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100 Clásicos de la Literatura

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»Yo sabía que todo aquello existía, y la visión de aquel lago y de aquella barca bajo tierra no tenía nada de sobrenatural. Pero, piense en las condiciones en las que llegaba a aquella ribera. Las almas de los muertos no debían sentir menos inquietud al abordar el Éstige. Caronte no era sin duda más lúgubre ni más mudo que la forma de hombre que me transportó a la barca. ¿Acaso el elixir había dejado de hacer efecto? ¿Acaso la frescura de aquellos parajes bastaba para hacerme volver en mí misma? Pero mi sopor desaparecía e hice algunos movimientos que denotaban que el terror volvía a empezar. Mi siniestro compañero debió darse cuenta, ya que, con un gesto rápido, despidió a César, que huyó por las tinieblas de la galería y oí el galope de sus cascos en los peldaños de una escalera; después, el hombre saltó a la barca y liberó su atadura de hierro; cogió los remos y remó con firmeza y rapidez. Bajo la máscara, sus ojos no me perdían de vista; sentía clavado en mí el peso de sus pupilas inmóviles. A nuestro alrededor, el agua no hacía el menor ruido. Nos deslizábamos en medio de aquel resplandor azulado del que le he hablado; más adelante, volvimos a sumergirnos en la noche más completa, y por fin atracamos. La barca chocó contra un cuerpo duro. Y de nuevo volvió a llevarme en brazos. Pero yo había recobrado fuerzas para gritar. Y grité. Pero, súbitamente, me callé, deslumbrada por la luz. Sí, una luz brillante, en el centro de la cual me habían depositado. Me levanté de un salto. Me sentía en la plenitud de mis fuerzas. En medio de un salón que me pareció ordenado, amueblado y adornado de flores, de flores a la vez preciosas y estúpidas a causa de las cintas de seda que las ataban a las canastas, igual que las que venden en las tiendas de los bulevares, demasiado civilizadas, como las que estaba acostumbrada encontrar en mi camerino después de cada estreno; y en medio de aquel perfume tan parisino, la silueta negra del hombre de la máscara estaba de pie con los brazos cruzados…, y habló:

»—Tranquilízate, Christine —dijo—, no corres el menor de los peligros.

»¡Era la Voz!

»Mi furia igualó a mi sorpresa. Me precipité sobre aquella máscara y quise arrancarla para conocer el rostro de la Voz. La forma de hombre me dijo:

»—No correrás ningún peligro si “no tocas la máscara”.

»Y, aprisionándome suavemente las muñecas, me hizo sentar.

»¡Luego se arrodilló ante mí y no dijo nada más!

»La humildad de este gesto me hizo recobrar algo de valor. La luz, al precisar todas las cosas a mi alrededor, me devolvió a la realidad de la vida. Por muy extraordinaria que pareciera, la aventura estaba ahora rodeada de objetos mortales a los que podía ver y tocar.

Los tapices de las paredes, los muebles, las antorchas, los jarrones e incluso las flores, cuyo origen y precio hubiera podido decir, por sus canastillas doradas, encerraban fatalmente mi imaginación en los límites de un salón tan trivial como otro cualquiera que, por lo menos, tenía la excusa de no estar situado en los sótanos de la ópera. Sin duda tenía que vérmelas con algún ser atrozmente original que habitaba misteriosamente en los sótanos por necesidad, igual que otros, y que con la muda aprobación de la administración había encontrado un abrigo definitivo en los confines de aquella Torre de Babel moderna en la que se intrigaba, se cantaba en todas las lenguas y se amaba en todas las jergas.

»Y entonces, la Voz, la Voz a la que había reconocido, a pesar de su máscara, que no había podido ocultármela, era aquello que estaba arrodillado ante mí: ¡un hombre!

»No pensé en la horrible situación en la que me encontraba, ni siquiera me preguntaba qué iba a ocurrirme y cuál era el designio oscuro y fríamente tiránico que me había conducido hasta aquel salón, de la misma manera que se encierra a un prisionero en una mazmorra, o a una esclava en un harén. ¡No, no, no!, me decía: ¡La Voz es esto: un hombre! Y me eché a llorar.

