Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Se arrastró diciendo:

—¡Agua! ¡Agua!

Llevaba la boca abierta como si bebiera…

También yo tenía la boca abierta como si bebiera…

No sólo la veíamos, sino que ¡la oíamos!… La oíamos correr…, gotear… ¿Comprenden ustedes la palabra gotear? ¡Es una palabra que se oye con la lengua!… La lengua se sale de la boca para escucharla mejor.

Por último, fue intolerable ya para nosotros oír la lluvia, y no llovía. ¡Aquello era una invención demoníaca!… Pensar que sabía cómo lo hacía Erik: llenaba de piedrecitas una caja muy estrecha y muy larga, cortada a intervalos por divisiones de madera y de metal. Las piedrecitas, al caer, topaban contra las divisiones y rebotaban unas en otras, produciendo ruidos entrecortados que parecían el repiqueteo de una lluvia de tormenta.

Había que ver cómo el señor de Chagny y yo estirábamos la lengua, arrastrándonos hacia la orilla…, nuestros ojos y nuestros oídos estaban llenos de agua, pero nuestra lengua tan seca como suela de zapato…

Al llegar al espejo, el señor Chagny lo lamió… yo también lamí el espejo…

¡Estaba ardiendo!

Entonces, nos dejemos rodar por el suelo, presa de una cruel desesperación. El señor de Chagny acercó a su sien la última pistola que quedaba cargada, y yo busqué a mis pies el lazo del Pendjab.

Sabía por qué había vuelto a aparecer en aquel tercer decorado el árbol de hierro…

¡El árbol de hierro me esperaba!

Pero, al mirar el lazo de Pendjab, vi algo que me hizo estremecer de forma tan violenta que el señor de Chagny se detuvo en su movimiento de suicidio. Murmuraba ya un «Adiós Christine».

Le había cogido del brazo. Después le quité la pistola…, y me arrastré de rodillas hacia lo que había visto.

Acababa de descubrir, junto al lazo de Pendjab, en la ranura del parqué, un clavo de cabeza negra cuya finalidad no ignoraba…

¡Por fin había encontrado el resorte! ¡El resorte que iba a poner en juego la puerta!… ¡Que iba a darnos la libertad!… ¡Que iba a entregarnos a Erik!

Palpé el clavo… Miré al señor de Chagny con una expresión radiante… El clavo de cabeza negra cedía a mi presión…

Y entonces…

No se abrió una puerta en la pared, sino una trampilla en el suelo.

Inmediatamente entró aire fresco desde aquel agujero negro. Nos inclinamos sobre el recuadro de sombra como sobre una fuente límpida. Con el mentón en la sombra fresca, la bebimos.

Nos inclinábamos cada vez más por encima de la trampilla. ¿Qué podía haber en aquel agujero, en aquella fosa que acababa de abrir misteriosamente su puerta?

¿Quién sabe si no había agua allí?…

Agua para beber…

Alargué los brazos en las tinieblas y encontré una piedra, y otra…, una escalera… una escalera negra que bajaba a la cueva.

¡El vizconde se disponía ya a tirarse por el agujero!

Allí, aunque no encontráramos agua, podríamos escapar a los deslumbrantes efectos de aquellos horribles espejos.

Pero detuve al vizconde, pues temía una nueva treta del monstruo, y con mi linterna sorda encendida bajé el primero…

La escalera de caracol se sumergía en espesas tinieblas y giraba sobre sí misma. ¡Qué bien se estaba en la escalera y en las tinieblas!

Aquella frescura provenía menos del sistema de ventilación instalado por Erik que de la misma frescura de la tierra, que debía de estar saturada de agua al nivel en el que nos encontrábamos… ¡Además, el Lago no podía estar muy lejos!…

Pronto nos encontramos al final de la escalera… nuestros ojos empezaban a hacerse a las tinieblas y a distinguir a nuestro alrededor formas…, formas redondas…, sobre las cuales dirigía el haz luminoso de mi linterna.

¡Toneles!…

¡Estábamos en la bodega de Erik!

