Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿Qué hacían nuestros directores? —pregunta Gabriel con aire ingenuo.

—¿Qué hacían? ¡Pero si sabe usted mejor que nadie lo que hacían!… ¡Estaba usted allí!… ¡Y les observaban, usted y Mercier!… Y eran ustedes los únicos en no reírse…

—¡No le entiendo!

Muy frío, muy ensimismado, Gabriel extiende los brazos y los deja caer, gesto que significa evidentemente que se desentiende de la cuestión… Rémy continúa:

—¿Qué significa esta nueva manía?… ¿Es que ahora ya no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Cómo? ¿Que no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Por qué no quieren que nadie los toque?

—¿En verdad ha notado usted que no quieren que nadie los toque? ¡Esto sí que es extraño!

—¡Ah, con que lo reconoce! ¡Ya era hora! ¡Y caminan para atrás!

—¿Para atrás? ¿Ha notado usted que nuestros directores caminan para atrás? Creía que sólo los cangrejos caminaban para atrás.

—¡No ría usted, Gabriel! ¡No se ría!

—No me río —protesta Gabriel que está más serio que un papa.

—Por favor, Gabriel ¿podría explicarme, usted que es amigo íntimo de la dirección, por qué en el entreacto del «jardín», en el foyer, cuando yo avanzaba con la mano tendida hacia el señor Richard, oí al señor Moncharmin decirme precipitadamente en voz baja: «¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Y sobre todo no toque al señor director!…»? ¿Es que soy un apestado?

—¡Increíble!

—Y unos instantes más tarde, cuando el embajador de la Borderie se dirigió a su vez hacia el señor Richard, ¿no vio usted al señor Moncharmin interponerse y exclamar: «Señor embajador, se lo suplico, no toque al señor director»?

—¡Desconcertante!… ¿Y qué hacía Richard mientras tanto?

—¿Qué hacía? Lo ha visto perfectamente, daba media vuelta, saludaba hacia adelante sin que hubiera nadie delante de él y se retiraba caminando hacia atrás.

—¿Hacia atrás?

—Y Moncharmin, detrás de Richard, también había dado media vuelta, es decir que había efectuado un rápido semicírculo detrás de Richard, y se retiraba también caminando hacia atrás… Así llegaron hasta la escalera de la administración, caminando hacia atrás… ¡Hacia atrás!… En fin, si no están locos, ¡ya me explicará usted qué quiere decir esto!

—Quizá ensayaban un paso de ballet —indica Gabriel sin convicción.

El secretario Rémy se siente ultrajado por una broma tan ordinaria en un momento tan dramático. Frunce el ceño, se muerde los labios y se inclina hacia el oído de Gabriel.

—¡No se haga usted el gracioso, Gabriel! Aquí ocurren cosas cuya responsabilidad podría recaer sobre usted y Mercier.

—¿Qué cosas? —pregunta Gabriel.

—Christine Daaé no ha sido la única en desaparecer de repente esta noche.

—¡Ah, bah!

—Nada de «¡ah, bah!». ¿Puede usted decirme por qué, cuando mamá Giry bajó hace un momento al salón, Mercier la cogió por la mano y se la llevó con él a toda prisa?

—¡Vaya! —exclama Gabriel—, no me había dado cuenta.

—Se ha dado usted tanta cuenta que ha seguido a Mercier y a mamá Giry hasta el despacho de Mercier. A partir de entonces les han visto a usted y a Mercier, pero ya no se ha vuelto a ver a mamá Giry…

—¿Cree usted que nos la hemos comido?

—¡No! Pero la han encerrado bajo llave en el despacho y, cuando se pasa por delante de la puerta del despacho, ¿sabe lo que se oye? Se oyen estas palabras: «¡Ay, bandidos! ¡Ay, bandidos!».

En este punto de la singular conversación, llega Mercier muy acalorado.

—Bueno —dice con voz apagada—. ¡Es increíble!… Les he gritado:

»—Es muy grave. ¡Abrid!