»El hombre, siempre arrodillado ante mí, comprendió sin duda el motivo de mis lágrimas, porque dijo:

»—¡Es cierto, Christine!… No soy ni ángel, ni genio, ni fantasma… ¡Soy Erik!».

Aquí volvió a interrumpirse el relato de Christine. A los dos jóvenes les pareció que el eco había repetido detrás de ellos: ¡Erik!… ¿Qué eco?… Se volvieron y sólo vieron que había llegado la noche. Raoul hizo ademán de levantarse, pero Christine le retuvo a su lado:

—¡Quédese! ¡Ahora tiene que saberlo todo aquí!

—¿Por qué aquí, Christine? Temo por usted del fresco de la noche.

—No debemos temer más que a las trampillas, amigo mío, y aquí nos encontramos en el confín del mundo de las trampillas… Además, no puedo verlo fuera del teatro… No es éste el momento de contrariarlo… No despertemos sus sospechas…

—¡Christine, Christine! Algo me dice que hacemos mal en esperar hasta mañana por la noche y que deberíamos huir ahora mismo.

—Le digo que, si no me oye cantar mañana por la noche, tendrá un gran disgusto.

—Es muy difícil no hacer sufrir a Erik y a la vez huir para siempre…

—En esto tiene razón, Raoul…, ya que lo más probable es que él se muera si me voy… —y la joven añadió con voz sorda—: Pero eso no impide que debamos irnos, ya que, de lo contrario, nos arriesgamos a que él nos mate.

—¿La ama entonces?

—¡Hasta el crimen!

—Pero su escondrijo no puede ser imposible de encontrar…

Podemos ir a buscarlo allí. Si Erik no es un fantasma, se le puede hablar e incluso obligarlo a responder. Christine negó con la cabeza.

—¡No, no! No puede intentarse nada contra Erik… Lo único posible es huir.

—¿Y cómo, teniendo la oportunidad de huir, volvió usted a él?

—Porque era necesario… Y lo entenderá cuando le explique cómo pude salir de su casa…

—¡Oh, cuanto lo odio!… —exclamó Raoul—. Y usted, Christine, dígame…, debe decirme algo para que yo pueda escuchar con calma el resto de esta extraordinaria historia de amor… ¿Y usted, le odia?

—¡No! —dijo tan sólo Christine.

—Entonces, ¿para qué hablar?… ¡Usted lo ama! ¡Su miedo, sus terrores, todo no es más que amor, y del más apasionado! De los que no se confiesan —explicó Raoul con amargura—. De los que estremecen cuando se piensa en él… ¡Piense, un hombre que vive en un palacio bajo tierra!

Y soltó una carcajada.

—¿Usted qué quiere? ¿Que vuelva? —le interrumpió brutalmente la joven… Tenga cuidado, Raoul, se lo he advertido: ¡ya no saldría jamás!

Y se hizo un espantoso silencio entre ellos tres…, ellos dos que hablaban y la sombra que escuchaba detrás…

—Antes de responderle quisiera saber qué sentimientos le inspira a usted él, sino lo odia.

—¡Horror! —le contestó ella…, y pronunció estas palabras con tal fuerza que cubrieron los suspiros de la noche—. ¡Eso es lo terrible!… —siguió diciendo febrilmente—. Le tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo podría odiarlo, Raoul? Contemplé a Erik a mis pies, en la mansión del lago, bajo tierra. Él mismo se acusa, se maldice, ¡implora mi perdón!…

»Reconoce su impostura. ¡Me ama! ¡Despliega ante mí un intenso y trágico amor!… ¡Me ha raptado por amor!… Me ha encerrado con él en la tierra por amor…, pero me respeta, se arrastra, gime, llora… Y cuando me levanto, Raoul, cuando le digo que sólo puedo despreciarle si no me devuelve inmediatamente la libertad que me ha quitado, cosa extraña…, me la ofrece… No tengo más que irme… Está dispuesto a enseñarme el misterioso camino… Lo que ocurre es que él también se ha levantado y me veo obligada a recordar que, si no es fantasma ni ángel ni genio, sigue siendo la Voz, ¡ya que canta!…

»¡Y yo lo escucho… y me quedo!