Allí debía guardar el vino y quizás el agua potable…

Yo sabía que Erik era amante de los buenos vinos… ¡Ah, sí, allí había mucho para beber!…

El señor de Chagny acariciaba las formas redondas y repetía incansablemente:

—¡Toneles! ¡Toneles! ¡Cuántos toneles!

De hecho, había bastantes de ellos alineados simétricamente en dos filas, entre las que nos encontrábamos…

Se trataba de pequeños toneles y me imaginé que Erik los había escogido de aquel tamaño dada su facilidad de transporte hacia la mansión del Lago.

Examinamos uno tras otro, buscando alguno con una espita que diera señales de haber sido utilizado alguna vez.

Pero todos los toneles estaban herméticamente cerrados.

Entonces, tras levantar uno para comprobar si estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cuchillito que llevaba conmigo intenté hacer saltar el tapón.

En aquel momento me pareció oír, como si viniera de muy lejos, una especie de canto monótono cuyo ritmo me era conocido, ya que lo había oído con frecuencia en las calles de París:

—¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

Mi mano quedó inmóvil sobre el tapón… El señor de Chagny también había oído. Me dijo:

—Es curioso. Es como si el tonel cantara…

El canto volvió a empezar, más lejano…

—¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

—¡Oh! —exclamó el vizconde—, le aseguro que el canto se pierde en el tonel.

Nos levantamos y miramos detrás del tonel…

—¡Es dentro! —exclamaba el señor de Chagny—. ¡Es dentro!

Pero ya no oíamos nada… Y nos vimos obligados a atribuir aquello a nuestro mal estado y a la alteración de nuestros sentidos. Volvimos al tapón del tonel. El señor de Chagny puso las dos manos juntas encima y, en un último esfuerzo, hizo saltar el tapón.

—¿Qué es esto? ¡No es agua! —exclamó inmediatamente el vizconde.

El vizconde había acercado sus dos manos llenas a mi linterna… Me incliné sobre las manos del vizconde…, e inmediatamente lancé la linterna tan lejos de nosotros que se rompió y se apagó…, y se perdió para siempre.

Lo que acababa de ver en las manos del señor de Chagny… ¡era pólvora!

CAPÍTULO XXVI

¿HABRÁ QUE GIRAR AL ESCORPIÓN? ¿HABRÁ QUE GIRAR AL SALTAMONTES?

Fin del relato del Persa

Así, al bajar al fondo de la fosa, había llegado al fin de mi temible pensamiento. ¡El miserable no me había engañado con sus vagas amenazas a muchos seres humanos! Al margen de la humanidad, se había construido una guarida de fiera subterránea, totalmente decidido a volarlo todo con él y provocando una gran catástrofe, si los que vivían a la luz del día venían a molestarle en el antro en el que había refugiado su monstruosa fealdad.

El descubrimiento que acabábamos de hacer nos sumió en una angustia que nos hizo olvidar todas las penas pasadas, todos nuestros sufrimientos presentes… Nuestra presente situación nos parecía excepcional al recordar que hacía tan solo unos instantes habíamos estado al borde del suicidio, pero de pronto nos quedamos horrorizados de lo que podía ocurrir. Comprendíamos ahora todo lo que había querido decir y todo lo que había dicho el monstruo a Christine Daaé, así como lo que significaba aquella abominable frase: «¡Sí o no; si es no, todo el mundo puede darse por muerto y enterrado!». ¡Sí, enterrado entre los escombros de lo que había sido la gran ópera de París!… ¿Podía imaginarse un crimen más espantoso para arrastrar al mundo en una apoteosis de horror? Preparada para la seguridad de su refugio, la catástrofe iba a servir para vengar los amores del más horrible monstruo que haya pasado sobre la faz de la tierra… «¡Mañana por la noche, a las once, último plazo!» … ¡Ah, había sabido elegir la hora!… ¡Habría mucha gente en la fiesta! …, ¡muchos seres humanos…, allá arriba…, en los luminosos pisos del palacio de la música!… ¿Acaso podía soñar un cortejo, más hermoso para su muerte?… Iba a bajar a la tumba junto con los cuerpos más bellos del mundo, adornados de toda suerte de joyas… ¡Mañana por la noche, a las once!… Volaríamos por los aires en plena representación si Christine Daaé decía: ¡No!… ¡Mañana por la noche a las once!… ¿y cómo no iba Christine Daaé a decir que ¡No!? ¿No preferiría acaso casarse con la misma muerte antes que con aquel cadáver viviente? ¿Ignoraba o no que de su respuesta dependía la suerte de muchos seres humanos?… ¡Mañana por la noche, a las once!…

