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100 Clásicos de la Literatura

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Le pedimos que cuente de qué sangre viene,

y qué lo trae; que nos diga cuál es, prisionero, su confianza.

» “Toda por cierto a ti, rey, te diré la verdad,

pase lo que pase -dijo-, y no negaré que soy de la gente de Argos.

Esto lo primero, y que no, si Fortuna forjó a un Sinón desgraciado,

lo haga también, malvada, vano y mentiroso.

Puede que haya llegado a tus oídos hablando

de Palamedes Belida el nombre y la fama

gloriosa, a quien los pelasgos con trampas

siendo inocente, con falsas pruebas porque vetaba sus guerras,

a la muerte enviaron y hoy le lloran de la luz privado.

Como acompañante suyo y cercano en la sangre mi padre,

al ser pobre, desde el principio de todo aquí a la guerra me envió.

Mientras incólume estaba en el poder y fuerza tenía en las reuniones

de reyes, también nosotros algún nombre y honra

logramos. Luego que la envidia del tramposo Ulises

(no cosas extrañas os cuento) lo arrojó de las riberas del día,

arrastraba afligido mi vida en tinieblas y llanto

y en mi interior me indignaba del inocente amigo la muerte.

Y no callé, loco, y, a poco que el hado quisiera,

si alguna vez regresaba vencedor a Argos, mi patria,

juré que sería su vengador y un odio amargo moví con mis palabras.

De ahí la pendiente primera de mi mal, de ahí siempre Ulises

a aterrarme con nuevos crímenes, de ahí a lanzar voces

ambiguas al pueblo y a buscar a propósito guerra.

Y no paró, así, hasta que auxiliado por Calcante...

pero ¿a qué fin doy vueltas en vano a tanta amargura

o a qué me detengo? Si en una misma fila tenéis a todos los aqueos,

ya habéis escuchado bastante, cumplid ahora mismo el castigo;

que así lo querría el de Ítaca y en mucho os tendrían los Atridas”

»Pero ya ardemos por saber e investigarlas causas,

ignorantes de crímenes tan grandes y de la maña pelasga.

Tembloroso prosigue y habla con pecho fingido:

» “A menudo, abandonando Troya, los dánaos ansiaron

preparar la fuga y agotados dejar una guerra tan larga.

¡Así lo lograran! A menudo en el mar les frenó

la dura tormenta y el Austro frustró su partida.

Y justo cuando ya aquí tejido de tablas de arce

se alzaba el caballo, por todo el cielo restalló la tormenta.

Intrigados enviamos a indagar de Febo el oráculo

a Eurípilo, quien nos trae de su templo estas tristes palabras:

‘Con sangre aplacasteis al viento y matando a una virgen,

dánaos, el día que a estas costas ilíacas vinisteis;

con sangre debéis procurar el retorno y con el sacrificio

de un alma de Argos. En cuanto esta voz llegó a los oídos del pueblo,

se suspendieron los ánimos y un helado temblor recorrió

lo hondo de los huesos, a quién designaban los hados, a quién pide Apolo.

»En esto el de Ítaca con gran reunión a Calcante

el adivino arrastra al centro; le pide que aclare

cuál sea la voluntad de los dioses. Y muchos ya me cantaban

a mí el crimen cruel del tramposo, y en silencio

veían lo que iba a venir. Diez días calla aquél y escondido

se niega a señalar a nadie con su voz y mandarlo a la muerte.

A la fuerza, por fin, empujado por el de Ítaca con grandes gritos,

rompe de acuerdo con él su silencio y me envía hacia el ara.

Estuvieron todos de acuerdo y, lo que cada cual para sí se temía,

convertido en la ruina de uno solo soportaron.

Y ya había llegado el día nefando. Ya se me habían dispuesto

las harinas saladas y las cintas en torno a mis sienes.

