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100 Clásicos de la Literatura

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Mi cerebro era un torbellino que no cesaba de dar vueltas, y si antes había intentado encontrar una explicación a las cosas, ahora empezaba a creer en los más anormales y fantásticos prodigios. Las pruebas eran abrumadoras y aplastantes, y la fría y científica actitud de Akeley —una actitud que distaba siglos de lo demencial, fanático, histérico y hasta de lo gratuitamente especulativo—, tuvo un tremendo impacto sobre mis facultades críticas. Cuando acabé de leer aquella espantosa carta pude comprender los temores que Akeley había llegado a albergar, y me dispuse a hacer lo que estuviera en mis manos para mantener alejada a la gente de aquellas despobladas y encantadas montañas. Incluso hoy, cuando el transcurso del tiempo ha mitigado la impresión experimentada y me ha hecho replantearme mis acciones y horribles dudas, hay cosas de aquella carta de Akeley que no me atrevería a mencionar, ni siquiera expresándolas en palabras sobre el papel. Casi me alegro de que hayan desaparecido la carta, la grabación y las fotografías… y sólo deseo, por razones que no tardaré en explicar, que no llegue a descubrirse el nuevo planeta allende Neptuno.

Tras la lectura de aquella carta, puse fin definitivamente a mis polémicas sobre los horrores de Vermont. Las argumentaciones de mis contrarios quedaron sin respuesta o postergadas tras algunas disculpas, y con el tiempo la controversia cayó en el olvido. Durante los últimos días de mayo y a todo lo largo de junio mantuve una correspondencia ininterrumpida con Akeley, si bien, debido a que de vez en cuando se extraviaba una carta, teníamos que volver sobre nuestros pasos y efectuar una ingente labor de reproducción. Lo que hacíamos, en términos generales, era comparar nuestras notas en los puntos oscuros de la mitología con el fin de llegar a establecer una precisa correlación de los horrores de Vermont con el corpus general de leyendas primitivas de todo el universo.

De entrada, acordamos prácticamente que aquellas morbosidades y el infernal Mi-Go de las cumbres de Himalaya pertenecían a la misma categoría de monstruosidades encarnadas. Hicimos también interesantísimas conjeturas de carácter zoológico que me habría gustado consultar a mi colega universitario, el profesor Dexter, de no mediar la tajante orden de Akeley de no hacer partícipe a nadie, fuera de nosotros, de lo que sucedía. Si desobedezco ahora esa orden, es porque creo que en el actual estado de cosas una advertencia acerca de aquellas remotas montañas de Vermont —y de aquellas cumbres del Himalaya que algunos intrépidos exploradores cada vez están más empeñados en escalar— puede favorecer más a la seguridad pública que el guardar silencio. Algo concreto que estábamos a punto de desentrañar era el desciframiento de los jeroglíficos de aquella ignominiosa piedra negra: algo que muy bien podría hacernos entrar en posesión de secretos más arcanos y más asombrosos que cualesquiera otros hasta entonces conocidos por el hombre.

III

Hacia finales de junio llegó la grabación fonográfica, remitida desde Brattleboro, pues Akeley no confiaba en la seguridad que pudiera ofrecer el ramal que discurría al norte de dicha ciudad. Empezaba a tener cada vez más sospechas de que era espiado, sensación esta que se agravó debido a la pérdida de algunas cartas, y hablaba continuamente acerca de las insidias de ciertas personas a las que consideraba instrumentos y agentes de los seres ocultos. De quien más sospechas albergaba era del desabrido granjero Walter Brown, que vivía solo en una ruinosa vivienda de la ladera que daba a los frondosos bosques y que era visto a menudo haraganeando por las esquinas de Brattleboro, Bellows Falls, Newfane y South Londonderry, del modo más inexplicable y sin razón aparente alguna. Akeley estaba convencido de que la voz de Brown era una de las que en cierta ocasión oyó en el curso de una horripilante conversación; además, en otro momento vio una huella de pisada o de zarpa en los aledaños de la casa de Brown, lo que juzgó un siniestro presagio. Curiosamente, cerca de ella había huellas de pisadas de Brown… pisadas enderezadas hacia la casa.

