Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Vaya! —exclamó el Persa entre dientes—, ¡es la primera vez que la veo!… El teniente de bomberos no estaba loco, él también la había visto… ¿Qué serán esas llamas? No es él, pero bien puede ser él quien nos la envía… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!… Ponga la mano a la altura del ojo, ¡por lo que más quiera!… a la altura del ojo.

La figura de fuego, que tenía un aspecto infernal de demonio en llamas, seguía avanzando a la altura de un hombre, sin cuerpo, delante de los dos hombres aterrorizados…

—Quizá él nos envíe a esta cosa por delante para mejor sorprendernos por detrás…, o por los lados… ¡Nunca se sabe con él!… Conozco muchos de sus trucos…, ¡pero éste…, éste no lo conocía aún!… ¡Huyamos! …, por prudencia… sólo… ¡por prudencia!… la mano a la altura del ojo.

Y huyeron los dos juntos a lo largo del corredor subterráneo que se habría ante ellos.

Tras unos segundos de carrera, que parecieron larguísimos minutos, se detuvieron.

—Es curioso —dijo el Persa—, rara vez viene él por aquí. ¡Este lado no le interesa!… ¡No conduce ni al Lago ni a la mansión del Lago!… Pero quizá sepa que estamos sobre sus pasos… a pesar de que yo le haya prometido dejarlo tranquilo y no volver a meterme en sus asuntos.

Al decir esto, volvió la cabeza, y Raoul también.

Vieron de pronto la cabeza de fuego detrás de las suyas. Los había seguido… Debía haber corrido también, y quizás aún más aprisa que ellos, porque les pareció que se había acercado.

Empezaron a distinguir a la vez un ruido cuyo origen les resultaba imposible adivinar. Sólo cayeron en la cuenta de que este ruido parecía desplazarse y acercarse junto con la llama-figura-de-hombre. Eran chirridos o más bien crujidos, como si miles de uñas rascaran una pizarra, produciendo un ruido absolutamente insoportable similar al que a veces se produce por culpa de una piedrecita engastada en una barra de tiza que chirría en la pizarra.

Siguieron retrocediendo, pero la figura-llama avanzaba, seguía avanzando ganándoles terreno. Ahora ya se distinguían muy bien sus rasgos. Los ojos eran completamente redondos y fijos, la nariz un poco torcida y la boca grande, con un labio inferior que colgaba en forma de semicírculo; recordaban los ojos, la nariz y el labio de la luna cuando la luna está totalmente roja, color sangre.

¿Cómo podía deslizarse aquella luna roja en las tinieblas, a la altura de un hombre, sin ningún apoyo, sin cuerpo para sostenerla, al menos aparentemente? ¿Cómo caminaba tan de prisa, en línea recta, con los ojos fijos, tan fijos? ¿De dónde venía todo ese crujir, chirriar, golpear que arrastraba tras de sí?

Por fin, el Persa y Raoul no pudieron retroceder más y se aplastaron contra la pared, sin saber qué iba a pasarles, quedando a merced de aquella figura incomprensible de fuego y, sobre todo ahora, del ruido más intenso, más vivo, muy «numeroso», ya que sin duda aquel ruido era producido por cientos de pequeños ruidos que se agitaban en las tinieblas, bajo la cabeza-llama.

La cabeza-llama, sigue avanzando… ¡Ya está aquí!… Con su ruido… ¡Ya está junto a ellos!…

Los dos compañeros, pegados a la pared, sienten que los cabellos se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la marca alta, pequeñas olas nocturnas que corretean bajo la luna, bajo la luna-cabeza-de-llama.

Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente. Entonces, Raoul y el Persa no pueden retener sus gritos de horror, espanto y dolor.

Tampoco pueden continuar manteniendo las manos a la altura del ojo, postura de duelo en aquella época, antes de la orden de «fuego». Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que arrastran cositas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.

Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de bomberos Papin. Pero la cabeza-fuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus aullidos. Y les habla:

—¡No os mováis! ¡No os mováis!… Sobre todo, ¡no me sigáis!… ¡Soy el matador de ratas!… ¡Dejadme pasar con mis ratas!…

Bruscamente desaparece la cabeza-fuego y se esfuma en las tinieblas mientras, ante ella, el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador de ratas ha hecho con su linterna sorda. Antes, para no espantar las ratas, había vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cabeza; ahora, para apresurar su huida, alumbra el espacio negro ante él… Y entonces da un brinco, arrastrando consigo las olas de ratas, trepadoras, crujientes, los miles de ruidos…

El Persa y Raoul, liberados, respiran, si bien aún temblorosos.