De la muerte escapé, lo confieso, y rompí mis cadenas

y en la oscuridad de la noche me escondí entre la ova

de un lago limoso mientras se hacían a la mar,

si acaso lo hacían. Y no hay ya para mí alguna esperanza

de volver a ver mi antigua patria ni a mis dulces hijos

o a mi padre añorado, a cuantos aquéllos quizá

hagan pagar nuestra huida y expiarán con su muerte mi culpa.

Por eso, por los dioses y los númenes que saben la verdad,

por la fe sin tacha, si es que alguna queda entre los mortales,

te suplico, compadécete de fatigas tan grandes,

compadécete de un corazón que sufre lo que no merece.”

»Por sus lágrimas le salvamos la vida y nos compadecemos encima.

Y Príamo mismo ordena el primero quitarlas esposas

y las apretadas ligaduras y así le dice con palabras de amigo:

“Seas quien seas, olvida desde ahora a los griegos que dejaste

(serás de los nuestros) y dime la verdad, que te pregunto:

¿para qué levantaron esa mole del caballo imponente? ¿Quién lo ideó

o qué pretenden? ¿Es algún voto? ¿Es tal vez algún artefacto guerrero? ”

Había dicho. Y aquél en trampas experto y en la maña pelasga

levantó a las estrellas sus palmas libres de cadenas:

“A vosotras, llamas eternas, y a vuestro numen inviolable

por testigos os pongo -dice-, y también a vosotros, altares y nefandas espadas

de los que pude huir, y cintas de los dioses que llevé al sacrificio:

permitidme romper los sagrados juramentos de los griegos,

permitidme odiar a esos hombres y poner todo en claro,

todo cuanto ocultan. Que ninguna ley de la patria me ata.

Tú sólo mantén tus promesas y si, Troya, te salvas,

respeta tu palabra si te digo verdad, si te entrego cosas importantes.

De los dánaos toda la esperanza y la fe de la guerra emprendida

residió siempre en la ayuda de Palas. Ahora bien,

desde que Ulises el inventor de crímenes y el hijo de Tideo

osaron sacar del templo consagrado el fatal Paladio

dando muerte a los guardianes de la fortaleza escarpada,

robaron la sagrada imagen y con manos de sangre

se atrevieron a mancillar de la diosa las cintas benditas,

desde aquello bajaron las esperanzas de los dánaos,

quebradas sus fuerzas, vuelta de espaldas la voluntad de la diosa.

Y con prodigios no dudosos dio señas de eso Tritonia.

Apenas colocaron la estatua en el campo: llamas brillantes

ardieron en sus ojos encendidos y un salado sudor

cayó de sus miembros y tres veces sola se alzó

(asombra decirlo) del suelo con su escudo y la lanza agitando.

Se apresura Calcante a decir que probemos la huida por mar

y que no puede Pérgamo abrirse a las flechas argólicas

si no buscan de nuevo augurios en Argos y otra vez traen

con el mar y las curvas naves el numen que un día trajeron.

Y ahora que con el viento han buscado la patria Micenas,

armas y dioses tratan de ganarse y llegarán de improviso,

surcando el mar de nuevo; así ve el futuro Calcante.

Advertidos levantaron esta estatua por el numen herido,

por el Paladio, para expiar el crimen funesto.

Y mandó Calcante construir inmensa esta mole

y tejiendo sus tablas levantarla hasta el cielo,

para que entrar no pudiera por las puertas ni cruzar las murallas,

ni proteger a vuestro pueblo bajo su antiguo poder.

Pues si vuestra mano violase el don de Minerva,

una gran maldición sobre el reino de Príamo

y sobre los frigios caería (los dioses la vuelvan antes contra ellos).

Si al contrario por vuestras manos subiera hasta vuestra ciudad,

Asia caería en guerra terrible sobre las murallas de Pélope,

y ésa sería la suerte reservada a nuestros nietos.”

»Resultaba creíble la cosa con tales insidias y la maña

del perjuro Sinón, y capturó con trampas y lágrimas

a quienes ni el Tidida ni Aquiles de Larisa

lograron domar, ni diez años, ni miles de barcos.