Arrastrándonos en las tinieblas, huyendo de la pólvora, intentando volver a encontrar los peldaños de piedra dado que allá arriba, por encima de nuestras cabezas…, la trampilla que conduce a la habitación de los espejos se ha apagado a su vez…, nos repetimos: «¡Mañana por la noche, a las once!».

… Por fin encuentro la escalera…, pero, de repente, me incorporo de golpe en el primer peldaño, porque un pensamiento terrible acaba de acudir a mi mente:

«¿Qué hora es?».

¿Qué hora es?… ¿Qué hora?… ¡Mañana por la noche a las once puede ser hoy, puede ser ahora mismo!… ¿Quién podría decirnos qué hora es?… Me parece que estamos encerrados en este infierno desde hace días y días…, desde hace años…, desde el comienzo del mundo… ¡Puede que todo esto vuele dentro de un momento!… ¡Un ruido!… ¡Un crujido!… ¿Lo ha oído usted?… ¡Allí! ¡Allí, en aquel rincón!… ¡Grandes dioses!… es como un ruido mecánico… ¡Otra vez!… ¡Ah! ¡Luz!… ¿Quizá sea el mecanismo que lo haga volar todo?… ¡se lo aseguro, es un crujido! …, ¿está usted sordo?

El señor de Chagny y yo nos ponemos a gritar como locos… El miedo nos avasalla…, subimos la escalera, rodando sobre los peldaños… ¡Puede que la trampilla esté cerrada! ¡Puede que sea esta puerta cerrada la que produce tanta oscuridad!… ¡Quién pudiera salir de la oscuridad!… ¡Salir de la oscuridad!… ¡Volver a encontrar la claridad fatal de la habitación de los espejos!…

 

Pero ya estamos en lo alto de la escalera…, no, la trampilla no está cerrada, pero ahora reina la misma oscuridad en la cámara de los espejos que en la bodega que hemos abandonado… Dejamos la bodega… y nos arrastramos por el suelo de la cámara de los suplicios…, el suelo que nos separa del polvorín… ¿Qué hora es?… ¡Gritamos! ¡Llamamos!… El señor de Chagny clama con todas sus fuerzas renacientes: «¡Christine! ¡Christine!». Y yo llamo a Erik…, le recuerdo que le he salvado la vida… ¡Pero nada nos responde!… Tan sólo nuestra propia desesperación…, nuestra propia locura… ¿Qué hora es?… «Mañana por la noche, a las once» … Discutimos…, nos esforzamos por calcular el tiempo que hemos pasado, aquí…, pero somos incapaces de razonar… Si por lo menos pudiéramos ver el cuadrante de un reloj, con agujas que se moviesen. Mi reloj está parado desde hace tiempo…, pero el del señor de Chagny funciona aún… Me dice que lo puso en hora mientras se preparaba por la noche antes de venir a la Ópera… Intentamos llegar a la conclusión de que el momento fatal aún no ha llegado…

… El ruido más insignificante que llega hasta nosotros desde la trampilla, a la que he intentado cerrar en vano, nos vuelve a sumergir en la angustia más atroz… ¿Qué hora es?… Ya no llevamos encima más que una cerilla… Sin embargo, deberíamos saber… El señor de Chagny sugiere romper el cristal de su reloj y palpar las agujas… Se produce un silencio durante el cual palpa e interroga a las agujas con la punta de los dedos. La anilla del reloj le sirve de punto de referencia… Calcula por la separación de las agujas que pueden ser las once en punto.