—Debería haber recordado que Erik me habló del matador de ratas —dijo el Persa— Pero no me había dicho que tenía este aspecto… Es extraño que no lo haya encontrado jamás.

»¡Creía que se trataba de una de las jugadas del monstruo!… —suspiró—. Pero no, nunca viene a estos parajes».

—¿Estamos muy lejos del lago? —preguntó Raoul—. ¿Cuándo llegaremos?… ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!… Cuando lleguemos al lago llamaremos, golpearemos las paredes, gritaremos…

¡Christine nos oirá!… ¡Y también él nos oirá!… Y si usted le conoce, le hablaremos.

—¡No sea infantil! —exclamó el Persa—. Nunca entraremos en la mansión del Lago por el lago.

—¿Por qué no?

—Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa… Ni siquiera yo he podido llegar a la otra orilla… a la orilla de la casa… Primero hay que atravesar el lago…, ¡y le aseguro que está bien protegido!… Me temo que más de uno de estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago… Es terrible… Yo también estuve a punto de quedarme allí… ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!… Un consejo, amigo. No se acerque jamás al lago… Y, sobre todo, tápese los oídos si oye cantar a la Voz bajo el agua, la voz de la Sirena.

—Pero entonces —replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia y de rabia—, ¿qué hacemos aquí?… Si no puede hacer nada por Christine, déjeme al menos morir buscándola.

El Persa intentó calmar al joven.

—Sólo disponemos de un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y es penetrando en esa mansión sin que el monstruo se dé cuenta.

—¿Y cree que podremos hacerlo?

—¡Si no tuviera esa esperanza no habría venido en su busca! —¿Por dónde entraremos en la mansión del Lago sin pasar por el lago?

—Por el tercer sótano, del que tan inoportunamente hemos sido expulsados, señor, y al cual volveremos ahora mismo… Le diré, señor —exclamó el Persa con la voz súbitamente alterada—, le diré el lugar exacto… Se encuentra entre unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente en el lugar en que encontró la muerte Joseph Buquet…

—¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?

—Sí, señor —añadió en tono singular el Persa—, y cuya cuerda no pudo ser hallada… ¡Vamos! ¡Ánimo!… en marcha…, y vuelva a poner la mano en guardia, señor… Pero, ¿dónde estamos?

El Persa se vio obligado a encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en el infinito.

—Debemos estar —dijo— en la parte reservada al servicio de aguas… No veo ningún fuego proveniente de las calderas.

Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso de algún hidráulico. Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de su primer rapto.

Volvían poco a poco al prodigioso sótano que se hallaba debajo del escenario.

Debían encontrarse entonces en el fondo de la cuba, a una gran profundidad, si pensamos que habían excavado la tierra quince metros por debajo de las capas de agua que había en toda aquella parte de la capital, y que hubo que drenar toda el agua… Se sacó tanta agua que, para hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar una superficie como el patio del Louvre con una altura de una vez y media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar un lago.

En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:

—Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la mansión del Lago.

Golpeó entonces contra una pared de la cuba. Quizá no sea del todo inútil informar al lector de cómo habían construido el fondo y las paredes de la cuba.

Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen en contacto inmediato con las paredes que aguantaban todo el armazón de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, de carpintería, cerrajería y pinturas debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio obligado a construir en todas partes una doble envoltura.

El trabajo para construir esta doble envoltura llevó un año entero. El Persa golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del monumento, el gesto del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida en la doble envoltura formada por un grueso muro hecho en estacada, una enorme capa de cemento y otro muro de varios metros de espesor.

Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra pared y había escuchado con avidez.

… Pero no oyó nada… nada más que pasos lejanos que sonaban en el suelo, en la parte alta del teatro.

 

El Persa había vuelto a apagar su linterna.

