Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Él, desconsolado, no contestaba.

—¡Nuestro amor es demasiado triste en la tierra, vayamos por el cielo!… ¡Ya ve qué fácil es aquí!

Y lo arrastraba más alto que las nubes, a través del magnífico desorden del telar, y se divertía dándole vértigo al correr delante suyo sobre los frágiles puentes metálicos, entre los miles de cuerdas que se unían a las poleas, a los tornos, a los cilindros, en medio de una verdadera selva aérea de vergas y de mástiles. Cuando él vacilaba, ella le decía con un mohín adorable:

—¿Tú, un marino?

Después, volvían a bajar a tierra firme, es decir a un corredor real que les conducía hasta risas, bailes y voces jóvenes amonestadas por otra voz severa: «Despacio, señoritas… ¡Vigilen las puntas!»… Era la clase de baile de las niñas de seis a nueve o diez años… con su corsé escotado, el tutú ligero, el pantaloncito blanco y las medias de color rosa, y trabajan, trabajan aplicadamente con todos sus piececillos doloridos con la esperanza de convertirse en alumnas de las cuadrillas, corifeos, meritorias, primeras bailarinas envueltas en relucientes diamantes… Mientras, Christine reparte caramelos entre ellas.

Otro día le hacía entrar a una amplia sala de su palacio, abarrotada de oropeles, despojos de caballeros, de lanzas, de escudos y penachos, y pasaba revista a los fantasmas de los guerreros inmóviles y cubiertos de polvo. Les arengaba con palabras de consuelo y les prometía que volverían a ver las tardes resplandecientes de luz y los desfiles con música ante las tribunas que los aclamarían.

Así lo paseó por todo su imperio, que era ficticio pero inmenso, ya que se extendía a lo largo y ancho de diecisiete pisos, desde la planta baja hasta el tejado, y estaba habitado por un ejército de extraños personajes. Pasaba entre ellos como una reina popular, animando a los trabajos; sentándose en los talleres, dando sus consejos a las modistas cuyas manos vacilaban al cortar las ricas telas que vestirían a los héroes. Los habitantes de este país realizaban todos los oficios. Había zapateros y orfebres. Todos habían aprendido a quererla, porque Christine se interesaba por las preocupaciones y las pequeñas manías de cada uno. Sabía de rincones desconocidos en los que habitaban en secreto viejos matrimonios.

Llamaba a su puerta y les presentaba a Raoul como a un príncipe encantador que había pedido su mano y, sentados los dos en algún baúl carcomido, escuchaban las viejas leyendas de la ópera como antaño, en la infancia, habían escuchado los viejos cuentos bretones. Aquellos viejos no se acordaban más que de la Opera. Vivían allí desde hacía muchos años. Las administraciones desaparecidas los habían olvidado; las revoluciones de palacio los habían ignorado. Allí afuera había pasado la historia de Francia sin que ellos se enteraran, y nadie se acordaba de ellos.

Así transcurrían aquellos preciosos días, y Raoul y Christine, con el excesivo interés que simulaban por las cosas exteriores, se esforzaban torpemente en ocultarse el único pensamiento de su corazón. Lo cierto era que Christine, que hasta entonces se había mostrado la más fuerte, repentinamente pasó a un estado de extremo nerviosismo, que no podía expresar. En sus expediciones, se ponía a correr sin razón, o bien se detenía bruscamente, y su mano, convertida en un trozo de hielo, apretaba la del joven. A veces sus ojos parecían perseguir sombras imaginarias. Gritaba: «¡Por aquí!» y después: «¡Por allí!», riendo con una risa temblorosa que terminaba en lágrimas. Entonces Raoul quería hablar, hacerle preguntas a pesar de sus promesas y sus pactos. Pero, antes de que pudiera formular una pregunta, ella contestaba febrilmente:

—¡Nada!… Le aseguro que-no me pasa nada.

Una vez que pasaban ante una trampilla entreabierta en el escenario, Raoul se inclinó sobre el oscuro hueco y dijo:

—Christine, me ha enseñado la parte alta de su imperio…, pero he oído extrañas historias acerca de los sótanos… ¿Quiere que bajemos?