Pero las once que nos hacen temblar, tal vez hayan pasado ya, ¿no es cierto?… Puede que sean las once y diez… y tendríamos por lo menos doce horas por delante.

De repente, grito:

—¡Silencio!

Me ha parecido oír pasos en la habitación de al lado.

¡No me he equivocado! Oigo ruido de puertas, seguido pasos precipitados. Golpean contra la pared. La voz de Christine Daaé:

—¡Raoul! ¡Raoul!

¡Ah!, exclamamos todos a la vez, a un lado y al otro de la pared. Christine solloza. ¡No sabía si iba a encontrar vivo al señor de Chagny!… Al parecer el monstruo había sido terrible… No había hecho más que delirar mientras esperaba que ella se decidiera a pronunciar el «sí» que le negaba… No obstante, ella le había prometido el «sí» si consentía en llevarla a la cámara de los suplicios… Pero él se había opuesto obstinadamente con terribles amenazas contra la humanidad… Por fin, tras muchas horas de este infierno, acababa de salir en aquel momento… dejándola sola para meditar por última vez…

… ¡Muchas horas!…

—¿Qué hora es? ¿Qué hora es, Christine?…

—¡Son las once!… ¡Las once menos cinco!…

—¿Pero las once de qué?

—¡Las once que decidirán la vida o la muerte!… Acaba de repetírmelo al salir —vuelve a decir la voz trémula de Christine—. Es espantoso… ¡Delira y se ha arrancado la máscara y sus ojos de oro lanzan llamas! ¡Y no hace más que reír!… Me ha dicho, riendo como un demonio borracho: «¡Cinco minutos! Te dejo sola debido a tu conocido pudor. No quiero que te sonrojes ante mí cuando me digas sí, como las novias tímidas… ¡Qué diablos!». Ya les he dicho que estaba como un demonio borracho… «Toma (y ha buscado la bolsita de la vida y de la muerte), toma —me ha dicho—, aquí está la llavecita de bronce que abre los cofres de ébano que están encima de la chimenea de la habitación estilo Luis Felipe… En uno de esos cofres encontrarás un escorpión y en el otro un saltamontes, unos animalitos muy bien reproducidos en bronce del Japón. ¡Son animales que dicen sí y no! Es decir que no tendrás más que girar el escorpión sobre su eje hasta colocarlo en la posición opuesta a la que lo has encontrado… Esto significará para mí, cuando entre en la habitación, en la habitación de nuestra noche de bodas: ¡Sí!… Si giras al saltamontes, querrá decir: ¡No! De ser así, cuando entre en la habitación, entraré en la habitación de la muerte…». Y reía como un demonio borracho. Le pedí de rodillas la llave de la cámara de los suplicios, prometiéndole ser para siempre su esposa si me la concedía… Pero me ha dicho que ya no necesitaría aquella llave y que iba a arrojarla al lago… Después, siempre riendo como un demonio borracho, me ha dejado diciendo que no volvería hasta dentro de cinco minutos, porque sabía todo lo que se debe, cuando se es un caballero, al pudor de las mujeres… ¡Ah!, también me ha gritado: «¡El saltamontes!… ¡Ten cuidado con el saltamontes!… ¡Un saltamontes no gira tan sólo, salta, salta!… ¡Salta maravillosamente bien! …».

Intento aquí reproducir mediante frases, palabras entrecortadas, exclamaciones, el sentido de las palabras delirantes de Christine… Ella también, durante aquellas veinticuatro horas, debió alcanzar el límite del dolor humano… y quizá había padecido aún más que nosotros… A cada momento, Christine se interrumpía y nos interrumpía para exclamar: «¿Raoul, te encuentras bien…?», y tocaba las paredes que ahora estaban frías y se preguntaba por qué razón habían estado tan calientes… Transcurrieron los cinco minutos y el escorpión y el saltamontes arañaban con todas sus patas mi pobre cerebro…

Sin embargo había conservado suficiente lucidez para comprender que, si se giraba el saltamontes, el saltamontes saltaría…, y con él muchos seres humanos… ¡No había duda de que el saltamontes ponía en juego alguna corriente eléctrica destinada a volar el polvorín!… El señor de Chagny que parecía, desde que había; vuelto a oír la voz de Christine, haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba a toda prisa a la joven la terrible situación en la que nos encontrábamos, nosotros y la Opera entera… Era necesario girar el escorpión, inmediatamente…

Este escorpión, que contestaba el sí tan deseado por Erik, quizás impediría que se produjera la catástrofe…

—¡Ve!… ¡Ánimo, Christine, mi adorada Christine!… —ordenó Raoul.

