Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

BERNARDA.— (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes. (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!

PRUDENCIA.— Bregando como un hombre.

BERNARDA.— Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas?

ADELA.— A beber agua.

BERNARDA.— (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.)

PRUDENCIA.— Y Angustias, ¿cuándo se casa?

BERNARDA.— Vienen a pedirla dentro de tres días.

PRUDENCIA.— ¡Estarás contenta!

ANGUSTIAS.— ¡Claro!

AMELIA.— (A Magdalena.) ¡Ya has derramado la sal!

MAGDALENA.— Peor suerte que tienes no vas a tener.

AMELIA.— Siempre trae mala sombra.

BERNARDA.— ¡Vamos!

PRUDENCIA.— (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo?

ANGUSTIAS.— Mírelo usted. (Se lo alarga.)

PRUDENCIA.— Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas..

ANGUSTIAS.— Pero y a las cosas han cambiado.

ADELA.— Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo. Los anillos de pedida deben ser de diamantes.

PRUDENCIA.— Es más propio.

BERNARDA.— Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las propone.

MARTIRIO.— O como Dios dispone.

PRUDENCIA.— Los muebles me han dicho que son preciosos.

BERNARDA.— Dieciséis mil reales he gastado.

LA PONCIA.— (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna.

PRUDENCIA.— Nunca vi un mueble de éstos.

BERNARDA.— Nosotras tuvimos arca.

PRUDENCIA.— Lo preciso es que todo sea para bien.

ADELA.— Que nunca se sabe.

BERNARDA.— No hay motivo para que no lo sea.

(Se oyen lejanísimas unas campanas.)

PRUDENCIA.— El último toque. (A Angustias.) Ya vendré a que me enseñes la ropa.

ANGUSTIAS.— Cuando usted quiera.

PRUDENCIA.— Buenas noches nos dé Dios.

BERNARDA.— Adiós, Prudencia.

Las cinco a la vez: Vaya usted con Dios.

(Pausa. Sale Prudencia.)

BERNARDA.— Ya hemos comido. (Se levantan.)

ADELA.— Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y tomar un poco el fresco.

(Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la pared.)

AMELIA.— Yo voy contigo.

MARTIRIO.— Y yo.

ADELA.— (Con odio contenido.) No me voy a perder.

AMELIA.— La noche quiere compaña.

(Salen. Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.)

BERNARDA.— Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar.

ANGUSTIAS.— Usted sabe que ella no me quiere.

BERNARDA.— Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo entiendes?

ANGUSTIAS.— Sí.

BERNARDA.— Pues ya está.

MAGDALENA.— (Casi dormida.) Además, ¡si te vas a ir antes de nada! (Se duerme.)

ANGUSTIAS.— Tarde me parece.

BERNARDA.— ¿A qué hora terminaste anoche de hablar?

ANGUSTIAS.— A las doce y media.

BERNARDA.— ¿Qué cuenta Pepe?

ANGUSTIAS.— Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres tenemos nuestras preocupaciones.»

BERNARDA.— No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos.

ANGUSTIAS.— Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.

BERNARDA.— No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás.

ANGUSTIAS.— Debía estar contenta y no lo estoy.

BERNARDA.— Eso es lo mismo.

ANGUSTIAS.— Muchas veces miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las que levantan los rebaños.

BERNARDA.— Eso son cosas de debilidad.

ANGUSTIAS.— ¡Ojalá!

BERNARDA.— ¿Viene esta noche?

ANGUSTIAS.— No. Fue con su madre a la capital.

BERNARDA.— Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena!

ANGUSTIAS.— Está dormida.

(Entran Adela, Martirio y Amelia.)

AMELIA.— ¡Qué noche más oscura!

ADELA.— No se ve a dos pasos de distancia.

MARTIRIO.— Una buena noche para ladrones, para el que necesite escondrijo.

ADELA.— El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! Doble de grande, llenando todo lo oscuro.

AMELIA.— Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!

ADELA.— Tiene el cielo unas estrellas como puños.

