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100 Clásicos de la Literatura

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Los mitos de los pennacook, que por otro lado eran los más coherentes y pintorescos, indicaban que los seres alados procedían de la celeste Osa Mayor y tenían minas en las montañas de la tierra de las que extraían una clase de piedra que no existía en ningún otro planeta. No vivían aquí, señalaban los mitos, sino que se limitaban a mantener avanzadillas y regresaban volando con grandes cargamentos de tierra a sus septentrionales estrellas. Sólo atacaban a los seres terrestres que se acercaban demasiado a ellos o les espiaban. Los animales les rehuían debido a un temor instintivo, y no por miedo a que intentaran cazarlos. No podían comer ni cosas ni animales terrestres, por lo que se veían forzados a traer sus víveres de las estrellas. Era peligroso acercarse a aquellos seres, y a veces los jóvenes cazadores que se aventuraban en sus montañas no regresaban. También era peligroso escuchar lo que susurraban al caer la noche sobre el bosque con voces semejantes a las de una abeja que tratara de imitar la voz humana. Conocían las lenguas de todas las tribus —pennacooks, hurones, cinco naciones…—, pero no parecían tener ni necesitar una lengua propia. Hablaban con la cabeza, la cual experimentaba cambios de color conforme a lo que quisieran expresar.

Todas las leyendas, ya tuviesen su origen entre los blancos o entre los indios, se desvanecieron en el curso del siglo XIX, a excepción de algún que otro atávico resurgir. El estado de Vermont se fue poblando de colonos, y una vez levantados los habituales caminos y viviendas según un plan fijado de antemano, sus habitantes fueron olvidando poco a poco los temores y prevenciones que les impulsaron a poner en marcha aquel plan, e incluso que hubieran existido tales temores y prevenciones. Lo único que sabía la mayoría de la gente era que ciertas comarcas montañosas tenían fama de insalubres, improductivas y, por lo general, que era poco aconsejable vivir en ellas, y que cuanto más lejos se estuviera de ellas mejor marcharían las cosas. Con el transcurso del tiempo, los trillados caminos que imponían la costumbre y los intereses económicos acabaron por arraigar tanto en los lugares en que se asentaron que no había por qué salir de ellos, y así, más por accidente que por designio, las montañas frecuentadas por aquellos seres permanecieron desiertas. Salvo durante alguna que otra rara calamidad local, sólo las parlanchinas abuelitas y los meditabundos nonagenarios hablaban ocasionalmente en voz baja de seres que habitaban en aquellas montañas; e incluso en aquellos entrecortados susurros reconocían que no había mucho que temer de ellos ahora que ya estaban acostumbrados a la presencia de casas y poblados y que los seres humanos no les importunaban para nada en el territorio elegido por ellos.

Hacía tiempo que sabía todo esto debido a mis lecturas y a ciertas tradiciones populares recogidas en New Hampshire por lo que cuando empezaron a correr los rumores sobre la época de la gran inundación, pude fácilmente deducir el trasfondo imaginativo sobre el que se habían levantado. Me esforcé en explicárselo a mis amigos, y, a su vez, no pude menos de divertirme cuando ciertos individuos de esos que les gusta llevar siempre la contraria siguieron insistiendo en la posibilidad de que hubiera algo de cierto en aquellos rumores. Tales personas trataban de poner de relieve que las primitivas leyendas tenían una persistencia y uniformidad significativas, y que la naturaleza de las montañas de Vermont, prácticamente aún por explorar; no hacía aconsejable mostrarse dogmático acerca de lo que pudiera habitar o no en ellas. Tampoco se acallaron cuando les aseguré que todos los mitos tenían unos conocidos rasgos característicos en común con los de la mayor parte del género humano, ya que venían prefigurados por las fases iniciales de la experiencia imaginativa que siempre producía idéntico tipo de ilusión.

