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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Qué sencillo! —dice Richard.

—¡Qué sencillo! —repite, más solemne que nunca, Moncharmin.

—Los trucos más brillantes han sido siempre los más sencillos —responde Richard—. Basta con tener un cómplice…

—O una cómplice —añade en voz átona Moncharmin. Y continua con los ojos clavados en la señora Giry, como si quisiera hipnotizarla—: ¿Era el fantasma quien le hacía llegar este sobre, y era él quien le decía que lo sustituyera por el que nosotros le dábamos? ¿Era él quien le decía que introdujera este último en el bolsillo del señor Richard?

—Sí, ¡claro que era él!

—Entonces, señora, ¿puede usted darnos una prueba de sus habilidades?… Aquí está el sobre. Haga usted como si nosotros no supiéramos nada.

—Lo que ustedes manden, señores.

Mamá Giry vuelve a coger el sobre con los veinte billetes y se dirige hacia la puerta. Se dispone a salir.

Los dos directores se precipitan hacia ella.

—¡Ah, no, no! No nos la volverá a jugar. Ya tenemos bastante. No vamos a empezar de nuevo.

—Perdón, señores, perdón —se excusa la vieja—. Me han pedido que actúe como si ustedes no supieran nada… Pues bien, si no saben nada, me marcho con el sobre.

—Entonces, ¿cómo lo meterá usted en mi bolsillo? —argumenta Richard, al que Moncharmin aún no deja de vigilar con el ojo izquierdo, mientras con el derecho no abandona a la señora Giry. Difícil postura para la mirada, pero Moncharmin está decidido a todo para descubrir la verdad.

—Lo pondré en su bolsillo en el momento en que menos lo espere, señor director. Como bien sabe, durante la sesión, vengo a dar una vueltecita entre bastidores y a menudo acompaño, como es mi derecho de madre, a mi hija hasta el foyer de la danza. Le llevo sus zapatillas en el momento de descanso, e incluso su rociador… En una palabra, voy y vengo con plena libertad… Los señores abonados van también al foyer… Usted también, señor director… Hay mucha gente… Paso por detrás de usted y pongo el sobre en el bolsillo de atrás de su traje… ¡No es ninguna brujería!

—¡No, no es ninguna brujería! —ruge Richard haciendo girar unos ojos de Júpiter tronante—. ¡Esto no es una brujería, pero acabo de cogerla en flagrante delito de mentira, vieja bruja!

El insulto duele menos a la honorable señora que el golpe que se quiere propinar a su buena fe. Se incorpora furiosa con los tres dientes a la vista.

—¿Por qué?

—Porque aquella noche pasé a su lado en la sala vigilando tanto el palco n° 5 como el falso sobre que había usted colocado allí. No bajé al foyer de la danza ni por un momento.

—Por eso, señor director, no fue aquella noche cuando le coloqué el sobre… Fue a la siguiente representación… Mire, era la noche en la que el señor secretario de Bellas Artes…

Al oír estas palabras, el señor Richard hace callar bruscamente a la señora Giry…

—¡Es cierto! —dice pensativo—. Me acuerdo… ahora me, acuerdo. El subsecretario de Estado salió a pasear entre bastidores. Preguntó por mí. Bajé un momento al foyer de la danza. Me encontraba en las escaleras del foyer… El subsecretario de Estado y el jefe de su despacho estaban en el foyer mismo… De repente, me volví… Era usted que pasaba por detrás de mí, señora Giry… Tuve la impresión de que me había rozado… No había nadie más que usted detrás de mí… ¡Oh, aún la veo! ¡Aún la veo!

—¡Pues bien, sí, eso fue, señor director! ¡Eso fue! Acababa de dejarle mi asunto en su bolsillo. Ese bolsillo es muy fácil, señor director.

Y la señora Giry añade una vez más el gesto a la palabra: se coloca detrás de Richard y, con tal presteza que el mismo Moncharmin que mira con los dos ojos bien abiertos queda impresionado, deposita el sobre en el bolsillo de uno de los faldones de la levita del director.