Así pues, la grabación fue echada al correo en Brattleboro, a donde la llevó Akeley tras conducir su Ford a lo largo de las solitarias carreteras secundarias de Vermont. En la nota que acompañaba a la grabación, confesaba que empezaba a tener miedo de aquellas carreteras, y que ni siquiera se atrevía a ir a Townshend a hacer compras si no era a plena luz del día. Era peligroso, repetía una y otra vez, saber demasiado, a menos que uno se encontrara a remota distancia de aquellas silenciosas y siniestras montañas. Pensaba trasladarse lo antes posible a California a vivir con su hijo, por muy duro que resultara abandonar el lugar donde se centraban todos sus recuerdos y sentimientos ancestrales.

Antes de poner la grabación en el aparato que pedí prestado al Rectorado de la Universidad, repasé cuidadosamente todas las explicaciones aparecidas en las diversas cartas de Akeley. La grabación, decía, fue obtenida hacia la una de la mañana del 1 de mayo de 1915, cerca de la boca cerrada de una gruta en la frondosa vertiente occidental de Dark Mountain, justo encima de los terrenos pantanosos de Lee. De siempre, el lugar había estado extrañamente plagado de curiosas voces, siendo este el motivo de que hubiese llevado hasta allí el fonógrafo, el dictáfono y unos cilindros para grabar en espera de obtener resultados positivos. Anteriores experiencias le habían inducido a confiar en que la Víspera de Mayo —la horrible noche del Sabbat de las leyendas esotéricas europeas— sería con toda probabilidad una fecha mucho más fructífera que cualquier otra… y, efectivamente, no quedó decepcionado de su elección. Ahora bien, era de destacar que en adelante jamás volvió a oír voces en aquel lugar.

Al contrario que la mayoría de las voces oídas en el bosque, la sustancia de la grabación era casi ritual y contenía una voz innegablemente humana, si bien Akeley no lograba identificarla. Desde luego, no era la de Brown; más bien parecía corresponder a un hombre con mayor nivel de educación. La segunda voz, empero, constituía un auténtico enigma, pues se trataba de un maldito susurro que no guardaba la menor semejanza con el lenguaje humano, a pesar de expresarse con palabras que denotaban un excelente inglés y un acento académico.

El fonógrafo y el dictáfono no debieron funcionar por igual a lo largo de toda la grabación, y naturalmente ello representaba un gran inconveniente debido a la lejana y encubierta naturaleza del ritual, por lo que el registro de las voces era en realidad muy fragmentario. Akeley me había facilitado una transcripción de lo que él creía eran las palabras pronunciadas, y volví a repasarla mientras me disponía a escuchar el aparato. El texto tenía más de tenebroso y enigmático que de decididamente horrible, aunque el conocimiento de su origen y procedimiento de reproducción le infundía un halo de horror superior a cualquier palabra que pudiera pronunciarse. Trataré de reproducirlo aquí en su integridad en la medida que lo recuerde, aun cuando estoy convencido de que me lo sé de memoria, no sólo por la lectura de la transcripción, sino por haber escuchado la grabación infinidad de veces. ¡No es algo que uno pueda olvidar fácilmente!

(Sonidos irreconocibles)

(Una voz humana, masculina, culta)

… es el Señor de los Bosques, incluso para… y los presentes de los hombres de Leng… por lo que desde los abismos de la noche hasta las vorágines del espacio, y desde las vorágines del espacio hasta los abismos de la noche, siempre las alabanzas al Gran Cthulhu, a Tsathoggua y a Aquel que no puede ser Nombrado. Siempre Sus alabanzas, y abundancia para el Chivo Negro de los Bosques. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!

