me apoyo contra la arena

(¿sigo, o me callo?), se escuchan de lo profundo de la altura

lacrimosos gemidos y sale, y llega a mis oídos esta voz:

“¿Por qué desgarras, Eneas, a un desgraciado? Deja ya en paz a un muerto,

deja de profanar tus manos piadosas. Troya no me hizo

extraño a ti ni mana esta sangre de la madera.

Huye, ¡ay!, de esta tierra despiadada, huye de una costa tan avara,

que soy Polidoro. Aquí, atravesado, férrea me sepultó

mies de lanzas que aumentó con agudas jabalinas:”

Entonces, agobiada mi mente por la duda y el miedo quedé estupefacto,

se erizaron mis cabellos y la voz se clavó en mi garganta.

»Hacía tiempo que a este Polidoro, con gran cantidad de oro,

a escondidas lo había enviado el pobre Príamo al rey de Tracia

para que lo cuidase, desconfiando ya de las armas

de Dardania y viendo a su ciudad ceñida por el asedio.

El otro, apenas se quebraron las esperanzas de los teucros y los dejó Fortuna,

se puso de parte de Agamenón y de las armas vencedoras,

rompiendo todo compromiso: asesina a Polidoro y se apodera

del oro por la fuerza. ¡A qué no obligas a los mortales pechos,

hambre execrable de oro! Cuando el pavor abandonó mis huesos,

refiero a los mejores de mi pueblo y a mi padre el primero

los avisos de los dioses y su opinión les demando.

En todos había igual ánimo: salir de una tierra maldita,

dejar un asilo mancillado y confiar la flota a los Austros.

Así que preparamos las exequias de Polidoro y gran cantidad

de tierra amontonamos sobre su túmulo; se alzan a sus Manes

las aras funerales de bandas azules y negro ciprés,

y alrededor las troyanas con el pelo suelto según la costumbre;

derramamos encima espumantes cuencos de tibia leche

y páteras de sangre sagrada, y entregamos su alma

al sepulcro y a grandes voces rendimos el saludo postrero.

»Y luego, en cuanto el piélago nos ofrece confianza y presentan los vientos

un mar en calma y el Austro con suave silbo nos llama al agua,

arrastran los compañeros las naves y llenan la playa;

salimos del puerto y se alejan las tierras y las ciudades.

Hay en medio del mar una tierra sagrada gratísima

a la madre de las Nereidas y a Neptuno Egeo,

que, errante por costas y playas, el piadoso arquero

la encadenó a la elevada Míconos y a Gíaros

y la dejó inmóvil y habitada, con el poder de despreciar los vientos.

Allá vamos y ella, placidísima, agotados en su seguro puerto

nos acoge; desembarcamos y veneramos la ciudad de Apolo.

El rey Anio, rey a la vez de hombres y sacerdote de Febo,

ceñidas sus sienes con las ínfulas y el laurel sagrado,

se presenta; reconoció en Anquises al viejo amigo.

Juntamos nuestras diestras como hospitalidad y en la ciudad entramos.

»Veneraba yo los templos del dios erigidos en un viejo peñasco:

“Concédenos, Timbreo, una casa propia; concede a los fatigados

unas murallas y una estirpe y una ciudad perdurable; salva la nueva

Pérgamo de Troya, los restos de los dánaos y del cruel Aquiles.

¿A quién seguimos o a dónde nos mandas ir? ¿Dónde establecernos?

Danos, padre, una señal y métete en nuestros corazones:”

Apenas había acabado de hablar: todo me pareció temblar de pronto,

los umbrales y el laurel del dios, y el monte entero

agitarse alrededor y en el abierto santuario sonar su trípode.

Caemos al suelo de rodillas y una voz llega a nuestros oídos:

“Duros Dardánidas, la tierra que os creó primero de la raza

de vuestros padres, esa misma con alegre seno

os acogerá al volver. Buscad a la antigua madre.

Aquí la casa de Eneas gobernará sobre todas las riberas

y los hijos de sus hijos y los que nazcan de ellos.”

Esto Febo, y en medio del tumulto una gran alegría

nació, y todos preguntan cuáles son esas murallas,

a dónde llama Febo a los errantes y les manda volver.

Mi padre entonces, evocando los recuerdos de los más viejos,

“Escuchadme, señores de Troya -dice-, y conoced vuestras esperanzas.

Creta, la isla del gran Júpiter, yace en medio del ponto,

donde el monte Ida y la cuna de nuestro pueblo.

Cien grandes ciudades habitan, ubérrimos reinos,

de donde, si bien recuerdo lo escuchado, nuestro gran padre

Teucro arribó por vez primera a las costas reteas

y eligió un lugar para su reino. Ilion aún no se había levantado

ni los alcázares de Pérgamo; vivían en lo profundo de los valles.