—¡Hay que reconocerlo! —exclama Richard un poco pálido—. Lo ha pensado muy bien el fantasma de la ópera. El problema que se le planteaba era suprimir todo intermediario peligroso entre el que da los veinte mil francos y el que se los queda. Lo mejor que podía hacer era venir a cogerlos de mi bolsillo sin que yo me diera cuenta, porque yo ni siquiera sabía que estaban allí… Admirable, ¿no?

—¡Oh, admirable sin duda! —repitió Moncharmin—. Sólo olvidas, Richard, que yo di diez mil francos de aquellos veinte mil, y que a mí no me pusieron nada en el bolsillo.

CAPÍTULO XVIII

CONTINUACIÓN DE LA SINGULAR ACTITUD DE UN IMPERDIBLE

La última frase de Moncharmin expresaba de forma evidente las sospechas que tenía de su colaborador, de tal modo que fue preciso una explicación inmediata y tormentosa por parte de Richard, quien decidió por fin aceptar la propuesta de Moncharmin con el fin de ayudarle a descubrir al miserable que se burlaba de ellos.

Así llegamos al «entreacto del jardín» durante el cual el señor secretario Rémy, al que no se le escapaba nada, observó con tanta curiosidad la extraña conducta de sus directores. A partir de aquí, nada nos resultará más fácil que encontrar una explicación a actitudes tan excepcionalmente barrocas y sobre todo tan poco acordes con la imagen de dignidad que deben dar unos directores.

La conducta de Richard y Moncharmin venía enteramente determinada por la revelación que les había sido hecha: 1º) Richard debía repetir exactamente aquella tarde los gestos que había realizado en el momento de la desaparición de los primeros veinte mil francos; 2°) Moncharmin no debía perder de vista ni por un segundo el bolsillo de atrás de Richard, en el cual la señora Giry habría depositado los segundos veinte mil francos.

En el lugar exacto en que había saludado al secretario de Bellas Artes, se situó Richard, llevando a sus espaldas, a algunos pasos de distancia, a Moncharmin.

La señora Giry pasa, roza a Richard, se libera de los veinte mil en el bolsillo de la levita de su director y desaparece…

O mejor dicho, la hacen desaparecer. Obedeciendo a las órdenes qué Moncharmin le ha dado algunos instantes antes, antes de la reconstrucción de la escena, Mercier encierra a la buena señora en el despacho de la administración. Así le será imposible a la vieja comunicarse con su fantasma. Ella no opuso resistencia alguna, ya que mamá Giry no es más que una pobre figura desplumada, perdida, espantada, que abre unos ojos de ave despavorida bajo una cresta en desorden, que oye ya en el corredor sonoro, el ruido de los pasos del comisario con el que la han amenazado y que exhala suspiros que harían fundirse las columnas de la escalinata principal.

Mientras tanto, Richard se inclina, hace reverencias, saluda, camina hacia atrás como si ante él estuviera el subsecretario de Estado para las Bellas Artes.

Sin embargo, aunque semejantes muestras de educación no hubieran causado el menor asombro en el caso de que delante del director se encontrara el señor subsecretario de Estado, sí causaron a los espectadores de esta escena tan poco habitual un asombro muy comprensible, dado que delante del director no había nadie.

El señor Richard saludaba al vacío…, se inclinaba ante la nada…, y retrocedía —caminaba hacia atrás— delante de nada…

… Además, a algunos pasos de él, Moncharmin se dedicaba a hacer lo mismo.

E incluso, alejando al señor Rémy, suplicaba al señor embajador de la Borderie y al señor director del Crédit Central «que no tocaran al señor director».

Moncharmin, que ya tenía una idea formada, no creía en lo más mínimo en lo que Richard le había dicho anteriormente, una vez desaparecidos los veinte mil francos: «Quizá haya sido el embajador o el director del Crédit Central, o acaso el señor secretario Rémy».

Y más aún, después de la primera escena de la confesión del mismo Richard, éste no había encontrado a nadie en aquella parte del teatro después de que la señora Giry le rozara… ¿Porque, pues, si debían repetir exactamente los mismos gestos, debía encontrar a alguien hoy?