»En ese momento un nuevo prodigio mucho más terrible

aparece ante los desgraciados y turba sus pechos confiados.

Laocoonte, sacado a suertes sacerdote de Neptuno,

degollaba en su ara festiva un toro tremendo.

Y mira por dónde (me muero al contarlo), dos grandes serpientes

se lanzan al mar desde Ténedos por la quieta llanura

con curvas inmensas y buscan la costa a la vez;

sus pechos se levantan entre las olas y con crestas

de sangre asoman en el agua, el resto se dibuja

en el mar y retuerce sus lomos enormes en un torbellino.

Suena el silbido en la sal espumante, y ya a tierra llegaban

e inyectados en sangre y en fuego sus ojos ardientes,

sacudían sus bocas silbantes vibrando las lenguas.

Escapamos exangües ante la visión. Aquéllas en ruta certera

buscan a Laocoonte, y primero rodean con su abrazo

los pequeños cuerpos de sus dos hijos y a mordiscos devoran

sus pobres miembros; se abalanzan después sobre aquel

que acudía en su ayuda con las flechas y abrazan

su cuerpo en monstruosos anillos, y ya en dos vueltas

lo tienen agarrado rodeándole el cuello con sus cuerpos de escamas,

y sacan por encima la cabeza y las altas cervices.

Él trata a la vez con las manos de deshacer los nudos,

con las cintas manchadas de sangre seca y negro veneno,

a la vez lanza al cielo sus gritos horrendos,

como los mugidos cuando el toro escapa herido del ara

 

sacudiendo de su cerviz el hacha que erró el golpe.

Se escapan luego los dragones gemelos hacia el alto santuario

y buscan el alcázar de la cruel Tritónide

ya los pies de la diosa, bajo el círculo de su escudo, se esconden.

Entonces fue cuando un nuevo pavor se asoma a los pechos

temblorosos de todos y se dice que Laocoonte había pagado su crimen,

por herir con su lanza la madera sagrada

y llegar a clavar en su lomo la lanza asesina.

Gritan que hay que buscar un lugar a la efigie y ganarse el numen de la diosa.

Rompemos los muros y de la ciudad abrimos las murallas.

Todos manos a la obra ponen ruedas a los pies,

y tienden a su cuello cuerdas de estopa;

atraviesa los muros el ingenio fatal, preñado de armas.

A su lado los mozos y las doncellas cantan sus himnos

y gózanse si pueden tocar con su mano la cuerda;

entra aquél y se desliza, amenazante, hasta el centro de la ciudad.

¡Ay, patria! ¡Ay, Ilión, morada de dioses, y muros

dardánidas, en la guerra famosos! Cuatro veces

justo en el umbral de la puerta se detuvo, otras tantas

gritaron de la panza las armas. Sin embargo, insistimos

inconscientes y en ciego frenesí colocamos

en lo más santo de la fortaleza el monstruo funesto.

Aún entonces Casandra, a quien por mandato del dios los teucros

no creían, abrió su boca para mostrarnos el destino futuro.

¡Pobres de nosotros! Era aquel nuestro último día

y adornamos con festivas guirnaldas los templos de la ciudad.

»Gira el cielo entretanto y del Océano sube la noche

envolviendo en su abrazo de sombra la tierra y el polo

y los engaños de los mirmídones. Repartidos por los muros

callaron los teucros; el sopor se apodera de sus miembros cansados.

Y ya acudía desde Ténedos la falange argiva con las naves formadas

entre el silencio amigo de la luna callada,

buscando la conocida playa, cuando la nave capitana

encendió las antorchas y, protegido por el hado inicuo de los dioses,

libera Sinón a los griegos encerrados en la panza y descorre

a escondidas los cerrojos de pino. Abierto a las brisas

los devuelve el caballo y alegres se lanzan de la hueca

madera los jefes Tesandro y Esténelo y Ulises cruel

bajando por la cuerda tendida, y Acamante y Toante

y el Pelida Neoptólemo y Macaonte el primero,

y Menelao y Epeo, el propio urdidor de la trampa.