Hubo un silencio.

—¡Christine! —exclamé—. ¿Dónde está usted?

—Junto al escorpión.

—¡No lo toque!

Acababa de ocurrírseme —ya que conocía a Erik— que el monstruo había vuelto a engañar a la joven. Quizás era el escorpión el que iba a volarlo todo. ¿Por qué no había vuelto aún, si los cinco minutos habían ya transcurrido?… ¡No había vuelto!… Sin duda había ido a ponerse a cubierto… Quizás esperaba la formidable explosión… ¡Tan sólo esperaba eso!… En verdad, no podía esperar jamás que Christine consintiera en ser su presa voluntaria… ¿Por qué no había vuelto?… ¡No toque el escorpión!…

—¡Él! ¡Le oigo!… ¡Ya está aquí!… —exclamó Christine.

Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban a la habitación estilo Luis Felipe. Se había reunido con Christine. No había pronunciado una sola palabra.

Entonces, alcé la voz:

—¡Erik! ¡Soy yo! ¿Me reconoces?

A mi llamada respondió inmediatamente en un tono extraordinariamente sereno.

—¿Cómo, no habéis muerto ya ahí dentro?… Pues bien, procurad portaros bien.

Quise interrumpirle, pero me dijo con tanta frialdad que quedé helado detrás de la pared:

—¡Una palabra más, daroga, y lo hago volar todo! —y añadió en seguida—: ¡Le concedo el honor a la señorita!… La señorita no ha tocado el escorpión (¡qué tranquilo hablaba!), la señorita no ha tocado el saltamontes (¡con qué sangre fría!), pero aún no es demasiado tarde para hacerlo. Mire, abro sin llave porque soy el maestro en trampillas y porque abro y cierro todo lo que quiero y como quiero… Abro los cofrecillos de ébano. Mire, señorita, en los cofrecillos de ébano…, esos hermosos animalitos…, están bastante bien reproducidos…, qué inofensivos parecen… ¡Pero el hábito no hace al monje! (todo lo decía con una voz neutra, uniforme). Si se gira el saltamontes, volaremos todos, señorita… Hay suficiente pólvora bajo nuestros pies para hacer saltar un barrio entero de París… Si se gira el escorpión, ¡toda esta pólvora queda anegada!… Señorita, con motivo de nuestras bodas, hará usted un precioso regalo a algunos centenares de parisinos que aplauden en este momento una mediocre obra de Meyerbeer… Les regalará la vida… puesto que, con sus hermosas manos (¡qué voz más apagada!), va a girar el escorpión ¡Y luego, felices, nos casaremos!

Un silencio, y después:

—Si dentro de dos minutos, señorita, no ha girado el escorpión… tengo un reloj… —añadió la voz de Erik—, un reloj que funciona maravillosamente bien, giraré el saltamontes…, y el saltamontes salta maravillosamente bien…

Se hizo un silencio más espantoso que todos los demás silencios. Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, serena y cansada, es que está dispuesto a todo, capaz del más titánico crimen o de la más esclavizada devoción, y que una sílaba desagradable a sus oídos podía desencadenar un huracán. El señor de Chagny había comprendido que lo único que podía hacer era rezar y, arrodillado, rezaba… En cuanto a mí, la sangre me golpeaba con tanta fuerza que tuve que llevarme una mano al corazón por miedo a que explotara… Presentíamos lo que ocurría en aquellos últimos momentos en el pensamiento enloquecido de Christine Daaé… Comprendíamos su duda en girar el escorpión… ¿Sería el escorpión el que lo haría volar todo? ¿Habría decidido Erik destruirnos a todos con él?

