Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Fue un error por mi parte tratar de enviarle la grabación fonográfica y la piedra negra. Será mejor que destruya la grabación antes de que sea demasiado tarde. Le pondré unas líneas mañana, si es que sigo aquí todavía. Me gustaría poder llevarme a Brattleboro mis libros y otras pertenencias y alojarme en alguna pensión. Si pudiera echaría a correr ahora mismo y lo dejaría todo detrás, pero hay algo dentro de mí que me lo impide. Podría escaparme a Brattleboro, donde estaría a salvo, pero tengo la impresión de que allí me sentiría tan prisionero como en mi casa. Y, a mi juicio, no creo que pudiera ir mucho más lejos, ni aunque lo dejara todo y lo intentara. Es realmente horrible… no se mezcle en todo esto.

Atentamente, Akeley.

Después de leer esta horrible carta no dormí en toda la noche. No sabía qué decir acerca del estado de salud mental de Akeley. El contenido de la carta era totalmente demencial, pero la forma de expresarlo —habida cuenta de todo lo acontecido hasta entonces— resultaba sombría y tremendamente convincente. Decidí no contestarla, pensando que sería mejor aguardar hasta que Akeley dispusiera de tiempo para responder a mi última carta. Como era de esperar, la respuesta llegó al día siguiente, aunque las noticias frescas que se recogían en ella eclipsaron prácticamente las cuestiones que se planteaban en la carta a la que en teoría respondía. A continuación reproduzco lo que recuerdo de su texto, garrapateado y lleno de tachaduras como si hubiese sido escrito en el curso de un frenético y apresurado impulso.

Miércoles

W…

Recibí su carta, pero es inútil seguir hablando sobre el tema. Estoy completamente resignado. Me sorprende que aún me queden fuerzas para rechazarlos. No podría escapar ni aun en el caso de que estuviera dispuesto a abandonarlo todo y salir corriendo. Me atraparían.

Ayer recibí una carta de ellos… me la entregó un tipo de nombre R. F. D. en Brattleboro. Estaba mecanografiada y llevaba matasellos de Bellows Falls. En ella se dice lo que quieren hacer conmigo… No me atrevo a repetirlo. ¡Tenga cuidado Wilmarth! Destruya la grabación. Quisiera decidirme y pedir ayuda —tal vez ello me haría recobrar mi fuerza de voluntad—, pero quienquiera que viniese en ayuda mía pensaría que estoy loco, a no ser que le presentara pruebas concluyentes. No puedo pedir ayuda a la gente si no tengo un buen motivo… No tengo ni he tenido el menor contacto con nadie en muchos años.

Pero aún no le he contado lo peor, Wilmarth. Prepárese para leer lo que sigue, pues se va a llevar un sobresalto mayúsculo. Pero no hago más que decirle la pura verdad. Prepárese, pues, como le digo: he visto y tocado a uno de los seres, o al menos parte de uno de los seres. Fue algo horrible, ¡Dios mío! Estaba muerto, naturalmente. Esta mañana me lo encontré junto a la perrera: ¡uno de los perros lo tenía entre sus garras! Traté de esconderlo en la leñera para así poder mostrárselo y convencer a mis vecinos, pero en unas horas se evaporó. No quedó ni el menor rastro de él. Como usted bien sabe, sólo la primera mañana tras la inundación se vieron aquellos seres flotando en los ríos. Y aquí viene lo peor. Traté de fotografiarlo para mostrárselo luego, pero cuando revelé la película en ella no se veía más que la leñera. ¿De qué podía estar hecho ese ser? Al menos, puedo decir que vi y palpé uno, y que todos ellos dejan huellas de pisadas. Sin duda estaba hecho de materia, pero ¿qué clase de materia? No sabría cómo describir su forma. Era un enorme cangrejo, con un montón de anillos piramidales carnosos o ligamentos de una sustancia espesa y viscosa, cubierto de tentáculos en el lugar donde el hombre tiene la cabeza. Aquella sustancia verde y pringosa era su sangre o jugo. Y a cada momento que pasa crece su número sobre la tierra.

Walter Brown ha desaparecido. No se le ha visto últimamente merodeando por ninguna de las esquinas que solía frecuentar en los pueblos de los alrededores. Uno de mis disparos debió alcanzarle, aunque aquellas criaturas se llevan siempre consigo sus muertos y heridos.