—¡Cuidado! —dijo—. ¡Cuidado con la mano! Y ahora mucho silencio, porque intentaremos entrar en su casa. Y lo arrastró hasta la escalerilla que habían bajado antes… Volvieron a subirla, deteniéndose en cada escalón, espiando las sombras y el silencio…

Pronto se encontraron en el tercer sótano…

Entonces el Persa hizo una señal a Raoul de ponerse de rodillas y así, arrastrándose de rodillas y sobre una mano —la otra mano seguía en la posición indicada— llegaron hasta la pared del fondo. Apoyada en aquella pared había un gran lienzo abandonado del decorado de El rey de Lahore.

Y justo al lado de aquel decorado, un portante…

Entre el decorado y el portante no había más espacio que para un cuerpo.

… Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado… el cuerpo de Joseph Buquet.

Siempre de rodillas, el Persa se había detenido. Escuchaba. Por un momento pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por fin, agachó la cabeza y se decidió.

Se deslizó entre el portante y el decorado de El rey de Lahore. Raoul le siguió de cerca.

La mano libre del Persa tanteaba la pared. Raoul la vio un instante apoyarse con fuerza, como lo había hecho en la pared del camerino de Christine…

Y una piedra basculó…

Ahora, había un agujero en la pared…

Esta vez el Persa sacó la pistola del bolsillo e indicó a Raoul que hiciera lo mismo. Montó la pistola.

Con decisión, y siempre de rodillas, se introdujo en el agujero que la piedra, al bascular, había dejado en la pared.

Raoul, que habría querido pasar el primero, tuvo que contentarse con seguirlo.

El agujero era muy estrecho. El Persa se detuvo casi en seguida. Raoul le oía tantear la piedra a su alrededor. Después, volvió a sacar su linterna y se inclinó hacia adelante. Examinó algo debajo suyo e inmediatamente apagó la linterna. Raoul oyó que le decía en un suspiro.

—Tendremos que dejamos caer algunos metros, sin hacer ruido; sáquese los botines.

Por su parte, el Persa procedía ya a esta operación. Pasó sus zapatos a Raoul.

—Déjelos junto a la pared —dijo—. Los recogeremos al salir.

El Persa avanzó un poco. Después, se volvió del todo, siempre de rodillas, y se encontró así frente a Raoul. Le dijo:

—Voy a colgarme con las manos del extremo de la piedra y a dejarme caer en su casa. Después usted hará exactamente lo mismo. No tema: lo recibiré en mis brazos.

El Persa hizo lo que había dicho, y Raoul oyó en seguida un ruido sordo que evidentemente había sido producido por la caída del Persa. El joven se estremeció, temiendo que aquel ruido revelase su presencia.

Sin embargo, más que aquel ruido, era la ausencia de ruidos lo que a Raoul le llenaba de angustia. ¿Por qué, si según el Persa acababan de entrar en la mansión del Lago, no oían a Christine?… ¡Ni un solo grito!… ¡Ni una llamada!… ¡Ni un gemido!… ¡Grandes dioses! ¿Habrían llegado demasiado tarde?…

Arañando con las rodillas la pared, agarrándose a la piedra con sus dedos nerviosos, Raoul se dejó caer a su vez.

Inmediatamente sintió que le abrazaban.

—¡Soy yo —dijo el Persa—, silencio!

Y permanecieron inmóviles, escuchando…

Nunca a su alrededor la noche había sido más opaca… Nunca el silencio tan pesado ni tan terrible…

Raoul se hundía las uñas en los labios para no gritar: «¡Christine! ¡Soy yo!… ¡Contéstame si no estás muerta, Christine!».

Por fin, volvió a empezar el juego de la linterna. El Persa dirigió los rayos de luz por encima de sus cabezas, hacia la pared, buscando el agujero por el que habían venido sin encontrarlo…

—¡Oh! —exclamó—. ¡La piedra se ha vuelto a cerrar sobre sí misma!

Y el haz de luz de la linterna bajó a lo largo del muro hasta llegar al suelo.

El Persa se agachó y recogió una cosa, una especie de hilo que examinó unos segundos y que luego arrojó con horror.

—¡El lazo del Pendjab! —murmuró.

—¿Qué es? —preguntó Raoul.

—Podría ser la soga del ahorcado que tanto han buscado —respondió el Persa, estremeciéndose.

