Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Muy suavemente, el daroga volvió a llamar, pero Christine debía estar muy lejos, porque no lo oyó…

Erik entró de nuevo…, hizo beber al daroga una poción, tras recomendarle que no dirigiera ni una sola palabra a «su mujer» ni a nadie, porque eso podía perjudicar el bienestar de todo el mundo.

A partir de aquel momento, el Persa se acuerda aún de la sombra negra de Erik y de la silueta blanca de Christine, que se deslizaban en silencio a través de la habitación y se inclinaban sobre el señor de Chagny. El Persa estaba aún muy débil, y el menor ruido de la puerta del armario de luna, que al abrirse chirriaba, por ejemplo, le daba dolor de cabeza…, y luego se durmió como el señor de Chagny.

Esta vez se despertó en su casa, cuidado por su fiel Darius, quien le informó de que le habían encontrado, la noche anterior, contra la puerta de su apartamento, al que debió ser transportado por un desconocido que se preocupó de llamar antes de alejarse.

Inmediatamente después de que el daroga hubo recobrado sus fuerzas y su responsabilidad, envió en busca de noticias del vizconde al domicilio del conde Philippe.

Le contestaron que el joven aún no había aparecido y que el conde Philippe había muerto. Habían encontrado su cadáver en la verja del lago de la ópera, del lado de la calle Scribe. El Persa recordó la misa fúnebre a la que había asistido tras la pared de la habitación de los espejos y no dudó del crimen ni del criminal. Sin dificultad, conociendo a Erik, reconstruyó el drama, ¡ay!, sin esfuerzo. Después de creer que su hermano había raptado a Christine Daaé, Philippe se había lanzado en su persecución por la carretera de Bruselas en la que, a su conocimiento, se había preparado la huida. Al no encontrar a los jóvenes, había vuelto a la Opera, había recordado las extrañas confidencias de Raoul acerca de un fantástico rival, se enteró de que el vizconde lo había intentado todo para penetrar en los sótanos del teatro y que, finalmente, había desaparecido dejando su sombrero en la habitación de la diva, al lado de una caja de pistolas. El conde, que ya no dudaba de la locura de su hermano, se había lanzado a su vez a aquel infernal laberinto subterráneo. ¿Era preciso algo más, a los ojos del Persa, para explicar la presencia del cadáver del conde en la verja del lago, en el que vigilaba el canto de la sirena, la sirena de Erik, aquella portera del lago de los Muertos?

El Persa no dudó más. Aterrado por esta nueva fechoría, sin poder permanecer en la incertidumbre en la que se encontraba respecto a la suerte definitiva del vizconde y de Christine Daaé, se decidió a contarlo todo a la justicia.

La instrucción del caso había sido confiada al juez Faure y no vaciló en hacerle una visita. Podemos imaginar fácilmente de qué modo un espíritu escéptico, atado a las cosas de la tierra, superficial (lo digo como lo pienso) y nada preparado para semejante confidencia, recibió el testimonio del daroga. El juez lo trató como si fuera un loco.

El Persa, desesperando de que alguien le hiciese caso, se puso entonces a escribir. Ya que la justicia no quería su testimonio, quizás a la prensa le interesara. Así que una tarde en que acababa de redactar la última línea del relato que he transcrito fielmente aquí, su criado Darius le anunció a un extranjero que no había dado su nombre, cuyo rostro le había sido imposible ver y que se empeñaba en quedarse allí hasta que el daroga lo recibiera.

El Persa, presintiendo inmediatamente la identidad de aquel curioso visitante, ordenó que lo hiciera pasar.

El daroga no se había equivocado.

¡Era el fantasma! ¡Era Erik!

Parecía padecer muy débil y se apoyaba en la pared como si temiera caerse… Al quitarse el sombrero, mostró una frente pálida como la cera. El resto de la cara estaba tapado por la máscara.

El Persa se había erguido ante él.

—Asesino del conde Philippe, ¿qué has hecho de su hermano y de Christine Daaé?

Ante esta horrible acusación, Erik vaciló y por un momento guardó silencio; luego, se arrastró hasta un sillón, en el que se dejó caer lanzando un profundo suspiro. Y allí dijo entre frases sueltas y palabras entrecortadas:

—Daroga, no me hables del conde Philippe… Estaba muerto…, ya…, cuando…, la sirena cantó…, fue un accidente…, un triste…, un lamentable accidente… ¡Se había caído torpe, simple y naturalmente al lago!…

—¡Mientes! —exclamó el Persa.