(Una imitación susurrante del lenguaje humano)

¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!

(Voz humana)

Y he aquí que el Señor de los Bosques, siendo… siete y nueve, descendió los peldaños del ónix… le tributa a El en la Vorágine, Azathoth, Aquel de Quien Tú nos has enseñado maravillas… sobre las alas de la noche muy lejos del espacio, muy lejos del… a Aquel de quien Yuggoth es el benjamín, girando solo en el negro éter del círculo exterior…

(Voz susurrante)

… ir entre los hombres y encontrar las formas de hacerlo, que Aquel que está en la Vorágine debe conocer. A Nyarlathotep, Poderoso Mensajero, debe dársele cuenta de todo. Y Él tomará la apariencia de los hombres, con la máscara de cera y la indumentaria que oculta, y descenderá del mundo de los Siete Soles para burlar…

(Voz humana)

(Nyarl) athotep, Gran Mensajero, portador de singular alegría a Yuggoth a través del vacío, Padre del Millón de Privilegiados, Cazador al Acecho entre…

(Interrupción del diálogo por llegarse al final de la grabación)

Tales fueron las palabras que me preparé a escuchar cuando puse en marcha el fonógrafo. Confieso que un cierto temor y renuncia me embargaban cuando apreté la palanca y oí el rasgar de la punta de zafiro en los primeros surcos, pero experimenté una sensación de alivio al comprobar que las primeras débiles y fragmentarías palabras procedían de una voz humana: una voz suave y educada, con un ligero acento bostoniano, y que en cualquier caso no era de nadie que procediese de la región montañosa de Vermont. Mientras escuchaba aquellas exasperantes y tenues voces, el diálogo me pareció no diferir en nada de la transcripción que tan escrupulosamente había hecho Akeley. Y aquella suave voz bostoniana salmodiaba… «¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!…»

Y entonces oí la otra voz. Aún hoy siento un estremecimiento retrospectivo cuando pienso en la tremenda impresión que me causó, aun cuando ya estaba sobre aviso por lo que me había dicho Akeley. Aquellos a quienes posteriormente he descrito la grabación afirman no hallar en ella sino una burda patraña o la mejor prueba de un estado de locura, pero estoy convencido de que pensarían de forma diferente si hubieran oído la maldita grabación o leído el grueso de la correspondencia de Akeley (sobre todo, esa terrible y enciclopédica segunda carta). Después de todo, es una verdadera lástima que no me atreviera a desobedecer a Akeley y les dejara escuchar la grabación a otros… y no menos lástima es, asimismo, que todas sus cartas se perdieran. A mí, que tenía una impresión de primera mano de los sonidos reales y que era conocedor del trasfondo y de las circunstancias en que se efectuó la grabación, aquella voz me pareció algo monstruoso. Siguió inmediatamente a la voz humana en ritual respuesta, pero tuve la sensación de que era un morboso eco que se reproducía a través de insondables abismos en inimaginables infiernos exteriores. Hace ya más de dos años que escuché por última vez aquel espeluznante cilindro de cera, pero aún hoy, y estoy convencido de que en cualquier otro momento, puedo percibir en mis oídos aquel tenue y diabólico susurro, tal como alcancé a escucharlo por vez primera:

 

«¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!»