Tras caminar hacia atrás para saludar, Richard continuó caminando de la misma forma por prudencia…, hasta el pasillo de la administración… Era vigilado por detrás por Moncharmin y él mismo vigilaba «a la gente que se le acercaba» por delante.

Una vez más, esta forma absolutamente nueva de pasearse por los corredores, que los señores directores de la Academia Nacional de Música habían adoptado, no iba a pasar desapercibida.

Y no pasó desapercibida.

Afortunadamente para los señores Richard y Moncharmin, en aquel momento las «ratitas» se encontraban casi todas en los desvanes.

Los directores habrían tenido mucho éxito entre las jóvenes.

Pero no pensaban más que en sus veinte mil francos.

Una vez llegado al corredor semioscuro de la administración, Richard dijo en voz baja a Moncharmin:

—Estoy seguro de que nadie me ha tocado…; ahora te pondrás lejos de mí y me vigilarás en la sombra hasta la puerta de mi despacho… No hay que poner en guardia a nadie y ya veremos qué ocurre.

Pero Moncharmin replica:

—¡No, Richard, no!… Camina hacia delante… Yo iré inmediatamente detrás. ¡No me alejaré ni un solo paso!

—¡Pero así no nunca podrán robarnos los veinte mil francos! —exclama Richard.

—Eso espero —declara Moncharmin.

—Entonces, lo que estamos haciendo es absurdo.

—Hacemos exactamente lo que hicimos la última vez… La última vez me reuní contigo a la salida del escenario, al final de este pasillo… y te seguí por la espalda.

—¡A pesar de todo, es cierto! —suspira Richard meneando la cabeza y obedeciendo pasivamente a Moncharmin.

Dos minutos más tarde los dos directores se encerraban en el despacho de la dirección.

Fue el mismo Moncharmin quien guardó la llave en el bolsillo.

 

—La última vez permanecimos los dos encerrados así hasta que dejaste la ópera para ir a tu casa —dice.

—¡Es cierto! ¿Y no vino nadie a molestarnos?

—Nadie.

—Entonces —reflexionó Richard, que se esforzaba por ordenar sus recuerdos—, entonces seguramente me robaron en el trayecto de la ópera a mi domicilio.

—¡No!… —profirió Moncharmin con el tono más seco—. No, eso no es posible… Yo te llevé a tu casa en mi coche. Los veinte mil francos desaparecieron en tu casa, de eso no me cabe la menor duda.

Esa era la idea que ahora tenía Moncharmin.

—Eso es increíble —protestó Richard—. Tengo plena confianza en mis criados…, y si alguno de ellos hubiera dado el golpe, habría desaparecido poco después.

Moncharmin se encogió de hombros, como dando a entender que él no entraba en ese tipo de detalles.

Ahora, Richard empieza a creer que Moncharmin le trata con un tono completamente insoportable.

—¡Moncharmin, ya no aguanto más!

—¡Richard, yo tampoco!

—¿Te atreves a sospechar de mí?

—¡Sí, de una broma deplorable!

—¡No se bromea con veinte mil francos!

—¡Esa es mi opinión! —declara Moncharmin desplegando un periódico en cuya lectura se sumerge con ostentación.

—¿Qué piensas hacer? —pregunta Richard—. ¿Vas a ponerte a leer el periódico ahora?

—Sí, Richard, hasta el momento de llevarte a casa.

—¿Cómo la última vez?

—Cómo la última vez.

Richard arranca el periódico de las manos de Moncharmin, Moncharmin se levanta más irritado que nunca. Se encuentra delante a un Richard exasperado que le dice, mientras cruza los brazos sobre el pecho gesto de insolente desafío desde que el mundo existe.

—Mira —dice Richard—, esto es lo que pienso. Pienso en lo que yo podría pensar, sí, como la última vez, después de haber pasado la velada contigo, me volvieras a llevar a casa, en el momento de despedirnos, me diera cuenta que de que los veinte mil francos han desaparecido del bolsillo de mi levita…, igual que la última vez.