Por fin se dejó oír la voz de Erik, suave y de una dulzura angelical…

—Los dos minutos han transcurrido…, ¡adiós, señorita! …, ¡salta, saltamontes!…

¡Erik! —exclamó Christine que debía haberse precipitado sobre la mano del monstruo—, me juras, monstruo me juras por tu infernal amor que es el escorpión el que hay que girar…

—Sí, para volar en el día de nuestra boda…

—Pues, entonces, saltemos.

—¡A nuestra boda, inocente criatura!… El escorpión abre el baile… Pero, ¡basta ya!… ¿No quieres el escorpión?… Entonces, ¡el saltamontes!

—¡Erik!…

—¡Basta!…

Había juntado mis gritos a los de Christine. El señor de Chagny, siempre de rodillas, seguía rezando…

—Erik! ¡He girado el escorpión!…

¡Ah! ¡Qué momento vivimos!

¡Esperando!

Esperando a ser tan sólo despojos en medio del trueno y de las ruinas…

A sentir crujir bajo nuestros pies, en el abismo abierto… cosas…, cosas que podían ser el principio de la apoteosis de horror…, ya que, de la trampilla abierta en las tinieblas, boca negra en la noche negra, subía un silbido inquietante, como el primer ruido de un cohete…

… Al principio fue muy tenue…, después más consistente…, más fuerte…

¡Pero, escuchad! ¡Escuchad! Y sujetad con ambas manos vuestro corazón dispuesto a volar junto con muchos seres humanos. No era aquel el silbido del fuego. ¿Acaso no parece una manga de agua?… ¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡Escuchad! ¡Escuchad!

Ahora empieza a hacer glugú… glugú…

¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡A la trampilla!… ¡Qué frescura!

¡A ella! ¡A ella! Toda la sed que había desaparecido con el miedo vuelve ahora más fuerte aún con el ruido del agua.

¡El agua! ¡El agua! ¡El agua que sube!…

Que sube en la bodega, por encima de los toneles, todos los toneles de pólvora (¡toneles! ¡toneles!… ¿Tiene usted toneles para vender?), ¡el agua!… ¡el agua hacia la que nos precipitamos con las gargantas abrasadas!… ¡El agua que sube hasta nuestras barbillas, hasta nuestras bocas!…

Y bebemos… En el fondo de la bodega, bebemos, hasta la misma bodega…

Y volvemos a subir, sumidos en la negra noche, la escalera, peldaño a peldaño, la escalera que habíamos bajado al encuentro del agua y que volvemos a subir con el agua.

Lo cierto es que había allí una cantidad apreciable de pólvora perdida y anegada… ¡Agua en abundancia!… ¡No se escatima el agua en la mansión del Lago! Si esto sigue así, el lago entero entrará en la bodega…

En realidad, ahora nadie sabe dónde se detendrá… Estamos fuera de la bodega y el agua sigue subiendo…

Y el agua sale también de la bodega, se extiende por el suelo… Si esto continúa toda la mansión del Lago va a quedar inundada. El propio suelo de la habitación de los espejos es un pequeño lago en el que nuestros pies chapotean. ¡Ya es suficiente agua! Erik debería cerrar el grifo: ¡Erik! ¡Erik!… ¡Ya hay suficiente agua para la pólvora! ¡Cierra el grifo! ¡Cierra el escorpión!

Pero Erik no contesta… No se oye más que el agua que sube…, ahora nos llega hasta la mitad de las piernas…

—¡Christine, Christine! ¡El agua nos llega a las rodillas! —grita el señor de Chagny.

Pero Christine no responde… Tan sólo se oye el agua que sube.

 

¡Nada! Nada en la habitación de al lado… ¡Ya no hay nadie! ¡Nadie para girar el grifo! ¡Nadie para cerrar el escorpión!

Estamos completamente solos en la oscuridad, con el agua negra que nos envuelve, que sube, que nos hiela. ¡Erik! ¡Erik! ¡Christine! ¡Christine!