Invaden la ciudad sepultada en el sueño y el vino;

son muertos los guardias, y abriendo las puertas reciben

a todos los compañeros y se reúnen los ejércitos cómplices.

»Era el tiempo en que llega el descanso primero a los hombres

cansados y se nos mete dentro, gratísimo regalo de los dioses.

En sueños, atiende, se me apareció tristísimo Héctor

ante mis ojos, derramando un llanto sin fin,

como cuando fue arrebatado por las bigas y negro

del polvo cruento y atravesados por una correa

sus pies tumefactos. ¡Ay de mí y cómo estaba!

¡Qué distinto del Héctor aquel que volvió revestido

de los despojos de Aquiles o que lanzaba los fuegos frigios

a las naves de los dánaos! En desorden la barba

y el cabello encostrado de sangre... y aquellas heridas,

que muchas recibió rodeando de la patria los muros. Entre mis propias lágrimas

me veía llamando al héroe y expresarle estos tristes lamentos:

“¡Oh, luz de Dardania, de los teucros la más firme esperanza!

¿Qué ha podido retenerte? ¿De qué riberas vienes

Héctor ansiado? ¡Cómo te vemos, después de tantas muertes

de los tuyos, agotados por tantas fatigas de los hombres

y de nuestra ciudad! ¿Qué indigna causa tu rostro

sereno manchó? ¿Por qué esas heridas estoy contemplando?”

Nada repuso él a mis vanas preguntas, nada repuso

pero sacando un grave gemido de lo hondo del pecho,

“Ay, ¡huye, hijo de la diosa! -dijo-, líbrate de estas llamas.

Está el enemigo en los muros; Troya se derrumba desde lo más alto.

Bastante hemos dado a la patria y a Príamo. Si con tu diestra pudieras

salvar a Pérgamo, ya por la mía habría sido salvada.

Troya te encomienda sus objetos sagrados y sus Penates.

Tómalos; compañeros de tu suerte, surca el mar

y levanta para ellos unas dignas murallas.”

Dice así y saca del interior del templo las cintas

con sus manos, y Vesta poderosa, y el fuego eterno.

»Se llenan entretanto las murallas de duelos diversos,

y más y más, aunque estaba apartada la casa

de Anquises, mi padre, y los árboles la escondían,

claro se vuelve el sonido y se acerca el horror de las armas.

Salgo de mi sueño y llego subiendo

a lo más alto del tejado y me paro, atento el oído:

como cuando la llama por la ira del Austro

cae sobre el sembrado o el rápido torrente del río inunda

los campos, inunda los alegres sembrados y las labores

de los bueyes y arranca de cuajo los bosques; se queda de piedra,

ignorante, el pastor sobre el alto peñasco escuchando el bramido.

Entonces por fin quedó al descubierto su lealtad y se vieron las trampas

de los dánaos. Ya se derrumba por Vulcano vencida la casa

enorme de Deífobo, ya se incendia muy cerca

Ucalegonte; las anchas aguas del Sigeo relucen de fuego.

Se alza a la vez el clamor de los hombres y el clangor de las tubas.

Cojo, loco, mis armas; nada pienso con ellas sino que arde

mi pecho por reunir un grupo para el combate y con mis amigos

acudir al alcázar; el furor y la ira aceleran

mis ideas y me viene la imagen de una hermosa muerte con las armas.

»Y, mira, Panto que se libró de las flechas aqueas,

Panto de Otris, sacerdote del alcázar y de Febo,

llevando en sus manos los objetos de culto y a los dioses vencidos

y al pequeño nieto, y se dirige, loco, corriendo a las puertas:

“¿Dónde están peor las cosas, Panto? ¿Qué almena ocupamos?”

