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100 Clásicos de la Literatura

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No sabía qué pensar o hacer en tales circunstancias. Después de todo, ¿qué había de nuevo en todo lo que acababa de oír que no pudiera esperar de lo que ya sabía? ¿Acaso no sabía que los nefandos Exteriores tenían ahora libre acceso a la granja? Sin duda, Akeley debió verse sorprendido por una inesperada visita de aquellos seres. Pero algo había en aquella fragmentaria conversación que me produjo un tremendo escalofrío, suscitando las más grotescas y espantosas dudas y haciéndome desear fervientemente que me despertase y comprobase que no había sido sino un sueño. A mi juicio, mi subconsciente debió captar algo que aún no había reconocido a nivel consciente. Pero ¿y Akeley? ¿Acaso no era mi amigo y habría tratado de evitar por todos los medios que se me infligiera el menor daño? Los apacibles ronquidos que subían de la planta inferior no hacían sino dejar en ridículo todos los temores que repentinamente se habían apoderado de mí.

¿No sería posible que estuvieran aprovechándose de Akeley y lo utilizaran de cebo para atraerme a las montañas con las cartas, las fotografías y la grabación fonográfica? ¿Buscaban aquellos seres nuestra destrucción porque habíamos llegado a saber demasiado? De nuevo me vino a la cabeza el insólito y abrupto cambio operado entre la penúltima y la última carta de Akeley. Algo, mi instinto me lo decía, no encajaba nada bien en todo aquello. Las cosas no eran lo que parecían. Aquel amargo café que rehusé tomar… ¿no habría sido un intento de drogarme por parte de alguna fuerza oculta y desconocida? Tenía que hablar con Akeley y sin perder un segundo, y hacer que recobrase el sentido de las cosas. Aquellos seres le tenían hipnotizado con sus promesas de revelaciones cósmicas, pero ya era hora de que atendiese a razones. Debíamos salir de allí antes de que fuese demasiado tarde. Si Akeley carecía de la fuerza de voluntad necesaria para recobrar la libertad, trataría de infundírsela yo. Y si no lograba persuadirle para salir de allí, al menos me iría yo. Supongo que me permitiría llevarme su Ford, y luego se lo dejaría en un garaje de Brattleboro. Lo había visto en el cobertizo —la puerta estaba sin cerrar y abierta ahora que el peligro parecía haber pasado— y me imaginé que estaría listo para utilizarlo. La momentánea aversión que me produjo Akeley en el transcurso y después de la conversación que mantuvimos por la tarde había desaparecido por completo. Se hallaba en una situación muy parecida a la mía, y debíamos correr la misma suerte. Sabiendo lo mal que se encontraba, detestaba tener que despertarle en semejante trance, pero no me quedaba otro remedio. Tal como estaban las cosas, no podía permanecer en aquel lugar hasta que amaneciera.

Finalmente me sentí con fuerzas, y me desperecé enérgicamente para recobrar el dominio de mis músculos. Levantándome con una precaución más impulsiva que premeditada, agarré el sombrero y me lo puse encima, cogí la maleta y comencé a bajar las escaleras con ayuda de la linterna. En mi nerviosismo, seguí sin soltar el revólver que llevaba en la mano derecha, y con la izquierda cogí la maleta y la linterna. En realidad no sé por qué tomé tales precauciones, pues simplemente me dirigía a despertar a la única persona a excepción de mí mismo que se hallaba en aquella casa.

Mientras bajaba medio de puntillas los crujientes escalones que llevaban al vestíbulo de entrada, pude oír con mayor nitidez que alguien dormía por los ruidos que salían de la habitación que había a mi izquierda: el cuarto de estar en el que no había entrado. A mi derecha se abría la densa oscuridad del estudio en que había oído las voces. Abrí la puerta sin cerrar del cuarto de estar y dirigí la luz de la linterna hacia el lugar donde se oían los ronquidos, dirigiéndola finalmente a la cara de quien se encontraba allí durmiendo. Pero al instante aparté la luz de aquel rincón e inicié una sigilosa retirada hacia el vestíbulo. Esta vez mi precaución tenía un fundamento racional a la vez que instintivo: quien dormía en el sofá no era ni mucho menos Akeley, sino el que fuera mi guía, Noyes.