Pero aunque aquella voz no abandona mis oídos, no he logrado aún analizarla lo suficientemente bien como para dar una descripción gráfica de ella. Era como el zumbido de algún repugnante y gigantesco insecto transformado tediosamente en el lenguaje articulado de una rara especie, y estoy plenamente convencido de que los órganos que lo producían no guardaban la menor semejanza con los órganos vocales del hombre, ni incluso con ninguno de los mamíferos conocidos. Tenía ciertas peculiaridades de timbre, duración y armonía que hacían de este fenómeno algo totalmente ajeno a lo propiamente humano y a la vida terrenal misma. Nada más captarlo mis oídos aquella primera vez casi quedé aturdido, por lo que el resto de la grabación la oí sumido en una especie de inconsciente letargo. Al llegar el párrafo más largo de la voz susurrante, se intensificó en extremo aquella sensación de implacable infinitud que tanto me chocó al oír el precedente y más breve párrafo. Al final, la grabación terminaba bruscamente, en el momento en que se oía con desacostumbrada claridad la voz humana de acento bostoniano… pero yo seguí sentado con la mirada absurdamente perdida hasta mucho después de detenerse automáticamente el aparato.

Huelga decir que escuché muchas más veces aquella increíble grabación, y que hice exhaustivos intentos para analizarla y comentarla tras comparar mis notas con las de Akeley. Sería inútil y alarmista repetir aquí todo lo que sacamos en conclusión, pero puedo adelantar que creíamos haber dado con una pista del origen de algunas de las más genuinas y repulsivas costumbres de las antiguas y crípticas religiones de la humanidad. Nos parecía, asimismo, evidente que había vínculos antiguos y complejos entre aquellos misteriosos seres extraterrestres y determinados representantes de la raza humana. Hasta dónde llegaban estos vínculos y hasta qué punto puede compararse su actual estado con el de épocas anteriores, no nos atrevíamos a conjeturar, pero en cualquier caso daban pie a un sinfín de escalofriantes especulaciones. Parecía haber una horrorosa e inmemorial relación en determinados períodos entre el hombre y el infinito desconocido. Todo indicaba que los espantosos seres que aparecieron sobre la tierra procedían del misterioso planeta Yuggoth, en los confines del sistema solar, pero no eran sino la vanguardia de una espantosa raza extraterrestre cuyo origen último debe radicar incluso mucho más allá del continuo espacio-tiempo einsteniano o mayor cosmos conocido.

Entretanto, seguíamos hablando de la piedra negra y de cuál sería la mejor forma de enviarla a Arkham, pues Akeley no estimaba aconsejable que fuera yo a visitarle al escenario mismo de sus alucinantes investigaciones. Por una u otra razón, temía que fuera transportada siguiendo una ruta ordinaria o convencional. Finalmente, decidió que lo mejor sería llevarla campo a través hasta Bellows Falls, y allí enviarla en el ferrocarril de Boston y Maine a través de Keene, Winchendon y Fitchburg, aunque ello significaba tener que conducir por caminos de montaña más solitarios y más rodeados de bosques que la carretera principal que conducía a Brattleboro. Dijo haber visto a un hombre merodeando por la oficina de correos de Brattleboro cuando envió la grabación fonográfica, cuyo aspecto y movimientos no eran nada tranquilizadores. Aquel hombre parecía tener un gran interés en hablar con los empleados de correos, y tomó el tren en que iba la grabación. Akeley confesó que no se había sentido del todo tranquilo hasta que no recibió noticias mías diciéndole que la grabación estaba a buen recaudo.

Por aquellos días —corría la segunda semana de julio— se extravió otra carta mía, según me enteré por una comunicación de Akeley que evidenciaba cierto desasosiego. A raíz de aquello, me dijo que no volviera a escribirle a Townshend y que enviase todas mis cartas a la Lista de Correos de Brattleboro, adonde hacía frecuentes visitas bien en su coche o en un autobús de la línea regular que se había hecho cargo últimamente del servicio de transporte de viajeros que venía prestando el lento ramal de ferrocarril. Me di perfecta cuenta de que su ansiedad iba en aumento, pues entraba en pormenorizado detalle al hablar sobre los ladridos cada vez mayores de los perros en las noches sin luna y las frescas huellas de zarpas que a veces encontraba al amanecer en el camino y en el barro que se formaba en la parte posterior del corral. En cierta ocasión me habló de todo un ejército de pisadas de perros, y para demostrarlo me enviaba una repulsiva e inquietante instantánea kodak. La foto fue tomada a raíz de una noche en que los perros se habían superado a sí mismos en sus aullidos y ladridos.