»Aquella noche no intercambiamos ni una palabra más… ¡Cogió un arpa y se puso a cantarme, con voz de hombre, voz de ángel, la romanza de Desdémona! El recuerdo de que yo tenía de haberla cantado me avergonzaba. Hay una virtud en la música que hace que no exista nada en el mundo exterior fuera de esos sonidos que invaden el corazón. Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía la voz, y la seguía embriagada en su viaje armonioso. Formaba parte del rebaño de Orfeo. Me paseó por el dolor y la alegría, el martirio y la desesperación, la dicha, la muerte y los himeneos triunfantes… Yo escuchaba… Aquella voz cantaba… Me cantó fragmentos desconocidos…, y me hizo escuchar una música nueva que me causó una extraña impresión de dulzura, languidez y reposo… Una música que, después de haber elevado mi alma, la apaciguó poco a poco y la condujo hasta el umbral del sueño. Me quedé dormida.

»Cuando desperté me encontraba sola en un sofá, en una pequeña habitación muy sencilla, amueblada de una vulgar cama de caoba y paredes cubiertas de tela de Jouy, iluminada por una lámpara que descansaba sobre el mármol de una vieja cómoda estilo Luis Felipe. ¿Qué era aquel nuevo decorado?… Me pasé la mano por la frente como para rechazar un mal sueño… Pero ¡ay!, por desgracia no tardé mucho en darme cuenta de que no había soñado… ¡Estaba prisionera y no podía salir de mi habitación más que para entrar en un cuarto de baño muy bien acondicionado! Agua caliente y agua fría a voluntad. Al volver a mi habitación, vi sobre la cómoda una nota escrita en tinta roja que exponía exactamente cuál era mi triste situación y que, si aún no lo había entendido, me quitaba todas las dudas acerca de la realidad de los acontecimientos: “Mi querida Christine, decía la nota, no tengas miedo respecto a tu destino. No tienes en el mundo un amigo más fiel y respetuoso que yo. Cuando leas esta nota, estarás sola en esta morada, que te pertenece. Salgo para dar una vuelta por las tiendas y traerte toda la ropa que puedes necesitar”.

»—Decididamente —exclamé—, ¡he caído en manos de un loco! ¿Qué va a ser de mí? ¿Cuánto tiempo piensa ese miserable tenerme encerrada en su prisión subterránea?

 

»Como una enajenada, recorrí mi pequeño apartamento, buscando siempre una salida que no encontré. Me acusé amargamente de mí estúpida superstición y sentí un placer enorme en burlarme de la perfecta inocencia con la que había acogido, a través de las paredes, a la Voz del genio de la música… ¡Cuando una es tan tonta, se está a merced de las más inauditas catástrofes! ¡Me lo había merecido! Tenía ganas de golpearme y me puse a reír y a llorar a la vez. En este estado me encontró Erik.

»Después de dar tres golpecitos secos en la pared, entró tranquilamente por una puerta que yo no había sabido descubrir y que dejó abierta. Venía cargado de cajas y paquetes que dejó inmediatamente encima de mi cama, mientras yo lo insultaba y lo desafiaba a quitarse la máscara si es que tenía la pretensión de ocultar un rostro de hombre honrado.

»—Nunca verás el rostro de Erik —me contestó con gran serenidad:

»Y me reprochó por no haberme aseado aún a aquellas horas.