Sin dejarme hablar me responde gimiendo:

“Ya está aquí el día final y la hora que Dardania no puede

evitar. Hubo troyanos, hubo una Ilión y una gloria inmortal

de los teucros: Júpiter cruel se ha llevado todo

a Argos; los dánaos dominan una ciudad en llamas.

Erguido sin piedad en medio del recinto, el caballo

vomita guerreros y Sinón victorioso, insolente,

incendios provoca. Otros están a las puertas abiertas,

cuantos a miles llegaron de Micenas la grande;

otros han ocupado con lanzas enhiestas las calles

strechas; se levanta una línea de hierro, dispuesta a morir,

trazada de filos brillantes; apenas intentan la lucha

los primeros centinelas de las puertas y resisten a ciegas:”

Por estas palabras del hijo de Otris y el numen divino

me lanzo al combate y a las llamas a donde me convoca la Erinia

funesta y el estruendo, y el clamor que se eleva hasta el cielo.

Se me unen mis amigos Ripeo y el famoso guerrero

Épito, que descubrí a la luz de la luna, e Hípanis y Dimante

se ponen también a nuestro lado y el joven Corebo

hijo de Migdón: justo por entonces a Troya

acababa de llegar ardiente de amor insano por Casandra

y como yerno brindaba su ayuda a los frigios y a Príamo,

¡pobre de él, que no oyó los consejos de una esposa inspirada!

En cuanto los vi juntos, enardecidos por combatir,

comienzo a decirles "Jóvenes, corazones en vano valientes,

si abrigáis un inmenso deseo de seguir al que quiere

llegar hasta el fin, estáis viendo qué suerte es la nuestra.

Han abandonado los templos y han dejado las aras los dioses

que un día mantuvieron en pie nuestro imperio: acudís en ayuda

de una ciudad en llamas. ¡Caigamos en el centro del combate!

La única salvación para el vencido es no esperar salvación alguna.”

Logré encender de esta forma las almas de los jóvenes. Y luego,

como lobos rapaces en la oscura niebla, a quienes un hambre terrible

los lanza fuera, ciegos, ysuscachorros abandonados esperan

con las fauces secas, entre dardos, entre los enemigos

buscamos una muerte segura avanzando hacia el centro de la ciudad;

una negra noche vuela sobre nosotros con su cóncava sombra.

¿Quién puede narrar el desastre de la noche aquella,

quién tanta muerte, o puede igualar las fatigas con lágrimas?

Se derrumba una antigua ciudad que reinó muchos años;

hay muchísimos cuerpos inertes por todas las calles

y por las mansiones y los sagrados umbrales de los dioses.

Mas no sólo los teucros pagaban su pena con sangre,

que a veces también el valor retorna al corazón de los vencidos

y caen los dánaos vencedores. Por todas partes un duelo

cruel, por todas partes el miedo y la imagen repetida de la muerte.

Andrógeo de los dánaos fue el primero en acercarse a nosotros, ignorante,

con gran compañía, pensando en tropa de su bando;

es más, se dirige a nosotros con palabras amigas:

“¡Aprisa, soldados! Pues ¿qué pereza tan inoportuna

os retrasa? Otros toman ya botín y Pérgamo saquean

en llamas, ¿y vosotros llegáis aún de las altas naves?”

Dijo, y al punto advirtió (pues que no se le daban respuestas

creíbles) que había caído entre sus enemigos.

De piedra se quedó y a un tiempo volvió atrás pies y palabras.

Como el que al poner pie en el suelo entre ásperas zarzas

pisó una serpiente, sin verla, y huye al instante asustado

de la que hincha ya su cuello azulenco y se encrespa de ira.

No de otro modo se marchaba Andrógeo tembloroso por lo que veía.

Nos lanzamos y los rodeamos en un bosque de armas,

y los aplastamos al no saber donde estaban, parados

de espanto; favorece Fortuna nuestra empresa primera.

Y entonces Corebo, saltando de gozo ante el éxito, dice:

"Sigamos, amigos, por donde Fortuna primero

nos muestra el camino y por donde aparece mejor;

cambiemos las armas y tomemos los estandartes

de los dánaos. Trampa o valor, ¿quién demandará al enemigo?

Ellos nos darán sus armas." Tras así decir se coloca

el emplumado yelmo de Andrógeo y la preciada prenda de su escudo

y acomoda a su costado la espada de un argivo.

Lo mismo Ripeo, lo mismo hace Dimante y alegres también

los jóvenes todos: cada cual se va armando con el botín reciente.

Avanzamos mezclados con los dánaos bajo un numen adverso

y, en la ciega noche enfrentados, combates innúmeros

nos vimos trabando, y a muchos aqueos enviamos al Orco.

Unos huyen a sus naves y buscan corriendo la costa

segura; otros miedo cobarde al enorme caballo

trepan de nuevo y en la madera amiga se ocultan.

»¡Ay, que en nada puede uno confiar contra la voluntad de los dioses!

Mira cómo arrastran de los cabellos a la hija de Príamo,

a Casandra la virgen, fuera del templo y la morada de Minerva,

levantando hacia el cielo sus ojos ardientes en vano,

sus ojos, que sus manos de niña cadenas las atan.

No soportó este espectáculo, enloqueciendo, Corebo,

y se lanzó dispuesto a morir en medio del ejército;

todos le seguimos y caemos dentro de un bosque de armas.

Y primero somos abatidos por las flechas que lanzan

desde el tejado de un templo los nuestros y se hizo terrible matanza

por la apariencia de nuestras armas y el error de los griegos penachos.

Después se presentan los dánaos por todos lados gritando de ira

por haberles quitado la doncella, el acérrimo Áyax

y los dos hijos de Atreo y el ejército entero de los dólopes.

Como cuando en quebrado remolino los vientos contrarios

se enfrentan, el Céfiro y el Noto y el alegre Euro

 

con sus orientales caballos; gritan los bosques y el espumoso Nereo

con su tridente se agita y sacude desde el fondo profundo los mares.

También acuden aquellos a quienes engañamos con trampas

en lo oscuro de la noche y perseguimos por toda la ciudad;

advierten los primeros los dardos y los engañosos escudos

y señalan por el sonido las lenguas discordantes.

E inmediatamente nos aplastan con su número y el primero Corebo

cayó junto al altar de la diosa armipotente por mano

de Penéleo; cae así mismo Ripeo, el hombre más justo

que hubo entre los teucros y el mejor cumplidor de lo bueno

(otra cosa pareció a los dioses); también Hípanis y Dimante perecen

atravesados por sus compañeros, y, Panto, ni tu mucha piedad

ni las cintas de Apolo de caer te libraron.

¡Ay, cenizas de Ilión y llama final de los míos! Os pongo

por testigos de que nada rehuí en vuestra ruina,

ni flechas ni nada, y de que habría caído a manos de los dánaos

si lo hubiera querido mi sino. De allí nos marchamos,

Ífito y Pelias conmigo (a Ífito la edad lo retrasa

y tardo vuelve a Pelias la herida de Ulises),

atraídos por un griterío que venía del palacio de Príamo.

Aquí sí que vemos un combate tremendo; como si

no hubiera más guerra y nadie muriera en toda la ciudad,

así vemos a un indómito Marte y a los dánaos tratando de entrar

en palacio y la puerta atacada por tenaz ariete.

Se pegan las escalas a los muros y justo bajo la puerta

se apoyan en los escalones y cubiertos con los escudos

en la izquierda hacia los dardos se lanzan y tocan con su diestra los aleros.

Por el contrario, arrancan los Dardánidas las torres y todos

los tejados de las casas; con tales armas cuando ven el final

se aprestan a la defensa en la hora postrera de la muerte,

y las doradas vigas, altivo adorno de los antiguos padres,

hacen rodar; forman otros, espadas enhiestas, en las últimas

puertas, que en fila cerrada vigilan.

Oso Nos lanzan nuestros corazones a defender la morada del rey

y brindar ayuda a esos valientes, sumando nuestro brazo a los vencidos.

»Había una entrada y una puerta falsa y un pasadizo

entre las casas de Príamo, por la parte de atrás,

por donde solía la infeliz Andrómaca, cuando era fuerte su reino,

ir sin compañía con frecuencia a casa de sus suegros

y llevarle al abuelo al pequeño Astianacte.

Así que paso por ahí a lo más alto del tejado, desde donde

los pobres teucros arrojaban sus dardos inútiles.

De su elevada base arrancamos y empujamos la torre aquella

que se alzaba sobre el vacío hasta los astros,

levantada en la parte más alta, de donde Troya entera solía

contemplarse y las naves de los dánaos y el campamento aqueo,

cavando con el hierro alrededor ahí donde los bordes de las tablas

presentaban junturas abiertas. Se vino abajo de repente, gran ruina

produjo con estruendo y en gran extensión cayó sobre las tropas

de los dánaos. Mas otros acuden y no cesa entretanto

toda clase de piedras y dardos.

»Ante la misma entrada y en el umbral primero, salta

Pirro de gozo entre las flechas, brillando con la luz de sus bronces;

como una culebra que comió malas hierbas cuando sale a la luz;

el helado invierno la mantenía hinchada bajo tierra,

pero ahora, dejando su piel vieja, con la nueva de juventud reluce

y, estirándose al sol, agita irguiendo el pecho

su lomo brillante y vibra su boca de triple lengua.

A la vez el gran Perifante y el que llevó los caballos de Aquiles,

Automedonte, su escudero, y a la vez toda la juventud de Esciros

al palacio se acercan y lanzan sus llamas al tejado.

Pirro entre los primeros rompe la puerta a hachazos

terribles y arranca de cuajo las jambas de bronce;

y ya parte de una viga y ataca la firme madera

abriendo un enorme agujero de boca muy ancha.

Ya se ve el interior de la casa y se abren los amplios atrios;

ya aparecen las habitaciones de Príamo y los reyes de antes

y se ve a los guerreros que están en la entrada.

Y el interior del palacio ve mezclarse gemidos

y mísero tumulto, y con el ulular dolorido de mujeres

resuenan los huecos de la casa; hiere los astros de oro el clamor.

Vagan también las madres asustadas por las salas inmensas

y a los postes se abrazan y los llenan de besos.

Pirro arremete con la fuerza de su padre y contra él no valen

ni cerrojos ni guardias; se tambalea la puerta

a golpes de ariete y sacadas de su quicio caen las jambas.

Se abre un camino de violencia. Rompen la entrada y los dánaos

que pasan matan a los primeros y llenan de soldados el lugar.

Que tanto no hace espúmea corriente cuando rompe su cauce,

y se lanza y vence con su remolino a las moles que frente le hacen

y arrasa enloquecida los sembrados y por todos los campos

confunde ganados y establos. Y con estos ojos ni a Neoptólemo

loco de sangre y a los dos Atridas en la puerta,

yo vi a Hécuba y a sus cien nueras y a Príamo por los altares

manchando de sangre los fuegos que había consagrado.

Aquellas cincuenta alcobas, esperanza tan grande de nietos,

cayeron y cayeron sus puertas orgullosas del oro y el botín

de los bárbaros; llegan los dánaos donde no llega el fuego.

»Y quizá me preguntes también cuál fue el sino de Príamo.

Cuando vio la ruina de su ciudad conquistada y abatidos

los umbrales de palacio y al enemigo dentro de su casa,

en vano toma el viejo en sus hombros temblorosos las armas

[enmohecidas tiempo ha, por la edad

y se ciñe el hierro inútil y lánzase a morir entre los enemigos.