—¿Y qué podrías pensar? —exclamó Moncharmin adquiriendo un color carmesí.

—Podría pensar que, dado que no te has separado de mí ni un palmo, y que, según deseo tuyo, has sido el único en acercarse a mí, como la última vez, podría pensar que, si los veinte mil francos no están en mi bolsillo, tienen muchas posibilidades de estar en el tuyo.

Moncharmin dio un brinco al oír esta hipótesis.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Un imperdible!

—¿Qué quieres hacer con un imperdible?

—¡Atarte!… ¡Un imperdible!… ¡Un imperdible!

—¿Quieres atarme con un imperdible?

—¡Sí, atarte a los veinte mil francos!… Así, tanto aquí como en el trayecto a tu domicilio, o una vez en él, podrás notar a la mano que entre en tu bolsillo… Y así verás si es la mía, Richard… ¡Ah, ahora eres tú el que sospechas de mí!… ¡Un imperdible!

Y fue entonces cuando Moncharmin abrió la puerta que daba al pasillo, gritando:

—¡Un imperdible! ¿Quién me trae un imperdible?

Y sabemos también, cómo en aquel mismo instante el secretario Rémy, que no tenía ningún imperdible, fue recibido por el director Moncharmin mientras un ordenanza le traía el tan deseado imperdible.

Y eso es lo que sucedió:

Moncharmin, tras cerrar la puerta, se arrodilló a espaldas de Richard.

—Espero —dijo— que los veinte mil francos sigan estando aquí.

—También yo.

—¿Los verdaderos? —preguntó Moncharmin que esta vez estaba decidido a no dejarse «timar».

—¡Míralos! Yo no quiero ni tocarlos —declaró Richard. Moncharmin sacó el sobre del bolsillo de Richard y retiró los billetes temblando, ya que esta vez, para poder comprobar con frecuencia la presencia de los billetes, no habían sellado el sobre y ni siquiera lo habían pegado. Se tranquilizó al comprobar que seguían allí, y eran los auténticos. Los colocó en el bolsillo del faldón y los prendió cuidadosamente con el imperdible.

Después de lo cual se sentó detrás de la levita, a la que no perdió de vista, mientras Richard, sentado a su mesa, no hacía el menor movimiento.

—Un poco de paciencia, Richard —ordenó Moncharmin—. Ya faltan sólo unos pocos minutos… El reloj dará en seguida las doce campanadas de medianoche. A las doce nos marchamos como la última vez.

—Tendré toda la paciencia que sea necesaria.

El tiempo pasaba, lento, pesado, misterioso, asfixiante. Richard intentó reír.

—Terminaré por creer —dijo— en la omnipotencia del fantasma. ¿No crees que precisamente en este momento hay en la atmósfera de esta habitación un no sé qué que inquieta, que indispone, que asusta?

—Es cierto —aprobó Moncharmin que estaba realmente impresionado.

—¡El fantasma! —volvió a decir Richard en voz baja, como si temiera ser oído por oídos invisibles—. ¡El fantasma! Si fuera realmente un fantasma el que dio esos tres golpes secos sobre la mesa que oímos perfectamente…, el que deja aquí los sobres mágicos…, el que habla en el palco n° 5…, el que asesina a Joseph Buquet…, el que hace caer la araña…, y el que nos roba. ¡Ya que, en definitiva, aquí sólo estamos tú y yo!… Si los billetes desaparecen sin que ni tú ni yo intervengamos…, nos veremos obligados a creer en el fantasma…, en el fantasma…

En aquel momento, el reloj que se encontraba encima de la chimenea dejó oír la primera campanada de la medianoche.

Ambos directores se estremecieron. Les atenazaba una angustia cuya causa no habrían podido expresar y a la que intentaban combatir en vano. El sudor inundaba sus frentes. Y la, última campanada sonó con más fuerza en sus oídos.

Cuando el péndulo hubo callado, lanzaron un suspiro y se levantaron.