De pronto, presa de una nueva ansiedad, paseó el pequeño disco rojo de su linterna por las paredes… Iluminó, extraño hecho, un tronco de árbol que parecía aún vivo con sus hojas y todo… Las ramas de aquel árbol subían a lo largo de la pared y se perdían en el techo.

Debido a la pequeñez del disco luminoso, al principio resultaba difícil darse cuenta de las cosas… Había un montón de ramas, y luego una hoja…, y otra más…, y al lado no se veía nada de nada… solamente el haz de luz que parecía reflejarse a sí mismo… Raoul deslizó la mano sobre aquello, sobre aquel reflejo…

—¡Mire… —dijo—, la pared es un espejo!

—¡Sí, un espejo! —dijo el Persa con profunda emoción. Y añadió, pasándose la mano que sujetaba la pistola por la frente sudorosa:

—¡Hemos ido a caer en la cámara de los suplicios!

CAPÍTULO XXII

INTERESANTES E INSTRUCTIVAS TRIBULACIONES DE UN PERSA EN LOS SÓTANOS DE LA ÓPERA

Relato del Persa

El propio Persa contó cómo había intentado en vano hasta esa noche penetrar en la mansión del Lago por el lago; cómo había descubierto la entrada del tercer sótano, y cómo, finalmente, el vizconde de Chagny y él se encontraron apresados por la imaginación infernal del fantasma, en la cámara de los suplicios. He aquí el relato que nos ha dejado (en condiciones que precisaremos más tarde) y al que no he cambiado ni una sola palabra. Lo transcribo tal como está, porque no creo que deba silenciar las aventuras personales del daroga alrededor de la mansión del Lago antes de volver en compañía de Raoul. Si, por algunos instantes este principio, por interesante que sea, parece alejarnos un poco de la cámara de los suplicios es sólo para mejor devolvernos a ella, después, tras habernos explicado cosas de máxima importancia y ciertas actitudes y modos de hacer del Persa que hasta ahora han podido parecer un poco extraordinarios.

Era la primera vez que entraba en la mansión del Lago —escribe el Persa—. En vano había rogado al maestro en trampillas así llamábamos en mi país, en Persia, a Erik— que me abriera las misteriosas puertas. Siempre se había negado. Yo, que me jactaba de conocer muchos de sus secretos y trucos, había intentado en vano forzar la consigna. Desde que volví a encontrar a Erik en la ópera, a la que parecía haber elegido como domicilio, le había espiado con frecuencia tanto en los corredores de los sótanos como en los superiores, así como en la misma orilla del Lago. Cuando se creía solo, subía en su barca y atracaba directamente la pared de enfrente. Pero la curiosidad que le rodeaba era demasiado espesa para que pudiera ver en qué lugar exacto de la pared hacía funcionar el mecanismo de la puerta. La curiosidad y también una idea temible que se me había ocurrido al meditar sobre algunas frases que el monstruo me había dirigido, me impulsaron un día, en el que a mi vez me creía solo, a subir a la barca y a dirigirla hacia aquella parte de la pared por la que había visto desaparecer a Erik. Fue entonces cuando tuve que vérmelas con la Sirena que guarda el acceso a aquellos parajes y cuyo encanto estuvo a punto de serme fatal, en las condiciones precisas que paso a exponer. Aún no había abandonado la orilla cuando el silencio en el que navegaba se vio turbado por una especie de suspiro cantante que me envolvió. Era a la vez una respiración y una música; ascendía suavemente de las aguas del lago y me envolvía sin poder adivinar por qué artificio se conseguía. Me acompañaba, se desplazaba conmigo y era tan suave que no me daba miedo. Por el contrario, deseoso de acercarme a la fuente de aquella suave y cautivadora armonía, me inclinaba por encima de la barca hacia las aguas, ya que no tenía la menor duda de que la música provenía de ellas. Me encontraba ya en el centro del lago y no había nadie más que yo en la barca. La voz —ya que ahora era claramente una voz— estaba a mi lado, por encima de las aguas. Me incliné… Me incliné cada vez más… El lago estaba en perfecta calma y el rayo de luna que, traspasando el tragaluz de la calle Scribe, venía a iluminarlo, no reflejaba absolutamente nada en aquella superficie lisa y negra como la tinta. Me restregué las orejas con intención de librarme de un posible zumbido, pero tuve que rendirme ante la evidencia de que no hay zumbido tan armonioso como el suspiro cantante que me seguía y que ahora me atraía.