Se dignó explicarme que eran las dos de la tarde. Me dejaba media hora de tiempo. Mientras hablaba, ponía mi reloj en hora, tras lo cual me invitó a pasar al comedor donde nos esperaba, anunció, un excelente desayuno. Yo tenía mucha hambre, le cerré la puerta en sus narices y entré en el cuarto de baño. Me bañé, después de dejar a mi lado un magnífico par de tijeras con las que estaba decidida a darme muerte si Erik, después de haberse comportado como un loco, dejaba de comportarse como un hombre honrado… El baño me hizo un gran bien y cuando reaparecí ante Erik, había tomado la sabia decisión de no insultarlo ni herirlo y, por el contrario, de halagarlo para obtener una rápida libertad. Habló él primero acerca de los proyectos que tenía sobre mí, precisándomelos para tranquilizarme. Le gustaba demasiado mi compañía para verse privado de ella inmediatamente, como por un momento había consentido el día anterior. Ante la expresión indignada de mi horror, yo debía entender que no había motivo para asustarme de tenerlo a mi lado; me amaba, pero ya no volvería a decírmelo si yo no se lo autorizaba, y el resto del tiempo lo pasaríamos con la música.

»—¿Qué entiende usted por el resto del tiempo?… —le pregunté.

»—Cinco días —me contestó con firmeza.

»—¿Y después seré libre?

»—Serás libre, Christine, ya que, transcurridos esos cinco días, habrás aprendido a no temerme. Entonces volverás para ver, de cuando en cuando, al pobre Erik…

»El tono en el que pronunció estas últimas palabras me conmovió profundamente. Me pareció reconocer una angustia tan real, tan digna de piedad, que alcé hacia la máscara un rostro enternecido. No podía ver los ojos detrás de la máscara, y esto no ayudaba a disminuir el desagradable sentimiento de malestar que sentía al interrogar a aquel misterioso trozo de tela negra. Pero, por debajo de la tela, en la punta de la barbilla de la máscara, aparecieron una, dos, tres, cuatro lágrimas.

»Me señaló en silencio un asiento frente a él, al lado de un pequeño velador que ocupaba el centro de la estancia donde, el día anterior, había tocado el arpa para mí, y me senté muy turbada. Sin embargo, comí con apetito algunos cangrejos y un ala de pollo regada con un poco de vino de Tokay que él mismo había traído, decía, de las bodegas de Koenisgberg, antaño frecuentadas en otro tiempo por Falstaff. Él no comía ni bebía. Le pregunté cuál era su nacionalidad y si aquel nombre de Erik no era de origen escandinavo. Me contestó que no tenía nombre ni patria y que había elegido el de Erik por casualidad. Le pregunté por qué, ya que me quería, no había encontrado un medio mejor de decírmelo que el de arrastrarme con él y encerrarme bajo tierra.

»—Es muy difícil hacerse amar en una tumba —le dije.

»—Uno tiene las “citas” que puede —respondió en un tono muy especial.

»Luego se levantó y me tendió la mano, porque quería hacerme los honores de su vivienda, pero yo retiré con brusquedad mi mano de la suya lanzando un grito. Lo que acababa de tocar era a la vez húmedo y óseo, y recordé que sus manos olían a muerte.

»—¡Oh, perdón! —gimió. Y abrió una puerta ante mí—. Esta es mi habitación —dijo—. Es bastante extraña… ¿Quieres visitarla?

»No titubeé. Sus modales, sus palabras, todo su aspecto me hacían tener confianza y, además, sentía que no debía tener miedo.

»Entré. Me pareció que entraba en una cámara mortuoria. Las paredes estaban totalmente tapizadas de negro, pero, en lugar de las lágrimas blancas que de ordinario completan este fúnebre ornamento, se veía, encima de una enorme partitura de música, las notas repetidas del Dies irae. En medio de la habitación había un dosel, del que colgaban unas cortinas de paño rojo y, bajo el dosel, un ataúd abierto.

»Al verlo, retrocedí.

»—Ahí es donde duermo —dijo Erik—. En la vida hay que acostumbrarse a todo, incluso a la eternidad.

»Volví la cabeza, impresionada por aquel siniestro espectáculo. Mis ojos se posaron entonces en el teclado de un órgano que ocupaba toda una pared. Encima del pupitre se encontraba un cuaderno todo garrapateado de notas en rojo. Pedí permiso para mirarlo y leí en la primera página: Don Juan triunfante.