Fue inútil demostrarles a mis contrarios que los mitos de Vermont apenas diferían en esencia de las leyendas universales sobre la personificación natural que llenaron el mundo antiguo de faunos, dríadas y sátiros, inspiraron los kallikanzarai de la Grecia moderna y confirieron a las tierras incivilizadas como el País de Gales e Irlanda, esas sombrías alusiones a extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de trogloditas y moradores de madrigueras. Resultó inútil, igualmente, señalar la aún más sorprendente similitud que guardaban con la creencia común entre los habitantes de las tribus montañosas del Nepal en el temible Mi-Go o «abominable hombre de las nieves» que está espeluznantemente al acecho entre las cimas de hielo y roca de las altas cumbres del Himalaya. Cuando saqué a colación este dato, mis contrarios lo volvieron contra mí, alegando que ello no hacía sino demostrar una cierta historicidad real de las antiguas leyendas; y que era un argumento más a favor de la efectiva existencia de alguna extraña y primitiva raza terrestre, que se vio obligada a ocultarse tras la aparición y predominio del género humano, y que era muy posible que hubiese logrado sobrevivir en número reducido hasta épocas relativamente recientes… o incluso hasta nuestros mismos días.

Cuanto más me incitaban a la risa tales teorías, más se aferraban a ellas mis empecinados amigos, llegando a añadir que incluso sin la ascendencia de la leyenda los rumores que corrían eran demasiado claros, coherentes, detallados y sensatamente prosaicos en su exposición, como para ser completamente ignoradas. Dos o tres fanáticos extremistas llegaron al punto de querer encontrar posibles significados en las antiguas leyendas indias, que atribuían un origen extraterrestre a los seres ocultos, al tiempo que citaban en apoyo de sus argumentos los increíbles libros de Charles Fort en los que se pretende demostrar que viajeros de otros mundos y del espacio exterior hacían frecuentes visitas a la tierra. La mayoría de mis adversarios, no obstante, eran simples románticos que no hacían sino transferir a la vida real las fantásticas tradiciones de «faunos» al acecho popularizadas por ese excelente autor de relatos de terror que es Arthur Machen.

II

Como suele ser normal en tales circunstancias, esta apasionante discusión acabó viendo la letra impresa en forma de cartas al Arkham Advertiser, y algunas de ellas fueron reproducidas en los periódicos de las comarcas de Vermont de donde provenían las historias sobre la inundación. El Rutland Herald publicó media página de extractos de las cartas de ambos bandos contendientes, mientras que el Brattleboro Reformer’s reprodujo en extenso una de mis largas reseñas sobre historia y mitología, junto con unos comentarios aparecidos en la columna de pensamiento e ideas de El Diletante en apoyo y elogio de mis escépticas conclusiones. En la primavera de 1928 yo era ya una figura bastante conocida en Vermont, aun cuando jamás había puesto los pies en dicho estado. De aquellas fechas datan las extraordinarias cartas de Henry Akeley que tan profundamente me impresionaron y me llevaron, por primera y última vez, a aquella fascinante región atestada de precipicios verdes y susurrantes arroyos que corrían entre frondosos bosques.

Casi todo lo que sé de Henry Wentworth Akeley procede de la correspondencia que mantuve con sus vecinos y con su único hijo, que vivía en California, a raíz de mi breve estancia en su solitaria granja. Akeley era, según descubrí, el último representante en su suelo natal de una vieja familia de juristas, administradores y agricultores de buena posición muy conocida a nivel local. En su caso, empero, la familia había derivado mentalmente de las cuestiones prácticas a la pura erudición, pues fue un excelente estudiante de matemáticas, astronomía, biología, antropología y folklore en la Universidad de Vermont. Hasta entonces jamás había oído hablar de él y apenas se deslizaban detalles autobiográficos en sus comunicaciones, pero desde el primer momento me di perfecta cuenta de que era un hombre educado, inteligente y de una gran personalidad, aunque fuese un recluso sin el menor aire de hombre de mundo.

A pesar de la inverosimilitud de lo que decía, no pude evitar, en un primer momento, tomar los juicios de Akeley tan en serio como lo hacía con otros impugnadores de mis puntos de vista. Por una parte, estaba muy cercano al fenómeno real —visible y tangible— sobre el que tan grotescamente especulaba; por otra, estaba asombrosamente dispuesto a dar a sus conclusiones un carácter provisional, como haría un auténtico hombre de ciencia. No se dejaba llevar por sus inclinaciones personales, guiándose siempre por lo que consideraba datos contrastados. Desde luego, al principio creí que estaba equivocado, si bien le di cierto crédito por estimar inteligente su error, y en ningún momento se me ocurrió emular a unos amigos suyos que atribuían sus ideas a la locura y el miedo que profesaba a las solitarias y verdes cumbres. Pude advertir que era un hombre que hablaba con conocimiento de causa y comprobé que lo que decía debía proceder, casi con toda seguridad, de extrañas circunstancias que merecían consideración, aun cuando apenas tuvieran que ver con las fantásticas causas a las cuales él las atribuía. Posteriormente, me remitió ciertas pruebas pertinentes que venían a plantear la cuestión sobre bases algo distintas y sorprendentemente extrañas.