Al oír esto, lo tomó en sus brazos como si temiera verlo desaparecer por el agujero negro, y le dijo temblando en voz muy baja:

—¡Jamás, jamás! Le prohíbo bajar ahí… Además esa parte del reino no me pertenece… ¡Todo lo que está bajo tierra le pertenece!

Raoul clavó sus ojos en los de ella y le dijo en tono duro:

—¿Entonces, él vive ahí abajo?

—¡No he dicho eso!… ¿Quién le ha dicho eso? ¡Vamos, venga! A veces, Raoul, me pregunto si usted no está loco… ¡Usted siempre oye cosas imposibles!… ¡Venga, venga!

Y lo arrastraba literalmente, ya que él se obstinaba en quedarse cerca de la trampilla y de aquel agujero que le atraía.

La trampilla se cerró de golpe, tan de repente que ni siquiera vieron la mano que la movía, dejándolos allí, completamente aturdidos.

—¿Quizás era él quien estaba allí? —terminó por decir Raoul.

Ella se encogió de hombros pero no parecía nada tranquila.

—¡No, no! Son los «cerradores de trampillas». Algo tienen que hacer los «cerradores de trampillas»… Abren y cierran las trampillas sin razón alguna… Es como «los cerradores de puertas». De alguna manera tienen que «pasar el tiempo».

—¿Y si fuera él, Christine?

—¡Imposible! No, él se ha encerrado para trabajar.

—¡Vaya! ¿Conque él trabaja?

—Sí. Él no puede abrir y cerrar las trampillas y trabajar al mismo tiempo. Podemos estar tranquilos.

Al decir esto, se estremeció.

—¿En qué trabaja?

—¡Oh, en algo terrible!… Por eso podernos estar tranquilos. Cuando él trabaja en lo suyo, no ve nada, no come ni bebe, ni respira…, durante días y noches. ¡Es un muerto viviente! ¡No tiene tiempo para entretenerse con las trampillas!

Volvió a estremecerse, se inclinó hacía la trampilla… Raoul la dejaba hacer y decir. Se calló. Temía que el sonido de su voz la hiciera reflexionar y detener el curso, tan frágil aún, de sus confidencias.

Ella no lo había soltado… seguía encogida entre sus brazos… y suspiró:

—¡Si fuera él!

Tímidamente, Raoul preguntó:

—¿Le tiene miedo?

Ella suspiró:

—¡No, claro que no!

El joven adoptó involuntariamente una actitud de compasión, como se suele adoptar con un ser impresionable que aún es presa de un sueño reciente. Parecía querer decir: «No se preocupes, aquí estoy». Y su gesto fue, casi sin querer, amenazador. Entonces, Christine lo miró con extrañeza, como se mira a un fenómeno de valor y virtud, y parecía valorar en su justa medida tanta audacia a inútil. Abrazó al pobre Raoul como para recompensarlo, con un arrebato de ternura, por mostrar su deseo de defenderla contra los peligros siempre posibles que encierra la vida.

Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre».

—¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul!

Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor.

—¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario.

—¿Cree que es posible?

Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se está lejos, muy lejos de las trampillas.

—La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás.

Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes.

—¡Más arriba! —dijo tan sólo—. ¡Aún más arriba! —y le arrastró hasta la cumbre.

Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales…

A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir detrás.

CAPÍTULO XIII

LA LIRA DE APOLO

De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos tan ligera como una golondrina. Su mirada recorrió el espacio desierto entre las tres cúpulas y el frontón triangular. Respiró profundamente por encima de París, que parecía un valle entregado al trabajo. Miró a Raoul con confianza. Se le acercó, y caminaron uno al lado del otro, allá en lo alto, por las calles de zinc, por las avenidas de fundición. Contemplaron su sombra gemela en los amplios estanques llenos de agua inmóvil, en los que en verano los más pequeños de la escuela de danza, unos veinte críos, se zambullen y aprenden a nadar. La sombra que les seguía, siempre fiel a sus pasos, había surgido extendiéndose por los tejados, alargándose con movimientos de águila negra por las encrucijadas de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los pilones, rodeando silenciosa las cúpulas. Los desventurados jóvenes no sospechaban en lo más mínimo su presencia cuando se sentaron por fin, confiados, bajo la alta protección de Apolo que, con gesto de bronce, alzaba su lira prodigiosa en el corazón de un cielo encendido.