La mañana del miércoles, 18 de julio, recibí un telegrama de Bellows Falls, en el que Akeley me comunicaba el envío de la piedra negra en el tren núm. 5508 de la compañía B. & M., que salía de Bellows Falls a las 12,15 y tenía anunciada su llegada a la estación del Norte de Boston a las 16,12. Calculé que llegaría a Arkham para las 12 de la mañana del día siguiente, por lo que permanecí allí toda la mañana del jueves hasta que llegara. Pero viendo que daban las 12 y no llegaba nada, llamé por teléfono a la oficina de correos donde me informaron que no se había recibido ningún envío a mi nombre. A renglón seguido, y en medio de una creciente alarma, puse una conferencia al factor de correos de la estación del Norte de Boston… y apenas me sorprendió enterarme de que no aparecía ningún envío a mi nombre. El tren núm. 5508 había llegado con sólo 35 minutos de retraso el día anterior, pero en él no había ningún paquete para mí. Con todo, el factor me prometió realizar una investigación para ver si aparecía. El día concluyó con una carta que le envié a Akeley por la noche en la que le daba cuenta del estado de la situación.

A la tarde siguiente llegó, con encomiable prontitud, un informe de la oficina de Boston; el factor me telefoneó en cuanto se informó al respecto. Al parecer, el empleado de servicio en el tren núm. 5508 recordaba un incidente que tal vez tuviera que ver con la pérdida de mi paquete: una discusión con un hombre de voz muy extraña, aspecto campesino, de contextura delgada y con el pelo de color arena, mientras el tren estaba estacionado en Keene, New Hampshire, poco después de la una de la tarde.

El hombre en cuestión, siguió diciendo el empleado, se hallaba muy excitado a propósito de una pesada caja que aguardaba, pero que no estaba en el tren ni figuraba en los libros de la compañía. Decía llamarse Stanley Adams, y tenía un tono de voz tan extrañamente pastoso y monótono que el empleado se quedó aturdido y adormecido mientras la escuchaba. El empleado no podía recordar el final de la conversación, aunque sí que se despertó al tiempo que el tren volvía a ponerse en marcha. El factor de Boston añadió que aquel empleado era un joven de una probidad y confianza a toda prueba, de buenos antecedentes y con mucho tiempo de servicio en la compañía.

Aquella misma tarde me fui a Boston a entrevistarme con el empleado en cuestión, tras obtener su nombre y dirección en la oficina. Era un tipo abierto y simpático, pero no tardé en comprender que nada nuevo podía añadir a lo ya dicho. Por raro que parezca, ni siquiera estaba seguro de poder identificar al extraño que le hizo la pregunta. Tras darme cuenta de que no tenía más que decir, regresé a Arkham y me pasé la noche entera escribiendo cartas a Akeley, a la compañía de transportes, a la comisaría de policía y al factor de la estación de Keene. A mi juicio, ese hombre de singular voz que tan extrañamente había afectado al empleado debía desempeñar un papel fundamental en todo aquel desagradable asunto, y esperaba que los empleados de la estación de Keene y los archivos de la oficina de telégrafos pudieran decirme algo acerca de su persona y de los motivos que le impulsaron a preguntar cuando y donde lo hizo.