—Creo que podemos irnos —dijo Moncharmin.

—También yo —obedeció Richard.

—Antes de salir, ¿permites que mire en tu bolsillo?

—¡Cómo no, Moncharmin! ¡Debes hacerlo! ¿Y bien? —preguntó Richard a Moncharmin que palpaba.

—El imperdible sigue ahí.

—Evidentemente, puesto que, como muy bien decías, no pueden robarnos sin que yo me dé cuenta.

Pero Moncharmin, cuyas manos seguían buscando en el bolsillo, aulló:

—¡Siento el imperdible, pero no los billetes!

—¡No! ¡No bromees, Moncharmin!… ¡No es el momento!

—Toca tú mismo.

Con un gesto brusco, Richard se quita la levita. Los dos directores arrancan el bolsillo… ¡El bolsillo estaba vacío!

Lo más curioso es que el imperdible seguía clavado en el mismo sitio.

Richard y Moncharmin palidecieron. Ya no podía dudarse del sortilegio.

—El fantasma —murmuró Moncharmin.

Pero, repentinamente, Richard salta sobre su colega.

—¡Sólo tú has tocado mi bolsillo!… ¡Devuélveme mis veinte mil francos!… ¡Devuélveme mis veinte mil francos!…

—Te juro por mi alma que no los tengo… —suspira Moncharmin que parece a punto de desfallecer.

Y, como llamaban otra vez a la puerta, fue a abrirla con paso casi automático, pareciendo no reconocer al administrador Mercier e intercambiando con él algunas frases sin importancia, sin comprender nada de lo que el otro le decía, dejando por fin con gesto inconsciente en la mano de aquel fiel servidor asombrado, el imperdible que ya no podía servirle para nada…

CAPÍTULO XIX

EL COMISARIO DE POLICÍA, EL VIZCONDE Y EL PERSA

La primera frase del comisario de policía al entrar en el despacho de la dirección fue para pedir noticias de la cantante.

—¿No está aquí Christine Daaé?

Venía seguido, como ya dije anteriormente, por una compacta multitud.

—¿Christine Daaé? No —responde Richard—. ¿Por qué?

Moncharmin, por su parte no tiene fuerzas ni para pronunciar una palabra… Su estado de ánimo es mucho peor que el de Richard, ya que Richard puede aún sospechar de Moncharmin, pero Moncharmin se encuentra ante un gran misterio…, el que hace estremecer a la humanidad desde su nacimiento: lo Desconocido.

Richard vuelve a hablar, ya que la pequeña multitud que rodea a los directores y el comisario se mantienen en un silencio impresionante:

—¿Por qué me pregunta usted, señor comisario, si Christine Daaé no está aquí?

—Porque hay que encontrarla, señores directores de la Academia Nacional de Música —declara solemnemente el comisario de policía.

—¿Cómo que hay que encontrarla? ¿Es que ha desaparecido? —¡En plena representación!

—¿En plena representación? ¡Es extraordinario!

—¿No es cierto? Y lo que es tan sorprendente como la desaparición es que sea yo quien deba informarles de ella.

—¡En efecto!… —asiente Richard que se coge la cabeza entre las manos y murmura—: ¿Qué es esta nueva historia? ¡Realmente hay motivos suficientes para dimitir!…

Y se arranca algunos pelos del bigote sin siquiera darse cuenta.

—¿Así que ha desaparecido en plena representación? —repite—, como en un Sueño…

—Si, ha sido raptada en el acto de la cárcel, en el momento en que invocaba la ayuda de los cielos. Pero dudo de que haya sido raptada por los ángeles.

—¡En cambio, yo estoy seguro de ello!

Todo el mundo se vuelve. Un joven pálido y que tiembla de emoción, repite:

—¡Estoy seguro!

—¿De qué está usted seguro? —pregunta Mifroid.

—De que Christine Daaé ha sido raptada por un ángel, señor comisario, y podría decirle su nombre…

—¡Ajá!, señor vizconde de Chagny, ¿pretende usted que la señorita Daaé ha sido raptada por un ángel?… ¿Por un ángel de la ópera, sin duda?