Lo mejor será que transcriba íntegra, en cuanto sea posible, la larga carta en que Akeley se me daba a conocer, y que constituye un importante hito en mi vida intelectual. Ya no la tengo en mi poder, pero mi memoria retiene casi palabra por palabra su asombroso mensaje. Una vez más afirmo mi creencia en la cordura del hombre que la escribió. Aquí está el texto… un texto que me llegó en los ilegibles y arcaizantes garrapatos de alguien que evidentemente no tuvo mucho contacto con el mundo durante su apacible vida de estudioso.

R. F. D. nº 2.

 

Townshend, Windhem Co., Vermont.

5 de mayo de 1928.

Mr. Albert N. Wilmarth.

118 Saltonstall St.

Arkham, Mass.

Estimado señor:

He leído con gran interés en el Brattleboro Reformer’s del 23 de abril su carta sobre las historias que circulan últimamente acerca de extraños cuerpos que se han visto flotando en nuestros ríos durante las inundaciones del pasado otoño y sobre las curiosas tradiciones populares con las que tan perfectamente concuerdan. Es fácil comprender que un forastero adopte una postura como la suya, e incluso que El Diletante se muestre de acuerdo con usted. Tal es la actitud que suelen adoptar las personas educadas ya sean o no de Vermont, y fue mi actitud de joven (ahora tengo 57 años) antes de que mis estudios, tanto generales como del libro de Davenport, me indujeran a recorrer algunos rincones poco frecuentados de las montañas de la comarca.

Me vi impulsado a emprender tales estudios por las extrañas historias que oía de boca de ancianos granjeros sin la menor formación, aunque lo mejor hubiera sido dejar las cosas como estaban. Modestia aparte, diré que la antropología y las tradiciones populares no me son en absoluto desconocidas. Las estudié a fondo en la universidad, y estoy familiarizado con la mayoría de las autoridades en la materia: Tylor, Lubbock, Frazer, Quatrefages, Murray, Osborn, Keith, Boule, G. Elliott Smith, etcétera. Para mí no es ninguna novedad que las leyendas sobre razas ocultas son tan antiguas como la vida misma. He visto las reproducciones de sus cartas, y de quienes participan de su opinión, en el Rutland Herald, y creo saber cuál es el estado actual de la polémica.

Lo que intento decirle es que mucho me temo que sus adversarios se hallen más cerca de la verdad que usted, aun cuando la razón parezca estar de su parte. Están incluso más cerca de la verdad de lo que ellos mismos creen… pues se basan únicamente en la teoría y, naturalmente, no pueden saber todo lo que yo sé. Si yo supiera tan poco como ellos, encontraría justificado creer como lo hacen. Estaría completamente de su parte, Mr. Wilmarth.

Como puede ver, estoy dando un gran rodeo hasta llegar al objeto de mi carta, probablemente porque temo llegar a él. En resumidas cuentas, tengo pruebas fidedignas de que unos seres monstruosos viven realmente en los bosques de las altas cumbres por las que no transita nadie. No he visto a ninguno de esos seres flotando en las aguas de los ríos, como se ha dicho, pero he visto seres semejantes en circunstancias que casi no me atrevo a repetir. He visto huellas, últimamente las he visto tan cerca de mi casa (vivo en la vieja casa de los Akeley, al sur de Townshend Village, en las estribaciones de Dark Mountain) que no me atrevo siquiera a decírselo. Y he alcanzado a oír voces en determinados lugares de los bosques que ni siquiera osaría describir sobre el papel.