»—Sí —me dijo—, algunas veces compongo. Hace ya veinte años que empecé este trabajo. Cuando esté acabado, lo llevaré conmigo a ese ataúd y ya no me despertaré.

»—Debe trabajar en él lo menos posible —exclamé.

»—A veces trabajo quince días y quince noches seguidos, durante las cuales vivo tan sólo de música. Después, descanso durante años.

»—¿Quiere interpretarme algo de su Don Juan Triunfante? —le pregunté, pensando que le gustaría y sobreponiéndome a la repugnancia que me causaba estar en aquella cámara de la muerte.

»—Jamás me pidas eso —contestó con voz sombría—. Este Don Juan no ha sido escrito según la letra de un Lorenzo da Ponte, inspirado por el vino, los pequeños amores y el vicio, castigado finalmente por Dios. Si quieres, interpretaré a Mozart, que hará correr tus bellas lágrimas y te inspirará honestos pensamientos. ¡Pero mi Don Juan, el mío, arde, Christine, y sin embargo no lo fulmina el fuego del cielo!…

»En este punto, volvimos a entrar al salón que habíamos abandonado. Me fijé que en ninguna parte de aquella estancia había espejos. Iba a decirlo, pero Erik se había sentado al piano, diciéndome:

»—Mira, Christine, hay una música tan terrible que consume a todos los que se le acercan. Felizmente aún no has llegado a ella, pues perderías tus frescos colores y ya no te reconocerían a tu regreso a París. Cantemos ópera, Christine Daaé.

»Me dijo: “Cantemos ópera, Christine Daaé”, como si se tratara de un insulto.

»Pero no tuve tiempo para detenerme a pensar en el tono que había dado a sus palabras. Inmediatamente comenzamos el dúo de Otelo, y ya la catástrofe se cernía sobre nuestras cabezas. Esta vez me había dejado el papel de Desdémona, que canté con una desesperación y un espanto que no había alcanzado hasta aquel día. En lugar de paralizarme, la proximidad de semejante compañero me inspiraba un espléndido terror. Los hechos de los que era víctima me acercaban extraordinariamente al pensamiento del poeta y encontré tonalidades que hubieran maravillado al músico. Él cantaba con voz de trueno y su alma vengativa se volcaba sobre cada sonido, aumentando terriblemente su potencia. El amor, los celos y el odio brotaban en torno a nuestros gritos desgarradores. La máscara negra de Erik me recordaba el rostro del Moro de Venecia. Era la viva imagen de Otelo. Creí que me iba a golpear, que me haría caer con sus golpes… y, sin embargo, no hacía el menor movimiento para huir de él y evitar su furor como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él, atraída, fascinada, encontrando el encanto de la muerte en semejante pasión. Pero antes de morir, quise conocer, para conservar la imagen en mi última mirada, aquellos rasgos desconocidos a los que debía haber transformado el fuego del arte eterno. Quise ver el rostro de la Voz, e instintivamente, mediante un gesto que no pude contener, ya que no era dueña de mí, mis dedos ágiles arrancaron la máscara…

»¡Oh!, ¡horror!, ¡horror!… ¡Horror!».

Christine se detuvo ante aquella visión a la que aún parecía querer apartar con sus manos temblorosas, mientras que los ecos de la noche, al igual que habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces: «¡Horror, horror, horror!». Raoul y Christine, siempre estrechamente abrazados, sobrecogidos por el relato, alzaron sus ojos hacia las estrellas que brillaban en un cielo tranquilo y puro.

—Es extraño, Christine —dijo Raoul—, lo llena de gemidos que está una noche tan dulce y apacible. Se diría que se lamenta junto con nosotros.

—Ahora que va a conocer el secreto —contestó ella—, sus oídos, al igual que los míos, se van a llenar de lamentos.