Entonces Erik inclinó la cabeza y dijo:

—No vengo aquí… para hablarte del conde Philippe…, sino para decirte que… voy a morir…

—¿Dónde están Raoul de Chagny y Christine Daaé?

—Voy a morir…

—¿Raoul de Chagny y Christine Daaé?

—… de amor…, daroga…, voy a morir de amor…, así es…, ¡la amaba tanto!… Y la amo aún, daroga, puesto que muero por ella. Si supieras qué hermosa estaba cuando me permitió besarla viva, por su salvación eterna… Era la primera vez, daroga, la primera vez, ¿me oyes?, que besaba a una mujer… ¡Sí, viva, la besé estando viva y estaba hermosa como una muerta!

El Persa se había levantado, se había atrevido a tocar a Erik. Le sacudió por el brazo.

—¿Me dirás al fin si está viva o muerta?

—¿Por qué me zarandeas así? —contestó Erik con esfuerzo—. Te he dicho que soy yo el que va a morir… sí, la besé estando viva…

—¿Y ahora está muerta?

—Te digo que la besé así en la frente…, y ella no apartó su frente de mi boca… ¡Ah, es una joven honesta! En cuanto a si está muerta, no lo creo, aunque ya no es asunto mío… ¡No, no, no está muerta! Y no me gustaría saber que alguien haya tocado un solo pelo de su cabeza. Es una joven valiente y honrada que, además, te salvó la vida, daroga, en un momento en el que no hubiera dado dos sous por tu piel de persa. En realidad, nadie se ocupaba de ti. ¿Por qué estabas allí con aquel jovencito? Además, ibas a morir. Me suplicaba por la vida de su jovencito, pero yo le había contestado que, dado que había girado el escorpión, me había convertido por este mismo hecho y por su propia voluntad en su prometido y que no necesitaba a dos prometidos, lo cual era bastante justo. En cuanto a ti, tú no existías, ya no existías, te lo repito, ibas a morir junto con el otro prometido.

»Pero, escúchame bien, daroga, cuando gritabais como condenados por culpa del agua, Christine se me acercó con sus hermosos ojos azules muy abiertos y me juró, por la salvación de su alma, que consentía en ser mi mujer viva. Hasta entonces, daroga, en el fondo de sus ojos había visto siempre a mi mujer muerta. Era la primera vez que veía en ellos a mi mujer viva. Era sincera al jurar por la salvación de su alma. No se mataría. Asunto concluido. Media hora más tarde, todas las aguas habían vuelto al lago y yo estiraba tu lengua, daroga, ya que estaba seguro, palabra, que te quedabas allí mismo… ¡En fin, eso es todo!… Estaba acordado que debíais recobrar el conocimiento bajo tierra y que luego os llevaría a la superficie. Finalmente, cuando me dejasteis libre el suelo la habitación estilo Luis Felipe, volví a ella completamente solo».

—¿Qué habías hecho del vizconde de Chagny? —lo interrumpió el Persa.

—¡Ah!… ¡Entiéndeme!… A ése, daroga, no iba a llevarlo enseguida así como así, al exterior… Era un rehén… Pero tampoco podía conservarlo en la mansión del Lago por Christine. Entonces lo encerré muy confortablemente y lo até (el perfume de Mazenderan lo había vuelto dócil como un trapo) en la bodega de los comuneros, que está en la parte más desierta del sótano más lejano de la Ópera, más abajo aún que el quinto sótano, allí a donde no va nadie y donde es imposible hacerse oír de nadie. Me encontraba muy tranquilo y volví al lado de Christine. Ella me aguardaba…

En este punto del relato, parece ser que el fantasma se levantó con tanta solemnidad que el Persa, que había vuelto a ocupar su sitio en el sillón, tuvo que levantarse también como obedeciendo al mismo movimiento y sintiendo que le era imposible permanecer sentado en un momento tan solemne, e incluso (me confesó el mismo Persa) se quitó, a pesar de tener la cabeza rapada, su gorro de astracán.