En cierto lugar oí las voces con tal claridad que me llevé un fonógrafo, junto con un dictáfono y un cilindro de cera para grabar; ya veré la forma de arreglármelas para que pueda oír usted la grabación que conseguí. Se la hice escuchar a algunos de los ancianos que habitan por estos contornos, y una de las voces les impresionó tanto que parecían no salir de su estupor debido a su semejanza con cierta voz (esa susurrante voz que se oye en los bosques y que Davenport menciona en su libro) de la que sus abuelas les habían hablado, al tiempo que trataban de imitarla. Sé lo que la mayoría de la gente piensa de un hombre que dice «oír voces»… pero antes de extraer conclusiones le pediría que escuchara la grabación y que preguntase a los ancianos del lugar lo que piensan al respecto. Si usted halla una explicación racional, tanto mejor. Pero, sin duda, debe haber algo detrás de todo ello. Pues, como usted bien sabe, ex nihilo nihil fit.

Lo que me impulsa a escribirle no es el deseo de entablar una polémica, sino proporcionarle una información que creo que un hombre de sus inquietudes encontrará del mayor interés. Esto se lo digo en privado. En público estoy de su lado, pues ciertas cosas me han demostrado que no conviene que la gente sepa demasiado de este asunto. Mis estudios son absolutamente a título particular, y no pienso decir nada que atraiga la atención de la gente y les induzca a visitar los lugares que he explorado. Es cierto —terriblemente cierto— que en aquellos parajes hay criaturas no humanas que no cesan de observarnos, que cuentan con espías entre nosotros con vistas a recabar información. Gran parte de mi información proviene de un pobre desgraciado que, si estaba en su sano juicio (y a mi juicio lo estaba), era uno de esos espías. Aquel hombre acabó suicidándose, pero tengo fundadas razones para creer que hay otros.

Los seres proceden de otro planeta, y pueden vivir en el espacio interestelar y volar en él gracias a unas toscas y potentes alas resistentes al éter pero que resultan demasiado ingobernables para pensar en utilizarlas cuando están en la Tierra. Le hablaré de ello más adelante, si es que no me toma por loco. Vienen aquí para extraer metales de unas minas que hay en las entrañas de los montes, y creo que sé de dónde vienen. No nos harán ningún daño si les dejamos en paz, pero nadie puede predecir lo que ocurriría si les importunáramos. Desde luego, a un buen ejército no le costará nada arrasar su colonia minera. Eso es justo lo que ellos temen. Pero si llegara a suceder, otros vendrían del exterior… en número incalculable. No les sería difícil conquistar la Tierra, pero hasta el momento no lo han intentado porque no tienen ninguna necesidad de hacerlo. Prefieren dejar las cosas como están y evitarse complicaciones.

Según tengo entendido, quieren desembarazarse de mí porque sé demasiadas cosas acerca de ellos. En los bosques de Round Hill, al este de aquí, he encontrado una gran piedra negra con jeroglíficos indescifrables y a medio borrar. Pues bien, una vez que me la llevé a casa todo cambió radicalmente. Si creen que sé demasiado me matarán o me llevarán consigo al planeta de donde proceden. De cuando en cuando les gusta llevarse hombres preparados para estar al corriente de cómo marchan las cosas en el mundo de los humanos.

Esto me lleva a mí segundo propósito al escribirle esta carta, es decir, a rogarle que en lugar de añadir más leña a la polémica, procure acallarla. Debe mantenerse a la gente alejada de estas montañas, y para lograrlo lo mejor es no despertar más su curiosidad. Bien saben los cielos que ya es bastante el peligro que se corre con promotores y agentes inmobiliarios dispuestos a inundar Vermont con tropeles de veraneantes que infesten las zonas despobladas y cubran las montañas de casitas del peor gusto. Me agradaría mucho seguir en contacto con usted, y si quiere trataré de enviarle por correo urgente la grabación fonográfica y la piedra negra (tan desgastada está que apenas podrá ver algo en las fotografías). Y digo «trataré», porque creo que estas criaturas se las arreglan para enterarse de cuanto aquí sucede. En una granja próxima al pueblo hay un tipo llamado Brown, de siniestra catadura y peor talante, que creo es un espía suyo. Poco a poco tratan de incomunicarme con el mundo porque sé demasiado acerca de ellos.