Apretó las manos protectoras de Raoul entre las suyas y, sacudida por un largo estremecimiento, continuó:

—Aunque viviese cien años, siempre oiría el aullido sobrehumano que lanzó, el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras aquella cosa aparecía ante mis ojos dilatados por el espanto, tan abiertos como mi boca, que no se había cerrado y que sin embargo no gritaba ya.

»¡Oh, Raoul, aquella cosa! ¿Cómo dejar de verla? Si mis oídos están llenos de sus gritos, mis ojos están hechizados por su rostro. ¡Qué imagen! ¿Cómo dejar de verla y cómo hacer que la vea?… Raoul, usted ha visto las calaveras cuando están secas por el paso de los siglos y si no fue víctima de una horrible pesadilla, vio también su calavera la noche de Perros. También ha visto pasearse durante el último baile de disfraces a la «Muerte roja». Pero todas esas calaveras permanecían inmóviles y su mudo horror ya no vivía. Pero imagine, si es capaz, la máscara de la Muerte reviviendo de repente para expresar, por los agujeros negros de sus ojos, su nariz y su boca, la ira desatada, el furor soberano de un demonio: imagine la ausencia de mirada en los agujeros de los ojos, ya que, como supe más tarde, no pueden verse sus ojos de brasa más que en la noche profunda… Yo debía ser, pegada a la pared, la viva imagen del Espanto, como él era la de la Repulsión.

»Entonces, acercó a mí el rechinar horrible de sus dientes sin labios y, mientras yo caía de rodillas, me susurró lleno de odio cosas insensatas, palabras interrumpidas, maldiciones, delirio… ¡Y no sé cuántas cosas más!…

»—¡Mira! —gritaba inclinado sobre mí—, ¡has querido ver, ve, pues! ¡Impregna tus ojos, embriaga tu alma con mi maldita fealdad! ¡Mira el rostro de Erik! ¡Ahora conoces el rostro de la Voz! ¿No te bastaba, dime, con escucharme? Has querido saber cómo estaba hecho. ¿Por qué sois tan curiosas las mujeres?

»Y se echaba a reír mientras repetía: “¡Sois tan curiosas las mujeres!”… con una risa atronadora, ronca, espumeante, terrible… Decía también cosas como éstas:

»—¿Estás contenta? Soy hermoso, ¿no?… Cuando una mujer me ha visto, como lo acabas de hacer tú, es mía ¡Me ama para siempre! Soy un tipo sólo comparable a Don Juan.

»Y alzándose con los puños en las caderas, balanceándose sobre los hombros aquella cosa repulsiva que le servía de cabeza, tronaba:

»—¡Mírame! Soy Don Juan triunfante.

»Al verme girar la cabeza pidiendo piedad, me cogió brutalmente por el pelo y me obligó a mirarlo. Sus dedos de muerte se enlazaron a mis cabellos».

—¡Basta, basta! —interrumpió Raoul—. ¡Lo mataré, lo mataré! ¡En el nombre del cielo, Christine, dime dónde está el comedor del lago! ¡Lo mataré!

—Calle Raoul, si quiere usted saberlo todo.

—¡Ah, sí! Quiero saber cómo y por qué volvió usted. Ese es el secreto, Christine, en realidad no hay otro. ¡Pero de todas formas, lo mataré!

—¡Oh Raoul mío, si quiere saber, escuche! Me arrastraba por el pelo y entonces…, y entonces… ¡Oh, esto es aún más horrible!

—Dilo ahora… —exclamó Raoul con aire amenazador—. ¡Dilo pronto!

—Entonces dijo entre silbidos:

»—¿Qué? ¿Te doy miedo? ¿Es posible?… Crees quizá que llevo aún una máscara, ¿no? ¿Y que esto… esto, mi cabeza, es una máscara? Pues bien, ¡arráncala como la otra! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Otra vez! ¡Quiero que lo hagas! ¡Tus manos! ¡Tus manos!… Dame tus manos…

Si no te bastan, te prestaré las mías… y entre los dos arrancaremos la máscara.