—Sí, ella me aguardaba —continuó Erik, que se puso a temblar como una hoja, a temblar estremecido por una emoción solemne—. Me esperaba de pie, viva, como una verdadera novia viviente, por la salvación de su alma… Y cuando me acerqué, más tímido que un niño pequeño, no escapó…, no, no… permaneció allí…, me esperó… ¡Incluso creo, daroga, que un poco! …, ¡oh, no mucho! …, pero un poco como una novia viva…, que adelantó la frente un poco… Y…, y…, yo la… besé… ¡Yo! …, ¡yo! …, ¡yo!… ¡Y ella no murió!… Permaneció tranquilamente a mi lado, después de que la besé…, en la frente… ¡Ah, qué maravilloso es, daroga, besar a alguien!… Tú no puedes saberlo…, pero yo… ¡yo!… Mi madre, daroga, la pobre desgraciada de mi madre no quiso jamás que la besara… ¡Huía…, arrojándome mi máscara…, ninguna otra mujer! …, ¡jamás! …, ¡jamás!… ¡Ay, ay, ay! Entonces…, de pura felicidad, lloré. Y caí llorando a sus piececitos… Y besé llorando sus pies, sus piececitos, llorando… Tú también lloras, daroga; y también ella lloraba…, el ángel lloró…

Mientras contaba esto, Erik sollozaba y el Persa, en efecto, no podía contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado que, con escalofríos, las manos sobre el pecho, lloraba tanto de dolor como de ternura.

—¡Sentí correr sus lágrimas por mi frente, oh Daroga! Eran cálidas…, eran dulces…, recorrían por debajo de mi máscara e iban a juntarse con las mías en mis ojos… resbalaban hasta mi boca… ¡Ah, sus lágrimas… por mí! Oye, daroga, oye lo que hice… Me arranqué la máscara para no perder ni una sola de sus lágrimas… ¡Y ella no huyó!… ¡Ni murió!… Continuó viva, llorando… sobre mí…, conmigo… ¡Lloramos juntos!… ¡Señor del cielo, me has concedido toda la felicidad del mundo!…

 

Y Erik se había hundido, sollozando, en el sillón.

—¡Ah, no voy a morir aún… en seguida…, pero déjame llorar! —le había dicho al Persa.

Al cabo de un instante el hombre de la máscara continuó:

—Óyeme, daroga, oye bien esto… Mientras me encontraba a sus pies… oí que decía: «Pobre desventurado de Erik», ¡y cogió mi mano!… Entonces no fui nada más, ¿lo comprendes?, que un pobre perro dispuesto a morir por ella… ¡tal como te lo digo, daroga!

»Imagínate que yo llevaba en la mano un anillo, un anillo de oro que le había dado… que ella había perdido… y que yo había encontrado…, una alianza… Lo puse en su manita y le dije: «¡Toma, coge esto! …, coge esto para ti y para él… Será mi regalo de bodas… ¡el regalo del pobre desventurado de Erik!… Sé que amas a ese joven…, ¡no llores más! …». Ella me preguntó con voz muy dulce qué quería decir; entonces le hice entender, y ella comprendió en seguida que yo no era para ella más que un pobre perro dispuesto a morir…, que ella podría casarse con el joven cuando quisiera, porque había llorado conmigo… Ya puedes imaginarte, ay, daroga, que al decirle esto era como si partiera con toda tranquilidad mi corazón en cuatro, pero ella había llorado conmigo… y había dicho: «¡Pobre desventurado de Erik!».

La emoción de Erik era tal que debió advertir al Persa que no lo mirara, ya que se ahogaba y tenía que quitarse la máscara. El daroga me contó que había ido a la ventana y la había abierto lleno de compasión, pero teniendo mucho cuidado de fijar la vista en la copa de los árboles de las Tullerías para no encontrarse con el rostro del monstruo.

—Fui entonces a liberar al joven —continuó Erik— y le dije que me siguiera al lado de Christine Se abrazaron delante mío, en la habitación estilo Luis Felipe… Christine llevaba su anillo… Hice jurar a Christine que, cuando estuviera muerto, vendría una noche, pasando por el lago de la calle Scribe, a enterrarme en absoluto secreto con el anillo de oro que llevaría hasta ese momento…, le dije cómo encontraría mi cuerpo y lo que había que hacer… Entonces Christine me besó por primera vez, aquí, en la frente… en mi frente: (¡no mires, Daroga!), y se marcharon los dos… Christine ya no lloraba… Sólo yo lloraba, daroga, daroga… ¡Si Christine cumple su juramento, pronto volverá!…

Erik se había callado. El Persa no le hizo más preguntas. Estaba tranquilo respecto a la suerte de Raoul de Chagny y de Christine Daaé, y ningún ser humano había podido, después de haberle oído aquella noche, poner en duda la palabra de Erik, que lloraba.