No me hacía una idea clara de qué era lo que realmente pasaba allí, pero el sentido común me dijo que lo más prudente era averiguar cuanto fuese posible antes de despertar a nadie. De vuelta en el vestíbulo, eché silenciosamente el cerrojo de la puerta del cuarto de estar detrás de mí, con lo que se vieron muy reducidas las posibilidades de que Noyes se despertara. Con suma precaución entré seguidamente en el oscuro estudio, donde esperaba encontrar a Akeley, ya fuese dormido o despierto, en la butaca del rincón en que solía descansar. Según avanzaba, el haz de mi linterna se posó en la gran mesa, iluminando uno de los diabólicos cilindros conectado a las máquinas visual y auditiva, a cuyo lado había una máquina parlante, lista para ser conectada en cualquier momento. Me imaginé que debía tratarse del cerebro envasado al que había oído hablar durante la horripilante alocución que hube de aguantar. Incluso se me pasó por la cabeza el perverso impulso de conectarlo a la máquina parlante y ver qué decía.

Debió advertir mi presencia, pues aquellos dispositivos visuales y auditivos no podían dejar de detectar el haz de luz de la linterna ni el débil crujir del suelo bajo mis pies. Pero, finalmente, no me atreví a tocarlo. De pasada, vi que se trataba del nuevo y reluciente cilindro con el nombre de Akeley que había visto encima del estante y que mi anfitrión me rogó que no tocara. Cuando pienso en aquel momento, no hago sino lamentar mi cobardía por no atreverme a hacer hablar al aparato. ¡Dios sabe qué misterios y espantosas dudas y cuestiones sobre su identidad podría haber despejado! Aunque, después de todo, quizá hice bien en no tocarlo.

De la mesa dirigí la linterna al rincón donde creía que estaría Akeley, pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que en el butacón no había nadie, ni dormido ni despierto. Por el suelo, arrastrando del asiento, vi el viejo y familiar batín de Akeley, y junto a él la bufanda amarilla y los grandes vendajes para los pies que tanta extrañeza me causaron. Como dudara, haciendo cábalas sobre el paradero de Akeley y por qué se habría desembarazado de repente de sus prendas de enfermo observé que había desaparecido de la habitación el extraño olor y sensación vibratoria que había experimentado antes. ¿A qué se debería? Curiosamente, caí en la cuenta de que sólo lo había notado en la proximidad de Akeley. Aquellas sensaciones eran más intensas en el rincón donde él estaba sentado, e inexistentes fuera del estudio o de las inmediaciones de su entrada. Me detuve, dejando vagar al haz de la linterna por el estudio a oscuras y devanándome los sesos por tratar de encontrar una explicación ante el nuevo cariz que tomaba el caso.

Ojalá hubiera salido sigilosamente de aquel lugar antes de dejar que la luz de la linterna volviera a recaer sobre el sillón vacío. A lo que se ve, no obré con excesiva cautela al salir, pues solté una ahogada exclamación que debió sobresaltar, aunque no despertar del todo, al centinela que dormía al otro lado del vestíbulo. Aquel grito, y los ronquidos aún no interrumpidos de Noyes, fueron los últimos sonidos que oí en aquella tenebrosa granja al pie de la oscura y frondosa cima de la montaña encantada ¡todo un foco de horror trans-cósmico entre las desoladas montañas verdes y los maldicientes arroyos de aquella espectral campiña!

Lo raro es que con la precipitación no dejara caer la linterna, la maleta y el revólver, pero lo cierto es que no perdí nada. Conseguí salir de la habitación y de la casa sin hacer más ruidos, llegar, junto con mis pertenencias, hasta el viejo Ford que se encontraba en el cobertizo y poner en marcha aquel vejestorio, y emprendí una loca huida en busca de algún lugar seguro a través de la noche oscura y sin luna. Lo que siguió fue una escena de delirio digna de la pluma de un Poe o Rimbaud o del lápiz de un Doré, pero finalmente llegué a Townshend. Eso es todo. Si aún estoy en mi sano juicio, puedo considerarme más que afortunado. A veces recelo ante lo que nos depara el futuro, sobre todo ahora que tan sorprendentemente ha sido descubierto el nuevo planeta Plutón.