Si yo hubiera tenido un espíritu supersticioso o me hubieran influido más las leyendas, no hubiera dejado de pensar que me enfrentaba a una sirena encargada de turbar al viajero que se atreviera a viajar por las aguas de la mansión del Lago, pero, a Dios gracias, soy de un país que gusta demasiado lo fantástico como para conocer su fondo, y yo mismo lo había estudiado bastante en otros tiempos. Con los trucos más simples, alguien que conozca su oficio puede desatar a la pobre imaginación humana.

No dudé, pues, que tenía que vérmelas con una nueva invención de Erik, pero, una vez más, aquella invención era tan perfecta que, inclinándome por encima de la barca, me sentía menos impulsado por el deseo de descubrir el truco que por el de disfrutar de su encanto.

Y me incliné… seguí inclinándome… hasta casi zozobrar.

De pronto dos brazos monstruosos surgieron del seno de las aguas y me agarraron por el cuello, arrastrándome al abismo con una fuerza irresistible. Y, desde luego, habría estado perdido irremisiblemente de no ser porque tuve tiempo de lanzar un grito por el que Erik me reconoció.

Porque era él, que en lugar de ahogarme como seguramente había sido su intención, nadó y me dejó suavemente en la orilla del lago.

—Eres un imprudente —me dijo alzándose ante mí, chorreante de aquel agua infernal—. ¿Por qué intentas entrar en mi mansión? No te he invitado. ¡No quiero saber nada de ti ni de nadie en el mundo! ¿Acaso me salvaste la vida sólo para hacérmela insoportable? Por grande que haya sido tu servicio, Erik terminará por olvidarlo y tú sabes que nada en el mundo puede contener a Erik, ni siquiera el mismo Erik.

Él hablaba, pero ahora yo no tenía otro deseo que el de conocer lo que llamaba ya el truco de la sirena. En seguida se prestó a satisfacer mi curiosidad, ya que Erik, que es un verdadero monstruo —yo lo considero así, habiendo tenido ocasión de verlo en acción en Persia—, sigue siendo en algunas cosas un auténtico niño presuntuoso y vanidoso, y no hay nada que le guste más que, después de haber dejado asombrada a la gente, demostrar todo el ingenio, milagroso en verdad, de su espíritu.

Se echó a reír y me enseñó un largo junco.

—¡Es la cosa más simple del mundo! —me dijo—, es muy cómodo para respirar y cantar bajó el agua. Es un truco que aprendí de los piratas del Tonquín, que de este modo pueden permanecer escondidos horas enteras en el fondo de los ríos. Le hablé con severidad.

—Es un truco que ha estado a punto de matarme… —le dije—, y puede que haya resultado fatal para otros.

No me contestó, pero se levantó con ese aire de amenaza infantil que le conozco tan bien.

No le permití que me intimidara. Le dije claramente:

—Sabes lo que me prometiste, Erik. ¡No más crímenes!

—¿Es que he cometido más crímenes? —preguntó, adoptando un tono amable.

—¡Desgraciado! —exclamé—. ¿Has olvidado pues las horas rosas de Mazenderan?

—Sí, preferiría haberlas olvidado —contestó él repentinamente triste—, pero reconoce que hice reír a la pequeña sultana.

—Todo eso es cosa pasada… —declaré—, pero ahora es el presente y, si yo lo hubiera querido, éste no existiría para ti… Acuérdate de esto, Erik: ¡yo te salvé la vida!

Aproveché el giro que había tomado la conversación para hablarle de una cosa que desde hacía tiempo acudía a menudo a mi mente.

—Erik…, Erik, júrame…

—¿Qué? Sabes perfectamente que no cumplo mis juramentos. Los juramentos están hechos para atrapar a los estúpidos —dijo.

—Dime… puedes decírmelo a mí, ¿no?

—¿Qué?

—¿Qué? ¡La araña!… ¡La araña, Erik!…

—¿Qué pasa con la araña?

—Sabes perfectamente lo que quiero decir.