»He oído pasos. La puerta se ha abierto y ha aparecido Moncharmin. Estaba muy pálido. Me ha preguntado:

»—¿Qué quiere?

»—Han raptado a Christine Daaé —le he contestado.

»¿Saben ustedes qué me ha contestado?

»—¡Mejor para ella!

»Y ha vuelto a cerrar la puerta, dejándome esto en la mano».

Mercier abre la mano; Rémy y Gabriel miran.

—¡El imperdible! —exclama Rémy.

—¡Qué extraño! ¡Qué extraño! susurra Gabriel, que no puede evitar un estremecimiento.

De repente, una voz los hace volverse a los tres.

—Perdón señores. ¿Pueden decirme dónde está Christine Daaé? A pesar de la gravedad de las circunstancias, una pregunta semejante sin duda les hubiera hecho estallar en carcajadas de no encontrarse ante un rostro tan abatido que de inmediato les inspiró pie dad. Era el vizconde Raoul de Chagny.

CAPÍTULO XVI

«¡CHRISTINE, CHRISTINE!»

El primer pensamiento de Raoul, después de la fantástica desaparición de Christine Daaé, fue acusar a Erik. No dudaba del poder casi sobrenatural del Ángel de la música en todo el ámbito de la Opera, donde éste había establecido su imperio.

Y Raoul se había abalanzado como un loco al escenario, sumido en la desesperación, llamándola como ella debía llamarlo a él desde aquel oscuro abismo donde el monstruo la había llevado como una presa, aún estremecida por su exaltación divina, enteramente vestida con la blanca mortaja con el que ya se ofrecía a los ángeles del paraíso.

—¡Christine, Christine! —repetía Raoul…, y le parecía oír los gritos de la joven a través de aquellas frágiles tablas que le separaban de ella.

Se inclinaba, escuchaba… Erraba por el mismo escenario como un demente. ¡Ah, bajar, bajar a aquellos pozos de tinieblas cuyas entradas están cerradas para él!

¡Aquel frágil obstáculo que normalmente se desliza con tanta facilidad sobre sí mismo para dejar ver el abismo hacia la que tiende todo su deseo…, estas tablas a las que sus pasos hacen crujir y que dejan oír bajo su peso el misterioso vacío de las «profundidades»!… Esta noche, las tablas son algo más que inmóviles…, adquieren un aspecto de solidez que rechaza la idea de que hayan podido moverse jamás… ¡Además, las escaleras que permiten descender por debajo del escenario han sido prohibidas a todo el mundo!…

—¡Christine, Christine!…

Lo apartan entre carcajadas… Se burlan de él… Creen que el pobre prometido tiene trastornado el cerebro…

¿En qué furiosa carrera a través de los corredores de noche y misterio, sólo conocidos por él, Erik habrá arrastrado a aquella joven tan pura hasta llegar a su horrible morada de la habitación estilo Luis Felipe, cuya puerta se abre sobre aquel lago de Infierno…?

—¡Christine, Christine! ¡No respondes! ¿Estás viva todavía, Christine? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de horror sobrehumano, bajo el aliento abrasador del monstruo?

Horribles pensamientos atraviesan como rayos fulgurantes el cerebro congestionado de Raoul.

Sin duda Erik ha debido descubrir su secreto, saber que era traicionado por Christine. ¡Qué terrible venganza preparaba!

¿Qué podría frenar al Ángel de la música, llevado por su insuperable orgullo? ¡Christine, en las manos todopoderosas del monstruo, está perdida!

Raoul vuelve a pensar en las estrellas de oro que la última noche vinieron a su balcón y a las que no fulminó con su arma impotente.

Algunos hombres tienen sin duda ojos extraordinarios. Ojos que se dilatan en las tinieblas y que brillan como estrellas, o como ojos de gato. Algunos hombres albinos, que parecen tener ojos de conejo durante el día, tienen ojos de gato por la noche. Todo el mundo lo sabe.