Ahora hemos perdido pie y giramos en el agua, llevados por un movimiento de rotación irresistible, ya que el agua gira junto con nosotros y chocamos contra los espejos negros que nos rechazan… y nuestras gargantas, que emergen por encima del torbellino, aúllan…

¿Acaso vamos a morir aquí? ¿Ahogados en la cámara de los suplicios?… ¡jamás había visto esto! ¡Erik, en la época de las horas rosas de Mazenderan, nunca me había enseñado algo semejante por la ventanita invisible!… ¡Erik! ¡Erik! ¡Te he salvado la vida! ¡Acuérdate!… ¡Estabas condenado!… ¡Ibas a morir!… ¡Te he abierto las puertas de la vida!… ¡Erik!…

¡Girábamos en el agua como si fuésemos los restos de un naufragio!…

Pero, de repente, he agarrado con mis manos desesperadas el ` tronco del árbol de hierro…, y llamo al señor de Chagny… Nos colgamos los dos de la rama del árbol de hierro…

¡El agua sigue subiendo!

¡Ah! ¿Recordáis el espacio hay entre la rama del árbol de hierro y el techo en cúpula de la habitación de los espejos?… ¡Intentad recordarlo!… Después de todo, quizás el agua se detenga… Seguramente encontrará su nivel… ¡Mirad! ¡Parece que se detiene!… ¡No, no! ¡Horror!… ¡A nado! ¡A nado!… Nuestros brazos que nadan se entrelazan: ¡nos ahogamos! …, nos debatimos en el agua negra…, nos cuesta ya respirar el aire negro encima del agua negra…, el aire que huye, que oímos huir por encima de nuestras cabezas mediante no sé qué sistema de ventilación… ¡Giremos, giremos, giramos hasta que encontremos la entrada de aire!… Pegaremos entonces nuestra boca a la boca de aire… Pero las fuerzas me abandonan, intento agarrarme a las paredes… ¡Qué escurridizas son para mis dedos que buscan, las paredes de espejos!… ¡Seguimos girando!… ¡Nos hundimos!… ¡Un último esfuerzo!… ¡Un último grito!… ¡Erik!… ¡Christine!… ¡Glu, glu, glu! …, en los oídos. ¡Glu, glu, glu! …, en el fondo del agua negra nuestros oídos hacen glugú. Y me parece aún, antes de perder el conocimiento, oír entre dos glugú… «¡Toneles!… ¡Toneles!… ¿Tiene usted toneles para vender?».

CAPÍTULO XXVII

FIN DE LOS AMORES DEL FANTASMA

Aquí termina la narración escrita que me dejó el Persa.

Pese al horror de una situación que parecía conducirles definitivamente a la muerte, el señor de Chagny y su compañero se salvaron gracias a la sublime abnegación de Christine Daaé. El resto de la aventura me lo explicó el daroga mismo.

Cuando fui a verlo, seguía viviendo en su pequeño apartamento de la calle de Rivoli, frente a las Tullerías. Se encontraba muy enfermo y fue preciso todo mi ardor de reportero-historiador al servicio de la verdad para decidirle a revivir conmigo el increíble drama. Era siempre su viejo y fiel criado Darius quien le servía y me condujo a su lado. El daroga me recibió junto a la ventana abierta al jardín, sentado en un gran sillón donde intentaba levantar un torso que, en sus tiempos, no debió carecer de belleza. El Persa tenía aún sus magníficos ojos, pero su pobre rostro estaba muy cansado. Se había hecho rasurar totalmente la cabeza, a la que solía cubrir con un gorro de astracán. Iba vestido con una amplia hopalanda muy sencilla, en cuyas mangas se entretenía inconscientemente retorciéndose los dedos, pero su espíritu seguía siendo muy lúcido.

No podía recordar las angustias pasadas sin dejarse embargar por cierto desasosiego y, casi a migajas, le arranqué el sorprendente final de esta extraña historia. A veces se hacía rogar para contestar a mis preguntas; en cambio otras, exaltado por sus recuerdos, evocaba espontáneamente ante mí, con una viveza estremecedora, la imagen espantosa de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían vivido en la mansión del Lago.