—¡Ah!… la araña… Claro que puedo decírtelo… La araña no ha sido cosa mía… Aquella araña estaba demasiado gastada… —y rio sarcásticamente.

 

Cuando reía, Erik era aún más espantoso. Saltó a la barca riéndose de una forma tan siniestra que no pude evitar estremecerme.

—¡Muy gastada, querido daroga! Muy gastada la araña… se cayó sola… Hizo ¡boom! Y ahora, un consejo, daroga. Ve a secarte si no quieres coger un constipado… y no vuelvas a subir nunca a mi barca… Y, sobre todo, no intentes entrar en mi casa… No siempre estoy allí… daroga. ¡Y lamentaría tener que dedicarte mi misa de difuntos!

Se reía, siempre de pie en la parte trasera de la barca, y se movía con un balanceo de mono. Tenía todo el aspecto de la roca fatal con, por si fuera poco, sus ojos de oro. Luego no vi más que sus ojos y, finalmente, desapareció en la noche del lago.

A partir de este día renuncié a entrar en su mansión por el lago. Evidentemente aquella entrada estaba demasiado bien vigilada, sobre todo desde que él sabía que yo la conocía. Pero pensaba que debía haber otra, ya que más de una vez, mientras le vigilaba, había visto desaparecer a Erik en el tercer sótano, sin poder saber cómo. No es preciso que repita que, desde que había vuelto a encontrar a Erik instalado en la Opera, vivía bajo el perpetuo terror de sus horribles fantasías, no en lo que pudiera afectarme, pero temía todo para los demás. Cuando ocurría algún accidente, algún hecho fatal, no podía evitar decirme: «Quizá sea Erik» …, igual que otros decían a mi alrededor: «Es el fantasma» … ¡Cuántas veces habré oído pronunciar esa frase por gentes que sonreían! ¡Desgraciados! De saber que aquel fantasma era de carne y hueso y más terrible aún que la sombra vana que evocaban, habrían seguramente dejado de burlarse… si hubieran sabido simplemente de lo que Erik es capaz, sobre todo en un campo de maniobras como la Ópera… ¡Y si hubieran conocido a fondo mi terrible presentimiento!…

En cuanto a mí, no vivía… A pesar de que Erik me hubiera anunciado con solemnidad que había cambiado y que se había convertido en el más virtuoso de los hombres, desde que era amado por lo que era, frase que, de momento, me dejó horriblemente perplejo, no podía dejar de estremecerme al pensar en el monstruo. Su horrible, única y repulsiva fealdad le alejaba de la humanidad y era evidente para mí que él no creía tener a su vez ningún deber para con la raza humana. La forma en la que me había hablado de sus amores no había hecho más que aumentar mi temor, ya que preveía en aquel nuevo acontecimiento, al que había hecho alusión con el tono de jactancia que ya le conocía, la causa de nuevos dramas más horribles que los anteriores. Conocía hasta qué extremo de sublime y desastrosa angustia podía llegar el dolor de Erik, y las palabras que me había dicho —vagamente anunciadoras de la catástrofe más espantosa— no cesaban de acudir a mi temible pensamiento.

Por otra parte, había descubierto el extraño comercio moral que se había establecido entre el monstruo y Christine Daaé. Oculto en el trastero al lado del camerino de la joven diva, había asistido a sesiones admirables de música que sumían evidentemente a Christine en un éxtasis maravilloso, pero, de todas formas, nunca habría podido imaginar que la voz de Erik, fuerte como el trueno o suave como la de los ángeles, pudiera hacer olvidar su fealdad. Comprendí todo cuando descubrí que Christine aún no lo había visto. Tuve ocasión de penetrar en el camerino y, recordando las lecciones que él me habían dado en otro tiempo, no me costó nada encontrar el resorte que hacía girar la pared que aguantaba el espejo, y vi mediante qué trucaje de ladrillos ahuecados y ladrillos portavoces se dejaba oír a Christine como si hubiera estado a su lado. También descubrí por el camino que conduce a la fuente y la prisión —a la prisión de los comuneros—, y también la trampilla que permitía a Erik introducirse directamente en los sótanos del escenario.