¡Sí, sí, era realmente a Erik al que Raoul había disparado! ¿Cómo no lo había matado? El monstruo habría huido por el canalón como los gatos o los presidiarios que, como también todos saben, serían capaces de escalar el cielo sólo con la ayuda de una tubería.

Sin duda Erik meditaba algo decisivo contra el joven, pero había sido herido y había huido para volverse contra la pobre Christine.

Eso iba pensando hoscamente el pobre Raoul, mientras corría hacía el camerino de la cantante…

—¡Christine, Christine!…

Lágrimas amargas queman las mejillas del joven, que ve esparcida por los muebles las ropas destinadas a vestir a su bella prometida en el momento de la huida… ¿Por qué no habrá querido irse antes? ¿Por qué habrá tardado tanto?… ¿Por qué habrá querido jugar con el peligro que les amenazaba?…, ¿con el corazón del monstruo?… ¿Por qué habrá querido dejar, como último recuerdo en el alma de aquel demonio, aquel canto celestial?

¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! Llevad mi alma al seno de los cielos…

Raoul, que no podía hablar por los sollozos, las frases inconexas y los insultos que llenaban su garganta, palpa con sus manos torpes el gran espejo que un día se abrió ante él para dejar que Christine bajara a la tenebrosa morada. Empuja, presiona, tantea… Pero, al parecer, el espejo sólo obedece a Erik… Quizá los gestos son inútiles con un espejo como éste…, quizá sea suficiente con pronunciar ciertas frases… Cuando era niño, le contaban que ciertos objetos obedecían a veces a las palabras.

De repente, Raoul recuerda… «una verja que da a la calle Sbribe… Un subterráneo que sube directamente del lago a la calle Scribe…» ¡Sí, Christine le había hablado de ello!… Tras comprobar que la pesada llave ya no está en su cofre, se precipita hacia la calle Scribe.

Ya se encuentra fuera. Pasea sus manos temblorosas por las piedras ciclópeas, busca salidas… Encuentra barrotes… ¿Serán éstos?… ¿O aquéllos?… ¿O ese respiradero?… Lanza miradas impotentes entre los barrotes… ¡Qué profunda noche reinaba allí dentro!… Escucha… ¡Qué silencio!… Gira alrededor del monumento… ¡Ah, que barrotes tan grandes, qué verjas tan poderosas!… ¡Es la puerta del patio de la administración!

Raoul corre hacia la portera.

—Perdón, señora, ¿no podría indicarme una puerta de verja? Sí, una puerta hecha de barrotes, de barrotes… de hierro…, que da a la calle Scribe… y que conduce al lago. ¿Conoce usted el lago? ¡Sí, claro, el lago! ¡El lago que hay bajo tierra… bajo la ópera!

 

—Señor, sé muy bien que hay un lago bajo la ópera, pero no sé qué puerta conduce hasta él… No he ido nunca…

—¿Y la calle Scribe, señora? ¡La calle Scribe! ¿Ha ido usted alguna vez a la calle Scribe?

La portera se ríe. Estalla en carcajadas. Raoul huye rugiendo, salta, sube unas escaleras, baja otras, atraviesa toda la administración, y vuelve a encontrarse en la luz del escenario.

Se detiene. El corazón le late como si fuera a estallar dentro de su pecho jadeante… ¿Y si hubieran encontrado a Christine Daaé? Se acerca un grupo de gente. Pregunta:

—Perdón señores, ¿no han visto a Christine Daaé?

Y se ríen de él.

En el mismo momento, el escenario se llena de nuevos rumores y, en medio de una multitud de fracs que le rodean con movimientos de brazo explicativos, aparece un hombre de rostro sereno y que se muestra amable, muy sonrosado y mofletudo, de cabellos rizados, iluminado por dos ojos azules de una maravillosa tranquilidad. El administrador Mercier señala el recién llegado al vizconde Chagny, diciéndole:

—Ese es el hombre, señor, al que debe formular su pregunta. Le presento al comisario de policía Mifroid.