Raoul mira a su alrededor. Evidentemente busca a alguien. En aquel momento en que le parece tan urgente acudir a la policía en ayuda de su prometida, habría deseado encontrar a aquel desconocido que hace poco le recomendaba discreción. Pero no lo encuentra en ninguna parte. ¡Pues bien, hablará!… Sin embargo, no sería capaz de explicarse ante tanta gente, que se lo come con los ojos, llena de una curiosidad indiscreta.

—Sí, señor, por un ángel de la ópera —contestó al señor Mifroid—. Y le diré dónde vive cuando estemos a solas…

—Tiene razón, señor.

El comisario de policía invita a Raoul a sentarse a su lado y despacha a todo el mundo, con excepción naturalmente de los directores que, no obstante, no habrían protestado ya que parecían dispuestos a aceptar cualquier tipo de contingencias.

Entonces Raoul cobra fuerzas, y empieza:

—Señor comisario, ese ángel se llama Erik, vive en la ópera y es el Ángel de la música.

—¡El Ángel de la música! ¡Eso sí tiene gracia!… ¡El Ángel de la música!

Volviéndose hacia los directores, el señor comisario de policía pregunta:

—Señores, ¿vive con ustedes ese ángel?

Los señores Richard y Moncharmin negaron con la cabeza sin sonreír siguiera.

—¡Oh! —exclamó Raoul—, estos señores han oído' hablar del fantasma de la ópera. Pues bien, puedo afirmarles que el fantasma de la Ópera y el Ángel de la música son la misma cosa. Y su verdadero nombre es Erik.

El señor Mifroid se había levantado y miraba atentamente a Raoul.

—Perdón, señor, ¿acaso tiene usted intención de burlarse de la justicia?

—¿Yo? —protestó Raoul, que pensó con dolor: «Otro que no quiere escucharme».

—Entonces, ¿a qué viene este cuento del fantasma de la ópera?

—Le aseguro que estos señores han oído hablar de él.

—Señores, al parecer conocen ustedes al fantasma de la ópera. Richard se levantó, llevando en sus manos los últimos pelos de su bigote.

—¡No, señor comisario! No, no lo conocemos, pero tendríamos un gran interés en conocerlo, ya que esta misma noche nos ha robado veinte mil francos…

Y Richard volvió hacia Moncharmin una mirada terrible que parecía decir: «Devuélveme los veinte mil francos o lo cuento todo». Moncharmin la comprendió tan bien que hizo un gesto desesperado: «¡Ah, dilo todo! ¡Dilo todo!».

Mifroid miraba alternativamente a los dos directores y a Raoul, y se preguntaba si no se había caído en un asilo de locos. Se pasó una mano por el pelo.

—Un fantasma que, en una misma noche, rapta a una cantante y roba veinte mil francos es un fantasma muy ocupado —dijo—. Si ustedes me lo permiten, vamos a ordenar el asunto. La cantante primero, los veinte mil francos después. Veamos, señor de Chagny, intentemos hablar seriamente. Usted cree que la señorita Daaé ha sido raptada por un individuo llamado Erik. ¿Conoce a ese individuo? ¿Lo ha visto?

 

—Sí, señor comisario.

—¿Dónde?

—En un cementerio.

El señor Mifroid se sobresaltó, volvió a mirar a Raoul y dijo:

—¡Por supuesto!… Allí es donde suelen encontrarse a los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en el cementerio?

—Señor —dijo Raoul—, me doy perfecta cuenta de lo extraño de mis respuestas y del efecto que producen en usted. Pero le suplico que me crea en mi sano juicio. De ello depende la salvación de la persona a quien, junto con mi hermano Philippe, más quiero en el mundo. Quisiera convencerle en unas pocas palabras, ya que el tiempo apremia y los minutos son preciosos. Por desgracia, si no le explico desde el principio esta historia, la más extraña que usted pueda imaginar, no me creerá. Voy a decirle, señor comisario, todo lo que sé acerca del fantasma de la Ópera. ¡Por desgracia, señor comisario, no sé gran cosa!