Se sirven de los más increíbles medios para enterarse de todo lo que hago. Es posible que ni siquiera esta carta llegue a sus manos. Creo que lo mejor sería que abandonara esta parte del país y me fuera a vivir en compañía de mi hijo a San Diego, en California, si las cosas se ponen peor, pero no es nada fácil abandonar el lugar en que uno ha nacido y donde ha vivido su familia durante seis generaciones. Y, además, difícilmente me atrevería a vender esta casa a nadie ahora que esas criaturas se han fijado en ella. Al parecer, tratan de recuperar la piedra negra y destruir la grabación fonográfica, pero no lo conseguirán mientras yo pueda evitarlo. De momento, mis perros policía los mantienen a raya, pues todavía son pocos y aún no se mueven bien por estos parajes. Como he dicho, sus alas no sirven de mucho cuando se trata de vuelos cortos sobre la tierra. Estoy a punto de descifrar la piedra —todo apunta a terribles revelaciones— y creo que con los conocimientos que usted posee del folklore tradicional podría ayudarme a encontrar los eslabones perdidos. Supongo que está perfectamente enterado de los espeluznantes mitos anteriores a la aparición del hombre sobre la tierra —los ciclos de Yog-Sothoth y Cthulhu— a los que se alude en el Necronomicon. En cierta ocasión tuve acceso a un ejemplar del libro, y según tengo entendido usted posee otro y lo guarda encerrado bajo siete llaves en la biblioteca de su universidad.

Para terminar, Mr. Wilmarth, creo que dados nuestros estudios podemos sernos muy útiles el uno al otro. No quiero que usted corra ningún peligro, y creo estar en la obligación de advertirle que la posesión de la piedra y de la grabación entraña ciertos riesgos, pero estoy seguro de que usted no dudará en arrostrarlos en aras de la ciencia. Si me autoriza a mandarle algo se lo acercaré en coche hasta Newfane o Brattleboro, pues confío más en las estafetas de correos de allí. Le diré que vivo solo, pues ya no puedo tener a nadie a mi servicio. No quieren quedarse debido a los seres que tratan de acercarse a casa por las noches y que hacen que los perros no cesen de ladrar. Me alegro de no haber ahondado en mis pesquisas mientras vivía mi mujer, pues se habría vuelto loca con todo esto.

Confiando no haberle importunado en exceso y que usted decida seguir en comunicación conmigo en lugar de arrojar la carta a la papelera por creerla el desvarío de un loco.

Queda atentamente suyo,

Henry W. Akeley.

P. D. Estoy sacando más copias de algunas fotografías hechas por mí y que creo pueden contribuir a demostrar varios de los extremos aquí mencionados. Los ancianos del lugar creen que se trata de algo tremendamente verídico. Se las enviaré inmediatamente si le parece bien.

H. W. A.

Sería difícil describir mis sentimientos tras la primera lectura de tan extraño testimonio. Lo normal habría sido que me hubiera reído más de tamañas incoherencias que de otras teorías mucho más plausibles que movieron a la hilaridad, pero había algo en el tono de aquella carta que me indujo a considerarla con paradójica seriedad. No es que creyera ni por un instante en la oculta raza procedente de las estrellas de la que hablaba mi corresponsal; pero lo cierto es que, después de algunas serias dudas en un primer momento, llegué sorprendentemente a convencerme de su cordura y sinceridad, inclinándome a creer que su autor se había enfrentado con algún fenómeno real, aunque singular y anormal, que no acertaba a explicar si no era recurriendo a la imaginación. Estaba seguro de que la verdad distaba mucho de lo que me decía mi comunicante, pero por otro lado quizá mereciera la pena investigar qué es lo que había detrás de todo aquello. Aquel hombre parecía tremendamente excitado y alarmado por algo, pero resultaba difícil pensar que su actitud era injustificada. En ciertos aspectos, era tan puntual y lógico… Y, después de todo, su historia encajaba increíblemente bien con ciertos mitos antiguos… incluso con las más inverosímiles leyendas indias.

Que hubiese realmente alcanzado a oír voces nada tranquilizadoras en las montañas y que hubiese en verdad encontrado la piedra negra de la que hablaba, entraba dentro de lo posible a pesar de sus descabelladas elucubraciones… elucubraciones que le debió sugerir el hombre del que se decía era un espía de aquellos seres extraterrestres y que, posteriormente, puso fin a su vida. Era fácil deducir que este hombre debía estar loco de atar, pero probablemente le quedara una yeta de perversa lógica aparente que hizo que el ingenuo de Akeley —ya de por si predispuesto a tales cosas por sus estudios sobre el folklore— creyera aquella historia. En cuanto a los últimos acontecimientos, en concreto a la imposibilidad de tener a nadie a su servicio, parecía que los modestos y sencillos vecinos de Akeley estaban tan convencidos como él de que su casa era asediada por algo siniestro durante la noche. Que los perros ladraban era algo que no podía ponerse en duda.