 

Una esplendorosa tarde de primavera les rodeaba. Algunas nubes, que acababan de recibir de poniente una suave tonalidad oro y púrpura, pasaban lentamente, arrastrándose sobre los jóvenes. Christine le dijo a Raoul:

—Pronto iremos más lejos y más de prisa que las nubes, hasta el confín del mundo, y después me abandonará, Raoul. Pero si, llegado para usted el momento de raptarme, yo me negara a seguirlo, entonces, Raoul, usted deberá raptarme.

Con qué fuerza, que parecía dirigida contra ella misma, pronunció estas palabras, mientras se apretaba nerviosamente a él. El joven quedó sorprendido.

—¿Teme, pues, cambiar de opinión, Christine?

—¡No sé! —dijo moviendo extrañamente la cabeza—. ¡Es un demonio!

Y se estremeció. Se acurrucó entre los brazos de Raoul, con un gemido.

—¡Ahora me da miedo volver a vivir con él…! ¡bajo tierra!

—¿Y quién la obliga a volver, Christine?

—¡Si no vuelvo a su lado pueden suceder grandes desgracias!… ¡Pero ya no puedo más! ¡No puedo más!… Ya sé que hay que compadecer a las personas que viven «bajo tierra». ¡Pero esto es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento. Ya no me queda más que un día. Si no voy, él vendrá a buscarme con su voz. Me arrastrará con él a su casa, bajo tierra, y se arrodillará ante mí, ¡con su calavera! ¡Me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Oh, Raoul, si viera sus lágrimas en los dos huecos oscuros de su calavera! ¡No puedo volver a ver esas lágrimas!

Se retorció de una forma horrible las manos, mientras Raoul, presa también de aquel horror contagioso, la apretaba contra su pecho.

—¡No, no! ¡No volverá a oírle decir que la anca! ¡No volverá a ver sus lágrimas! ¡Huyamos!… ¡Ahora mismo, Christine, huyamos! —y quería arrastrarla ya.

Pero ella le detuvo.

—¡No, no! —dijo inclinando dolorosamente la cabeza—. ¡Ahora no!… Sería demasiado cruel… Déjelo oírme cantar una vez más, mañana por la noche… y después nos iremos. A medianoche ira usted a buscarme a mi camerino, a las doce en punto. En ese momento me estará esperando en el comedor del lago… ¡pero nosotros seremos libres y usted me llevará consigo!… Incluso si me niego… debe jurármelo, Raoul… Sé perfectamente que esta vez, si vuelvo, tal vez no regrese jamás… —y añadió—: ¡No puede usted comprender!…

Lanzó un suspiro al que pareció contestar otro suspiro detrás de ella.

—¿No ha oído?

Le castañeteaban los dientes.

—No —aseguró Raoul—, no he oído nada.

—Es horroroso —afirmó ella— estar temblando así constantemente… Sin embargo, aquí no corremos ningún peligro. Estamos en nuestra casa, en mi casa, en el cielo, al aire libre, en pleno día. El sol está ardiendo, ¡y a los pájaros nocturnos no les gusta contemplar el sol! Jamás lo he visto a la luz del día… ¡Debe ser horrible!… —balbuceó mirando a Raoul con ojos perdidos—. ¡Ah, la primera vez que le vi creía que él iba a morirse!

—¿Por qué?… —preguntó Raoul realmente asustado del tono que tomaba aquella extraña y formidable confidencia—. ¿Por qué creyó que iba a morir?

—¡¡¡PORQUE YO LO HABÍA VISTO!!!

Esta vez Raoul y Christine se volvieron a un tiempo.

—Por aquí hay alguien que sufre… —dijo Raoul—, tal vez un herido… ¿No ha oído?