—¡Ah, señor vizconde de Chagny! Encantado de verlo —dice el comisario—. Si es tan amable de seguirme… Y ahora, ¿dónde están los directores? ¿Dónde están los directores?…

En vista de que el administrador permanece silencioso, el secretario Rémy se encarga de informar al comisario de que los directores están encerrados en su despacho y que no saben aún nada de lo ocurrido.

—¡No es posible!… ¡Vamos a su despacho!

El señor Mifroid, seguido de un cortejo que va engrosándose poco a poco, se dirige a la administración. Mercier aprovecha el desorden para deslizar una llave en la mano de Gabriel:

—Esto se está poniendo feo —murmura—. Ve a soltar a mamá Giry.

Y Gabriel se aleja.

Pronto llegan ante la puerta de la dirección. En vano Mercier les conmina a que abran. La puerta no se abre.

—¡Abran en nombre de la ley! —ordena la voz clara y un tanto inquieta del señor Mifroid.

Por fin la puerta se abre. Se precipitan en el despacho detrás del comisario.

Raoul es el último en entrar. Cuando se dispone a seguir al grupo, una mano se posa en su hombro y oye estas palabras pronunciadas en su oído:

—¡Los secretos de Erik no le incumben a nadie!

Se vuelve ahogando un grito. La mano que se había posado en su hombro está ahora sobre los labios de un personaje color ébano y ojos de jade, cubierto con un gorro de astracán… ¡El Persa!

El desconocido prolonga el gesto que recomienda discreción y, en el momento en que el vizconde, estupefacto, va a pedirle la razón de su misteriosa intervención, el otro saluda y desaparece.

CAPÍTULO XVII

SORPRENDENTES REVELACIONES DE LA SEÑORA GIRY RELATIVAS A SUS RELACIONES PERSONALES CON EL FANTASMA DE LA ÓPERA

Antes de seguir al comisario Mifroid en su visita a los directores, el lector me permitirá informarle de ciertos hechos extraordinarios que acababan de ocurrir en el despacho donde el secretario Rémy y el administrador Mercier habían intentado penetrar en vano, y donde los señores Richard y Moncharmin se habían encerrado tan herméticamente, con un propósito que el lector ignora todavía, pero que tengo el deber histórico —quiero decir mi deber de historiador— de no ocultar por más tiempo.

He tenido ocasión de decir hasta qué punto el carácter de los directores se habían vuelto desagradable desde hacía algún tiempo, y he dicho que esta transformación no se debía sólo a la caída de la lámpara en las condiciones que ya sabemos.

Hagamos saber al lector —pese al deseo de los directores de que este hecho permaneciera oculto para siempre— que el fantasma había conseguido cobrar tranquilamente sus primeros veinte mil francos. Por supuesto, ¡hubo ruegos y crujir de dientes! Sin embargo la cosa se había producido de la forma más sencilla del mundo.

Cierta mañana, los directores habían encontrado un sobre preparado encima de la mesa de su despacho. Este sobre llevaba escrito: Al señor F. de la Ó. (personal). Y venía acompañado de una pequeña nota del mismo F. de la Ó.: «Ha llegado el momento de llevar a cabo las cláusulas del pliego de condiciones. Introducirán veinte billetes de mil en este sobre, al que sellarán con su pro pio sello y entregarán a la señora Giry, que se encargará de hacer lo necesario».

Los señores directores no se lo hicieron repetir dos veces. Sin detenerse a pensar cómo aquellas diabólicas notas podían penetrar en un despacho al que siempre cerraban cuidadosamente con llave, encontraban la oportunidad de atrapar al misterioso maestro de canto. Tras explicarlo todo, bajo promesa del mayor secreto, a Gabriel y a Mercier, pusieron los veinte mil francos en el sobre y lo confiaron sin pedir explicaciones a la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. La acomodadora no mostró la menor sorpresa. No es preciso señalar hasta qué extremo se la vigiló. En resumen, se dirigió de inmediato al palco del fantasma y depositó el precioso sobre en la barra del pasamanos. Los dos directores, al igual que Gabriel y Mercier, estaban escondidos de manera que no lo perdieran ni un segundo de vista durante el transcurso de la representación, e incluso después, ya que, como el sobre no se había movido, los que lo vigilaban tampoco lo hicieron. El teatro se vació y la señora Giry se fue, mientras los señores directores, Gabriel y Mercier, seguían sin moverse. Por fin, se cansaron y abrieron el sobre tras comprobar que los sellos seguían intactos.