El monstruo había vuelto a ponerse la máscara y reunido sus fuerzas para despedirse del daroga. Le había anunciado que, cuando sintiera muy próximo su fin, le enviaría, en agradecimiento por el bien que le había hecho antaño, lo más valioso que tenía en el mundo: todos los papeles que Christine Daaé había escrito en el transcurso de esta aventura para Raoul y que ella había entregado a Erik, así como algunos objetos que provenían de ella, dos pañuelos, un par de guantes y un lazo de zapato. A una pregunta del Persa, Erik le informó que los dos jóvenes, tan pronto se vieron libres, habían decidido ir a buscar a un sacerdote en alguna aldea solitaria en la que ocultarían su felicidad, y que, con esta intención, habían elegido «a la estación, del Norte del Mundo». Por último, Erik contaba con el Persa para que, en cuanto recibiera las reliquias y los papeles prometidos, anunciara su muerte a los dos jóvenes. Para ello debía pagar una línea en los anuncios necrológicos del periódico L'Époque.

Aquello fue todo.

El Persa había acompañado a Erik hasta la puerta de su apartamento, y Darius le había acompañado hasta la acera, sosteniéndolo. Un simón aguardaba. Erik subió. El Persa, que había vuelto a la ventana, le oyó decir al cochero: «A la explanada de la Opera». El simón se hundió en la noche. El Persa había visto por última vez al pobre desventurado de Erik.

Tres semanas después, el periódico publicaba la siguiente nota necrológica:

«ERIK HA MUERTO».

EPILOGO

Esta es la verdadera historia del fantasma de la ópera. Como lo anuncié al principio de esta obra, no puede ahora dudarse de que Erik vivió realmente. Hay demasiadas pruebas de esta existencia hoy en día a disposición de todos, para que no puedan seguirse razonablemente los hechos y las gestas de Erik a través del drama de los Chagny.

No es preciso señalar aquí hasta qué punto este asunto apasionó a la capital. ¡Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple sueño de los encargados de la iluminación de la Opera!… ¡Qué dramas! ¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado en torno al idilio de Raoul y de la dulce y encantadora Christine!… ¿Qué había sido de la sublime y misteriosa cantante de la que la tierra no debía volver a oír hablar jamás?… La imaginaron la víctima de la rivalidad entre los dos hermanos, y nadie imaginó lo que había pasado, nadie comprendió que, puesto que Raoul y Christine habían desaparecido juntos, los dos prometidos se habían retirado lejos del mundo para disfrutar de una felicidad que no hubieran querido hacer pública después de la extraña muerte sufrida por el conde Philippe… Un día habían " tomado un tren en la estación del Norte del Mundo… También yo, quizás un día, tomaré el tren en esa estación e iré a buscar alrededor de tus lagos, ¡oh Noruega!, ¡oh silenciosa Escandinavia!, ¡las huellas puede que frescas aún de Raoul y de Christine, y también las de la señora Valérius, que desapareció igualmente por aquella misma época!… Puede que un día oiga con mis propios oídos al Eco solitario del Norte del Mundo repetir el canto de aquella que conoció al Ángel de la música.

Mucho después de que el caso, gracias a los servicios poco inteligentes del juez de instrucción, señor Faure, se dio por concluido, la prensa, de tanto en tanto, intentaba aún averiguar el misterio…, y continuaba preguntándose dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado a cabo tantas catástrofes inauditas. (Crimen y desaparición).

Una publicación de la Ópera, que estaba al corriente de todos los chismorreos de entre bastidores, fue la única en escribir:

«Esto ha sido obra del Fantasma de la ópera».

Y aún así lo hacía, naturalmente, de un modo irónico.

Sólo el Persa, al que no habían querido escuchar y que no volvió a intentar, después de la visita de Erik, una nueva tentativa de declaración a la justicia, poseía toda la verdad.