De allí la madre venerada en el Cibelo y los bronces de los Coribantes

y el bosque ideo, de allí los fieles silencios de los misterios

 

y los leones vinieron uncidos al carro de su dueña.

Así que ánimo y sigamos por donde nos llevan los mandatos de los dioses;

aplaquemos los vientos y busquemos el reino de Cnosos.

El camino no es largo: con que Júpiter nos asista,

la tercera luz dejará nuestra flota en las costas de Creta”

Dicho esto rindió en los altares honores merecidos,

un toro a Neptuno, un toro para ti, bello Apolo,

una oveja negra a la Tormenta y a los felices Céfiros una blanca.

»Vuela el rumor de que ha sido expulsado del reino de su padre

el rey Idomeneo, que desiertas estaban las playas de Creta,

que la región está libre de enemigos y sedes vacías nos aguardan.

Dejamos el puerto de Ortigia y por el mar volamos

y por Naxos con los collados de Baco y la verde Donusa

y Oléaros y la nívea Paros y esparcidas por las aguas

las Cícladas pasamos y los mares encrespados de tierras numerosas.

El grito de los marinos salta al aire en reñida disputa:

piden los compañeros que Creta busquemos y a nuestros padres.

Nos empuja un viento que se levanta a nuestra popa,

y llegamos por fin a las antiguas costas de los curetes.

Así que ansioso levanto los muros de la ciudad deseada

y Pergámea la llamo y a mi pueblo contento con el nombre

lo animo a amar sus hogares y a elevar el alcázar sobre los tejados

Y ya las naves estaban varadas en una playa casi seca,

la juventud entregada a nuevos campos y nuevos matrimonios,

y les daba leyes y casas, y he aquí que de pronto nos vino encima

una peste horrible para los cuerpos y para árboles y sembrados

miserable y un año de muerte desde una envenenada región del cielo.

Dejaban sus dulces almas o enfermos se arrastraban

los cuerpos; Siro además abrasaba los estériles campos,

se sacaban los pastos y una mies enferma nos negaba el sustento.

De nuevo a recorrer el mar, al oráculo de Ortigia y a Febo,

me exhorta mi padre y a suplicar su venia,

qué fin dispone a estas desgracias, dónde nos ordena

buscar el remedio a nuestras fatigas, a dónde dirigirnos.

»Era la noche y el sueño en la tierra se había adueñado de los animales.

Las sagradas imágenes de los dioses y los frigios Penates

que sacara conmigo de Troya en medio de incendio

de la ciudad se mostraron erguidos ante mis ojos,

en sueños, iluminados con gran resplandor, con el que la luna

llena se derramaba por las abiertas ventanas;

Y así hablaron entonces y con estas palabras se llevaron mis cuitas:

"Lo que Apolo te diría si volvieras a Ortigia,

aquí te lo revela y además nos envía a tus umbrales.

Nosotros te seguimos a ti, tras el incendio de Dardania, y a tus armas;

bajo tu guía hemos recorrido nosotros el mar hinchado con las naves,

seremos nosotros quienes alcen a los astros a tus descendientes

y confieran el imperio a tu ciudad. Tú dispón para grandes

grandes murallas y no abandones el enorme esfuerzo de tu periplo.

Debes cambiar de territorio. No de estas riberas te habló

el Delio, no te ordenó Apolo establecerte en Creta.

Hay un lugar (los griegos lo llaman con el nombre de Hesperia),

una tierra antigua, poderosa en las armas y de feraces campos;

la habitaron hombres de Enotria; hoy se dice que sus descendientes

la llaman Italia por el nombre de un caudillo.

Ésta es nuestra verdadera patria, de aquí procede Dárdano

y el padre Yasión, origen éste de nuestra estirpe.

Levanta, pues, y transmite alegre estas palabras indubitables

a tu anciano padre: que busque Córito y las tierras

ausonias; Júpiter te niega los campos dicteos”

Atónito ante visión semejante y por la voz de los dioses

(que no era aquello ningún sueño; reconocer de verdad me parecía

los rasgos y las cabezas cubiertas y los rostros presentes;

ymanaba de todo mi cuerpo un sudor helado),

me lanzo de la cama y dirijo al cielo

las palmas extendidas y mi voz y libo ante el fuego sagrado

presentes sin mancha. Gozoso, cumplido el sacrificio,

lo comunico a Anquises y le expongo las cosas por orden.

Reconoció la ambigua prole y dobles antepasados

y a él mismo engañado por el nuevo error de los antiguos lugares.

Recuerda entonces: “Hijo mío de Ilión atormentado por el sino,

Casandra sola me profetizaba estos sucesos.

Ahora recuerdo que, al prever el destino de nuestro pueblo,

hablaba con frecuencia de Hesperia y de los ítalos reinos.

Mas ¿quién iba a imaginar a los teucros en las costas de Hesperia?

¿A quién podían convencer entonces los vaticinios de Casandra?