Esta tarde acudí a la ciudad y no tuve el menor contratiempo, pero temo que comiencen a retraerse porque ya me conocen muy bien. Escribo esta carta en la oficina de correos de Brattleboro. Tal vez sea una despedida. En tal caso, escriba a mi hijo, George Goodenough Akeley, 176 Pleasant St., San Diego, California, pero no venga aquí por lo que más quiera. Escríbale a mi hijo si no vuelve a saber de mí dentro de una semana… y esté atento a las noticias de los periódicos.

Voy a jugarme las dos últimas cartas que me quedan… si es que aún tengo arrestos. La primera es tratar de envenenar con gas a esos seres (tengo los productos químicos necesarios, y me he fabricado máscaras para mí y para los perros), y si veo que no da resultado iré a contárselo al sheriff. Es posible que me encierren en un manicomio, pero en cualquier caso será siempre preferible a lo que las otras criaturas harían conmigo. Tal vez pueda conseguir que presten atención a las huellas que hay en torno a la casa: son borrosas, pero puedo verlas todas las mañanas. Puede suceder también que la policía diga que trato de engañarles, pues la gente opina de mí que soy un personaje muy extraño.

Lo mejor sería que un policía pasara una noche aquí y lo viera todo con sus propios ojos… aunque lo más probable es que las criaturas se enteraran y no aparecieran. Me cortan los cables del teléfono cuando intento telefonear de noche; los empleados de la compañía telefónica creen que es algo muy extraño, quizá puedan testimoniar en favor mío… si es que no llegan a creer que yo mismo corto los hilos. Hace ya más de una semana que están sin reparar.

Podría asimismo hacer que algún campesino de los aledaños atestiguara en mi nombre la realidad de los horrores, pero todo el mundo se ríe de lo que dicen esas gentes sencillas, y, por otro lado, hace ya tanto que no vienen por aquí que no saben nada de lo que está pasando. Ni uno solo de esos pobres granjeros se acercaría a menos de una milla de distancia de mi casa, ni por todo el oro del mundo. El cartero les oye hablar y luego viene a contármelo en tono jocoso… ¡Dios mío! Si me atreviera a decirle que no es sino la pura verdad. Creo que lo mejor sería llevarle a ver las huellas, pero siempre viene por la tarde y para entonces, por lo general, ya están borradas. ¿Y si tratara de conservar una poniendo encima una caja o una cazuela?… ¡Bah! Entonces creería casi con toda seguridad que se trataba de una patraña o una broma.

Ojalá no llevara una vida tan solitaria; pues la gente ya no pasa a verme como solía. Nunca me vi atrevido a mostrar la piedra negra o las fotografías kodak ni dejar escuchar la grabación, pues, salvo los sencillos aldeanos, los demás habrían creído que no era más que una farsa y se habrían echado a reír. Pero aún puedo tratar de enseñarles las fotografías. En ellas pueden apreciarse bien las pisadas, aun cuando no aparezcan los seres que las produjeron. ¡Qué lástima que nadie viese aquel ser esta mañana, antes de que se desvaneciera en el aire!

Pero no sé por qué me preocupo. Después de todo lo que he pasado, tan bueno es un manicomio como cualquier otro lugar. Los médicos me ayudarán a olvidar los malos momentos que he pasado en esta casa; sólo eso podrá salvarme. Escriba a mi hijo George si no tiene pronto noticias mías. Destruya la grabación y no se meta para nada en esto.

Atentamente, Akeley

Esta carta me sumió en un terror abismal. No sabía qué responder, así que me limité a garrapatear unas incoherentes palabras de consejo y aliento, enviándoselas a mi corresponsal por correo certificado. Recuerdo que en aquella carta le instaba a Akeley a que se trasladara inmediatamente a Brattleboro y se pusiera bajo la protección de las autoridades, añadiéndole que yo me dirigiría allá con la grabación fonográfica y le ayudaría a convencer a los jueces de su cordura. Creo que le decía también que había llegado el momento de alertar a la gente de la presencia de tales seres. Conviene señalar que en aquellos momentos de extrema tensión creía prácticamente en todo lo que decía Akeley, aunque pensaba que si no pudo hacer una fotografía del monstruo muerto era más culpa suya que atribuible a algún fenómeno de la Naturaleza.