Y tenía las pruebas principales que le habían llegado junto las piadosas reliquias anunciadas por el fantasma…

A mí me correspondía completar esas pruebas con la ayuda del daroga. Día a día, le ponía al corriente de mis hallazgos y él los guiaba. Hacía años que no había vuelto a la Opera, pero conservaba del monumento un recuerdo muy preciso, y no existía mejor guía para de abrirme los rincones más ocultos. Era él también quien me indicaba las fuentes que debía investigar, los personajes a los que tenía que interrogar. Es él quien me impulsó a llamar a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre hombre estaba casi agonizante. No sabía que se encontrara tan mal y no olvidaré jamás el efecto que produjeron mis preguntas relativas al fantasma. Me miró como si viera al diablo y tan sólo me contestó con algunas frases entrecortadas, pero que atestiguaban (eso era lo esencial) hasta qué punto el F. de la Ó. había perturbado, en su tiempo, aquella vida ya demasiado agitada de por sí (el señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un vividor).

Cuando comuniqué al Persa el pobre resultado de mi visita a Poligny, el daroga sonrió vagamente y me dijo:

—Poligny nunca supo hasta qué punto ese grandísimo crápula de Erik (el Persa hablaba de Erik tanto como de un dios como de un vil canalla) le movió a su antojo. Poligny era supersticioso y Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas de los asuntos públicos y privados de la Opera.

Cuando el señor Poligny oyó que una voz misteriosa le contaba, en el palco ñ 5, el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de su socio, ya no quiso saber nada del resto. Fulminado al principio por una voz celestial, se creyó condenado, y después, dado que aquella voz le pedía dinero, tuvo que comprender finalmente que estaba en manos de un maestro cantor del que el mismo Debienne fue víctima. Los dos, ya cansados de su dirección por varias razones, se marcharon sin intentar conocer más a fondo la personalidad de aquel extraño F. de la Ó. que les había hecho llegar un pliego de condiciones tan especial. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, lanzando un profundo suspiro de satisfacción, sintiéndose liberados de un asunto que tanto les había intrigado sin hacerlos reír a ninguno de los dos.

De este modo se expresó el Persa acerca de los señores Debienne y Poligny. Le hablé de sus sucesores y me sorprendió que en Memorias de un Director, del señor Moncharmin, se hablara de forma tan extensa de los hechos y gestos del F. de la Ó., en la primera parte y no se dijera nada, o prácticamente nada en la segunda. Con respecto a esto, el Persa, que conocía esas Memorias como si las hubiera escrito, me hizo observar que encontraría la explicación reflexionando sobre las pocas líneas que, en la segunda parte de estas memorias, Moncharmin se molestó en dedicar al fantasma. Estas son las líneas que nos interesan, pues relata cómo terminó la famosa historia de los veinte mil francos:

«Con respecto al F. de la Ó. (es Moncharmin quien habla), de que he contado aquí mismo, al principio de mis Memorias, algunas de sus curiosas fantasías, no quiero añadir más que una cosa, y es que compensó, mediante una buena acción, todas las molestias que había ocasionado a mi querido colaborador y, debo confesarlo, a mí mismo. Sin duda juzgó que hay límites para toda broma, en especial cuando cuesta tan caro y hay un comisario de policía “tras sus pasos”. En el mismo momento en que habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle toda la historia, algunos días después de la desaparición de Christine Daaé, encontramos encima de la mesa de Richard, en un hermoso sobre en el que se leía escrito, en tinta roja: De parte del F. de la Ó., las sumas considerables que había conseguido sacar, como si de un juego se tratara, de la caja de la dirección. Richard sostuvo en seguida la opinión de que debíamos dejar las cosas así y no seguir con el asunto. Suscribí la opinión de Richard. Todo pues ha terminado bien. ¿No es cierto, querido F. de la Ó.?».

Evidentemente, Moncharmin, y más aún después de esta restitución, seguía creyendo que por un momento había sido el juguete de la imaginación burlesca de Richard, al igual que por su parte Richard no dejó de creer que Moncharmin se había divertido inventando todo el asunto del F. de la Ó., para vengarse de algunas bromas.

Este era el momento de pedir al Persa que me explicara mediante qué artificio el fantasma hacía desaparecer veinte mil francos en el bolsillo de Richard, a pesar del imperdible. Me contestó que no había profundizado en aquel detalle, pero que si yo mismo quería «trabajar» en el lugar de los hechos, debía encontrar la clave del enigma en el mismo despacho de los directores, recordándome que a Erik no se le había llamado porque sí el maestro en trampillas. Prometí al Persa que me entregaría, cuando dispusiera de tiempo, a útiles investigaciones acerca de este particular. Diré inmediatamente al lector que los resultados de estas investigaciones fueron perfectamente satisfactorios. No creía, en verdad, descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los fenómenos atribuidos al fantasma.