—¡Diga lo que sabe, diga todo lo que sabe! —exclamaron Richard y Moncharmin, de pronto muy interesados. Pero a la esperanza que habían concebido por un instante de conocer algún detalle capaz de ponerles sobre la pista del mistificador, pronto se vieron obligados a rendirse a la triste evidencia de que el señor Raoul de Chagny había perdido por completo el juicio. Toda la historia de Perros-Guirec, las calaveras y el violín encantado no podía haber nacido más que en el cerebro trastornado de un enamorado.

Además, era evidente que el comisario Mifroid compartía este punto de vista, y seguramente habría puesto fin a aquellas frases desordenadas, de las que hemos dado una visión en la primera parte de este relato, si las mismas circunstancias no se hubieran encargado de interrumpirlos.

La puerta acababa de abrirse dejando paso a un individuo extravagante vestido con una amplia levita negra y provisto de un alto sombrero a la vez raído y reluciente, calado hasta las orejas. Corrió hacia el comisario y le habló en voz baja. Se trataba sin duda de algún agente que venía a dar cuenta de una misión urgente.

Durante este coloquio, el señor Mifroid no perdía de vista a Raoul.

Por fin dijo dirigiéndose a él:

—Señor, ya hemos hablado bastante del fantasma. Vamos a hablar ahora de usted, si no tiene inconveniente. ¿Debía raptar usted esta noche a la señorita Daaé?

—Sí, señor comisario.

—¿A la salida del teatro?

—Sí, señor comisario.

—El coche que le ha traído debía después llevarlos a ambos. El cochero estaba ya avisado… y el itinerario estaba ya trazado… Más aún, debía encontrar, en cada etapa, caballos de refresco…

—Es cierto, señor comisario.

—Y, sin embargo, el coche sigue allí, esperando sus órdenes, al lado de la Rotonda, ¿no es cierto?

—Sí, señor comisario.

—¿Sabía usted que, al lado del suyo, había tres coches más?

—No les he prestado la menor atención…

—Eran el de la señorita Sorelli, que no había encontrado sitio en el patio de la administración; el de la Carlotta, y el de su señor hermano, el conde de Chagny…

—Es posible…

—Lo que sí es cierto, en cambio…, es que si su carruaje, el de la Sorelli y el de la Carlotta siguen estando en su sitio a lo largo de la acera de la Rotonda…, el del señor conde de Chagny ya no se encuentra allí…

—Esto no tiene nada que ver, señor comisario…

—¡Perdón! ¿Acaso el señor conde no se oponía a su matrimonio con Christine Daaé?

—Este asunto no incumbe más que a la familia.

—Ya me ha contestado…, se oponía…, y por eso usted raptaba a Christine Daaé, se la llevaba lejos de su hermano… Pues bien, señor de Chagny, permítame informarle que su hermano ha sido más rápido que usted… ¡Él es quien ha raptado a Christine Daaé!

—¡Oh! —gimió Raoul llevándose una mano al corazón—. No es posible… ¿Está usted seguro?

—Inmediatamente después de la desaparición de la artista, que ha sido organizada mediante complicidades que aún debemos establecer, subió en su coche, que inició una carrera enloquecida a través de París.

—¿A través de París? —susurró el pobre Raoul—. ¿Qué entiende usted por a través de París?

—Y fuera de París…

—Fuera de París… ¿En qué dirección?

—La de Bruselas.

Un grito ronco se escapa de la garganta del desgraciado joven.

—¡Oh! —exclama—. ¡Juro que les alcanzaré!

Y en un par de saltos sale del despacho.

—Y tráiganosla de nuevo… —grita jovial el comisario—. ¡Esa es una información que vale tanto como la del Ángel de la música!