Debo admitir, empero, que todas mis investigaciones resultaron infructuosas. Al hombre de la voz rara se le había visto efectivamente en las inmediaciones de la estación de Keene a primeras horas de la tarde del 18 de julio, y un viajero le asociaba vagamente con una pesada caja, pero era alguien completamente desconocido para él y no había vuelto a verle desde entonces. El desconocido no había pasado por la oficina de telégrafos ni recibido ningún mensaje, y a la oficina no había llegado ningún telegrama que pudiera relacionarse con la presencia de la piedra negra en el tren núm. 5508. Naturalmente, Akeley colaboró conmigo en las investigaciones, y hasta se desplazó a Keene para interrogar al personal de servicio en la estación, pero su actitud era más fatalista que la mía. Para él, la pérdida de la caja era el síntoma inconfundible de algo portentoso y amenazador que nada bueno presagiaba, y no tenía la menor esperanza de recuperarla. Hablaba de los indudables poderes telepáticos e hipnóticos de los seres de las montañas y de sus intermediarios, y en una carta expresaba su convencimiento de que la piedra no se encontraba ya en nuestro planeta. Por mí parte, estaba enfurecido y con razón, pues me había hecho a la idea de que al menos se me presentaba una oportunidad para enterarme de cosas profundas y sorprendentes sobre los antiguos e indescifrables jeroglíficos. Aquello me habría dejado mal gusto por algún tiempo de no ser porque las cartas que seguía recibiendo de Akeley hicieron que el horrible problema de la montaña entrara en una nueva fase que acaparó inmediatamente toda mi atención.

IV

Los seres desconocidos, me escribía Akeley con una caligrafía cada vez más temblorosa, habían empezado a montar un cerco en torno a él con una determinación totalmente nueva. Los ladridos nocturnos de los perros cuando no había luna o apenas brillaba se habían vuelto espantosos, y ya se habrían producido intentos de atacarle en las solitarias carreteras por las que transitaba durante el día. El 2 de agosto, cuando se dirigía al pueblo en su coche, se encontró un tronco de árbol en medio del camino en un lugar en que la carretera discurría por entre una frondosa arboleda; los furiosos ladridos de los dos grandes perros que le acompañaban le indicaron muy a las claras que alguno de aquellos seres debía estar merodeando por allí. No quería ni pensar lo que hubiese sucedido de no ser por los perros… así que en lo sucesivo no se atrevió a salir más sin dos ejemplares cuando menos de su fiel y poderosa jauría. Tuvo otros incidentes en la carretera los días 5 y 6 del mismo mes. En una ocasión un proyectil le pasó rozando el coche, y en otra los ladridos de los perros le advirtieron de peligros ocultos en el bosque.

El 15 de agosto recibí una desesperada carta que me intranquilizó mucho, hasta el punto de hacerme desear que Akeley dejase a un lado su pertinaz reticencia y acudiese a la justicia en busca de ayuda. En la noche del 12 al 13 se habían producido unos espantosos hechos: se oyeron varios disparos en el exterior de la granja, y tres de los doce grandes perros fueron encontrados muertos a la mañana siguiente. Por miríadas se contaban las huellas de zarpas que había en el camino, y entre ellas podían verse las huellas humanas de Walter Brown. Akeley intentó telefonear a Brattleboro para que le enviasen más perros, pero la comunicación se cortó al poco de empezar a hablar. Posteriormente, se fue en coche a Brattleboro, en donde se enteró de que los instaladores de líneas telefónicas habían encontrado el cable principal cortado con suma limpieza en un lugar de las despobladas montañas al norte de Newfane. Pero Akeley se disponía a regresar a casa con cuatro nuevos y excelentes perros y varias cajas de munición para su rifle de repetición de gran calibre. La carta, escrita en la oficina de correos de Brattleboro, llegó a mis manos sin ningún retraso.

 

Mi actitud respecto a todo aquello había pasado en poco tiempo de un interés científico a otro personal y alarmista. Temía por Akeley en su remota y solitaria granja, e incluso albergaba temores por mí mismo a causa de todo lo que sabía en relación con el extraño caso de la montaña. Aquello trascendía toda lógica. ¿Acabaría también por absorberme y engullirme a mí? Al contestar a la carta de Akeley, le insté a que buscara ayuda, insinuándole que si no lo hacía él podría intentarlo yo. Le hablé de mi intención de ir a Vermont en persona a pesar de sus deseos en contra, y de ayudarle a explicar el caso a las autoridades competentes. Por toda contestación, empero, recibí un telegrama expedido en Bellows Falls y que decía así:

AGRADEZCO SU ATENCIÓN PERO NO PUEDO HACER NADA. NO HAGA NADA PUES PODRÍA PERJUDICARNOS A AMBOS. ESPERE EXPLICACIÓN. HENRY AKELEY.