Es interesante saber que los papeles del Persa, los de Christine Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por antiguos colaboradores de los señores Richard y Moncharmin, por la pequeña Meg (la espléndida señora Giry, por desgracia había fallecido) y por la Sorelli, que ahora se encuentra retirada en Louveciennes, es interesante, pues, saber que todo esto, que constituye las pruebas documentales de la existencia del fantasma, pruebas que depositaré en los archivos de la ópera, está controlado por varios descubrimientos importantes de los que puedo sentir, con justicia, cierto orgullo.

Si bien no he podido encontrar la mansión del Lago, dado que Erik condenó definitivamente todas sus entradas secretas (y, con todo, estoy seguro de que sería fácil penetrar si se procediera al desecamiento del lago, como ya he pedido varias veces a la administración de Bellas Artes), encontré, eso sí, el corredor secreto de los comuneros, cuya pared de tablas está en ruinas en algunos puntos. He dado también con la trampilla por la que el Persa y Raoul bajaron a los sótanos del teatro. He descifrado, en el calabozo de los comuneros, muchas iniciales trazadas en las paredes por los desgraciados que estuvieron encerrados allí, y, entre esas iniciales, una R y una C. ¿R C? ¿Esto no es significativo? Raoul de Chagny. Aún hoy las letras son muy visibles. Evidentemente, no me detuve allí. En el primer y tercer sótanos hice funcionar dos trampillas de sistema giratorio, absolutamente desconocidas de los tramoyistas, que no usan más que trampillas de deslizamiento horizontal.

 

Por último, puedo decir, con pleno conocimiento del caso, al lector: «Visite un día la Opera, pida permiso para pasear en paz, sin estúpidos cicerones, entre en el palco n° 5 y golpee contra la enorme columna que separa a este palco de la platea. Golpee con su bastón o con el puño, y escuche… a la altura de su cabeza: ¡la columna suena a hueco! Después de esto, no se extrañe de que la columna pueda estar habitada por la voz del fantasma. Hay, en esa columna, espacio para dos hombres. Si se extrañan de que después de los fenómenos del palco n° 5 nadie pensara en aquella columna, no olviden que ofrece un aspecto de mármol macizo, y que la voz que estaba encerrada parecía venir más bien del lado opuesto (ya que la voz del fantasma ventrílocuo venía de donde quería). La columna fue labrada, esculpida, vaciada y vuelta a vaciar por el cincel del artista. No desespero de descubrir un día el trozo de escultura que debía bajarse y levantarse a voluntad, para dejar un libre y misterioso pasaje a la correspondencia del fantasma con la señora Giry, y a sus propinas. En realidad, todo esto, que vi, sentí, y palpé, no es nada comparado a lo que un ser grande y extraordinario como Erik debió crear en el misterio de un monumento como el de la ópera, pero cambiaría todos estos descubrimientos por el que pude realizar, ante el mismo administrador, en el despacho del director, a pocos centímetros del sillón: una trampilla, de la longitud de una baldosa, de la longitud de un antebrazo, no más… Una trampilla que se abate como la tapadera de un cofre, una trampilla por la que veo aparecer a una mano, que trabaja con destreza en el faldón de un frac… ¡Por allí desaparecieron los cuarenta mil francos!… También por allí, y gracias a algún truco, habían vuelto…».

Cuando le hablé de eso, con emoción bien comprensible, al Persa, le dije:

—Entonces, Erik se limitaba a divertirse —ya que los cuarenta mil francos fueron devueltos— haciendo bromitas con su pliego de condiciones…

Él me contestó:

—¡No lo crea usted!… Erik tenía necesidad de dinero. Creyéndose fuera de la humanidad, no se veía coaccionado por escrúpulos y se servía de sus extraordinarias dotes de destreza e imaginación, que había recibido de la naturaleza en compensación de su horrible fealdad, para explotar a los humanos y algunas veces de la forma más artística del mundo, ya que el truco valía a menudo su peso en oro. Si devolvió los cuarenta mil francos, por su propia voluntad, a los señores Richard y Moncharmin, es porque en el momento de la restitución no los necesitaba. Había renunciado a su boda con Christine Daaé. Había renunciado a todas las cosas existentes en la superficie de la tierra.