MARTIRIO.— Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el cuello.

ADELA.— ¿Es que no te gustan a ti?

MARTIRIO.— A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo que pasa dentro de las habitaciones tengo bastante.

ADELA.— Así te va a ti.

BERNARDA.— A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo.

ANGUSTIAS.— Buenas noches.

ADELA.— ¿Ya te acuestas?

ANGUSTIAS.— Sí, esta noche no viene Pepe. (Sale.)

ADELA.— Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un relámpago se dice:

Santa Bárbara bendita,

que en el cielo estás escrita

con papel y agua bendita?

BERNARDA.— Los antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado.

AMELIA.— Yo cierro los ojos para no verlas.

ADELA.— Yo no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está quieto y quieto años enteros.

MARTIRIO.— Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros.

BERNARDA.— Y es mejor no pensar en ellas.

ADELA.— ¡Qué noche más hermosa! Me gustaría quedarme hasta muy tarde para disfrutar el fresco del campo.

BERNARDA.— Pero hay que acostarse. ¡Magdalena!

AMELIA.— Está en el primer sueño.

BERNARDA.— ¡Magdalena!

MAGDALENA.— (Disgustada.) ¡Dejarme en paz!

BERNARDA.— ¡A la cama!

MAGDALENA.— (Levantándose malhumorada.) ¡No la dejáis a una tranquila! (Se va refunfuñando.)

AMELIA.— Buenas noches. (Se va.)

BERNARDA.— Andar vosotras también.

MARTIRIO.— ¿Cómo es que esta noche no viene el novio de Angustias?

BERNARDA.— Fue de viaje.

MARTIRIO.— (Mirando a Adela.) ¡Ah!

ADELA.— Hasta mañana. (Sale.)

(Martirio bebe agua y sale lentamente mirando hacia la puerta del corral. Sale La Poncia.)

LA PONCIA.— ¿Estás todavía aquí?

BERNARDA.— Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna « la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú.

LA PONCIA.— Bernarda, dejemos esa conversación.

BERNARDA.— En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo.

LA PONCIA.— No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos.

BERNARDA.— Mis hijas tienen la respiración tranquila.

LA PONCIA.— Eso te importa a ti, que eres su madre. A mí, con servir tu casa tengo bastante.

BERNARDA.— Ahora te has vuelto callada.

LA PONCIA.— Me estoy en mi sitio, y en paz.

BERNARDA.— Lo que pasa es que no tienes nada que decir. Si en esta casa hubiera hierbas, ya te encargarías de traer a pastar las ovejas del vecindario.

LA PONCIA.— Yo tapo más de lo que te figuras.

BERNARDA.— ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? ¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa?

LA PONCIA.— No dicen nada.

BERNARDA.— Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la vigilia de mis ojos se debe esto!

LA PONCIA.— Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus intenciones. Pero no estés segura.

BERNARDA.— ¡Segurísima!

LA PONCIA.— ¡A lo mejor, de pronto, cae un rayo! ¡A lo mejor, de pronto, un golpe de sangre te para el corazón!

BERNARDA.— Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus suposiciones.

LA PONCIA.— Pues mejor para ti.

BERNARDA.— ¡No faltaba más!

CRIADA.— (Entrando.) Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda usted algo, Bernarda?

BERNARDA.— (Levantándose.) Nada. Yo voy a descansar.

LA PONCIA.— ¿A qué hora quiere que la llame?

BERNARDA.— A ninguna. Esta noche voy a dormir bien. (Se va.)

LA PONCIA.— Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las espaldas para no verlo.

CRIADA.— Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los ojos.

LA PONCIA.— Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he dicho lo que tenía que decir.

CRIADA.— Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas.

LA PONCIA.— No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un hombre.

CRIADA.— Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.

LA PONCIA.— Es verdad. (En voz baja) Y otras cosas.

CRIADA.— No sé lo que va a pasar aquí.

LA PONCIA.— A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de guerra..

CRIADA.— Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase.