Hagamos caso a Febo y advertidos sigamos mejores señales.”

Así dice, y todos obedecemos entre aclamaciones sus palabras.

Abandonamos también este lugar y, dejando a unos pocos,

largamos las velas y la vasta planicie recorremos en el cavo leño.

»Luego que las naves cubrieron el mar y más no aparece

ninguna tierra, cielo por todo y por todo agua,

se paró entonces sobre mi cabeza una nube cerúlea

llena de noche y tormenta, y el mar se encrespó de tiniebla.

Al punto los vientos revuelven el mar y enormes se levantan

las olas, nos dispersa el azote de un vasto remolino.

Escondieron los nimbos el día y cubrió una húmeda noche

el cielo y los relámpagos aumentan en las rasgadas nubes,

perdemos el rumbo y vagamos en las aguas ciegas.

Ni Palinuro acierta siquiera a distinguir en el cielo

el día de la noche ni recuerda el camino entre las olas.

En la ciega tiniebla vagamos así tres inciertos soles

por el mar y otras tantas noches sin estrellas.

El cuarto día al fin pareció asomar una tierra,

mostrarse a lo lejos las montañas y evaporarse la niebla.

Caen las velas, nos ponemos a los remos; sin tardanza

los esforzados marineros agitan la espuma y surcan el azul.

Las costas de las Estrófades me acogen las primeras salvado

de las aguas. Se alzan las Estrófades con su nombre griego,

islas del gran Jonio, que la siniestra Celeno

y las otras Harpías habitan luego que la casa de Fineo

se les cerró y por miedo dejaron las mesas de antes.

No hay monstruo más aciago que ellas ni peste alguna

más cruel o castigo de los dioses nació de las aguas estigias.

Rostros de doncella en cuerpos de ave, nauseabundo el excremento

de su vientre, manos que se hacen garras y rasgos siempre

pálidos de hambre.

Aquí cuando llegamos y entramos en el puerto, mira por dónde

vemos por todo el campo espléndidas manadas de bueyes

y un rebaño de cabras sin custodia alguna por los pastos.

Nos lanzamos con las espadas invocando a los dioses y al propio

Júpiter con una parte del botín; entonces en el curvo litoral

disponemos los lechos y con viandas exquisitas nos regalamos.

Mas de pronto con espantoso salto de los montes se presentan

las Harpías y baten con estridencia sus alas,

y nos roban la comida y ensucian todo con su contacto

inmundo, y un grito feroz entre el olor repugnante.

En un lugar apartado bajo el hueco de una roca, de nuevo

montamos las mesas y reponemos el fuego de los altares;

de nuevo de otra parte del cielo y de oscuros escondrijos

la ruidosa turba sobrevuela el botín con sus garras,

ensucia con su boca la comida. Ordeno entonces a mis compañeros

que empuñen sus armas, que presentemos batalla a la raza funesta.

Ejecutan mis órdenes y cubiertas por la hierba

preparan las espadas y ocultan los escudos.

Y así, cuando se lanzaron llenando de alaridos las curvas

playas, da Miseno la señal desde la alta atalaya

con el cavo bronce. Acuden los compañeros y buscan nuevos combates,

manchar con su espada a los obscenos pájaros del mar.

Pero ni golpe alguno en sus alas ni heridas en el lomo

reciben, y escapando en rápida huida a las estrellas

dejan su presa a medio comer y los sucios restos.

Sólo una se posó en lo más alto de una roca, Celeno,

vate de desgracias, y saca de su pecho este grito:

“¿También la guerra sobre la matanza de bueyes y los novillos muertos,

hijos de Laomedonte, la guerra pensáis traernos

y arrojar a las inocentes Harpías del reino de su padre?

Recibid así en vuestro corazón y clavad bien estas palabras mías,

que a Febo el padre todopoderoso y a mí Febo Apolo

me inspiró yyo, la mayor de las Furias, a vosotros las abro.

Italia es el fin de vuestro viaje, con la ayuda de los vientos:

a Italia llegaréis y se os dará entrar en sus puertos.

Mas no ceñiréis de murallas la ciudad que os aguarda

antes de que un hambre terrible y el pecado de atacarnos

os obliguen a morder y devorar con las mandíbulas las mesas.”

Dijo, y llevada de sus alas, se refugió en el bosque.

A los compañeros entonces del repentino espanto se les heló

la sangre; se abatieron sus ánimos y ya no por las armas,

sino con votos y oraciones me ordenan pedir la paz,

bien sean diosas, bien funestos pájaros y obscenos.

Y el padre Anquises desde la playa con las palmas extendidas

invoca al más alto numen e indica las honras oportunas:

“Impedid, dioses, las amenazas; dioses, alejad esta desgracia

y velad plácidos por los piadosos.” Y de la playa la maroma

ordena arrancar y sacudir y aflojar las amarras.