Pocos días más tarde, cuál no sería mi sorpresa al enterarme con mis propios ojos y mis propios oídos, que Erik y Christine Daaé se veían, y al sorprender al monstruo, inclinado sobre la fuentecilla que llora, en el camino de los comuneros (final de todo, bajo tierra), ocupado en refrescar la frente de Christine Daaé desvanecida. Un caballo, blanco, el caballo blanco de El Profeta, que había desaparecido de las cuadras de los sótanos de la Opera, estaba tranquilamente a su lado. Me personé. Fue terrible. Vi salir chispas de los ojos de oro, fui golpeado en plena frente antes de que pudiera decir una sola palabra y quedé aturdido. Cuando recuperé el conocimiento, Erik, Christine y el caballo blanco habían desaparecido. No dudé de que la desgraciada joven se encontraba prisionera en la mansión del Lago. Sin detenerme a pensar, decidí volver a la orilla, pese al riesgo de semejante empresa. Durante veinticuatro horas espié, escondido cerca de la orilla oscura, la aparición del monstruo, ya que estaba convencido de que tendría que salir en busca de provisiones. Con respecto a esto, debo decir que, cuando salía por París o que se atrevía a mostrarse en público, se ponía, en lugar del horrible agujero de su nariz, una nariz de cartón piedra provista de un bigote, que no le quitaba del todo su aire macabro, ya que cuando pasaba decían a sus espaldas: «¡Mira, ahí va ese trompe-la-mort!», pero que le hacía más o menos —digo más o menos— soportable a la vista.

Estaba pues aguardándolo en la orilla del lago —del lago Averno como él lo había llamado varias veces delante mío, riendo sarcásticamente— y, cansado de mi larga espera, me decía: «Ha pasado por la otra puerta, por la del “tercer sótano”», cuando oí un pequeño chapoteo en la oscuridad, vi brillar como fanales a los ojos de oro y poco después llegaba la barca. Erik saltaba a la orilla y venía hacia mí.

—Hace ya veinticuatro horas que estás ahí —dijo—; me estás cansando. ¡Te advierto que todo esto acabará muy mal! Y tú lo habrás querido, ya que mi paciencia contigo es enorme… Crees seguirme, grandísimo necio —(textual)— y soy yo el que te sigo y sé todo lo que sabes de mí. Te perdoné ayer en mi camino de los comuneros, pero te digo, ahora en serio, que no quiero volver a verte. Todo esto es muy imprudente y me pregunto aun si sabes lo que espera si insistes en hablar.

Estaba tan encolerizado que me guardé bien de interrumpirlo. Tras resoplar como una foca, me expuso lo que pensaba que correspondía a lo que yo me temía.

—¡Sí, debes saber ya —de una vez por todas— qué te significaría hablar! Te digo que, por culpa de tus imprudencias —puesto que te has hecho detener dos veces ya por la sombra del sombrero de fieltro, quien no sabía qué hacías en los sótanos y te condujo ante los directores, quienes te tomaron por un persa fantasioso aficionado a los trucos mágicos y a las candilejas del teatro (yo estaba allí…, sí, estaba en el despacho; sabes bien que estoy en todas partes)—, te digo que por culpa de tus imprudencias acabarán por preguntarse qué es lo que buscas aquí… y querrán, como tú, buscar a Erik… y descubrirán la mansión del Lago… ¡En ese caso, peor para ti, amigo mío!… ¡Peor para ti! ¡No respondo de nada! —y volvió a resoplar como una foca—. ¡De nada!… Si los secretos de Erik no siguen siendo secretos de Erik; ¡peor para muchos seres humanos! Es todo lo que tenía que decirte y, a menos que no seas un grandísimo necio —(textual)— debería ser suficiente, a no ser que no sepas lo que quiere decir hablar…

Estaba sentado en la parte trasera de su barca y golpeaba la madera de la pequeña embarcación con los talones, esperando una respuesta mía. Le dije simplemente:

—No es a Erik a quien vengo a buscar aquí…

—¿A quién, pues?

—Lo sabes muy bien, ¡a Christine Daaé!

—Tengo derecho a citarla en mi casa —me contestó—. Me ama por lo que soy.

—¡No es cierto! —respondí—. La has raptado y secuestrado.

—Óyeme —me dijo—, ¿me prometes no volver a meterte en mis asuntos si te pruebo que me ama tal como soy?