 

LA PONCIA.— Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está decidida a lo que sea, y las demás vigilan sin descanso.

CRIADA.— ¿Y Martirio también?

LA PONCIA.— Ésa es la peor. Es un pozo de veneno. Ve que el Romano no es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano.

CRIADA.— ¡Es que son malas!

LA PONCIA.— Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre. ¡Chisssssss! (Escucha.)

CRIADA.— ¿Qué pasa?

LA PONCIA.— (Se levanta.) Están ladrando los perros.

CRIADA.— Debe haber pasado alguien por el portón.

(Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.)

LA PONCIA.— ¿No te habías acostado?

ADELA.— Voy a beber agua. (Bebe en un vaso de la mesa.)

LA PONCIA.— Yo te suponía dormida.

ADELA.— Me despertó la sed. Y vosotras, ¿no descansáis?

CRIADA.— Ahora.

(Sale Adela.)

LA PONCIA.— Vámonos.

CRIADA.— Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descansar en todo el día.

LA PONCIA.— Llévate la luz.

CRIADA.— Los perros están como locos.

LA PONCIA.— No nos van a dejar dormir.

(Salen. La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una oveja en los brazos.)

MARÍA JOSEFA.—

Ovejita, niño mío,

vámonos a la orilla del mar.

La hormiguita estará en su puerta,

yo te daré la teta y el pan.

Bernarda,

cara de leoparda.

Magdalena,

cara de hiena.

¡Ovejita!

Meee, meee.

Vamos a los ramos del portal de Belén.

Ni tú ni yo queremos dormir.

La puerta sola se abrirá

y en la playa nos meteremos

en una choza de coral.

Bernarda,

cara de leoparda.

Magdalena,

cara de hiena.

¡Ovejita!

Meee, meee.

Vamos a los ramos del portal de Belén!

(Se va cantando. Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo, y desaparece por la puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. Se cubre con un pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de ella María Josefa.)

MARTIRIO.— Abuela, ¿dónde va usted?

MARÍA JOSEFA.— ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú?

MARTIRIO.— ¿Cómo está aquí?

MARÍA JOSEFA.— Me escapé. ¿Tú quién eres?

MARTIRIO.— Vaya a acostarse.

MARÍA JOSEFA.— Tú eres Martirio, ya te veo. Martirio, cara de martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste.

MARTIRIO.— ¿Dónde cogió esa oveja?

MARÍA JOSEFA.— Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena.

MARTIRIO.— No dé voces.

MARÍA JOSEFA.— Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño, y éste otro, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y otra. Luego nos sentaremos todos, y todos tendremos el cabello blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay más que mantos de luto.

MARTIRIO.— Calle, calle.

MARÍA JOSEFA.— Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que marcharme, pero tengo miedo de que los perros me muerdan. ¿Me acompañarás tú a salir del campo? Yo quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas sin lengua!

MARTIRIO.— (Enérgica.) Vamos, váyase a la cama. (La empuja.)

MARÍA JOSEFA.— Sí, pero luego tú me abrirás, ¿verdad?

MARTIRIO.— De seguro.

MARÍA JOSEFA.— (Llorando.)

Ovejita, niño mío,

vámonos a la orilla del mar.

La hormiguita estará en su puerta,

yo te daré la teta y el pan.

(Sale. Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)

MARTIRIO.— (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela!

(Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)

ADELA.— ¿Por qué me buscas?

MARTIRIO.— ¡Deja a ese hombre!

ADELA.— ¿Quién eres tú para decírmelo?

MARTIRIO.— No es ése el sitio de una mujer honrada.

ADELA.— ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!

MARTIRIO.— (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así.

ADELA.— Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía.

MARTIRIO.— Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.

ADELA.— Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.

MARTIRIO.— Yo no permitiré que lo arrebates. Él se casará con Angustias.

ADELA.— Sabes mejor que yo que no la quiere.

MARTIRIO.— Lo sé.

ADELA.— Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.

MARTIRIO.— (Desesperada.) Sí.