V

El sábado 8 de septiembre por la tarde, tras cruzarse al parecer con mis incoherentes líneas, recibí una extraña y tranquilizadora carta, mecanografiada con toda pulcritud en una máquina a todas luces nueva. Era una extraña carta en la que trataba de tranquilizarme y me hacía una invitación; en ella se operaba una prodigiosa transición en el curso del alucinante drama de las solitarias montañas. De nuevo echo mano de la memoria para reproduciría, y en esta ocasión, por motivos especiales, trataré de atenerme con la mayor fidelidad posible al estilo. Llevaba matasellos de Bellows Falls, y tanto el texto de la carta como la firma estaban a máquina, como suele ser corriente entre quienes aprenden mecanografía. El texto, sin embargo, mostraba una gran precisión para tratarse de un aprendiz, de lo que deduje que Akeley debió escribir a máquina en algún momento de su vida… quizá en sus años de estudiante. Si bien es cierto que la carta me tranquilizó bastante, bajo aquel alivio se ocultaba una sensación de desasosiego. Si Akeley estaba en su sano juicio cuando experimentaba terror, ¿lo estaba también ahora en la nueva situación? Y esas «mejores relaciones» a que se refería, ¿qué era exactamente? Aquello suponía un cambio radical en la actitud que hasta entonces había mantenido Akeley. Pero lo mejor será que reproduzca el texto, minuciosamente transcrito gracias a una memoria de la que, modestamente, me enorgullezco.

Townshend, Vermont.

Jueves, 6 de septiembre de 1928.

Mi querido Wilmarth:

 

Es para mí un gran placer poder tranquilizarle respecto a todas las tonterías de que le he estado escribiendo. Digo «tonterías», aunque lo que trato con ello es de referirme más a mi actitud asustadiza que a mis descripciones de ciertos fenómenos. Tales fenómenos son auténticos y, sin duda, muy importantes. Mi error ha radicado en la anómala actitud que he mantenido respecto a ellos.

Creo haberle dicho que mis extraños visitantes habían empezado a comunicarse conmigo, y a intentar establecer una comunicación. Anoche se materializó el diálogo. En respuesta a ciertas señales que me hicieron dejé entrar en casa a un mensajero de los del exterior… un ser humano, me apresuraré a decir. Me contó cosas que ni usted ni yo nos habríamos atrevido siquiera a imaginar, y me demostró bien a las claras que nuestros juicios y conjeturas sobre la razón de mantener el secreto acerca de la colonia que los Exteriores han establecido en nuestro planeta estaban totalmente descaminadas.

Al parecer, las malignas leyendas sobre lo que ofrecen a los hombres y esperan obtener de la tierra, son el resultado de una interpretación errónea y superficial del lenguaje alegórico. Un lenguaje, bien entendido, moldeado por tradiciones culturales y hábitos mentales muy distintos de los nuestros. Mis propias conjeturas, debo reconocerlo, eran tan erróneas como podrían serlo los barruntos de cualquier campesino analfabeto o de un indio salvaje. Lo que en un principio había juzgado morboso, vergonzoso e ignominioso es en realidad algo sorprendente, algo que ensancha los límites de la imaginación y resulta hasta glorioso. El juicio que me merecían antes no era sino una fase de la eterna tendencia humana a odiar, temer y rehuir lo radicalmente distinto.

Ahora lamento el daño que he infligido a esos extraños e increíbles seres en el curso de nuestras escaramuzas nocturnas. ¡Si no hubiera puesto reparos a hablar pacífica y razonablemente con ellos desde un primer momento! Pero no me guardan el menor rencor pues sus movimientos se rigen por un código muy diferente del nuestro. La desgracia suya ha sido que sus agentes humanos en Vermont eran tipos de baja calaña, como el difunto Walter Brown por ejemplo. Por culpa de Brown he albergado grandes prejuicios contra ellos. Pero lo cierto es que nunca han causado, conscientemente al menos, daño a los hombres, si bien algunos congéneres nuestros les han espiado y juzgado cruelmente. Hay todo un culto secreto practicado por hombres perversos (un hombre con su erudición mitológica me entenderá perfectamente cuando lo relaciono con Hastur y la Señal Amarilla) cuya finalidad es seguirles la pista e injuriarles en nombre de abominables poderes procedentes de otras galaxias. Las drásticas medidas de precaución que han adoptado los Exteriores van precisamente dirigidas contra tales agresores, y no contra la especie humana en general. A título incidental, me he enterado de que muchas de nuestras cartas perdidas fueron robadas no por los Exteriores sino por los emisarios del maligno culto de que le hablo.