Y luego estaba la cuestión de la grabación fonográfica, que no pude sino creer que la había obtenido tal como dijo. Tenía que tratarse de algo, pero no sabría decir qué: o ruidos animales que engañosamente recordaban el lenguaje humano, o el habla de algún ser humano oculto y al acecho al caer la noche, postrado en un estado no muy por encima del de los animales inferiores. De la grabación mi pensamiento pasó a los jeroglíficos de la piedra negra y a especular acerca de cuál podría ser su posible significado. Y, por otro lado, estaban las fotografías que Akeley hablaba de enviarme y que tan convincentemente los ancianos del lugar encontraban espeluznantes.

 

Mientras releía aquella ilegible carta, pensé más que nunca que mis crédulos adversarios podían estar más en lo cierto de lo que yo había admitido en un primer momento. Después de todo, aquellas montañas por las que se rehuía el paso podían ser el reducto de seres extraños y quizá con deformidades hereditarias, aun cuando no hubiese ninguna raza de monstruos nacidos en estrellas tal como pretendía la tradición. En tal supuesto, no resultaría del todo descabellada la presencia de cuerpos extraños en los ríos desbordados. ¿Acaso era excesivamente descabellado suponer que tanto las antiguas leyendas como los recientes relatos descansaban sobre un fundamento real? Pero incluso albergando tales dudas me sentí avergonzado de que tan grotesca muestra de incoherencia como era la increíble carta de Henry Akeley hubiera podido suscitarlas.

Al final, contesté la carta de Akeley, adoptando un tono de cordial interés y solicitando información más detallada. Su respuesta me llegó casi a vuelta de correo, y en ella incluía, tal como me había prometido, una serie de instantáneas de escenas y objetos ilustrativos de lo que tenía que contarme. Eché una mirada a las fotografías al tiempo de sacarlas del sobre y experimenté la extraña sensación de espanto que se siente ante la inmediatez de lo prohibido, pues, a pesar de lo borrosas que estaban la mayoría de ellas, poseían un endiablado poder de sugestión, intensificado además por el hecho de tratarse de auténticas fotografías: verdaderos eslabones ópticos de lo que reproducían, y el producto de un proceso de transmisión impersonal sin sombra alguna de prejuicios, falibilidad ni falsedad.

Cuanto más las miraba, más me convencía de que no me había equivocado al tomar en serio a Akeley y su historia. Desde luego, aquellas fotografías aportaban pruebas concluyentes de que en las montañas de Vermont había algo que, cuando menos, estaba fuera del alcance de nuestros conocimientos y creencias. Lo peor de todo eran las huellas de pisadas: una instantánea tomada en un lugar donde relucía el sol, en un sendero totalmente enfangado en medio de una desierta altiplanicie. Una sola mirada me bastó para cerciorarme de que allí no había trucaje alguno, pues los guijarros y briznas de hierba nítidamente perfilados que se apreciaban en el campo de visión eran la mejor garantía de la corrección de la escala y hacían imposible cualquier intento de doble exposición trucada. Por darle un nombre lo califiqué de «pisada», pero creo que sería más exacto decir «huella de zarpa». Aún hoy me resulta difícil intentar describirla, y lo único que puedo decir es que era algo horrible, de rasgos similares a los cangrejos, y que no sabría precisar qué dirección seguía. No era una huella muy profunda ni reciente, pero su tamaño era aproximadamente el del pie de un hombre de estatura normal. A partir de un rastro central, se proyectaban en direcciones opuestas varios pares de pinzas dentadas; algo de todo punto desconcertante, si es que, como parecía, aquello era exclusivamente un órgano de locomoción.