Como he dicho, después de recorrer toda la habitación dejé que la luz de la linterna se posara en el vacío butacón. Por vez primera, advertí la presencia sobre el asiento de varios objetos que apenas dejaban ver los pliegues sueltos del batín. Eran los objetos, tres en total, que los investigadores no encontraron en su posterior visita a la granja. Como dije al principio, no tenían nada de horroroso en apariencia. El problema radicaba en lo que dejaban intuir. Incluso ahora hay momentos en que me asaltan dudas… momentos en los que casi llego a aceptar el escepticismo de quienes atribuyen aquella irrepetible experiencia al sueño, a los nervios o a un simple espejismo.

Los tres objetos eran dispositivos endiabladamente sofisticados, e iban provistos de ingeniosas pinzas metálicas que se conectaban a articulaciones orgánicas de las que, francamente, prefiero no hacer conjetura alguna. Espero, lo espero con toda mi alma, que se tratara simplemente de las obras en cera de un escultor magistral, no obstante lo que mis más recónditos temores me inducen a pensar. ¡Dios mío! ¡Aquel susurrador en la oscuridad con su enfermizo olor y sus vibraciones! Brujo, emisario, portavoz del averno, ser ajeno a este mundo… aquel espantoso y amortiguado susurro… y todo el tiempo en aquel cilindro nuevo y reluciente del estante… pobre diablo… «Prodigiosa destreza quirúrgica, biológica, química, mecánica…»

Pues lo que había encima del butacón, perfectos en apariencia hasta el menor y más inimaginable detalle, eran el rostro y las manos de Henry Wentworth Akeley.

La Eneida

Por

Publio Virgilio Marón

 

LIBRO I

Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya

llegó el primero a Italia prófugo por el hado y a las playas

lavinias, sacudido por mar y por tierra por la violencia

de los dioses a causa de la ira obstinada de la cruel Juno,

tras mucho sufrir también en la guerra, hasta que fundó la ciudad

y trajo sus dioses al Lacio; de ahí el pueblo latino

y los padres albanos y de la alta Roma las murallas.

Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen

o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas

empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente

a tanta fatiga. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?

Hubo una antigua ciudad que habitaron colonos de Tiro,

Cartago, frente a Italia y lejos de las bocas

del Tiber, rica en recursos yviolenta de afición a la guerra;

de ella se dice que Juno la cuidó por encima de todas las tierras,

más incluso que a Samos. Aquí estuvieron sus armas,

aquí su carro; que ella sea la reina de los pueblos,

si los hados consienten, la diosa pretende e intenta.

Pero había oído que venía una rama de la sangre troyana

que un día habría de destruir las fortalezas tirias;

para ruina de Libia vendría un pueblo poderoso

y orgulloso en la guerra; así lo hilaban las Parcas.

Eso temiendo y recordando la hija de Saturno otra guerra

que ante Troya emprendiera en favor de su Argos querida,

que aún no habían salido de su corazón las causas del enojo

ni el agudo dolor; en el fondo de su alma

clavado sigue el juicio de Paris y la ofensa de despreciar

su belleza y el odiado pueblo y los honores a Ganimedes raptado.

Más y más encendida por todo esto, agitaba a los de Troya

por todo el mar, resto de los dánaos y del cruel Aquiles,

y los retenía lejos del Lacio. Sacudidos por los hados

vagaban ya muchos años dando vueltas a todos los mares.

Empresa tan grande era fundar el pueblo de Roma.

Apenas daban velas, alegres, a la mar alejándose de las tierras

de Sicilia y surcaban con sus quillas la espuma de sal

cuando Juno, que guarda en su pecho una herida ya eterna,

pensó: «¿Desistiré, vencida, de mi intento

y no podré mantener apartado de Italia al rey de los teucros?

En verdad se me enfrentan los hados. ¿No pudo quemar Palas

la flota de los griegos y hundirlos a ellos mismos en el mar,

por la culpa y la locura de uno solo, de Áyax Oileo?

Ella fue quien lanzó de las nubes el rápido fuego de Jove

y dispersó las naves y dio la vuelta al mar con los vientos;

y a él mientras moría con el pecho atravesado de llamas

se lo llevó en un remolino y lo clavó en escollo puntiagudo.

Y yo, reina que soy de los dioses y de Júpiter

hermana y esposa, contra un solo pueblo tantos años ya

hago la guerra. ¿Acaso alguien querrá adorar

el numen de Juno o suplicante rendirá honor a sus altares?»

En su pecho encendido estas cuitas agitando la diosa

a la patria llegó de los nimbos, lugares preñados de Austros furiosos,

a Eolia. Aquí en vasta caverna el rey Éolo

sujeta con su mando a los vientos que luchan y a las tempestades

sonoras y los frena con cadenas y cárcel.

Ellos enfurecidos hacen sonar su encierro del monte

con gran ruido; Éolo se sienta en lo alto de su fortaleza

empuñando su cetro y suaviza los ánimos y atempera su enojo.

Si así no hiciera, en su arrebato se llevarían los mares sin duda

y las tierras y el cielo profundo y los arrastrarían por los aires.

Pero el padre todopoderoso los escondió en negros antros,

eso temiendo, y la mole de un monte elevado

puso encima y les dio un rey que con criterio cierto

supiera sujetar o aflojar sus riendas según se le ordenase.

Y a él entonces Juno se dirigió suplicante con estas palabras:

«Éolo (pues a ti el padre de los dioses y rey de los hombres

te confió calmar las olas y alzarlas con el viento),

un pueblo enemigo mío navega ahora por el mar Tirreno,

y se lleva a Italia Ilión y los Penates vencidos.

Insufla fuerza a tus vientos y cae sobre sus naves, húndelas,

o haz que se enfrenten y arroja sus cuerpos al mar.

Tengo catorce Ninfas de hermoso cuerpo,

de las que Deyopea es quien tiene más bonita figura;

la uniré a ti en matrimonio estable y haré que sea tuya,

para que por tus méritos pase todos los años

contigo y te haga padre de hermosa descendencia.»

A lo que Éolo repuso: «Cosa tuya, oh reina, saber

lo que deseas; a mí aceptar tus órdenes me corresponde.

Tú pones en mis manos este reino y me ganas el cetro y a Jove,

tú me concedes asistir a los banquetes de los dioses

y me haces señor de los nimbos y las tempestades.»

Luego que dijo estas cosas, golpeó con su lanza el costado

del hueco monte y los vientos, como ejército en formación de combate,

por donde se les abren las puertas se lanzan y soplan las tierras con su torbellino.

Cayeron sobre el mar y lo revuelven desde lo más hondo,

a una el Euro y el Noto y el Ábrego lleno

de tempestades, y lanzan vastas olas a las playas.

Se oye a la vez el grito de los hombres y el crujir de las jarcias;

las nubes ocultan de pronto el cielo y el día

de los ojos de los teucros, una negra noche se acuesta sobre el ponto,

tronaron los polos y el éter reluce con frecuentes relámpagos

y todo se conjura para llevar la muerte a los hombres.

Se aflojan de pronto de frío las fuerzas de Eneas,

gime y lanzando hacia el cielo ambas palmas

dice: «Tres veces y cuatro veces, ay, bienaventurados

cuantos hallaron la muerte bajo las altas murallas de Troya,

a la vista de sus padres. ¡Oh, el más valiente de los dánaos,

Tidida! ¡Y no haber podido yo caer de Ilión en los campos

a tus manos y que hubieras librado con tu diestra esta alma mía

donde fue abatido el fiero Héctor por la lanza del Eácida,

donde el gran Sarpedón, donde el Simunte arrastra

en sus aguas tanto yelmo y escudo, y tantos cuerpos esforzados!»

Cuando así se quejaba un estridente golpe del Aquilón

sacude de frente la vela y lanza las olas a las estrellas.

Se quiebran los remos, se vuelve la proa y ofrece

el costado a las olas, viene después enorme un montón de agua;

unos quedan suspendidos en lo alto de la ola; a estos otros se les abre el mar

y les deja ver la tierra entre las olas en agitado remolino de arena.

A tres las coge y las lanza el Noto contra escollos ocultos

(a esos escollos que asoman en medio del mar los llaman los ítalos Aras,

enorme espina de la superficie del agua), a tres el Euro las arrastra

de alta mar a los bajíos y a las Sirtes, triste espectáculo,

y las encalla en los vados y las cerca de un banco de arena.

A una que llevaba a los licios y al leal Orontes,

ante sus propios ojos la golpea en la popa una ola gigante

cayendo de lo alto: la sacudida arrastra de cabeza

al piloto, rodando; a aquélla tres veces la hace girar

la tromba en su sitio antes de que la trague veloz torbellino.

Desperdigados aparecen algunos nadando en la amplia boca,

las armas de los hombres, los tablones y el tesoro troyano entre las olas.