Lo único que los Exteriores desean del hombre es paz, no sufrir molestias y unas relaciones a nivel intelectual cada vez mayores. Esto último les es absolutamente imprescindible en estos momentos en que nuestras invenciones y máquinas ensanchan los límites de nuestro conocimiento y acciones, y hacen que cada vez sea más difícil la existencia secreta de las necesarias avanzadillas de los Exteriores en este planeta. Lo que estos extraños seres buscan es tener un conocimiento más profundo del hombre y que los principales filósofos y científicos de la humanidad lleguen a conocerles mejor. Con semejante intercambio de conocimientos desaparecerían todas las amenazas y podría establecerse un modus vivendi que satisficiera a todos. La sola idea de pensar en la posibilidad de esclavizar o degradar a la especie humana resulta de todo punto ridícula.

Para iniciar estas nuevas relaciones, los Exteriores han decidido elegirme a mí por el ya más que considerable conocimiento que de ellos tengo como su primer intérprete en la tierra. Anoche me revelaron muchas cosas —hechos de la más sorprendente naturaleza, que abren insospechadas perspectivas—, y mucho más se me dará a conocer en lo sucesivo, tanto de palabra como por escrito. Por el momento no se me pedirá que haga ningún viaje al exterior, aunque probablemente desearé hacerlo con el tiempo; en tal supuesto, habré de emplear medios especiales y trascender todo lo que hasta aquí estamos acostumbrados a considerar como experiencia humana. En lo sucesivo no volverán a asediar más mi casa. Todo ha vuelto a la normalidad y los perros no tendrán en qué ocuparse. En lugar de terror se me ofrece un presente rico en conocimientos y con la perspectiva de una aventura intelectual que pocos mortales han podido disfrutar hasta ahora.

Los Exteriores son quizá los seres orgánicos más maravillosos que existen en o allende el espacio y el tiempo; integrantes de una raza cósmica de la que el resto de las formas con vida no son sino meras variantes degradadas. Son más vegetales que animales, si es que tales términos pueden aplicarse a la materia de que están formados, y tienen un aspecto un tanto fungiforme, aunque la presencia de una sustancia semejante a la clorofila y un sistema nutritivo muy peculiar les distingue de los auténticos hongos cormofíticos. En realidad, están formados de una materia totalmente ajena al sector del espacio en que habitamos, con electrones que cuentan con un número de vibraciones absolutamente distinto. De ahí que estos seres no puedan fotografiarse con los films y placas ordinarios del universo conocido, aun cuando puedan verlos nuestros ojos. No obstante, cualquier buen profesional de la química que tuviera los conocimientos requeridos podría hacer una emulsión fotográfica que reprodujera sus imágenes.

Los Exteriores tienen una extraordinaria capacidad para atravesar en plena forma corpórea el vacío interestelar, en el que no hay aire ni calor, en tanto que algunas variantes suyas no pueden hacerlo si no es gracias a una ayuda mecánica o a curiosos trasplantes quirúrgicos. Sólo unas cuantas especies poseen las alas resistentes al éter características de la variedad de Vermont. Las que habitan en ciertas cumbres remotas de Europa llegaron por otros procedimientos. Su semejanza externa con la vida animal, y con la modalidad de estructura que consideramos material, es una cuestión de evolución paralela más que de estrecho parentesco. Su capacidad cerebral sobrepasa a la de cualquier otra forma de vida existente, aunque las especies aladas de nuestra montañosa región distan mucho de ser las de mayor desarrollo. La telepatía es su medio habitual de comunicación, aunque poseen unos órganos vocales rudimentarios que, tras una ligera operación (pues la cirugía ha alcanzado un tremendo desarrollo entre ellos), pueden facultarles para duplicar el habla de aquellos tipos de organismo que todavía hacen uso del habla.