Según el Persa, Erik era originario de una pequeña ciudad de los alrededores de Ruán. Era el hijo de un maestro de obras. Había huido muy pronto del domicilio paterno, donde su fealdad era motivo de horror y de espanto para sus padres. Por algún tiempo, se había exhibido en las ferias, donde su empresario le presentaba como el «muerto viviente». Debe haber atravesado Europa entera, de feria en feria, y completado su extraña educación de artista y de mago en la misma fuente del arte de la magia, entre los zíngaros. Toda una época de la existencia de Erik permanecía bastante oscura. Volvemos a encontrarlo en la feria de Nizhny Novgorod, donde actuaba en toda su espantosa gloria. Cantaba ya como nadie en el mundo ha cantado jamás. Hacía el ventrílocuo y se entregaba a números extraordinarios, de los que las caravanas, a su regreso a Asia, hablaban aún durante todo el camino. De este modo su reputación atravesó los muros del palacio de Mazenderan, donde la pequeña sultana, favorita del sha-in-sha, se aburría. Un mercader de pieles, que iba a Samarkanda y que volvía de Nizhny Novgorod, explicó los milagros que había visto bajo la tienda de Erik. El mercader fue llamado al palacio y el daroga de Mazenderan tuvo que interrogarlo. Después, el daroga fue encargado de buscar a Erik. Lo condujo a Persia, donde durante unos meses, como se dice en Europa, hizo y deshizo. Cometió pues una cantidad de horrores, ya que parecía no conocer el bien ni el mal, y cooperó en algunos hermosos asesinatos políticos con la misma tranquilidad con la que combatió mediante invenciones diabólicas, con el emir de Afganistán, que estaba en guerra con el Imperio. El sha-in-sha le cobró afecto. Fue cuando aparecieron las horas rosas de Mazenderan, de las que el relato del daroga nos ha dado una idea. Como Erik tenía de arquitectura ideas absolutamente personales y concebía un palacio al igual que un prestidigitador concibe una caja de sorpresas, el sha-in-sha le encargó un edificio de este tipo, que él proyectó y realizó y que era, al parecer, tan ingenioso que su majestad podía pasearse por todas partes sin que le vieran y desaparecer sin que nadie pudiera decir por qué artificio. Cuando el sha-in-sha se vio dueño de semejante joya, ordenó, como ya lo había hecho cierto zar con el genial arquitecto de una iglesia de la plaza Roja, en Moscú, que le sacaran los ojos a Erik. Pero luego pensó que, incluso ciego, Erik podía construir para otro soberano una mansión tan bella y misteriosa como la suya, y que, a fin de cuentas, mientras viviera Erik alguien conocería siempre el secreto del maravilloso palacio. Decidió, pues, dar muerte a Erik, así como a todos los obreros que habían trabajado a sus órdenes. El daroga de Mazenderan fue encargado de la ejecución de esa orden abominable. Erik le había prestado algunos servicios y lo había hecho reír mucho en varias ocasiones. Así que el daroga lo salvó, facilitándole la huida. Pero estuvo a punto de pagar con su cabeza aquella debilidad generosa. Afortunadamente para el daroga, fue encontrado en la orilla del mar Caspio un cadáver medio comido por las aves marinas que se hizo pasar por el de Erik, ayudado por unos amigos suyos que vistieron el cadáver con ropa que había pertenecido al propio Erik. El daroga se vio castigado tan sólo con la pérdida de su cargo, de sus bienes y con la condena al exilio. Sin embargo, como el daroga era de sangre real el Tesoro persa siguió pasándole una pequeña renta de algunos centenares de francos al mes. Fue cuando vino a refugiarse a París.

En cuanto a Erik, había pasado a Asia Menor hacia Constantinopla, donde había entrado al servicio del sultán. Comprenderéis qué tipo de servicios prestó a un soberano que vivía acosado por constantes terrores, sabiendo que Erik fue quien construyó todas las famosas trampillas y cámaras secretas y cajas fuertes misteriosas que se encontraron en Yildiz-Kiosk, tras la última revolución turca. También fue él quien tuvo la idea de fabricar unos autómatas idénticos al príncipe y tan parecidos que lo hacían dudar hasta al propio príncipe, autómatas que hacían creer a los creyentes que su jefe se encontraba en un sitio, despierto, cuando en realidad descansaba en otro sitio.