Ya la nave poderosa de Ilioneo, ya la del fuerte Acates

y la que lleva a Abante y la de Aletes el anciano

la tempestad las vence; por las maderas sueltas de los flancos

reciben todas el agua enemiga y se abren en rendijas.

Entretanto Neptuno advirtió por el ruido tan grande que el mar se agitaba,

se desataba la tormenta y el agua volvía de los profundos abismos

y, gravemente afectado, miró desde lo alto

sacando su plácida cabeza por encima del agua.

Ve por todo el mar la flota deshecha de Eneas,

y a los troyanos atrapados por las olas y la ruina del cielo;

y no se le escaparon al hermano las trampas y la ira de Juno.

Así que llama ante él al Céfiro y al Euro, y así les dice:

«¿A tanto ha llegado el orgullo de la raza vuestra?

¿Ya revolvéis el cielo y la tierra sin mi numen, vientos,

y os atrevéis a levantar moles tan grandes?

Os voy a... Pero, antes conviene volver a componer las olas agitadas.

Más adelante pagaréis con pena bien distinta vuestro atrevimiento.

Marchaos ya de aquí y decid esto a vuestro rey:

el gobierno del mar y el cruel tridente no a él,

sino a mí, los confió la suerte. Se ocupa él de las rocas enormes,

Euro, vuestras moradas; que se jacte en aquella residencia

Éolo y reine en la cerrada cárcel de los vientos.»

Así habla, y antes de decirlo aplaca el mar hinchado

y dispersa el montón de nubes y vuelve a traer el sol.

Cimótoe y Tritón intentan a la vez sacar las naves

del filoso escollo; las alza él con su propio tridente

y abre las vastas Sirtes y serena el mar

y recorre la cresta de las olas con sus ruedas ligeras.

Y como en un gran pueblo cuando a menudo surge

el motín y se enciende el corazón de los villanos,

y vuelan ya piedras y antorchas y la locura sirve a las armas.

Entonces, si pueden ver a un hombre de grave piedad

y méritos, callan y se detienen a su lado con el oído atento;

él gobierna con palabras sus ímpetus y ablanda sus corazones:

así decayó todo ruido en el mar luego que el padre

contemplando la superficie y llevado a cielo abierto

conduce sus caballos y vuela dando rienda suelta a su carro.

Los agotados Enéadas intentan ganar a la carrera

las costas más próximas y se dirigen hacia las playas de Libia.

Hay un lugar en una profunda ensenada y, ofreciendo sus costados,

una isla lo hace puerto rompiendo contra ellos cuanta ola

viene del mar, que se divide en arcos de reflujo.

Aquí y allá vastos roquedales y farallones gemelos

amenazan al cielo, bajo la cima de los cuales calla

en gran extensión un mar seguro; se añade por encima un decorado

de selvas relucientes y se alza un negro bosque de horrible sombra.

Una gruta se abre enfrente, de colgantes escollos;

dentro, aguas dulces y sitiales en la roca viva,

morada de Ninfas. Se sujetan aquí las naves cansadas

sin maroma alguna, no las ata el ancla con su curvo mordisco.

Aquí llega Eneas con las siete naves que reunir pudo

del número total, y desembarcando con gran ansia de tierra

toman los troyanos posesión de la anhelada arena

y tienden en la playa los cuerpos de sal entumecidos.

Y primero Acates le hizo brotar al pedernal la chispa

y prendió con ella unas hojas y puso alrededor

árido alimento y raudo sacó del pábulo la llama.

Luego, cansados de fatigas, sacan el alimento de Ceres

que el agua empapó y las armas cereales y se aprestan

a tostar en las llamas la comida rescatada y a entregarla al molino.

Trepa mientras Eneas al acantilado y revisa a lo lejos

cuanto se ve del mar, por si divisar puede a alguno

arrastrado por el viento, y las birremes frigias, a Anteo

o a Capis o las armas de Caíco en lo alto de sus popas.

Ninguna nave a la vista, observa sin embargo a tres ciervos

vagando por la playa; sigue por detrás entera

la manada y pace larga formación por los valles.

Se detiene entonces y empuña al punto el arco y las veloces

flechas, las armas que el fiel Acates le llevaba,

y abate los primeros a los que van delante con la cabeza erguida.

de cuernos como árboles, después a la tropa y alborota

a toda la manada acosándolos con sus disparos en el espeso bosque;

 

y no paró hasta que, vencedor, siete hermosos ejemplares

pone en el suelo, hasta igualar el número de naves;

luego vuelve al puerto y entre todos los compañeros los reparte.