A primera vista, Richard y Moncharmin creyeron que los billetes seguían allí, pero a la segunda ojeada se dieron cuenta de que no eran los mismos. Los veinte billetes auténticos habían desaparecido y sido reemplazados por veinte billetes falsos. Primero, fue sólo rabia, pero después también terror.

—¡Es más impresionante que los trucos de Robert-Houdin! —exclamó Gabriel.

—Sí —contestó Richard—, y cuesta más caro. Moncharmin quería que se corriera a avisar al comisario. Richard se opuso. Sin duda tenía su plan.

—¡No seamos ridículos! Todo París se reirá de nosotros. F de la O ha ganado la primera partida, nosotros ganaremos la segunda —pensaba, evidentemente, en la próxima mensualidad.

De todas formas, habían sido tan perfectamente burlados que no pudieron, durante las semanas superar cierto abatimiento. Y, hay que reconocerlo, era comprensible. Si no se llamó al comisario entonces fue, y no hay que olvidarlo, porque los directores albergaban en lo más profundo de su ser el pensamiento de que una odiosa broma montada por sus predecesores, que no convenía revelar antes de tener la «clave», podía ser la causa de la extraña aventura. Por otra parte, este pensamiento se mezclaba a veces en Moncharmin con la vaga sospecha de que el propio Richard podía ser capaz de este tipo de ocurrencias. Así pues, preparados a toda eventualidad, esperaron los acontecimientos, mientras vigilaban y hacían vigilar a mamá Giry, a la que Richard no quería que se le hablara de nada.

—Si es cómplice —decía—, hace ya tiempo que los billetes están lejos. Pero, para mí, se trata tan sólo de una imbécil.

—¡Hay muchos imbéciles metidos en este asunto! —había contestado, pensativo, Moncharmin.

—¿Acaso podía alguien sospechar? —gimió Richard—. Pero no tengas miedo… La próxima vez tomaré todas las precauciones…

Así llegó la próxima vez… Coincidió con el día de la desaparición de Christine Daaé.

Por la mañana, recibieron una nota del fantasma que les recordaba el vencimiento del plazo: «Hagan como la última vez —aconsejaba amablemente el F. de la Ó.—. Salió muy bien. Entreguen el sobre, en el que habrán colocado veinte mil francos, a la excelente señora Giry».

Y la nota venía acompañada del sobre habitual. No hacía falta más que llenarlo.

La operación debía cumplirse aquella misma noche, media hora antes del espectáculo. Penetramos, pues, en el despacho de los directores media hora antes de que el telón se levante ante aquella ya famosa representación de Fausto.

Richard muestra el sobre a Moncharmin, luego cuenta los veinte mil francos y los introduce en el sobre, pero sin cerrarlo.

—Y ahora que llamen a mamá Giry.

Van a buscar a la vieja, que entró haciendo una solemne reverencia. Seguía llevando su vestido de tafetán negro, color que tendía a óxido y a lila, y su sombrero de plumas color hollín: Parecía de buen humor. Dijo nada más entrar:

¡Buenos días, señores! ¿Se trata otra vez del sobre?

—Sí, señora Giry —dijo Richard con gran amabilidad—. Se trata del sobre… y también de otra cosa.

—A su disposición, señor director, a su disposición. Por favor, ¿cuál es esa otra cosa?

—Primero, señora Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.

—Hágala, señor director. Mamá Giry está aquí para contestarle.

—¿Sigue estando en buenas relaciones con el fantasma?

—Inmejorables, señor director, inmejorables.

—Ah, nos complace saberlo… De hecho, señora Giry —pronunció Richard adoptando el tono de una importante confidencia—, entre nosotros, podemos decírselo… No es usted nada tonta.