Su principal morada inmediata es un planeta todavía por descubrir y casi sin luz situado en el confín mismo de nuestro sistema solar: más allá de Neptuno y el noveno a partir del sol. Es, como suponíamos, el objeto al que en ciertos antiguos y prohibidos escritos se denomina místicamente «Yuggoth», y pronto será el escenario de una extraña proyección de la mente sobre nuestro mundo con el fin de facilitar las relaciones intelectuales. No me sorprendería que los astrónomos se mostraran lo suficientemente sensibles a estas corrientes mentales y descubrieran Yuggoth cuando a los Exteriores les parezca oportuno. Pero Yuggoth, por supuesto, es sólo el principio. El grueso de los seres habita en abismos dotados de una extraña organización fuera del alcance de toda imaginación humana. El glóbulo espacio-tiempo que reconocemos como la totalidad de toda entidad cósmica no es sino un átomo de la verdadera infinidad en que están insertos. Y a mí se me va a mostrar todo lo que el cerebro humano puede abarcar de esa infinidad, algo que sólo se ha hecho con no más de cincuenta hombres desde los comienzos de la especie humana.

Es posible que al principio todo esto le parezca un desvarío, Wilmarth, pero con el tiempo se dará perfecta cuenta de la increíble oportunidad que se me presenta. Mi deseo es que usted comparta conmigo al máximo posible esta experiencia, y a tal fin tengo que contarle miles de cosas que no puedo reproducir sobre el papel. Hasta hoy le había aconsejado que no viniera a verme. Pero ahora que todo va bien, sería para mí un gran placer que olvidara mi advertencia y aceptase ser mi huésped.

¿No podría usted darse una vuelta por aquí antes de iniciarse el curso en la Universidad? Sería realmente maravilloso si pudiera hacerlo. Traiga la grabación fonográfica y todas las cartas que le he escrito para utilizarlas como elemento de consulta: las necesitaremos para reconstruir toda esta impresionante historia. Le agradecería que trajese también las fotografías, pues con la excitación de estos días parece que he extraviado los negativos y mis fotografías. Pero no se imagina la cantidad de datos que voy a añadir a todo este tentador y sugestivo material ¡y mucho menos el sensacional plan que he ideado para complementar mis aportaciones!

No lo dude. Nadie me espía ahora, y tampoco encontrará usted nada anormal o que pueda perturbarle. Venga e iré a buscarle en mi coche a la estación de Brattleboro. Dispóngase a pasar aquí una larga temporada, y prepárese a oír hablar durante largas veladas de cosas que escapan a toda conjetura humana. Bien entendido que no debe decir nada a nadie, pues el asunto en cuestión no debe trascender al público.

El servicio de trenes a Brattleboro no es malo. En Boston puede enterarse del horario. Tome el B. & M. hasta Greenfield, y trasborde allí para el corto trayecto que le resta. Le aconsejo que coja el que sale a las 4,10 de la tarde de Boston. Dicho tren llega a Greenfield a las 7,35, de donde a las 9,19 sale otro que pasa por Brattleboro a las 10,01 de la noche. Todo ello entre semana. Comuníqueme la fecha e iré a la estación a esperarle con mi coche.

Perdone que le escriba a máquina, pero, como usted bien sabe, últimamente me falla el pulso y no me siento capaz de escribir largos párrafos. Ayer compré esta nueva Corona en Brattleboro, y parece que funciona a la perfección.

En espera de sus noticias, y deseando verle muy pronto con la grabación fonográfica, todas mis cartas y las fotografías, queda atentamente suyo,

Henry W. Akeley.

A ALBERT N. WILMARTH

UNIVERSIDAD DE MISKATONIC

ARKHAM, MASS.

La complejidad de mis emociones tras leer, releer y reflexionar sobre tan extraña e inesperada carta sobrepasa toda posible descripción. He dicho que de repente me sentí aliviado al tiempo que me invadía una sensación de desasosiego, pero esto sólo expresa burdamente las implicaciones de multitud de sentimientos, en gran medida subconscientes, que encerraban tanto desahogo como inquietud. Para empezar aquella carta estaba tan en las antípodas de toda la cadena de horrores que la precedieron… El cambio de actitud desde el terror más descarnado a aquella fría complacencia, e incluso exaltación, era algo tan imprevisto, meteórico y radical… Me resultaba difícil creer que en un solo día pudiese cambiar de tal manera la perspectiva psicológica de alguien que había escrito aquella exasperada nota del miércoles, al margen de cualquier descubrimiento esperanzador que hubiera experimentado con la llegada del nuevo día. En ciertos momentos, una sensación de irrealidades en conflicto me hacía preguntarme si todo aquel insólito drama de fantásticas fuerzas del que no era partícipe directo no sería una especie de sueño ilusorio producto en gran medida de mi propia imaginación. Luego mi atención se centró en la grabación fonográfica y mi aturdimiento fue aún mayor.