»Me arrojé a sus pies, pero él me cogió las manos, Raoul, y las hundió en el horror de su cara… Con mis uñas se arrancó la carne, su horrible carne muerta.

»—¡Mira, mira!… —exclamaba desde el fondo de su garganta que bramaba como una fragua—. ¡Entérate de una vez de que estoy hecho con materia de muerte!… ¡De la cabeza a los pies!… ¡Y que es un cadáver el que te ama, te adora y no te dejará nunca, nunca!… Haré ensanchar el ataúd, Christine, para más tarde, cuando hayamos acabado nuestros amores… ¿Ves?, ya no río, lloro…, lloro por ti que me has arrancado la máscara y que por ella no podrás abandonarme jamás… Mientras podías creerme hermoso, Christine, podías volver… Sé que hubieras vuelto…, pero ahora que conoces mi monstruosidad huirás para siempre… ¡¡¡No te soltaré!!! ¿Por qué has querido verme? ¡Insensata, loca Christine, por qué has querido verme!… ¡Si mi padre no me ha visto jamás y mi madre, para no verme, me regaló llorando mi primera máscara!

 

»Por fin me había soltado, y yo me arrastraba por el parqué entre sollozos. Después, como un reptil, se arrastró, salió de la habitación y entró en la suya, cuya puerta se volvió a cerrar, y yo me quedé sola, entregada a mi horror y a mis pensamientos, libre de la visión de la cosa. Un inmenso silencio sepulcral había sucedido a aquella tormenta y pude reflexionar acerca de las terribles consecuencias del gesto que había hecho al arrancarle la máscara. Las últimas palabras del monstruo me habían informado de sobra. Yo misma me había aprisionado para siempre y mi curiosidad iba a ser la causa de todas mis desgracias. Me lo había advertido con frecuencia… Me había repetido que no correría ningún peligro mientras no tocase la máscara, y yo la había tocado. Maldije mi imprudencia, pero me di cuenta temblando de que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría vuelto si no le hubiera visto el rostro… Ya me había conmovido lo suficiente, interesado, incluso apiadado, mediante sus lágrimas enmascaradas, para que permaneciera impasible ante su ruego. Por último, yo no era una ingrata y su defecto no iba a hacerme olvidar que era la Voz y que me había reconfortado con su genio. ¡Habría vuelto! ¡Pero ahora, de encontrarme lejos de aquellas catacumbas, no volvería! ¡No se vuelve para encerrarse en una tumba con un cadáver que te ama!

»Por su manera excitada de actuar durante la escena, y de mirarme, o mejor dicho, de acercar a mí los dos agujeros negros de su mirada invisible, había podido darme cuenta de que su pasión 'no tenía límites. Para que no me tomara en sus brazos, en un momento en que no podía ofrecerle la menor resistencia, era preciso que aquel monstruo fuera a la vez un ángel y, quizás, a pesar de todo, lo era un poco: el Ángel de la música, y puede que lo hubiera sido del todo sí Dios le hubiera dado otro físico en lugar de vestirlo de podredumbre.

»Extraviada ante la idea del destino que me estaba reservado, presa del terror de ver volverse a abrir la puerta de la habitación del ataúd y de volver a ver el rostro del monstruo sin máscara, me había deslizado hasta mi propio cuarto y me había apoderado de las tijeras que podían poner término a mi espantoso destino…, cuando en ese momento oí las notas de un órgano…

»Entonces fue cuando empecé a entender las palabras de Erik acerca de lo que llamaba, con un desprecio que me había dejado estupefacta, la música de ópera, ya que lo que oía no tenía nada que ver con lo que me había fascinado hasta entonces. Su Don Juan Triunfante (ya que no me cabía la menor duda de que se había volcado en su obra maestra para olvidar el horror de lo que acababa de ocurrir), su Don Juan Triunfante no me pareció al principio más que un largo, horrible y magnífico sollozo en el que el pobre Erik había vertido toda su miseria maldita.