Dicho lo cual, el señor Mifroid se vuelve hacia su auditorio asombrado y le administra un discursillo de honrado policía, pero nada pueril:

—No tengo la menor idea de si ha sido realmente el señor conde de Chagny quien ha raptado a Christine Daaé…, pero tengo que saberlo, y no creo que en este momento haya alguien con más deseos de informarme que su hermano el vizconde… ¡Ahora debe estar corriendo, volando! ¡Es mi principal ayudante! Este es, señores, el arte, que parece tan complicado de la policía, y que resulta no obstante de una asombrosa simplicidad cuando se descubre que lo mejor es hacer desempeñar el papel de policía a personas que no lo son.

Pero quizás el comisario Mifroid no habría estado tan orgulloso de sí mismo si hubiera sabido que la carrera de su rápido mensajero había sido frenada al entrar éste en el primer corredor, libre ya de la masa de los curiosos a los que se había dispersado. El corredor parecía desierto.

Sin embargo, una gran sombra se interpuso en el camino de Raoul.

—¿Adónde va tan aprisa, señor de Chagny? —había preguntado la sombra.

Raoul, impaciente, había levantado la cabeza y reconocido el gorro de astracán de antes. Se detuvo.

—¡Otra vez usted! —gritó con voz febril—. ¡Usted que conoce los secretos de Erik y que no quiere que yo hable de ellos! ¿Quién es usted?

—Lo sabe muy bien… ¡Soy el Persa! —dijo la sombra.

CAPÍTULO XX

EL VIZCONDE Y EL PERSA

Raoul recordó entonces que su hermano le había señalado una noche a aquel vago personaje del que se ignoraba todo, una vez en que se había comentado de que era un persa y que vivía en un viejo y pequeño apartamento de la calle de Rivoli.

El hombre de tez de ébano, ojos de jade y gorro de astracán se inclinó hacia Raoul.

—Confío, señor de Chagny, en que no haya traicionado el secreto de Erik.

—¿Y por qué no debería traicionar a semejante monstruo, señor? —replicó Raoul en tono altivo, intentando liberarse del inoportuno—. ¿Acaso es amigo suyo?

—Espero que no haya dicho nada de Erik, señor, porque el secreto de Erik es el de Christine Daaé. Y hablar de uno es hablar del otro.

—¡Oh, señor! —exclamó Raoul cada vez más impaciente—. Parece usted al corriente de muchas cosas que me interesan, pero ahora no tengo tiempo de escucharle.

—Por última vez, señor de Chagny, ¿adónde va tan aprisa?

—¿No lo adivina? A socorrer a Christine Daaé…

—Entonces, señor, quédese aquí, ya que Christine Daaé se encuentra aquí.

—¿Con Erik?

—¡Con Erik!

—¿Cómo lo sabe?

—Asistí a la representación y no hay más que un Erik en el mundo capaz de maquinar semejante rapto… ¡Oh! —exclamó lanzando un hondo suspiro—. ¡He reconocido la mano del monstruo!…

—¿Lo conoce usted?

El Persa no contestó, pero Raoul oyó otro suspiro.

—¡Señor! —dijo Raoul—. Ignoro sus intenciones, pero, ¿puede usted hacer algo por mí?… ¿Quiero decir, por Christine Daaé?

—Creo que sí, señor de Chagny, y éste es el motivo por el que lo he abordado.

—¿Qué puede hacer?

—¡Intentar llevarlo hasta ella… y hasta él!

—¡Señor! Es una empresa que yo he intentado vanamente esta noche… pero, si me hace este favor, mi vida le pertenece… Señor, una palabra más: el comisario de policía acaba de informarme de que Christine Daaé ha sido raptada por mi hermano, el conde Philippe…

—¡Oh!, señor de Chagny, no lo creo en absoluto…

—Eso no es posible, ¿no es cierto?

—No sé si eso es posible, pero hay modos y formas de raptar a alguien y el conde Philippe, que yo sepa, nunca ha estado metido en la magia.

—Sus argumentos son convincentes, señor, y yo no soy más que un pobre loco… ¡Señor, corramos, corramos! Me pongo enteramente a su disposición. ¿Cómo podría no creerle cuando nadie más que usted me cree? ¿Cuándo es el único en no reírse al oír el nombre de Erik?