Había un altar al aire libre, en medio del recinto sagrado,

enorme, y a su lado un laurel muy antiguo

que caía sobre el ara y abrazaba con su sombra los Penates.

Estos altares en vano rodean Hécuba y sus hijas

que aquí se juntan como palomas que la negra tempestad empuja,

y estaban sentadas abrazando las estatuas de los dioses.

Mas cuando vio nada menos que a Príamo ceñido

con las armas de un joven: “¿Qué idea tan loca, pobre esposo mío,

te ha llevado a armarte de ese modo? -dijo-, ¿a dónde corres?

No precisa esta hora de ayudas así ni de defensores

como tú; no, ni aunque mi Héctor estuviera con nosotros.

Anda, ven aquí. El altar nos protejerá a todos,

o moriremos juntos,” Y al callar lo abrazó

en su regazo y sentó al anciano en el lugar sagrado.

»Y ahí va por su lado Polites, uno de los hijos de Príamo,

escapado de las manos de Pirro, y recorre en su huida

los largos pórticos entre las flechas, entre los enemigos,

y pasa herido por las habitaciones vacías. Pirro le persigue

ansioso por herirle de muerte y ya casi lo tiene y le da con su lanza.

Cuando por fin escapa y llega hasta los ojos y el rostro de sus padres,

es ya para morir y perder entre mucha sangre la vida.

Príamo entonces, aunque casi lo abraza la muerte,

no calló sin embargo ni evitó dar gritos de ira:

“A ti, a ti -exclama-, por este crimen, por todo lo que has hecho,

si hay aúnen el cielo alguna piedad que vigile estas cosas,

te paguen los dioses precio justo y el premio adecuado,

por haberme hecho verla muerte de mi hijo

y manchar con tu crimen la mirada de sus padres.

No se portó de esa manera el gran Aquiles, del que te mientas hijo,

con su enemigo Príamo; que respetó los sagrados derechos

de un suplicante y me dejó enterrar el cuerpo exangüe

de mi Héctor y me devolvió a mi reino.”

Dejó de hablar el anciano y lanzó sin fuerzas una flecha

inocente que rechazó sin más el bronco bronce

y quedó inútilmente colgando del escudo en el centro.

Y entonces Pirro: “Llévale esto y sé mi mensajero

ante el Pelida, mi padre. Y no olvides contarle

las tristes hazañas de un Neoptólemo degenerado.

Ahora, muere.” Así diciendo justo hasta el altar

lo arrastró, tembloroso y resbalando en la sangre de su hijo;

con la izquierda cogió su cabello, desenvainó con la diestra

su espada brillante y la hundió en el costado hasta la empuñadura.

Éste fue el fin de los hados de Príamo, esta muerte le cupo en suerte

tras ver el incendio de Troya y la ruina de Pérgamo,

a él, otrora orgulloso señor de tantos pueblos y tierras

de Asia. Yace enorme su tronco en la playa,

arrancada de los hombros la cabeza y sin nombre su cuerpo.

»Entonces por vez primera se apoderó de mí cruel horror.

Me quedé estupefacto; la imagen me vino de mi querido padre

cuando vi exhalar el último aliento al rey de su edad

por herida cruel; pensé en Creúsa abandonada,

y mi casa saqueada y la muerte de mi pequeño Julo.

Miro atrás y reviso la tropa que aún tengo.

Todos me abandonaron agotados y saltaron a tierra

o entregaron sus cuerpos heridos a las llamas.

[»Y quedaba yo sólo cuando veo a la hija de Tindáneo

guardando el templo de Vesta y escondida en silencio

en un lugar secreto; los incendios iluminan

mi vagar y a todas partes dirijo mis ojos.

Temiendo de antemano el odio de los teucros por la caída de Pérgamo

y el castigo de los dánaos y la ira de su esposo abandonado,

Erinia común de Troya y de su patria,

se había escondido y, odiada, estaba sentada en los altares.

Llamas ardieron en mi corazón; una ira me nace por vengar a mi patria