ADELA.— (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí.

MARTIRIO.— Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más.

ADELA.— Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, ¡lo quieres!

MARTIRIO.— (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero!

ADELA.— (En un arranque, y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.

MARTIRIO.— ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.)

ADELA.— Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.

MARTIRIO.— ¡No será!

ADELA.— Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.

MARTIRIO.— ¡Calla!

ADELA.— Sí, sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya no me importa. Pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.

MARTIRIO.— Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.

ADELA.— No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.

MARTIRIO.— No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.

ADELA.— Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca.

(Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.)

MARTIRIO.— ¿Dónde vas?

ADELA.— ¡Quítate de la puerta!

MARTIRIO.— ¡Pasa si puedes!

ADELA.— ¡Aparta! (Lucha.)

MARTIRIO.— (A voces.) ¡Madre, madre!

ADELA.— ¡Déjame!

(Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)

BERNARDA.— Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!

MARTIRIO.— (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!

BERNARDA.— ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)

ADELA.— (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata un bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!

(Sale Magdalena.)

MAGDALENA.— ¡Adela!

(Salen la Poncia y Angustias.)

ADELA.— Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león.

ANGUSTIAS.— ¡Dios mío! Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.)

(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada, con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.)

ADELA.— ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)

ANGUSTIAS.— (Sujetándola.) De aquí no sales con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona! ¡deshonra de nuestra casa!

MAGDALENA.— ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!

(Suena un disparo.)

BERNARDA.— (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.

MARTIRIO.— (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.

ADELA.— ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)

LA PONCIA.— ¿Pero lo habéis matado?

MARTIRIO.— ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!

BERNARDA.— No fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.

MAGDALENA.— ¿Por qué lo has dicho entonces?

MARTIRIO.— ¡Por ella! Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza.

LA PONCIA.— Maldita.

MAGDALENA.— ¡Endemoniada!

BERNARDA.— Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!

LA PONCIA.— (En la puerta.) ¡Abre!

BERNARDA.— Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.

CRIADA.— (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!

BERNARDA.— (En voz baja, como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?

LA PONCIA.— (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin!

(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)

LA PONCIA.— ¡No entres!

BERNARDA.— No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.

MARTIRIO.— Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.

BERNARDA.— Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

Poemas en Prosa

Por

Federico García Lorca

Santa Lucía y San Lázaro

A Sebastià Gasch

A las doce de la noche llegué a la ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie. «Una muchacha puede ser morena, puede ser rubia, pero no debe ser ciega.» Esto decía el dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por una faja. Los ojos de un mulo, que dormitaba en el umbral, me amenazaron como dos puños de azabache.

—Quiero la mejor habitación que tenga.

—Hay una.

—Pues vamos.

La habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. «Me gusta.» (Vi mi «Me gusta» en el espejo verde.) El posadero cerró la puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue, exclamé otra vez: «Me gusta». Abajo, el mulo resoplaba. Quiero decir que abría el girasol de su boca.

No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.

Esta noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se agrupan y extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos en el esterillo japonés.

 

Cuando me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba perdiendo en las calles.

*

Con el nuevo sol, volvía mi traje gris a la plata del aire humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín. En la calle, las gentes iban y venían. Pasaron los vendedores de frutas, y los que venden peces del mar.

Ni un pájaro.

Mientras sonaba mis anillos en los hierros del balcón busqué la ciudad en el mapa, y vi cómo permanecía dormida en el amarillo, entre ricas venillas de agua, ¡distante del mar!

En el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes, sin encontrar la cuadrada salida del cielo.

Antes de salir a la calle para dar mi primer paseo, los fui a saludar.

—¿Por qué dijo usted anoche que una muchacha puede ser morena o rubia, pero no debe ser ciega?

El posadero y su mujer se miraron de una manera extraña.

Se miraron… equivocándose. Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita. Después, rompieron a llorar.

Yo no supe qué decir y me fui apresuradamente.

En la puerta leí este letrero: Posada de Santa Lucía.