—Pero señor director… —exclamó la acomodadora deteniendo el amable balanceo de las dos plumas negras de su sombrero color hollín—, le aseguro que nadie ha tenido dudas con respecto a eso.

—Estamos de acuerdo, y vamos a entendemos. La historia del fantasma es una buena broma, ¿verdad?… Pues bien, y que quede entre nosotros, ya ha* durado demasiado.

Mamá Giry miró a los directores como si le hubieran hablado en chino. Se acercó a la mesa de Richard y dijo, bastante inquieta:

—¿Qué quiere decir usted?… ¡No le entiendo!

—Usted me entiende muy bien. En todo caso, es preciso que nos entienda… Para empezar, va usted a decirnos cómo se llama.

—¿Quién?

—¡Su cómplice, señora Giry!

—¿Que soy cómplice del fantasma? ¿Yo?… ¿Cómplice de qué?

—Usted hace todo lo que él quiere.

—¡Oh!… No es demasiado molesto, ¿sabe usted?

—¡Y siempre le da propinas!

—No me quejo.

—¿Cuánto le da por llevarle este sobre?

—Diez francos.

—¡Caramba! No es mucho.

—¿Por qué?

—Le diré todo esto más tarde, señora Giry. En este momento querríamos saber por qué razón… extraordinaria…, se ha entregado en cuerpo y alma a este fantasma en lugar de a otro… ¡No serán diez francos los que conseguirán la amistad y la fidelidad de mamá Giry!

—¡Eso es cierto!… La razón puedo decírsela, señor director. No hay ningún deshonor en ello…, al contrario.

—No lo dudamos, señora Giry.

—Pues bien… Al fantasma no le gusta mucho que cuente sus historias.

—¡Ajá! —sonrió Richard.

—Pero ésta, ¡ésta sólo me concierne a mí!… —continuó la vieja—. Se lo cuento, fue en el palco n° 5. Una noche encontré una carta para mí, una especie de nota escrita en tinta roja… Esa nota, señor director, no necesito leérsela. Me la sé de memoria… Y no la olvidaré jamás…, aunque viva cien años…

La señora Giry, puesta en pie, recita la carta con sorprendente elocuencia:

—Señora: «1825, la señorita Ménétrier, corifeo, se convirtió en marquesa de Cussy. 1832, la señorita Marie Taglioni, bailarina, se convirtió en condesa Gilbert des Voisins. 1846, la Sota, bailarina, se casa con un hermano del rey de España. 1847, Lola Montes, bailarina, se casa morganáticamente con el rey Luis de Baviera y recibe el título de condesa de Landsfeld. 1848, la señorita María, bailarina, se convierte en baronesa de Hermeville. 1870, Thérése Hessler, bailarina, se casa con don Fernando, hermano del rey de Portugal…».

Richard y Moncharmin escuchan a la vieja que, a medida que avanza en la curiosa enumeración de esos gloriosos himeneos, se anima, se endereza, se vuelve audaz y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su trípode, lanza con una tronante voz de orgullo la última frase de la carta profética:

—¡1885, Meg Giry, emperatriz!

Agotada por este esfuerzo supremo, la acomodadora se deja caer en la silla diciendo:

—Señores, todo esto estaba firmado: «El Fantasma de la Ópera». Ya había oído hablar del fantasma, pero no creía más que a medias. Desde el día en que anunció que la pequeña Meg, la carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él por completo.

 

En verdad, en verdad no era preciso observar con detención la exaltada fisonomía de mamá Giry para comprender lo que se había podido obtener de aquella cabecita con aquellas dos palabras: «fantasma y emperatriz».

¿Pero quién manejaba los hilos de aquel extravagante maniquí?… ¿Quién?

—No lo ha visto alguna vez, habla con usted, y aun así, ¿cree en todo lo que le dice? —preguntó Moncharmin.