¡Distaba tanto aquella carta de todo lo que cabía esperar! Al analizar mis impresiones comprobé que había dos fases bien diferenciadas. En la primera, en el supuesto de que Akeley hubiera estado y estuviera aún en su sano juicio, el cambio operado en la situación había sido rapidísimo e increíble. En una segunda fase, el cambio experimentado en la actitud, modo de expresarse y lenguaje de Akeley distaba mucho de lo que puede conceptuarse como normal o previsible. Su personalidad entera parecía haber experimentado una sospechosa transformación, una mutación tan radical que difícilmente podían reconciliarse sus dos aspectos, en el supuesto de que ambos representaran idéntico estado de equilibrio mental. Las palabras, la ortografía… todo era sutilmente distinto. Y con mi sensibilidad académica hacia la prosa literaria, pude descubrir profundas divergencias en sus más normales reacciones y en el ritmo de sus respuestas. Desde luego, el cataclismo emocional o revelación capaz de producir tan brusca transformación debió de ser tremendo, no cabe la menor duda. Pero también es cierto que la carta tenía todo el estilo de Akeley. La misma pasión por lo infinito, la misma curiosidad intelectual… Ni por un momento —o más de un momento— se me ocurrió la idea de que pudiera ser falsa o hubiera una malintencionada sustitución. ¿Acaso no era la invitación esa buena disposición suya a que comprobara en persona la veracidad de la carta prueba suficiente de su autenticidad?

 

El sábado por la noche no me acosté. Lo pasé en vela pensando en los misterios y prodigios ocultos tras aquella última carta. Mi mente, resentida por la rápida sucesión de monstruosas ideas a que había tenido que hacer frente en los últimos cuatro meses, no dejaba de dar vueltas a este nuevo y sorprendente material que llegaba a mis manos, pasando de la duda a la aceptación en un ciclo que no hacía sino repetir la mayoría de las fases por las que atravesé al enterarme por vez primera de tales prodigios. Hasta que mucho antes del amanecer, el interés y la curiosidad que me embargaban comenzaron a reemplazar el marasmo de perplejidad e inquietud en que me sumí en un primer momento. Loco o cuerdo, metamorfoseado o simplemente aliviado lo cierto es que Akeley había descubierto un impresionante cambio de enfoque en su azarosa investigación. Un cambio que reducía drásticamente el peligro —real o imaginario— en que se encontraba, a la vez que abría nuevas e insospechadas perspectivas al conocimiento de lo cósmico y sobrehumano. Mi fervor por lo desconocido se avivó en mi afán por igualar el suyo, y me sentí contagiado por salvar a aquel mórbido obstáculo que se interponía en mi camino. Liberarme de las enloquecedoras y extenuantes limitaciones que imponen el tiempo, el espacio y la ley natural… entrar en relación con el inmenso espacio exterior… acercarme a los espectrales y abismales secretos de lo infinito y lo esencial… ¡sin duda, valía la pena arriesgar la vida, el alma y hasta el propio juicio! Y, además, Akeley decía que ya no había peligro… me invitaba a visitarle en lugar de aconsejarme que me mantuviera alejado como había hecho hasta entonces. Una comezón me invadía ante la sola idea de lo que Akeley iba a contarme… Sentía tal fascinación que casi me impedía todo movimiento el imaginarme sentado allí, en aquella solitaria y —en los últimos tiempos— asediada granja, ante un hombre que había hablado con auténticos emisarios del espacio exterior; sentado allí con aquella espeluznante grabación y el montón de cartas en que Akeley había tratado de resumir sus conclusiones previas.

De modo que no lo pensé más y el domingo por la mañana envié un telegrama a Akeley en el que le decía que le encontraría en Brattleboro el miércoles siguiente —el 12 de septiembre— si no tenía nada que objetar a aquella fecha. Sólo en una cosa no seguí sus indicaciones: en la elección del tren. Con franqueza, no me agradaba nada la idea de llegar bien entrada la noche a aquella encantada región de Vermont, así que, en lugar de ir en el tren que Akeley sugería, telefoneé a la estación e hice otra combinación Levantándome temprano y cogiendo el tren de las 8,07 con destino a Boston, podía tomar el de las 9,25 que llegaba a Greenfield a las 12,22. Este conectaba exactamente con un tren que llegaba a Brattleboro a la 1,08 de la tarde… hora a todas luces infinitamente mejor que las 10,01 de la noche para encontrar a Akeley y viajar con él por aquella comarca abigarrada de cumbres montañosas y encubridora de tantos secretos.