—No podría decirlo —declaró Christine—, incluso cuando no está, mis oídos están llenos de sus suspiros… Pero si usted lo ha oído…

Se levantaron y miraron alrededor de sí… Se encontraban absolutamente solos en el inmenso tejado de plomo. Volvieron a sentarse. Raoul preguntó:

—¿Cómo lo vio por primera vez?

—Hacía tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez creí, como usted, que aquella voz adorable, que de repente se había puesto a cantar a mi lado, cantaba en el camerino de al lado. Salí y la busqué por todas partes. Pero mi camerino está muy aislado, como ya sabe, no, pude encontrar la voz en otro lugar. En realidad, seguía allí, en mi camerino. Además, no se limitaba a cantar, sino que me hablaba, contestaba a mis preguntas como una auténtica voz de hombre, con la diferencia de que era bella como la voz de un ángel. ¿Cómo explicar un fenómeno tan increíble? Yo nunca había dejado de pensar en el «Ángel de la música» que mi pobre padre había prometido enviarme apenas muriese. Me atreví a hablarle de esta chiquillada, Raoul, porque usted conoció a mi padre, porque él le quiso y porque usted creyó, igual que yo, cuando éramos niños, en el «Ángel de la música». Por eso estoy segura de que no se sonreirá ni se burlará. Yo conservaba el alma tierna y crédula de la pequeña Lotte y no fue precisamente la compañía de la señora Valérius la que me la hizo perder. Llevé aquella alma inmaculada en mis manos ingenuas e, ingenuamente, la tendí, la ofrecí a la voz de hombre, creyendo ofrecerla al ángel. En cierta manera, la culpa fue también de mi madre adoptiva, a la que no ocultaba yo nada del inexplicable fenómeno. Se apresuró en decirme: «Debe ser el Ángel. En todo caso, siempre puedes preguntárselo». Lo hice, y la voz de hombre me contestó que era en efecto la voz de ángel que esperaba y que mi padre me había prometido al morir. A partir de aquel momento, se estableció una gran intimidad entre la Voz y yo, y tuve confianza absoluta en ella. Me dijo que había bajado a la tierra para hacerme experimentar la felicidad suprema del arte eterno, y me pidió permiso para darme clases de música todos los días. Acepté con gran ardor y no faltaba a ninguna de las citas que me daba, a primera hora, en mi camerino, cuando ese rincón de la Opera está totalmente desierto. ¿Cómo explicarle cómo fueron aquellas clases? Ni usted mismo, aunque haya oído la voz, puede hacerse una idea.

—Lo cierto es que no puedo hacerme una idea —afirmó el joven—. ¿Con qué se acompañaba?

—Con una música que ignoro, que estaba detrás de la pared y era de una precisión incomparable. Además, era como si la Voz supiera con exactitud en qué punto de mis clases mi padre me había dejado al morir, y también el simple método que había usado. Y así, recordando, o mejor dicho, al acordarse mi voz de todas las lecciones anteriores y beneficiándome de repente de las que recibía, evolucioné prodigiosamente, ¡y de tal modo que en otras condiciones habría tardado años! Piense que mi salud es bastante delicada, y que mi voz tenía en principio poco carácter. Naturalmente, las cuerdas bajas estaban poco desarrolladas, los tonos agudos eran demasiado duros y los medios confusos. Era a aquellos defectos a los que mi padre había combatido y vencido por un instante. Fue a estos defectos a los que la Voz venció definitivamente. Poco a poco aumentaba el volumen de los sonidos en proporciones que mi debilidad pasada no me habría permitido esperar: aprendí a dar el máximo posible de alcance a mi respiración. Pero la Voz me confió el secreto de desarrollar los sonidos de pecho en una voz de soprano. Sobre todo recubrió todo esto con el fuego sagrado de la inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. La Voz tenía la virtud de, al hacerse oír, elevarme hasta ella. Me ponía a la altura de su vuelo maravilloso. ¡El alma de la Voz habitaba en mi boca y la llenaba de armonía!