—Sí. En primer lugar, porque le debo el que mi pequeña Meg se haya convertido en corifeo. Le había dicho al fantasma:

»—Para que sea emperatriz en 1885, no debe perder el tiempo, debe convertirse de inmediato en corifeo.

»—Desde luego —me contestó.

»Y le bastó con decirle unas palabras al señor Poligny para que así fuese…».

¡Entonces, el señor Poligny lo ha visto!

—No más que yo, ¡pero lo ha oído! El fantasma le dijo una; palabra al oído, ya sabe usted, la noche en que salió tan pálido del t palco n° 5.

Moncharmin deja escapar un suspiro.

—¡Qué historia! —gime.

¡Ah! —responde mamá Giry—. Siempre he creído que había secretos entre el fantasma y el señor Poligny. Todo lo que el fantasma pedía al señor Poligny, éste se lo acordaba… Poligny no rehusaba nada al fantasma.

—Oyes bien, Richard. Poligny no rehusaba nada al fantasma.

—Sí, sí. Oigo perfectamente —declaró Richard—. El señor Poligny es amigo del fantasma y, como la señora Giry es amiga de Poligny, ¡estamos listos! —añadió en tono muy duro—. Pero Poligny no me preocupa… La única persona por cuya suerte me interesa, no lo disimulo, es la de la señora Giry… Señora Giry, ¿sabe usted lo que hay en este sobre?

—¡Por Dios, no! —dijo ésta.

—Pues bien, ¡mire usted!

La señora Giry desliza en el sobre una miraba turbada, pero que de nuevo recobra su brillo.

—¡Billetes de mil francos! —exclama.

—Sí, señora Giry. Billetes de mil… ¡Y lo sabía usted muy bien!

—¿Yo?, señor director, ¡le juro que…!

—No jure, señora Giry. Y ahora voy a decirle la otra cosa por la que le he hecho venir… Señora Giry, voy a hacer que la detengan.

Las dos plumas negras del sombrero color hollín, que tomaban habitualmente la forma de dos puntos de interrogación, se transformaron en puntos de exclamación. En cuanto al sombrero, osciló amenazante sobre su moño en desorden. La sorpresa, la indignación, la protesta y el espanto volvieron a reflejarse en el rostro de la madre de la pequeña Meg mediante una especie de pirueta extravagante causada por la virtud ofendida, que de un salto la condujo hasta la nariz del director, quien no pudo evitar retroceder hasta su sillón.

—¿Hacerme detener?

La boca que decía esto parecía a punto de escupir a la cara del señor Richard los tres dientes que le quedaban.

Richard se comportó como un héroe. No retrocedió. Con su índice amenazador ya señalaba a los magistrados ausentes a la acomodadora del palco n° 5.

—¡Señora Giry, voy a hacerla detener por ladrona!

—¡Repita eso!

Y la señora Giry abofeteó con todas sus fuerzas al señor Richard, antes de que Moncharmin tuviera tiempo de intervenir. ¡Vengativa respuesta! Pero no fue la mano de la encolerizada vieja la que se abatió sobre la mejilla del director, sino el mismo sobre causante de todo el escándalo, el sobre mágico que se entreabrió de repente para dejar escapar los billetes que volaron en un remolino fantástico de mariposas gigantes.

Los dos directores lanzaron un grito y un mismo pensamiento los hizo arrodillarse, recogerlos febrilmente y comprobar apresuradamente los preciosos papeles.

—¿Siguen siendo auténticos?, Moncharmin. —¿Siguen siendo auténticos?, Richard.

—¡Son auténticos!

Por encima de sus cabezas, los tres dientes de la señora Giry castañetean entre horribles insultos. Pero, lo único que se distingue con claridad es un leitmotiv:

—¿Yo, una ladrona?… ¿Una ladrona yo? Se ahoga.

—¡Estoy destrozada! —exclama:

Y, de repente, vuelve a saltar ante las narices de Richard.

—¡En todo caso —chilla—, usted, señor director, usted debe saber mejor que yo dónde han ido a parar esos veinte mil francos!

—¿Yo? —pregunta Richard estupefacto—. ¿Y cómo podría saberlo?