Otra de las fotografías —sin duda una instantánea tomada con muy poca luz— mostraba la boca de una cueva en un terreno muy frondoso, con una piedra esférica obstruyendo la abertura. En la superficie pelada que había justo delante podía distinguirse perfectamente una densa red de extrañas huellas, y al examinar la fotografía con una lupa comprobé con cierto desasosiego que eran similares a las de la otra instantánea. Una tercera fotografía mostraba un círculo de estilo druídico de piedras levantadas en las cumbres de una desolada montaña. En torno al críptico círculo la hierba estaba muy aplastada y arrancada, si bien no pude detectar ninguna pisada, ni siquiera con ayuda de la lente. Se advertía fácilmente que se trataba de un lugar perdido en el auténtico mar de deshabitadas montañas que se divisaba en segundo plano y se perdían en un horizonte neblinoso.

Pero si la más espeluznante de todas las fotografías era aquella en que se veía la pisada, la más sugerente sin duda era la de la gran piedra negra encontrada en los bosques de Round Hill. Akeley la había fotografiado desde lo que debía ser su mesa de trabajo, pues podían verse hileras de libros y un busto de Milton en segundo término. A lo que parecía, la cámara había enfocado verticalmente la imagen con una superficie algo curvado e irregular de uno por dos pies, pero decir algo más preciso sobre aquella superficie, o sobre el aspecto general de la piedra entera, casi excede los límites del lenguaje. Ni siquiera podía imaginar los rarísimos principios geométricos en que se habían inspirado para su corte —pues no cabía duda de que se trataba de un corte artificial—, ya que jamás había visto nada tan extraño e inequívocamente ajeno a este mundo. Apenas pude distinguir alguno de los jeroglíficos esculpidos en la superficie, pero uno o dos de los que vi me dejaron atónito. Claro que muy bien podía tratarse de una falsificación, pues yo no era la única persona que había leído el monstruoso y abominable Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred. Con todo, me hizo estremecerme al reconocer ciertos ideogramas que mis estudios me habían enseñado a poner en relación con los misterios más espeluznantes e implacables de seres que habían tenido una semiexistencia descabellada antes de formarse la tierra y los otros planetas del sistema solar.

De las cinco fotografías restantes, tres eran de terrenos pantanosos y montañosos que parecían evidenciar huellas de ocultos y perniciosos moradores. En otra se veía una extraña huella en el suelo, muy cerca de la casa de Akeley, que, según decía este, había fotografiado de mañana tras una noche en que los perros habían ladrado con mayor intensidad que de costumbre. Estaba muy borrosa, y difícilmente podían extraerse conclusiones de ella, pero tenía un detestable parecido con aquella otra huella de pie o zarpa fotografiada en la desierta altiplanicie. En la última fotografía se veía la casa de Akeley; una preciosa casa de blanca fachada con dos pisos y una buhardilla, construida haría algo más de un siglo, y con un césped bien cuidado y una vereda bordeada de piedras que conducía a una puerta de estilo georgiano labrada con exquisito gusto. En el césped había varios perros policía de gran tamaño, tendidos junto a un hombre de aspecto agradable con una barba gris recién cortada que debía ser el propio Akeley, fotógrafo de sí mismo a juzgar por la perilla conectada a un tubo que empuñaba en su mano derecha.

De las fotografías pasé a la extensa y apretujada carta, sumiéndome durante las tres horas siguientes en un abismo de inexpresable horror. Aquello que Akeley no había hecho sino esbozar someramente en su anterior carta, lo describía ahora con todo lujo de detalles, ofreciendo largas transcripciones de palabras oídas en los bosques durante la noche, largas descripciones de monstruosas formas rosáceas avistadas en medio de la frondosa espesura al caer la noche sobre las montañas, y una terrible narración cósmica derivada de la aplicación de una profunda y diversificada erudición a los interminables discursos de antaño del demente y fingido espía que acabó suicidándose. Me encontré ante nombres y voces que había oído en otros lugares relacionados con los más espantosos que cabe imaginar —Yuggoth, Gran Cthulhu, Tsathoggua, Yog-Sothoth, R’lyeh, Nyarlathotep, Azathoth, Hastur, Yian, Leng, el Lago de Hali, Bethmoora, la Señal Amarilla, L’mur-Kathulos, Bran y el Magnum Innominandum—, y me vi transportado a través de infinitos eones e inconcebibles dimensiones a mundos antiguos y exteriores que el demente autor del Necronomicon no había sino empezado a intuir. Allí se me hablaba de los pozos de vida primigenia, de los ríos que descendían de aquel manantial y, finalmente, del riachuelo que, procedente de uno de aquellos ríos, se había fundido inextricablemente con los destinos de nuestro planeta.