*

Santa Lucía fue una hermosa doncella de Siracusa.

La pintan con dos magníficos ojos de buey en una bandeja.

Sufrió martirio bajo el cónsul Pascasiano, que tenía los bigotes de plata y aullaba como un mastín.

Como todos los santos, planteó y resolvió teoremas deliciosos, ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física.

Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres y cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo. Su cuerpo, su cuerpazo, se puso de plomo comprimido. Nuestro Señor, seguramente, estaba sentado con cetro y corona sobre su cintura.

Santa Lucía fue una moza adulta, de seno breve y cadera opulenta. Como todas las mujeres bravías, tuvo unos ojos demasiado grandes, hombrunos, con una desagradable luz oscura. Expiró en un lecho de llamas.

*

Era el cenit del mercado y la playa del día estaba llena de caracolas y tomates maduros. Ante la milagrosa fachada de la catedral, yo comprendía perfectamente cómo San Ramón Nonnato pudo atravesar el mar desde las Islas Baleares hasta Barcelona montado sobre su capa, y cómo el viejísimo Sol de la China se enfurece y salta como un gallo sobre las torres musicales hechas con carne de dragón.

Las gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientra los signos + y × de la Banca judía sostenían con la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios apagados. La campana gorda de la catedral vertía sobre la urbe una lluvia de campanillas de cobre, que se clavaban en los tranvías entontecidos y en los nerviosos cuellos de los caballos. Había olvidado mi baedeker y mis gemelos de campaña y me puse a mirar la ciudad como se mira el mar desde la arena.

Todas las calles estaban llenas de tiendas de óptica. En las fachadas miraban grandes ojos de megaterio, ojos terribles, fuera de la órbita de almendra, que da intensidad a los humanos, pero que aspiraban a pasar inadvertida su monstruosidad, fingiendo parpadeos de Manueles, Eduarditos y Enriques. Gafas y vidrios ahumados buscaban la inmensa mano cortada de la guantería, poema en el aire, que suena, sangra y borbotea, como la cabeza del Bautista.

La alegría de la ciudad se acababa de ir, y era como el niño recién suspendido en los exámenes. Había sido alegre, coronada de trinos y margenada de juncos, hasta hacía pocas horas, en que la tristeza que afloja los cables de la electricidad y levanta las losas de los pórticos había invadido las calles con su rumor imperceptible de fondo de espejo. Me puse a llorar. Porque no hay nada más conmovedor que la tristeza nueva sobre las cosas regocijadas, todavía poco densa, para evitar que la alegría se transparente al fondo, llena de monedas con agujeros.

Tristeza recién llegada de los librillos de papel marca «El Paraguas», «El Automóvil» y «La Bicicleta»; tristeza del Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo.

Los aprendices de óptico limpiaban cristales de todos tamaños con gamuzas y papeles finos produciendo un rumor de serpiente que se arrastra.

En la catedral, se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo acribillada en todas direcciones por finos reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido, y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.

Cuando entré en la catedral se cantaba la lamentación de las seis mil dioptrías que sonaba y resonaba en las tres bóvedas llenas de jarcias, olas y vaivenes como tres batallas de Lepanto. Los ojos de la Santa miraban en la bandeja con el dolor frío del animal a quien acaban de darle la puntilla.

Espacio y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la superficie como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.

Me arrodillé.

Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.

Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con antojeras de cuero.

En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecidos suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.

Era necesario comer y pregunté por la posada.

—Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril, y esa posada se halla al Sur, más abajo del río.

—Tengo tiempo de sobra.

*

Cerca estaba la estación del ferrocarril.

Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.

Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.

El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.

Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.

Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.

Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.

Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.

No se pueden unir con la montaña, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.

Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltos en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad, y levantados como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.

*

Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.

Me coronaba un magnífico silencio, rodeado de pianos de cola por todas partes.

En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.

*

San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes, echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.

Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces, y se agachaba lleno de terror, siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.

*

El tren correo había salido a las doce de la noche.

Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada.