Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La caída de la araña había acarreado considerables responsabilidades, pero resultaba difícil hacer que los directores se explicaran a este respecto.

La investigación había concluido, declarándolo un accidente provocado por el mal estado de los medios de suspensión; el deber de los antiguos directores, así como el de los nuevos, habría sido el de comprobar este mal estado y remediarlo antes de que causara la catástrofe.

Debo aclarar que, por aquella época, los señores directores Moncharmin y Richard se mostraron tan cambiados, tan lejanos… tan misteriosos…, tan incomprensibles que muchos abonados acabaron creyendo que algo más horrible aún que la caída de la lámpara había modificado el estado de ánimo de éstos.

En sus relaciones cotidianas se mostraban muy impacientes, excepto precisamente con la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. Es fácil adivinar la forma en que recibieron al vizconde de Chagny cuando éste fue a pedirles noticias de Christine. Se limitaron a decirle que estaba de vacaciones. Preguntó cuánto tiempo estaría ausente; se le respondió, con cierta sequedad, que sus vacaciones eran ilimitadas, ya que Christine Daaé las había solicitado por motivos de salud.

—¡Entonces está enferma! —exclamó—. ¿Qué tiene?

—¡No sabemos nada!

—¿Le han enviado ustedes el médico del teatro?

—¡No! Ella no lo reclamó, y puesto que merece nuestra máxima confianza, hemos creído en su palabra.

El asunto no pareció tan claro a Raoul, que abandonó la ópera presa de los más sombríos pensamientos. Decidió que, pasara lo que pasara, ir en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Recordaba, sin duda, los términos enérgicos con que Christine Daaé, en su carta, le prohibía intentar cualquier cosa para verla. Pero lo que había visto en Perros, lo que había oído detrás de la puerta del camerino, la conversación que había sostenido con Christine en la colina, le hacía presentir alguna maquinación que, por poco diabólica que fuera, tampoco era humana. La imaginación exaltada de la joven, su alma tierna y crédula, la educación primitiva que había llenado sus primeros años de un cúmulo de leyendas, el continuo pensamiento en su padre muerto por encima de todo, el estado de éxtasis sublime en el que la música la sumergía en el momento en que este arte se manifestaba en ciertas condiciones excepcionales —¿no debía juzgarse así después de la escena del cementerio?—, todo aquello parecía conformar un terreno espiritual propicio a los maléficos designios de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De quién era víctima Christine Daaé? Esta es la pregunta que Raoul se hacía a sí mismo mientras se apresuraba a ir al encuentro de la señora Valérius.

El vizconde tenía un espíritu de los más sanos. Era, sin duda, poeta y le agradaba la música, en lo que tiene de más etéreo, y era un gran entusiasta de las viejas leyendas bretonas donde danzan las korrigans; y, por encima de todo, estaba enamorado de aquella pequeña hada del Norte que era Christine Daaé. Pero todo esto no impedía que sólo creyera en lo sobrenatural en materia de religión y que la historia más fantástica del mundo no fuera capaz de hacerle olvidar que dos y dos son cuatro.

¿Qué le diría la señora Valérius? Temblaba mientras llamaba a la puerta de un pequeño piso de la calle Notre-Dame-des-Victoires.

La doncella que una noche le había precedido al salir del camerino de Christine, vino a abrirle. Le preguntó si era posible ver a la señora Valérius. La doncella le contestó que se encontraba enferma en su lecho y que no estaba en condiciones de «recibir».

—Hágale llegar mi tarjeta —dijo.

No tuvo que esperar mucho. La doncella volvió y lo introdujo en un saloncito bastante oscuro y sobriamente amueblado, donde los dos retratos, el del profesor Valérius y el del viejo Daaé, se encontraban frente a frente.

—La señora le ruega que la disculpe —dijo la doncella—. No podrá recibirle más que en su habitación, porque sus pobres piernas ya no la sostienen.

Cinco minutos después, Raoul era introducido en una habitación a oscuras, donde descubrió inmediatamente, en la penumbra de una alcoba, a la bondadosa figura de la bienhechora de Christine. Ahora los cabellos de la señora Valérius eran completamente blancos, pero sus ojos no habían envejecido. Por el contrario, su mirada nunca había sido tan clara, ni tan pura, ni tan infantil.

—¡Señor de Chagny! —exclamó alegremente, mientras tendía ambas manos al visitante—. ¡Ah!, ¡el Cielo es quien le envía!… Vamos a poder hablar de ella.

Esta última frase sonó lúgubre en los oídos del joven. Preguntó en seguida:

—Señora… ¿dónde está Christine?

Y la anciana señora le contestó con toda tranquilidad:

—¡Pues está con su «genio bienhechor»!

—¿Qué genio bienhechor? —exclamó el pobre Raoul.

—¡Pues el Ángel de la música!

Consternado, el vizconde de Chagny se dejó caer en una silla. Christine estaba de verdad con el Ángel de la música. Y mamá Valérius, en su lecho, le sonreía poniéndole un dedo en la boca para recomendarle silencio. Añadió:

—¡No debe decirlo a nadie!

—Puede usted confiar en mí… —contestó Raoul sin saber muy bien qué decía, ya que sus ideas acerca de Christine, ya muy confusas, se enturbiaban cada vez más y parecía que todo comenzaba a girar a su alrededor, alrededor de la habitación, alrededor de aquella extraordinaria mujer de cabellos blancos, de ojos de cielo azul pálido, con sus ojos de cielo vacío—. Puede usted confiar en mí…

—¡Lo sé, lo sé! —dijo la mujer con una risa alegre—. Pero, acérquese a mí como cuando era pequeño. Deme las manos como cuando me contaba la historia de la pequeña Lotte que le había contado el señor Daaé. Ya sabe que le quiero mucho, Raoul, ¡y Christine también le quiere mucho!

—Me quiere mucho… —suspiró el joven que ordenaba con dificultad sus pensamientos en torno al genio de la señora Valérius, al Ángel del que tan extrañamente le había hablado Christine, a la calavera que había vislumbrado, como en una especie de pesadilla, en las escaleras del altar mayor de Perros, y también al fantasma de la Ópera, cuyo renombre había alcanzado sus oídos un día en que se había detenido en el escenario a unos pocos pasos de un grupo de tramoyistas que reconstruían la descripción cadavérica que había hecho antes de su misterioso fin el ahorcado Joseph Buquet…

Preguntó en voz baja:

—¿Señora, qué le hace pensar que Christine me quiere mucho?

—¡Ella me hablaba de usted cada día!

—¿De veras?… ¿Y qué le decía?

—Me dijo que usted le había declarado su amor…

Y la anciana comenzó a reír a carcajadas, enseñando todos los dientes, que había conservado celosamente. Raoul se levantó, con la frente enrojecida y sufriendo atrozmente.

—¿Adónde va?… ¿Quiere hacer el favor de sentarse?… ¿Cree que puede dejarme como si nada?… Está usted molesto porque me he reído. Le pido perdón… Después de todo, no es culpa suya lo que ha ocurrido… Usted no sabía… Es joven… y creía que Christine era libre.

—¿Christine está comprometida? —preguntó con voz ahogada el desgraciado Raoul.

—¡No, claro que no! ¡Claro que no!… sabe muy bien, que Christine, aunque lo quisiera, no puede casarse…

—¿Qué? No sé nada de eso… ¿Por qué Christine no puede casarse?

—¡Pues por el genio de la música!…

—¿Cómo?

—¡Sí, él se lo prohíbe!

—¿Se lo prohíbe?… ¿El gran genio de la música le prohíbe casarse?

Raoul se inclinaba hacia la señora Valérius con la mandíbula en alto, como para morderla. No la hubiera mirado con ojos más feroces si hubiera tenido deseos de devorarla. Hay momentos en los que la excesiva inocencia parece tan monstruosa que se vuelve odiosa. Raoul veía la señora Valérius como una persona demasiado inocente.

Ella no se inmutó pese a la dura mirada que caía sobre ella.

Volvió a empezar de la forma más natural:

—¡Oh! Se lo prohíbe… sin prohibírselo… Simplemente le dice que, si se casara, no volvería a oírlo. ¡Eso es todo!… ¡Y que él se marcharía para siempre!… Entonces, como puede comprender perfectamente, ella no quiere dejar que el genio de la música se marche. ¡Es lo más natural!

—¡Sí, sí! —asintió Raoul débilmente—. ¡Es lo más natural!

—Además, creía que Christine le había hablado de todo esto cuando se encontró con usted en Perros, adonde había ido con su «genio bienhechor».

—¡Ah!, ¿conque había ido a Perros con el «genio bienhechor»?

—Quiero decir que él había concertado con ella una cita en el cementerio de Perros, sobre la tumba del señor Daaé. Le había prometido tocarle la Resurrección de Lázaro en el violín de su padre.

Raoul de Chagny se levantó y pronunció estas palabras decisivas con gran autoridad:

—Señora, ¡va a decirme ahora mismo dónde vive ese genio!

La buena mujer no pareció sorprenderse en lo más mínimo de esta pregunta indiscreta. Alzó los ojos y contestó:

—¡En el cielo!

Semejante candor lo confundió. La simple y completa fe en un genio que bajaba del cielo todas las noches para frecuentar los camerinos de las artistas en la Opera, lo dejó perplejo.

Se daba cuenta ahora del estado en el que podía encontrarse una joven educada por un músico de pueblo supersticioso y una buena mujer «iluminada», y gimió al pensar en todo aquello.

—¿Christine sigue siendo una mujer honesta? —preguntó de pronto, sin poder impedir que brotara de su boca.

—¡Puedo jurarlo por la gloria de mí alma!… —exclamó la vieja que, esta vez, pareció ofenderse—, y si duda de ello, señor, no sé qué ha venido a hacer aquí.

Raoul manoseaba nerviosamente sus guantes.

 

—¿Cuánto hace que conoce a ese «genio»?

—¡Hace unos tres meses!… Sí, hace ya tres meses que empezó a darle lecciones.

El vizconde extendió los brazos con gesto amplio y desesperado, y luego los dejó caer con abatimiento.

—¿El genio le da lecciones? ¿Dónde?

—Ahora que se ha marchado con él, no sabría decírselo, pero hace quince días era en el camerino de Christine. Aquí sería imposible. Es un piso demasiado pequeño. La casa entera les oiría. Mientras que en la ópera, a las ocho de la mañana, no hay nadie. ¡No molestan! ¿Comprende?…

—Comprendo, comprendo —exclamó el vizconde, abandonando tan de improviso a la anciana, que ésta se preguntó a sí misma si el vizconde no estaría un poco chiflado.

Al atravesar el salón, Raoul se encontró frente a la doncella y, por un instante, tuvo la intención de interrogarla, pero creyó sorprender una ligera sonrisa en sus labios. Pensó que se burlaba de él. Huyó. ¿Acaso no sabía ya suficiente?… Había querido informarse. ¿Qué más podía desear?… Alcanzó el domicilio de su hermano a pie, en un estado lamentable…

Hubiera querido castigarse, golpearse la frente contra las paredes. ¡Haber creído en tanta inocencia, en tanta pureza! ¡Haber intentado, por un momento, explicarlo todo con ingenuidad, con sencillez de espíritu, con inmaculado candor! ¡El genio de la música! ¡Ahora ya lo conocía! ¡Lo veía! ¡Debía tratarse, sin duda alguna, de algún tenorcillo buen mozo que cantaba con sentimiento! ¡Ah, qué miserable, pequeño, insignificante y necio joven es el vizconde de Chagny!, pensaba enfurecido Raoul. Y ella, ¡qué criatura tan audaz y satánicamente astuta!

De todas formas, esta carrera por las calles le había hecho bien, refrescado un poco las ideas alocadas que le rondaban por la cabeza. Cuando entró en su habitación, pensaba tan sólo en tumbarse en la cama para ahogar sus sollozos. Pero su hermano estaba allí y Raoul se dejó en sus brazos como un bebé. Paternalmente, el conde lo consoló sin pedirle explicaciones. Por otra parte, Raoul hubiera dudado en contarle la historia del genio de la música. Si hay cosas de las que uno no se vanagloria, hay otras en las que se sufre demasiada humillación al ser compadecido.

El conde llevó a su hermano a cenar a un cabaret. Sumido en un estado tal de desesperación, es probable que Raoul hubiera declinado toda invitación, si el conde, para decidirle, no le hubiera informado que la noche anterior, en el camino del Bois, la dama de su pensamiento había sido vista en galante compañía. En un principio, el vizconde se negó a creerlo, pero luego los detalles fueron tan concretos que ya no protestó. A fin de cuentas, ¿no se trataba de la aventura más trivial del mundo? Se la había visto en un cupé con los cristales bajados. Ella parecía aspirar profundamente el aire helado de la noche. Había un maravilloso claro de luna. La habían reconocido perfectamente. En cuanto a su acompañante, tan sólo habían distinguido una vaga silueta en la sombra. El carruaje iba al paso por un camino desierto detrás de las tribunas de Longchamp.

Raoul se vistió con frenesí, dispuesto ya, para olvidar su tristeza, a lanzarse, como vulgarmente se dice, en los «torbellinos del placer». Pero, ¡ay!, fue más bien un triste comensal y, tras dejar en cuanto pudo al conde, se encontró hacia las diez de la noche en un coche de alquiler detrás de las tribunas de Longchamp.

Hacía un frío de perros. La carretera parecía desierta y muy iluminada bajo la luna. Dio al cochero la orden de esperarle pacientemente en un rincón de una pequeña avenida adyacente y lo más disimuladamente posible comenzó a caminar.

No hacía aún media hora que estaba dedicándose a este sano ejercicio, cuando un carruaje, que venía de París, giró al final de la carretera y, tranquilamente, al paso de su caballo se dirigió hacia donde Raoul estaba.

Pensó inmediatamente: ¡es ella! Y su corazón comenzó a latir con golpes sordos, como los que ya había en su pecho cuando oyó la voz de hombre detrás de la puerta del camerino… ¡Dios mío, cuánto la amaba!

El carruaje seguía avanzando. Él permanecía inmóvil. ¡Esperaba!… ¡Si se trataba de ella, estaba decidido a saltar a la cabeza de los caballos! Costara lo que costara, quería tener una conversación con el Ángel de la música…

Algunos pasos más y el cupé iba a pasar frente a él. No dudaba en absoluto de que fuera ella… Una mujer, en efecto, asomaba su cabeza por la ventanilla.

Y, de repente, la luna la iluminó con una pálida aureola.

—¡Christine!

El sagrado nombre de su amor le brotó de los labios y del corazón. ¡No pudo retenerlo!… Dio un salto para retenerlo, ya que aquel nombre, arrojado a la cara de la noche había sido como la señal esperada de una embestida furiosa del carruaje, que pasó ante él sin que tuviera para poner en ejecución su proyecto. El cristal de la puerta había vuelto a cerrarse. La silueta de la joven había desaparecido. Y el cupé, tras el que corría, no era ya más que un punto negro sobre la carretera blanca.

Siguió llamándola: Christine: ¡Christine!… Nadie le contestó. Se detuvo en medio del silencio.

Lanzó una mirada desesperada al cielo, a las estrellas; golpeó con el puño su pecho inflamado. ¡La amaba y no era correspondido!

Con la vista nublada observó aquella carretera desolada y fría, la noche pálida y muerta. No había nada más frío, nada más muerto que su corazón. ¡Había amado a un ángel y despreciaba a una mujer!

¡Cómo se ha reído de ti, Raoul, la pequeña hada del Norte! ¿No ves que resulta inútil tener una mejilla tan fresca, una frente tan tímida y dispuesta siempre a cubrirse de un velo rosa de pudor, si luego se pasea en la noche solitaria, en el interior de un cupé de lujo, en compañía de un misterioso amante? ¿No tendrían que haber límites sagrados para la hipocresía y la mentira? ¿Acaso deben tenerse los ojos claros de la infancia cuando se tiene el alma de una cortesana?

… Ella había pasado de largo sin contestar a su llamada…

Pero también, ¿por qué había tenido él que cruzarse en su camino?

¿Con qué derecho había alzado de repente el reproche de su presencia ante ella, que no le pedía nada más que el olvido?

—¡Vete!… ¡Desaparece!… ¡No cuentas!…

¡Pensaba en morir y tenía veinte años!… Su criado le sorprendió por la mañana sentado en la cama. No se había desnudado y el criado temió alguna desgracia al verlo, tal era la desolación de su rostro. Raoul le arrancó de las manos el correo que le traía. Había reconocido una carta, un papel, una letra. Christine le decía:

Amigo mío, no falte pasado mañana a media noche al baile de máscaras de la ópera, a medianoche, al saloncito que está detrás de la chimenea del gran foyer; espéreme de pie cerca de la puerta que conduce a la Rotonda. No hable de esta cita con nadie. Póngase un dominó blanco, bien enmascarado. Si alguien lo reconoce, puede costarme la vida. Christine.

CAPÍTULO X

EN EL BAILE DE MASCARAS

El sobre, lleno de manchas de barro, no llevaba sello. «Para entregar al señor vizconde Raoul de Chagny», y la dirección a lápiz. Había sido seguramente tirado con la esperanza de que alguien que pasara recogiera el billete y lo llevara al domicilio indicado. Y era lo que había sucedido. El billete sido encontrado en una acera de la plaza de la ópera. Raoul lo releyó febrilmente.

No necesitaba más para que su esperanza renaciera. La sombría imagen, que por un momento se había hecho una Christine olvidada de sus obligaciones con ella misma, dejó paso a la primera idea que había tenido de una desgraciada niña inocente, víctima de una imprudencia, y de su sensibilidad excesiva. ¿Hasta qué punto, ahora ya, seguía siendo víctima? ¿De quién se encontraba prisionera? ¿A qué abismos la habían arrastrado? Se preguntaba todo esto con angustia muy cruel. Pero este mismo dolor le parecía soportable comparado con el delirio en el que le sumía la idea de una Christine hipócrita y mentirosa. ¿Qué había sucedido? ¿Qué influencia había sufrido? ¿Qué monstruo la había hechizado, y con qué armas?…

… ¿Con qué armas podía ser a no ser las de la música?… ¡Sí, sí! Cuanto más pensaba, más se persuadía de que sería por este lado donde descubriría la verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con el que ella le había dicho, en Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la misma historia de Christine, en aquellos últimos tiempos, acaso no debía ayudarle a aclarar las tinieblas en las que se debatía? ¿Había ignorado la esperanza que se había apoderado de Christine después de la muerte de su padre y el desprecio que había sentido por todas las cosas de la vida, incluso por su arte?

Había pasado por el conservatorio como una maquina cantante, carente de alma. Y, de repente, había despertado como bajo el influjo de una intervención divina. ¡El Ángel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y triunfa!… ¡El Ángel de la música!… ¿Quién, quién, pues, se hace pasar a sus ojos como ese maravilloso genio?… ¿Quién, pues, conocedor de la leyenda amada del viejo Daaé, la utiliza hasta el punto de que la joven no es entre sus manos más que un instrumento sin defensa al que hace vibrar a capricho?

Raoul pensaba que una tal circunstancia no era excepcional.

Recordaba lo que le había sucedido a la princesa Belmonte, que acababa de perder a su marido, y cuya angustia se había convertido en estupor… Hacía un mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esta inercia física y moral iba agravándose día a día y la debilidad de la razón acarreaba poco a poco la aniquilación de la vida. Cada tarde llevaban a la enferma a los jardines, pero ella no parecía comprender siquiera dónde se hallaba. Raff, el mayor cantante de Alemania, que pasaba por Nápoles, quiso visitar estos jardines atraído el renombre de su belleza. Una de las damas de la princesa rogó al gran artista que cantara, sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en el que ella se encontraba tumbada. Raff consintió y cantó una sencilla melodía que la princesa había oído en boca de su marido durante los primeros días de su himeneo. La tonada era expresiva y sugerente. La melodía, las palabras, la admirable voz del artista, todo se unió para remover profundamente el alma de la princesa. Las lágrimas brotaron de sus ojos…, lloró, se encontró liberada y quedó convencida de que su esposo, aquella tarde, había bajado del cielo, para cantarle la tonada de antaño.

¡Sí!… ¡aquella tarde!… Una tarde, pensaba ahora Raoul, una única tarde… Pero aquel hermoso engaño no habría resistido a una experiencia repetida…

Aquella ideal princesa de Belmonte hubiera terminado por descubrir a Raff detrás del bosquecillo, si hubiera venido todas las noches durante tres meses… El Ángel de la música había dado clases a Christine durante tres meses… ¡Qué profesor tan puntual!… ¡Y ahora, por si fuera poco, la paseaba por el Bois!…

Con los dedos crispados sobre el pecho, donde latía su corazón celoso, Raoul se desgarraba la carne. Inexperto, se preguntaba ahora con terror a qué juego lo invitaba la señorita para la próxima mascarada. ¿Hasta qué punto una chica de la ópera puede burlarse de un joven que lo ignora todo del amor? ¡Qué mujer mezquina!

De este modo el pensamiento de Raoul iba de un extremo a otro. No sabía ya si debía compadecerse de Christine o maldecirla, y la maldecía y compadecía simultáneamente. Sin embargo, por si acaso, consiguió un traje de dominó blanco.

Por fin llegó la hora de la cita. Con el rostro oculto tras un antifaz provisto de largo y espeso encaje, completamente de blanco, el vizconde se encontró muy ridículo con aquel traje de mascaradas románticas. Un hombre de mundo no se disfrazaba para ir al baile de la ópera. Hubiera hecho reír. Una idea consolaba al vizconde: ¡nadie le reconocería! Además, aquel traje y aquel antifaz tenían una ventaja: Raoul iba a poder pasearse por los salones «como por su casa», solo con el malestar de su alma y a la tristeza de su corazón. No le sería necesario fingir. Era superfluo componer una expresión acorde con el disfraz: ¡la tenía!

Este baile excepcional, antes del martes de carnaval, se organizaba en memoria del aniversario del nacimiento de un ilustre dibujante de las alegrías de antaño, un émulo de Gavarni, cuyo lápiz había inmortalizado a las «mascaradas» y el descenso de la Courtile. Se suponía que debía ser más alegre, más ruidoso, más bohemio que la mayoría los bailes de carnaval. Muchos artistas se habían dado cita seguidos de todo un séquito de modelos y pintores que, hacia media noche, comenzarían a armar un gran bullicio.

 

Raoul subió la gran escalinata a las doce menos cinco. No se detuvo a observar cómo se distribuían a su alrededor los trajes multicolores por los peldaños de mármol, en uno de los decorados más suntuosos del mundo; no se dejó abordar por ninguna máscara alegre, no contestó a ninguna broma y esquivó la familiaridad acaparadora de varias parejas que estaban ya demasiado alegres. Tras atravesar el gran foyer y escapar de una farándula que lo había aprisionado por un momento, penetró por fin en el salón indicado en el billete de Christine. Allí, en tan poco espacio, había una multitud de gente, ya que se trataba del punto de reunión en el que se encontraban todos los que iban a cenar a la Rotonda o que volvían de tomar una copa de champán. El tumulto era despreocupado y alegre. Raoul pensó que Christine había preferido, para la misteriosa cita, aquella muchedumbre a un lugar aislado. Aquí, bajo la máscara, se encontraban más escondidos.

Se aproximó a la puerta y esperó. No tuvo que esperar mucho. Pasó un dominó negro que rápidamente le apretó la punta de los dedos. Comprendió que era ella.

La siguió.

—¿Es usted Christine? —preguntó entre dientes.

El dominó se volvió con presteza y se llevó el dedo a los labios para recomendarle sin duda que no repitiera su nombre. Raoul la siguió en silencio.

Temía perderla después de haberla encontrado de nuevo en aquellas extrañas circunstancias. Ya no sentía ningún tipo de odio contra ella. No dudaba siquiera de que ella «no tenía nada que reprocharse», por muy extraña e inexplicable que pareciera su conducta. Estaba dispuesto a todas las renuncias, a todos los perdones, a todas las cobardías. La amaba. Y seguramente conocería dentro de poco la razón de aquella ausencia tan singular…

De tanto en tanto, el dominó negro se volvía para asegurarse de que el dominó blanco lo seguía.

Mientras Raoul volvía a atravesar de esta manera el gran foyer, no pudo por menos que fijarse, entre la muchedumbre, en un grupo, en medio de los otros que se dedicaban a las más locas extravagancias, que rodeaba a un personaje cuyo aspecto extraño y macabro causaba sensación…

Este personaje iba totalmente de escarlata con un inmenso sombrero de plumas encima de una calavera. ¡Qué espléndida imitación de una calavera! Los diletantes que se apiñaban a su alrededor lo admiraban, lo felicitaban… le preguntaban qué maestro, en qué estudio, frecuentado por Plutón, le habían hecho, dibujado, maquillado, una calavera tan hermosa. ¡La Camarde misma debió posar como modelo!

El hombre de la calavera, de sombrero de plumas y traje escarlata arrastraba tras él un amplio manto de terciopelo rojo cuya cola se deslizaba majestuosamente por el parqué. En el manto habían bordado con letras de oro una frase que cada uno leía y releía en voz alta: «No me toquéis! ¡Yo soy la Muerte roja que pasa!».

Alguien intentó tocarlo…, pero una mano de esqueleto, que salía de una manga púrpura, agarró brutalmente la muñeca del imprudente y éste, sintiendo el crujido de los huesos, el apretón arrebatado de la Muerte que parecía no iba a soltarlo jamás, lanzó un grito de dolor y de espanto. Por fin la Muerte roja lo dejó en libertad y huyó como un loco entre una nube de comentarios. En aquel mismo instante, Raoul se cruzó con el fúnebre personaje, que precisamente acababa de volverse hacia él. Estuvo a punto de dejar escapar un grito: ¡La calavera de Perros-Guirec! ¡La había reconocido!… Quiso precipitarse sobre ella olvidando a Christine, pero el dominó negro, que parecía también presa de una extraña conmoción, lo había cogido del brazo y lo arrastraba… lo arrastraba lejos del salón, fuera de aquella masa demoníaca donde paseaba la Muerte roja…

A cada momento, el dominó negro se volvía, y al blanco le pareció por dos veces advertir algo que la aterraba, ya que aceleró el paso, como si fueran perseguidos.

Así subieron dos pisos. Allí, las escaleras, los corredores, estaban prácticamente desiertos. El dominó negro empujó la puerta de un camerino e hizo señas al blanco de que entrara. Christine (ya que en realidad se trataba de ella, pudo reconocerla por la voz), Christine cerró inmediatamente la puerta mientras le recomendaba que permaneciera en la parte trasera del camerino y que no se dejara ver. Raoul se quitó la máscara. Cuando el joven iba a rogar a la cantante que se la quitara, quedó sorprendido de ver que de repente apoyaba un oído en el tabique y escuchaba atentamente lo que ocurría al otro lado. Después, entreabrió la puerta y miró en el corredor, diciendo en voz baja:

—Debe haber subido al «camerino de los Ciegos»… —de pronto exclamó—: ¡Vuelve a bajar!

Quiso cerrar la puerta, pero Raoul se opuso, porque había visto en el peldaño más alto de la escalera un pie rojo que subía al piso superior… y lenta, majestuosamente, la capa escarlata de la Muerte roja se deslizó por los escalones. Y volvió a ver la calavera de Perros-Guirec.

—¡Es él! —exclamó—. ¡Esta vez no se me escapará!

Pero Christine había vuelto a cerrar la puerta en el momento en que Raoul se precipitaba. Quiso apartarla de su camino.

—¿Quién? —preguntó ella con voz completamente cambiada—. ¿Quién es el que no se le escapará?

Brutalmente, Raoul intentó vencer la resistencia de la joven, pero ella lo rechazaba con una fuerza inesperada… Él comprendió, o creyó comprender, y se enfureció.

—¿Quién? —dijo con rabia—. ¡Pues, él! ¡El hombre que se oculta tras esa horrible máscara mortuoria…, el genio malo del cementerio de Perros!,… ¡la muerte roja!… En fin, su amigo, señora… ¡Su Ángel de la música! Pero le arrancaré la máscara, al igual que arrancaré la mía, y esta vez nos veremos cara a cara, sin velos y sin mentiras, y sabré a quién ama usted y quién la ama.

Se echó a reír como un loco, mientras que Christine, detrás de su antifaz, dejaba escapar un doloroso gemido.

Extendió con gesto trágico sus dos brazos, que interpusieron una barrera de carne blanca ante la puerta.

—¡En nombre de nuestro amor, Raoul, usted no pasará!…

Él se detuvo. ¿Qué es lo que había dicho? ¿En nombre de su amor?… Pero ella jamás le había dicho, jamás, que lo amaba. Sin embargo, ¡no le habían faltado ocasiones!… Lo había visto muy desdichado, llorando ante ella, implorando una sola palabra de esperanza que no había llegado… ¿Acaso no lo había visto enfermo, medio muerto de frío y de terror después de la noche en el cementerio de Perros? ¿Acaso se había quedado a su lado en el momento en que más necesitaba sus cuidados? No. ¡Había huido!… ¡Y ahora decía que lo amaba! Hablaba «en nombre de su amor». ¡Vamos! No tenía —otra intención que la de hacerle perder algunos segundos… Era necesario dar tiempo a que la Muerte roja escapase… ¿Su amor? ¡Mentira!

Y se lo dijo, en tono de odio infantil.

—¡Miente, señora! ¡Porque no me quiere ni me ha querido nunca! Hay que ser un desgraciado como yo para dejarse manejar, para dejarse burlar como yo lo he hecho. ¿Por qué su actitud, la alegría de su mirada, su mismo silencio me permitieron, a partir de nuestro primer encuentro en Perros, todo tipo de esperanzas? Todo tipo de esperanzas honradas, señora, ya que soy un hombre honesto y la creía a usted una mujer honesta, cuando no tenía más intención que la de reírse de mí. ¡Se ha burlado de todo el mundo! Ha abusado incluso del alma cándida de su bienhechora, que sigue creyendo en su sinceridad mientras usted se pasea por el baile de la Opera con la Muerte roja… ¡La desprecio!…

Y se echó a llorar. Ella se dejaba insultar. No tenía más que un sólo pensamiento: el de retenerlo.

—Un día me pedirá perdón por todas esas viles palabras, Raoul, ¡y yo lo perdonaré!…

Él movió la cabeza.

—¡No, no! ¡Me he vuelto loco!… ¡Cuando pienso que yo no tenía otro objetivo en la vida que el dar mi nombre a una vulgar cantante de Ópera!…