Distribuye después el vino que el buen Acestes había puesto en orzas

Y les había entregado el héroe cuando dejaban la costa trinacria,

y consuela sus afligidos corazones con estas palabras:

«Compañeros míos (pues que no ignoramos lo que son desgracias),

cosas más graves, habéis sufrido, y a éstas también un dios pondrá fin.

Habéis pasado ya la rabia de Escila y los escollos que resuenan

fuertemente, y conocéis también las piedras del Ciclope:

recobrad el ánimo y deponed ese triste temor,

que quizá hasta esto recordaremos un día con gusto.

Entre diversas fatigas, entre tantas circunstancias adversas

buscamos el Lacio, donde nos muestran los hados

sedes apacibles; allí renacer deben los reinos de Troya.

Aguantad y guardaos para tiempos mejores.»

Así dice, y aunque graves cuitas lo afligen,

simula esperanza en su rostro, guardando en su pecho una pena profunda.

Ellos se aprestan al botín y van preparando la comida;

separan el lomo de las costillas y las vísceras sacan;

unos lo cortan en trozos que clavan, temblando, en los asadores,

colocan otros los calderos en la playa y se encargan del fuego.

Recobran luego las fuerzas comiendo y echados en la hierba

se llenan de un Baco añejo y de pingüe carne.

Después de saciar su hambre con el banquete y retirar la mesa,

echan de menos en larga plática a los amigos perdidos,

divididos entre la esperanza y el miedo, pensando bien que viven,

bien que han llegado al final y no les oirán llamarlos.

Y en especial el piadoso Eneas lamenta la pérdida ya del fiero

Orontes, ya de Amico y el destino cruel de Lico

y al valiente Gías y al valiente Cloanto.

Y habían ya acabado cuando Júpiter de lo alto del éter,

mirando el mar velero y las tierras que se extienden

y las costas y los dilatados pueblos, así se detuvo

en la cima del cielo y clavó sus ojos en los reinos de Libia.

Y a él que revolvía en su pecho cuitas tales,

afligida yllenos de lágrimas sus ojos brillantes,

se dirige Venus: «Oh, tú que gobiernas con poder eterno

las cosas humanas y divinas y aterrorizas con el rayo.

¿Qué delito tan grande ha podido cometer mi Eneas

contra ti? ¿Cuál los troyanos que ven cerrarse ante Italia

el orbe entero de las tierras cuando tantas muertes han sufrido?

Cierto es que has prometido que de aquí al correr del tiempo

saldrían los romanos, de aquí los caudillos de la sangre de Teucro

que bajo su poder tendrían el mar y las tierras todas.

¿Qué pensamiento, padre mío, cambiar te ha hecho?

Sólo eso en verdad me consolaba de la caída de Troya

y sus tristes ruinas, compensando con otros unos hados adversos;

pero ahora la suerte sigue igual para unos hombres a quienes tantas

desgracias han sacudido. ¿Qué límite marcas, rey soberano, a sus fatigas?

Anténor, escapando de entre los aqueos, pudo llegar

a los golfos de Iliria y entrar a salvo en el reino

de los liburnos y superar las fuentes del Timavo,

de donde entre el vasto rugido de los montes por nueve bocas

baja mar desatado y golpea los campos con sonoro piélago.

Pudo por fin fundar la ciudad de Pátavo y las sedes

de los teucros y dio un nombre a su pueblo y de Troya las armas

clavó; ahora descansa acomodado en plácido reposo.

Y nosotros, tu estirpe, a quienes concedes el alcázar del cielo,

nos vemos abandonados con las naves perdidas (¡terrible!),

por el enojo de una sola y se nos aparta de las ítalas costas.

¿Es éste el premio a la piedad? ¿Así nos repones en el trono?»

El sembrador de dioses y de hombres, sonriéndole,

con el rostro con el que el cielo serena y las tormentas,

libó los besos de su hija, y luego le dice:

«Deja ese miedo, Citerea, que intacto permanece para ti

el sino de los tuyos; verás la ciudad y las prometidas murallas

de Lavinio y llevarás, sublime, hasta las estrellas del cielo

al magnánimo Eneas; que no ha cambiado mi opinión.

Éste (lo diré, pues esa cuita te devora,

claramente y dando vueltas removeré los arcanos del destino),

te librará en Italia una gran guerra y a pueblos feroces

golpeará e impondrá a sus hombres leyes y murallas,

hasta que el tercer verano le vea reinando en el Lacio

y pasen tres inviernos desde la derrota de los rútulos.

En cuanto a su hijo Ascanio, al que ahora se da el sobrenombre

de Julo (que Ilo era mientras de Ilión la fuerza se sostuvo),

ha de cumplir con su poder treinta grandes giros

del paso de los meses, y de la sede de Lavinio trasladará

su reino, y ceñirá de fuertes murallas Alba Longa.

Aquí se reinará trescientos años completos

por la raza de Héctor, hasta que Ilia, princesa sacerdotisa,

preñada de Marte le dará con su parto una prole gemela.

Después, contento bajo el rubio manto de una loba nodriza

Rómulo se hará cargo del pueblo y alzará las murallas

de Marte y por su nombre le dará el de romano.

Y yo no pongo a éstos ni meta ni límite de tiempo:

les he confiado un imperio sin fin. Y hasta la áspera Juno,

que ahora fatiga de miedo el mar y las tierras y el cielo,

cambiará su opinión para mejor, y velará conmigo

por los romanos, por los dueños del mundo y el pueblo togado.

Así lo quiero. Al correr de los lustros llegará un tiempo

en que la casa de Asáraco someterá a esclavitud a Ftía

y la ilustre Micenas y mandará en la vencida Argos.

Nacerá troyano César, de limpio origen, que el imperio

ha de llevar hasta el Océano y su fama a los astros,

Julio, con nombre que le viene del gran Julo.

Lo acogerás, segura, tú en el cielo cuando llegue cargado

con los despojos de oriente; también él será invocado con votos.

Con el fin de las guerras más suave se hará el áspero siglo:

la canosa Lealtad, y Vesta y Quirino con su hermano Remo

darán sus leyes, y serán cerradas las sanguinarias puertas de la Guerra

con trancas reforzadas y con hierro; dentro, impío, el Furor

sentado sobre sus armas crueles y atado con cien nudos

de cadenas a la espalda rugirá erizado con su boca de sangre.»

Esto dice, y envía desde el cielo al que Maya engendró

a que se abran las tierras y los nuevos alcázares de Cartago

acojan a los teucros, para que no los rechace de sus tierras

Dido, ignorando el destino. Vuela aquél por el cielo abierto

con el impulso de sus alas y se presenta raudo en las costas de Libia.

Y ya cumple las órdenes y rinden los púnicos su fiero corazón

porque el dios lo quiere, y la que más la reina aguarda

a los troyanos con ánimo sereno y bondadosa mente.

El piadoso Eneas, en esto, dando muchas vueltas en la noche,

apenas nació la luz sustentadora, decidió salir

y explorar los nuevos lugares, las costas que ganaron con el viento,

e indagar quién las habita (como no ve cultivos),

si hombres o fieras, y traer exacta noticia a sus compañeros.

En una quebrada del bosque, bajo el hueco de una roca sus naves

oculta entre árboles y sombras de espanto.

Y él se marcha sólo con la compañía de Acates

apretando en sus manos dos lanzas de ancho filo.

En medio del bosque se le presentó su madre con los rasgos

y el aspecto de una doncella, y con las armas de una doncella

espartana, cual fatiga la tracia a sus caballos

Harpálice, o al Hebro alado sobrepasa corriendo;

pues presto el arco lo llevaba colgado de sus hombros

según la costumbre de caza y dejaba flotar al viento sus cabellos,

desnuda la rodilla y la ropa suelta recogida en un nudo.

Y habló la primera: «¡Eh, jóvenes! Decidme si de las mías

habéis visto a alguna, de mis hermanas, vagando por aquí

con la aljaba y con la piel de lince llena de manchas,

o siguiendo a gritos la carrera de un jabalí espumante.»

Así Venus, y así de Venus el hijo comenzó por su parte:

«Ni hemos oído ni hemos visto a ninguna de tus hermanas.

¿Cómo he de llamarte, muchacha?, pues no tienes cara

de mortal ni suena tu voz como la de los hombres, oh diosa sin duda

(¿quizá hermana de Febo o una de la sangre de las Ninfas?).

Sé feliz y ojalá, seas quien seas, alivies nuestra carga

y nos digas por fin bajo qué cielo, a qué lugar del mundo