»En pocas semanas, ya no me reconocía al cantar… Estaba incluso asustada… por un momento temí que hubiera en todo eso una especie de sortilegio. Pero la señora Valérius me tranquilizó. Me consideraba una joven demasiado simple como para interesar al demonio.

»Mi cambio era un secreto que tan sólo sabíamos la Voz, la señora Valérius y yo, ya que la misma Voz lo había ordenado así. Cosa curiosa, fuera del camerino cantaba con mi voz de cada día y nadie se enteraba de nada. Yo hacía todo lo que quería la Voz. Me decía: “Hay que esperar… ¡Ya lo verás! ¡Sorprenderemos a todo París!”. Y yo esperaba. Vivía una especie de sueño de éxtasis que la Voz controlaba. En estas circunstancias, Raoul, le vi una noche en la sala. Mi alegría fue tan grande que ni siquiera pensé en ocultarla al entrar en mi camerino. Para desgracia nuestra, la Voz se encontraba ya allí y pudo ver, por mi actitud, que sucedía algo nuevo. Me preguntó “qué me pasaba”, y no tuve reparos en contarle nuestra historia, ni le disimulé el lugar que usted ocupa en mi corazón. Entonces la Voz calló. La llamé pero no me contestó, le supliqué, pero fue en vano. ¡Tuve un miedo horrible a que se hubiera marchado para siempre! ¡Ojalá lo hubiera hecho así, amigo mío!… Aquella noche volví a casa en un estado de absoluta desesperación. Me abracé a la señora Valérius diciéndole: “¿Sabes? La Voz se ha ido. ¡Tal vez no vuelva nunca más!”. Y ella se asustó tanto como yo y me pidió explicaciones. Se lo conté todo. Ella me dijo: “¡Por Dios, la Voz está celosa!”. Esto me hizo pensar que yo estaba enamorada de usted…».

Aquí Christine se detuvo por un momento. Apoyó la cabeza en el pecho de Raoul y ambos permanecieron silenciosos, abrazados el uno al otro. Era tal su emoción que no vieron, o mejor dicho, que no sintieron desplazarse, a algunos pasos de ellos, a la sombra reptante de dos grandes alas negras que se les acercaba, pegada a los tejados, tan cerca, tan cerca que hubiera podido, sólo con cerrarse sobre ellos, ahogarlos…

—Al día siguiente —continuó Christine con un profundo suspiro—, volví a mi camerino muy pensativa. La Voz estaba allí. ¡Oh, amigo mío! Me habló con una gran tristeza. Me declaró categóricamente que si yo debía otorgar mi corazón en la tierra, ella no podía hacer otra cosa que subir al cielo. Y me dijo esto con tal acento de dolor humano que habría tenido que desconfiar a partir de aquel día y empezar a comprender que había sido víctima del desequilibrio de mis sentidos. Pero mi fe en aquella aparición de la Voz, a la que tan íntimamente se mezclaba el recuerdo de mi padre, seguía siendo absoluta. No temía nada tanto como el hecho de no volver a oírla. Por otra parte, había reflexionado sobre los sentimientos que sentía por usted; había medido todo el riesgo inútil; ignoraba incluso si se acordaba de mí. Pero, pasara lo que pasara, su posición en la sociedad me prohibía para siempre pensar en un enlace feliz. Juré a la Voz que usted no era para mí más que un hermano y que nunca sería otra cosa, y que mi corazón estaba vacío de amores terrenos… Esta es la razón, amigo mío, por la que apartaba los ojos en el escenario o en los pasillos cuando usted intentaba llamar mi atención; ¡la razón por la cual no lo reconocía…, por la cual no lo veía! Por aquel tiempo, las horas de clase entre la Voz y yo transcurrían en un divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me había poseído hasta aquel punto, y un día la Voz me dijo:

»—¡Bueno, ahora, Christine Daaé, ya puedes aportar a los hombres un poco de la música del cielo!

»¿Por qué aquella noche, que era la velada de gala, la Carlotta no vino al teatro? ¿Por qué se me llamó para reemplazarla? No lo sé. Pero canté…, canté con un ardor desconocido. Me sentía ligera como si tuviera alas. ¡Por un momento creí que mi alma encendida había abandonado mi cuerpo!».

—¡Oh, Christine! —dijo Raoul, cuyos ojos se humedecían al recordar aquel episodio—, esa noche mi corazón vibró a cada acento de su voz. Vi correr las lágrimas por sus pálidas mejillas, y lloré con usted. ¿Cómo podía cantar mientras lloraba?

—Me abandonaron las fuerzas —dijo Christine—. Cerré los ojos… Y cuando los abrí, ¡usted se encontraba a mi lado! ¡Pero la Voz también estaba, Raoul!… Tuve miedo por usted y tampoco quise reconocerlo esa vez, no quise reconocerlo en absoluto y me eché a reír cuando me recordó que había recogido mi chal en el mar…

»Pero, ¡ay!, ¡por desgracia no pude engañar a la Voz!… Le había reconocido perfectamente… ¡Y la Voz estaba celosa!… Los dos días que siguieron me hizo escenas atroces. Me decía:

»—¡Tú lo amas! ¡Si no lo amases, no lo rechazarías! Es un antiguo amigo al que puedes estrechar la mano como a todos los demás… ¡Si no lo amases, no temerías encontrarte a solas con él y conmigo en el camerino!… ¡Si no lo amases, no lo echarías!

»—¡Basta! —grité irritada a la Voz. Mañana debo ir a Perros, a la tumba de mi padre. Rogaré al señor de Chagny que me acompañe.

»—Como quieras —respondió, pero debes saber que también yo iré a Perros, ya que siempre estoy donde tú estés, Christine, y si sigues siendo digna de mí, si no me has mentido, te interpretaré, cuando suenen las doce, en la tumba de tu padre, la Resurrección de Lázaro, con el violín del muerto.

 

»De este modo, me vi obligada a escribirle la carta que le condujo a Perros. ¿Cómo pude dejarme engañar hasta ese extremo? ¿Cómo es posible que, ante las preocupaciones tan terrenales de la Voz, no haya sospechado alguna impostura? ¡Pero, por desgracia, ya no era dueña de mí misma! ¡Era algo suyo!… Y los recursos que poseía la Voz eran suficientes para engañar a una niña como yo.

—Pero, ¡bueno! —exclamó Raoul en este punto del relato de Christine donde ésta parecía deplorar con lágrimas la excesiva inocencia de un espíritu poco «listo»… ¡Pero supo usted la verdad!… ¿Cómo no escapó inmediatamente de aquella horrible pesadilla?

—¿Saber la verdad?… ¡Raoul!… ¿Escapar de aquella pesadilla?… ¡Pero si, por desgracia, sólo entré en aquella pesadilla hasta el día en que precisamente supe la verdad!… ¡Calle, calle! No le he dicho nada… Y ahora que vamos a bajar del cielo a la tierra, compadézcame, Raoul… ¡Compadézcame! Una noche fatal…, aquélla en la que ocurrieron tantas desgracias…, la noche en la que la Carlotta creyó ser un asqueroso gallo y en la que se puso a lanzar gritos como si hubiera pasado toda la vida en un corral… la noche en que de repente la sala se vio sumergida en la oscuridad tras la caída de la lámpara que se desplomó sobre la platea… Aquella noche hubo muertos y heridos, y todo el teatro se llenó con los más tristes gemidos.

»Mi primer pensamiento, Raoul, en plena catástrofe, fue al mismo tiempo para usted y para la Voz, ya que por aquel entonces ambos ocupaban por igual mi corazón. Enseguida me tranquilicé con respecto a usted, al verlo en el palco de su hermano y sabía que no corría ningún peligro. En cuanto a la Voz, me había anunciado que asistiría a la representación y temí por ella; sí, realmente tuve miedo, como si se tratara de «alguien de carne y hueso, capaz de morir». Me decía a mí misma: «¡Dios mío, quizá la lámpara haya aplastado a la Voz!». Me encontraba entonces en el escenario y, asustada hasta el punto de que me disponía a correr a la sala para buscar a la Voz entre los muertos y los heridos, cuando se me ocurrió la idea de que si no le había pasado nada, debía estar ya en mi camerino deseosa de tranquilizarme. De un salto me planté en el camerino. La Voz no estaba. Me encerré allí y le supliqué que, si aún estaba con vida, se me manifestara. La Voz no me contestaba, pero de repente oí un largo, un admirable gemido que conocía perfectamente. Se trataba del lamento de Lázaro cuando, a la voz de Jesús, comienza a abrir los párpados y a volver a ver la luz del día. Eran los llantos del violín de mi padre. Reconocía la forma de tocar el arco de Daaé, el mismo, Raoul, que nos inmovilizaba en los caminos de Perros, el mismo que nos «encantó» la noche del cementerio. Después, por encima del instrumento invisible y triunfante, oí el grito de alegría de la Vida, y la Voz, manifestándose al fin, se puso a cantar, dominante y soberana:

»—¡Ven y cree en mí! ¡Los que crean en mí, resucitarán! ¡Camina! ¡Los que han creído en mí no podrán morir!

»—Me es difícil explicarle la impresión que sentí al oír aquella música que cantaba a la vida eterna en el momento en que, a nuestro lado, unos pobres desgraciados, aplastados por la aquella lámpara fatal, exhalaban el último suspiro… Me pareció que me ordenaba que me levantara, que me fuera hacia ella. Se alejaba. La seguí. “Ven y cree en mí”. Creía en ella. Iba… y, cosa extraordinaria, mi camerino parecía alargarse ante mis pasos…, alargarse… Evidentemente debía de tratarse de un efecto, causado por los espejos, ya que el espejo se encontraba frente a mí… y, de, repente, me encontré fuera de mi camerino, sin saber cómo».

Aquí, Raoul interrumpió bruscamente a la joven.

—¿Cómo? ¡Christine, Christine!, ¿por qué no deja de soñar?

¡No soñaba, mi pobre amigo! ¡Me encontré fuera de mi camerino sin saber cómo! Usted, que me vio desaparecer una noche, quizá pueda explicarlo. ¡Pero yo no puedo!… Sólo puedo decirle una cosa, y es que, al encontrarme frente a mi espejo, no lo vi y giré para ver si lo tenía detrás…, pero ya no había espejo ni camerino… Me encontraba en un corredor oscuro. ¡Tuve miedo y grité!

»Todo estaba en tinieblas a mi alrededor. A lo lejos, una tenue claridad rojiza alumbraba un ángulo de la pared, una esquina de la encrucijada. Grité. Sólo mi voz llenaba las paredes ya que el canto y los violines habían enmudecido. De repente, en medio de la oscuridad, una mano cogía la mía…, o mejor dicho algo huesudo y helado que me aprisionó la muñeca sin soltarla. Grité. Un brazo me cogió por la cintura y me levantó… Me debatí un instante horrorizada; mis dedos se deslizaron a lo largo de las piedras húmedas, a las que no pudieron cogerse. Después, ya no me moví más, pensé que iba a morir de terror. Me llevaban hacia la pequeña claridad rojiza; entramos en aquel resplandor y entonces vi que estaba en brazos de un hombre envuelto en una gran capa negra que llevaba una máscara que le ocultaba toda la cara… Intenté un esfuerzo supremo: mis miembros se tensaron, mi boca se abrió una vez más para gritar mi terror, pero una mano la cerró, una mano que sentí sobre mis labios, sobre mi carne, y que olían a muerte. Y me desmayé.

»¿Cuánto tiempo permanecí inconsciente? No sabría decirlo. Cuando volví a abrir los ojos, el hombre de negro y yo seguíamos sumidos en las tinieblas. Una linterna sorda, colocada en el suelo, alumbraba el chorro de una fuente. El agua, que salía de la pared, desaparecía casi de inmediato a través del suelo en el que yo me encontraba tendida; mi cabeza descansaba sobre las rodillas del hombre de la capa y la máscara negra, y mi misterioso compañero me refrescaba las sienes con una suavidad, una atención y una delicadeza que me parecieron más difíciles de soportar que la brutalidad del rapto. Sus manos, pese a ser muy ligeras, no dejaban de oler a muerte. Las rechacé, pero sin fuerza. Pregunté en un suspiro:

»—¿Quién es usted? ¿Dónde está la Voz?

»Me respondió un suspiro. De repente un soplo de aire cálido me azotó el rostro y, vagamente, en medio de las tinieblas, al lado de la forma negra del hombre, distinguí una forma blanca. La forma negra me alzó y me deposito sobre la forma blanca. Inmediatamente un alegre relincho llegó hasta mis oídos estupefactos, y murmuré:

»—¡César!

»El animal se agitó. Amigo mío, me encontraba recostada a medias en una silla de montar y había reconocido al caballo blanco de El Profeta, al que muy a menudo había acariciado dándole golosinas. Pero un día corrieron rumores por el teatro de que el animal había desaparecido y de que había sido robado por el fantasma de la Opera. En cuanto a mí, yo creía en la Voz y no había visto nunca al fantasma, pero de pronto me pregunté, estremeciéndome, si no sería la prisionera del fantasma. En el fondo del corazón llamaba a la Voz en mi ayuda, ya que jamás hubiera imaginado que la Voz y el fantasma fueran uno. ¿Ha oído usted hablar del fantasma de la Opera, Raoul?».

—Sí —respondió el joven—, pero dígame, Christine, ¿qué ocurrió cuando se encontró a lomos del caballo blanco de El Profeta?

—No hice el menor movimiento y me dejé llevar… Poco a poco, un estado de laxitud sucedía a la angustia y al terror en los que me había sumergido la extraña aventura. La silueta negra me sostenía y yo no hacía nada para desprenderme de ella. Una paz extraordinaria me invadía y pensaba encontrarme bajo la benigna influencia de algún elixir. Me sentía en plenitud de fuerzas. Mis ojos se iban acostumbrando ya a las tinieblas que, por otra parte, se aclaraban en algunos lugares gracias a breves fulgores… Juzgué que nos encontrábamos ahora en una estrecha galería circular y pensé en que aquella galería que rodeaba la ópera, bajo tierra, era inmensa. Una vez, tan sólo una vez había bajado a los subterráneos de la Opera que son prodigiosos, pero me había detenido en el tercer sótano sin atreverme a adentrarme más bajo tierra. Sin embargo, dos pisos más, en los que se habría podido asentar una ciudad, se abrían ante mis pies. Pero las sombras que se me habían aparecido me hicieron huir. Hay allí demonios, completamente negros, ante calderas, y que agitan palas y tenedores, animan los braseros, encienden llamas, te amenazan si te acercas abriendo de repente sobre uno la boca roja de los hornos… Pero, mientras César me llevaba tranquilamente sobre su lomo en medio de aquella noche de pesadilla, vi de repente, muy lejos y muy pequeños, como si estuvieran en el extremo de un anteojo puesto al revés, a los demonios negros ante los braseros rojos de sus calderas… Aparecían… desaparecían… Volvían a aparecer, siguiendo nuestra extraña marcha… Por último, desaparecieron definitivamente. La forma de hombre continuaba sosteniéndome y César caminaba sin guía y con pie firme… No podría decirle, ni siquiera aproximadamente, cuánto duró aquel viaje a través de la noche. Simplemente sentía que girábamos, que girábamos, que bajábamos siguiendo una inflexible espiral hacia el corazón mismo de los abismos de la tierra. Pero ¿no sería mi cabeza la que giraba?… De todas formas, no lo creo. No, estaba en un increíble estado de lucidez. César olfateó un momento, notó la atmósfera y aceleró el paso. Sentí el aire húmedo y después César se detuvo. La noche se había aclarado. Un resplandor azulado nos rodeaba. Miré dónde nos encontrábamos. Estábamos al borde de un lago cuyas aguas de plomo se perdían a lo lejos, en la oscuridad…, pero la luz azul iluminaba aquella orilla y vi una barquilla atada a una argolla de hierro, en el muelle.