Tendrían, que haberlo visto estremecerse cuando me describía su despertar en la penumbra inquietante de la habitación estilo Luis Felipe…, tras el drama del agua… He aquí, pues, el final de esta terrible historia, tal como me la contó para que completase el relato escrito que me había confiado:

Al abrir los ojos, el daroga se vio tumbado en una cama… El señor de Chagny estaba echado sobre un canapé, junto al armario de luna. Un ángel y un demonio velaban sobre ellos al lado del armario…

Después de los espejismos y de las ilusiones de la cámara de los suplicios, la precisión de los detalles burgueses de aquella pequeña habitación tranquila parecía también haber sido inventada para desorientar aún más al individuo lo bastante temerario como para internarse en aquellos parajes de pesadilla viviente. Aquella cama-barco, aquellas sillas de caoba encerada, aquella cómoda y aquellos cofres, el cuidado con el que los mantelitos de puntilla estaban colocados en los respaldos de los sillones, el reloj de péndulo y, a cada, lado de la chimenea, los cofrecillos de apariencia tan inofensiva…, en fin, aquella estantería adornada de conchas, de acericos rojos para los alfileres, de barcos de nácar y de un enorme huevo de avestruz…, todo ello discretamente iluminado por una lámpara con tulipa puesta sobre un velador… todo este mobiliario, que era de una conmovedora cursilería hogareña, tan apacible, tan razonable, en el fondo de los sótanos de la Ópera, tal decoración desconcertaba a la imaginación más que todas las fantasmagorías pasadas.

Y la sombra del hombre de la máscara, en aquel marco anticuado, preciso y limpio, sorprendía aún más. Se inclinó y dijo en voz baja al Persa:

—¿Estás mejor, daroga?… ¿Contemplas mí mobiliario?… Es todo lo que me queda de mi pobre y miserable madre…

Le dijo aún más cosas, de las que ya no se acordaba; pero —y esto le parecía muy extraño— el Persa conservaba el recuerdo preciso de que, en el transcurso de esta visión trasnochada de la habitación estilo Luis Felipe, sólo hablaba Erik. Christine Daaé no decía una sola palabra; se desplazaba sin ruido, como una hermanita de la caridad que hubiera hecho el voto de silencio… Traía en una taza un cordial…, o un té humeante… El hombre de la máscara se la quitaba de las manos y la tendía al Persa.

En cuanto al señor de Chagny, dormía.

Erik, mientras echaba un poco de ron en la taza del daroga, señalándole al vizconde tendido, dijo:

—Ha vuelto en sí mucho antes de que supiéramos sí tú estabas vivo, daroga. Se encuentra muy bien… Duerme… No hay que despertarle…

Por un momento Erik abandonó la habitación y el Persa, apoyándose en el codo, miró a su alrededor… Vio, sentada en un rincón de la chimenea, la silueta blanca de Christine Daaé. Le dirigió la palabra…, la llamó…, pero se encontraba aún demasiado débil y volvió a dejarse caer sobre la almohada… Christine vino hasta él, le puso una mano en la frente, luego se alejó… El Persa se acordó de que entonces, al alejarse, no tuvo ni una sola mirada para el señor de Chagny quien, a su lado, bien es verdad, dormía tranquilamente… Y volvió a sentarse en su sillón, en el rincón de la chimenea, silenciosa como una hermanita de la caridad que hubiera hecho voto de silencio…

Erik regresó con unos frasquitos que dejó encima de la chimenea. En voz baja, para no despertar al señor de Chagny, dijo al Persa, después de sentarse a su cabecera y de tomarle el pulso:

—Ahora ya estáis ambos fuera de peligro. Pronto os conduciré a la superficie de la tierra, para complacer a mi mujer.

Dicho lo cual se levantó y, sin dar explicaciones, volvió a desaparecer.

El Persa miraba ahora el perfil tranquilo de Christine bajo la lámpara. Leía un libro diminuto de lomo dorado como los libros religiosos. La Imitación tiene ediciones de este tipo. En los oídos del Persa repercutía aún el tono natural con el que el otro había dicho: «Para complacer a mi mujer» …