Le comuniqué mi combinación en el telegrama, y me alegró saber en la respuesta que me envió aquella misma noche que estaba de acuerdo con mis planes. Su telegrama decía así:

COMBINACIÓN SATISFACTORIA. LE ESPERARÉ TREN UNA OCHO MIÉRCOLES. NO OLVIDE GRABACIÓN CARTAS Y FOTOGRAFÍAS. TRANQUILÍCESE HASTA ESE DÍA… ESPERE GRANDES REVELACIONES.

AKELEY

La llegada a mis manos de este mensaje, respuesta directa del que envié a Akeley y que por fuerza tenía que haber sido llevado a su casa desde la estación de Townshend, bien por un funcionario de telégrafos o a través del hilo telefónico reparado, borró cualquier duda subconsciente que pudiera albergar acerca de la autoría de tan sorprendente carta. Experimenté una gran sensación de alivio, desde luego infinitamente mayor de la que podía esperar por entonces, pues mis dudas no se habían desvanecido del todo sino que estaban profundamente soterradas. Pero aquella noche dormí a pierna suelta y hasta bien entrada la mañana, y durante los dos días siguientes me dediqué afanosamente a hacer los preparativos del viaje.

VI

El miércoles me puse en camino, tal como habíamos acordado, llevando por todo equipaje una maleta llena de objetos personales y material científico; es decir, la horrible grabación fonográfica, las fotografías y toda la correspondencia mantenida con Akeley. Siguiendo las instrucciones, no le dije a nadie adónde iba; me daba perfecta cuenta de que todo aquello requería la máxima discreción, aun por muy favorablemente que evolucionase. La sola idea de un auténtico contacto mental con entes extraños procedentes del mundo exterior no dejaba de resultar prodigiosa para una mente preparada, e incluso un tanto predispuesta, como la mía. ¿Cuál sería, pues, su efecto sobre la masa de profanos sin ningún conocimiento sobre la materia? No sé qué sentimiento predominaba en mí, si el temor o la expectación ante lo desconocido, cuando, tras cambiar de tren en Boston, me adentré en dirección oeste dejando atrás un territorio conocido. Waltham… Concord… Ayer… Fitchburg… Gardner… Athol…

El tren llegó a Greenfield con siete minutos de retraso, pero aún estaba esperando el expreso que enlazaba en dirección norte. A toda prisa transbordé, y mientras el tren discurría a plena luz del día por territorios de los que había leído mucho, pero jamás había visitado, experimenté una extraña sensación de desasosiego. Me adentraba en una Nueva Inglaterra más primitiva y retrasada que las mecanizadas y urbanizadas regiones meridionales y del litoral en que había pasado toda mi vida; una Nueva Inglaterra ancestral y todavía intacta, sin los extranjeros ni los humos de las fábricas, sin los anuncios ni las carreteras de hormigón que pueden verse allí donde ha llegado la modernidad. Podían apreciarse esporádicos restos de una vida aborigen no abandonada cuyas profundas raíces la convertían en auténtica prolongación del país: esa vida aborigen, transmitida de generación en generación que conserva extrañas y antiguas tradiciones y fertilizan el suelo para que puedan germinar creencias tenebrosas, maravillosas y rara vez mencionadas.

De vez en cuando veía a un lado la azul franja del río Connecticut resplandeciendo bajo la luz del sol, y a la salida de Northfield lo cruzamos. Al frente se vislumbraban unas verdes y enigmáticas montañas, y cuando pasó el revisor me enteré de que nos encontrábamos ya en Vermont. Me dijo este que retrasara el reloj una hora, pues en aquella montañosa región septentrional no querían saber nada de cambios de hora para ahorrar luz solar. Al hacerlo, me pareció como si retrasara el calendario un siglo entero.

El tren se ceñía al curso de las aguas, y en la otra margen, ya en New Hampshire, pude ver la cercana ladera del escarpado Wantastiquet, sobre el que circulaban todo tipo de antiguas y extraordinarias leyendas. Luego aparecieron calles a mi izquierda y una isla verde en medio del río, a mi derecha. La gente se levantó y se encaminó hacia la puerta, y yo les seguí. El tren se detuvo, y de repente me encontré bajo la larga marquesina de la estación de Brattleboro.