Pero el asunto se complicaba cada vez más. Tras contestar al telegrama, recibí una temblorosa nota de Akeley con la sorprendente noticia de que no sólo no había enviado el telegrama, sino que no le había llegado mi carta a la que aquel daba contestación. Tras apresuradas indagaciones en Bellows Falls se comprobó que el telegrama fue cursado por un extraño individuo de cabello color terroso y voz curiosamente pastosa y susurrante, y eso fue prácticamente todo lo que Akeley pudo sacar en claro. El funcionario de telégrafos le enseñó el texto original garrapateado a lápiz por el remitente, pero la caligrafía resultaba completamente desconocida. Se apreciaba un error en la firma A-K-E-L-Y, sin la segunda E. Ciertas conjeturas eran, inevitables a partir de ahí, pero la crisis le había afectado de tal forma que no se paró a meditar al respecto.

Hablaba de la muerte de más perros, de la compra de otros nuevos, y del cruce de disparos que había acabado siendo una nota peculiar de las noches sin luna. Las huellas de Brown y de al menos uno o dos seres humanos más, que iban calzados, podían verse casi siempre entre las huellas de zarpas que había en el camino y en la parte trasera de la granja. La situación, reconocía Akeley, se había vuelto insoportable, y lo más probable es que muy pronto se marchara a vivir a California con su hijo, vendiera o no la vieja casa. Pero no resultaba nada fácil abandonar el único lugar que uno podía considerar realmente su hogar. Trataría de seguir allí algo más. Tal vez consiguiera ahuyentar a los intrusos… sobre todo si abandonaba de una vez por todas cualquier intento de profundizar en sus secretos.

Contesté inmediatamente a Akeley, renovándole mis ofrecimientos de ayuda, y le hablé de nuevo de visitarle y ayudarle a convencer a las autoridades del extremo peligro que corría. En su respuesta parecía menos predispuesto contra el plan de lo que su anterior actitud habría hecho suponer, aunque dijo que le gustaría aplazar su salida unos días más… justo el tiempo suficiente para poner en orden sus cosas y hacerse a la idea de que tenía que abandonar el casi morbosamente querido suelo natal. La gente albergaba sospechas sobre sus estudios e investigaciones, y lo mejor sería salir sin ruido de la comarca, sin provocar alborotos ni que empezaran a circular rumores sobre su salud mental. Había pasado mucho, afirmaba, pero querría marcharse de un modo digno a ser posible.

La carta llegó a mis manos el 28 de agosto, e inmediatamente le escribí y eché al correo una carta de contestación animándole en sus proyectos. A lo que se vio, mis palabras de ánimo surtieron efecto, pues Akeley parecía más tranquilo cuando contestó mi nota. No obstante, no se hacía muchas ilusiones pues creía que lo único que retenía a aquellas criaturas era que había luna llena. Confiaba que no hubiese muchas noches nubladas, y de pasada hablaba de irse a vivir a una pensión a Brattleboro cuando la luna empezara a menguar. Volví a escribirle en tono animoso, pero el 5 de septiembre me llegó una carta que sin duda debió cruzarse con la mía en el correo… y esta vez sí que me fue imposible darle ninguna respuesta alentadora. En vista de su importancia creo que lo mejor será transcribirla íntegramente, todo lo mejor que mi memoria me permita recordar aquella temblorosa letra. Poco más o menos, decía así:

Lunes

Querido Wilmarth:

Una postdata harto desoladora a mi última carta. Anoche el cielo estaba plagado de nubes —aunque no llovió— y no se veía luz procedente de la luna. La situación empeoró tremendamente, y mucho me temo que se acerque el final, en contra de todo lo que esperábamos. Pasada la medianoche algo se posó en el tejado de la casa y los perros se precipitaron fuera a ver qué pasaba. Les oí ladrar y aullar, y seguidamente uno consiguió encaramarse al tejado saltando desde un cobertizo bajo. Se entabló una feroz lucha allí arriba, y oí un espantoso susurro que jamás olvidaré. Y luego llegó hasta mí un tufo irresistible. Casi al mismo tiempo unos proyectiles atravesaron la ventana y a punto estuvieron de alcanzarme. En mi opinión, una avanzadilla de las criaturas de la montaña se acercaron a la casa mientras los perros estaban entretenidos con lo que sucedía en el tejado. Ignoro qué pasaría allí, pero me temo que esos seres están aprendiendo a gobernar mejor sus alas espaciales. Apagué la luz y utilicé las ventanas a modo de troneras, y barrí toda la casa con fuego de rifle apuntando alto a fin de no herir a los perros, tras lo cual se puso fin a la contienda. Pero, a la mañana siguiente, descubrí grandes charcos de sangre en el patio, además de otros de una sustancia verde y viscosa que despedían el olor más nauseabundo que mi memoria recuerda. Me encaramé al tejado en donde encontré más restos de aquella sustancia viscosa. Cinco perros habían caído muertos… me temo que a uno lo maté yo por apuntar muy alto, pues tenía un tiro en el lomo. Ahora estoy cambiando los cristales que se rompieron a causa de los disparos, y dentro de unos momentos salgo para Brattleboro en busca de más perros. Los hombres de las perreras deben creer que estoy loco. Le pondré otra nota a la vuelta. Espero poder mudarme dentro de una o dos semanas, aunque casi me mata sólo pensar en ello.

Apresuradamente, Akeley.

Pero esta no fue la única carta de Akeley que se cruzó con la mía. A la mañana siguiente —6 de septiembre— recibí otra. Esta vez eran unos mal trazados garrapatos que me desconcertaron por completo y que me dejaron sin saber qué decir o hacer. Una vez más, lo mejor será que reproduzca el texto de la carta lo más fielmente que la memoria me lo permita.

Martes

No se abrió ningún claro entre las nubes de modo que tampoco hubo luna, la cual, por otro lado, está en fase de cuarto menguante. Si no fuera porque sé que cortarían los cables una y otra vez que los arreglaran llevaría electricidad hasta la casa e instalaría un foco.

Creo que voy a volverme loco. Es posible que todo lo que le he escrito no sea más que un sueño o simple locura. Ya estaban mal las cosas antes, pero esta vez sobrepasan todo lo imaginable. Anoche hablaron conmigo… me hablaron en aquella horrible y susurrante voz para decirme cosas que no me atrevo a repetir aquí. Les oí con toda nitidez a pesar de los ladridos de los perros… y en un momento determinado en que empezaba a no oírseles, se oyó una voz humana que vino en su ayuda. No se meta en esto, Wilmarth… es mucho peor de lo que sospechábamos. Ahora no quieren dejarme ir a California: quieren llevarme con ellos vivo, o lo que teórica y mentalmente equivale a vivo… y que les acompañe no sólo a Yuggoth, sino mucho más allá… lejos de la galaxia, y posiblemente más allá del último círculo de anillo espacial. Les dije que no les seguiría a donde ellos quieren que vaya, ni me dejaría llevar del modo tan terrible que ellos proponen, pero temo que todo sea inútil. Mi casa está tan apartada que dentro de poco podrán presentarse lo mismo de día que de noche. Seis perros más han muerto, y cuando hoy me dirigía a Brattleboro sentía que me observaban desde los bosques que bordean el camino.