»Volvía a ver el cuaderno de notas rojas e imaginaba fácilmente que aquella música había sido escrita con sangre. Me paseaba con todo detalle a través del martirio; me hacía entrar en todos los rincones del abismo habitado por la fealdad humana; me mostraba a Erik golpeando atrozmente a su pobre cabeza repulsiva contra las paredes fúnebres de aquel infierno y rehuyendo, para no asustarlos, la mirada de los hombres. Asistía anonadada, jadeante, desesperada y vencida, a la eclosión de aquellos acordes maravillosos en los que se divinizaba el Dolor, después, los sonidos que subían del abismo se agruparon de repente en un vuelo prodigioso y amenazante; su tropa tornasolada pareció escalar el cielo al igual que el águila cuando sube hacia el sol; aquella sinfonía pareció abrazar el mundo y comprendí que la obra se había realizado por fin y que la Fealdad, elevada en alas del Amor, se había atrevido a mirar cara a cara a la Belleza. Me sentía como ebria; la puerta que me separaba de Erik cedió ante mis esfuerzos. Se había levantado al oírme, pero no se atrevió a volverse.

»—¡Erik! —exclamé—, enséñeme el rostro sin terror. Le juro que es usted el más desgraciado y sublime de los hombres y, si a partir de ahora Christine Daaé tiembla al mirarle, ¡es porque piensa en la grandeza de su genio!

»Entonces Erik se volvió. Había creído en mí y yo también, por desgracia… ¡y yo, ay, ay…, yo tenía fe en mí!… Elevó hacia el Destino sus manos descarnadas y se arrodilló ante mí con palabras de amor…

»… Con palabras de amor en su boca de muerte…, la música se había callado…

»Besaba el borde de mi falda, y no vio que yo cerraba los ojos.

»¿Qué más puedo decirle, Raoul? Ahora, ya conoce el drama… Durante quince días se repitió…, quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo al que iba dirigida; y a ese precio fue como pude conseguir la libertad. Quemé su máscara. Desempeñé tan bien mi papel que, cuando no cantaba, se atrevía a mendigar alguna de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Se convirtió así como en un esclavo fiel y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle tanta confianza que se atrevió a llevarme a las orillas del Lago Averno y a pasearme en barca por sus aguas de plomo; en los últimos días de mi cautiverio, por la noche, me hacía atravesar las verjas que encierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí nos esperaba un carruaje que nos llevaba hasta la soledad del Bois.

»La noche en la que nos encontramos estuvo a punto de resultarme trágica, ya que siente hacia usted unos celos horribles; a los que no he podido combatir más que afirmando su próxima partida… Por fin, después de quince días de aquel abominable cautiverio, en el que me sentí unas veces transportada de piedad, otras de entusiasmo, de angustia y de horror, me creyó cuando le dije: ¡Volveré!».

—Y ha vuelto, Christine —gimió Raoul.

—Es cierto, Raoul, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con las que acompañó mi libertad las que me ayudaron a mantener mi palabra, sino el sollozo desesperado que lanzó en el umbral de su tumba.

»Sí, ese sollozo —repitió Christine moviendo dolorosamente la cabeza— me encadenó al desventurado monstruo más de lo que yo misma suponía en el momento de decirnos adiós. ¡Pobre Erik, pobre Erik!».

—Christine —dijo Raoul poniéndose de pie—, dice usted que me ama, pero pocas horas han transcurrido desde que ha recuperado recobrado su libertad que ya vuelve al lado de Erik… ¡Recuerde el baile de disfraces!

—Las cosas habían sido acordadas así… recuerde también que aquellas horas las pasé con usted, Raoul…, con peligro para los ambos…

—Durante aquellas horas dudé de que me amase.

—¿Aún lo duda, Raoul?… Sepa entonces que cada uno de mis viajes al lado de Erik ha aumentado mi horror hacia él, ya que cada uno de estos viajes, en lugar de calmarlo como yo esperaba, le vuelven aún más loco de amor… ¡y tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—Tiene miedo… Pero, ¿me ama?… Si Erik no fuera como es, ¿me amaría, Christine?