Inmediatamente, Moncharmin, severo e inquieto, procura que la buena mujer se explique.

—¿Qué significa esto? —pregunta—. ¿Por qué, señora Giry, pretende usted que Richard sepa mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos?

Entonces Richard, que se sonroja bajo la mirada de Moncharmin, toma la mano de la señora Giry y la sacude con violencia. Su voz imita al trueno. Ruge, retumba…, fulmina…

—¿Por qué he de saber mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos? ¿Por qué?

—Porque han ido a parar a su bolsillo… —dice la vieja, mirándolo ahora como si viera al diablo.

Ahora le toca al señor Richard sentirse fulminado; primero, por esta respuesta inesperada, después por la mirada cada vez más desconfiada de Moncharmin. En un segundo pierde toda la fuerza necesaria, en un difícil momento para rechazar una acusación tan despreciable.

Así, los más inocentes, sorprendidos en la paz de sus corazones, aparecen de repente, debido a que el golpe que les sorprende los hace palidecer, o ruborizarse, o tartamudear, o levantarse, o hundirse, o protestar, o callar cuando habría que hablar, o hablar cuando habría que callar, o permanecer fríos cuando convendría acalorarse, o acalorarse cuando habría que permanecer fríos, aparecen de repente —como decía— como culpables.

Moncharmin detiene el impulso vengador con el que Richard, que era inocente, iba a precipitarse sobre la señora Giry y se apresura, tranquilizador, a interrogarla con más dulzura.

—¿Cómo ha podido sospechar usted que mi colaborador, Richard, se ha metido los veinte mil francos en el bolsillo?

—¡Yo no he dicho eso nunca! —declara mamá Giry—. Pero yo misma puse los veinte mil francos en el bolsillo del señor Richard —y añadió a media voz—: ¡Da igual! ¡Así fue! ¡Que el fantasma me perdone!

Y como Richard empieza a aullar de nuevo, Moncharmin, con autoridad, le ordena callarse.

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! Deja que esta mujer se explique. Déjame interrogarla yo —y añade—: Es realmente extraño que te lo tomes así… Parece que todo este misterio va a aclararse. ¡Estás furioso!… Te equivocas… A mí, en cambio, me divierte mucho.

Mamá Giry, mártir, levanta la cabeza, en la que brilla la fe en su propia inocencia.

—Me dicen ustedes que había veinte mil francos en el sobre que metí en el bolsillo del señor Richard, pero yo repito que no sabía nada… ¡Ni tampoco el señor Richard!

—¡Ajá! —exclama Richard afectando un aire de repentina valentía que desagradó a Moncharmin—. ¡Conque yo tampoco sabía nada! Ponía usted veinte mil francos en mi bolsillo y yo no me entero. ¡Esta sí que es buena, señora Giry!

—Sí —asintió la terrible señora—. Es verdad… No sabíamos nada ni el uno ni el otro… Pero usted ha tenido que terminar por darse cuenta.

Sin ningún tipo de duda, Richard hubiera devorado a la señora Giry si Moncharmin no hubiese estado presente. Pero Moncharmin la protege y acelera el interrogatorio.

—¿Qué clase de sobre introdujo usted en el bolsillo del señor Richard? No fue el que nosotros le dimos, el que usted, delante nuestro, llevó hasta el palco n° 5. Sin embargo, era sólo ése el que contenía los veinte mil francos.

—¡Perdón! Fue el que me dio el señor director el que yo metí en el bolsillo del señor director —explica mamá Giry—. El que deposité en el palco del fantasma era un sobre exactamente igual que yo llevaba preparado en mi manga, y que me había dado el fantasma.

Al decir esto, mamá Giry saca de su manga un sobre preparado e idéntico al que contiene los veinte mil francos. Los directores lo cogen casi al vuelo. Lo examinan. Comprueban que los lacres sellados con su propio sello están intactos. Lo abren… Contiene veinte billetes falsos iguales a los que les dejaron perplejos hacía un mes.