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100 Clásicos de la Literatura

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—No se ría, Christine, esto es muy serio. Ella replica, con gravedad:

—No le he hecho venir para que me dijera estas cosas.

—Usted me ha «hecho venir», Christine. ¿Adivinó pues que su carta no me dejaría indiferente y que yo acudiría a Perros? ¿Cómo pudo pensar eso si no sabía que la amo?

—Pensé que se acordaría de los juegos de nuestra infancia, a los que se sumaba mi padre tan a menudo. En realidad, no sé muy bien qué es lo que pensé… Tal vez hice mal en escribirle… Su aparición, tan súbita, el otro día en el camerino me había llevado lejos, muy lejos en el pasado, y le escribí como la niña que yo era entonces, y que hubiera sido feliz de volver a ver, en un momento di tristeza y de soledad, a su pequeño camarada…

Por un momento guardaron silencio. Hay en la actitud de Christine algo que Raoul no encuentra natural, a pesar de que no le es posible precisarlo. Sin embargo, no la siente hostil. Por el contrario…, la ternura desolada de sus ojos lo confirma de sobras. Pero, ¿por qué esta ternura va acompañada de desolación?… Eso es lo que necesita saber y lo que ya irrita al joven…

—¿El día en que me vio en su camerino, fue la primera vez que se fijó en mí, Christine?

Ésta no sabe mentir, y dice:

—¡No! Le había visto ya varias veces en el palco de su hermano. —Y, luego, también en el escenario.

—¡Lo sospechaba! —dijo Raoul mordiéndose los labios—. Pero entonces, ¿por qué, cuando me vio en su camerino, arrodillado, haciéndole recordar que había recogido su chal del mar, por qué me contestó como si no me conociera y se echó a reír?

El tono de estas preguntas es tan brusco, que Christine mira a Raoul asombrada y no le contesta. El mismo joven queda sorprendido de la situación que acaba de provocar en el mismo instante en que había decidido hacer oír a Christine palabras de ternura, amor y sumisión. Un marido, un amante que tiene todos los derechos, no hablaría de distinta manera a su mujer o a su querida si le hubiera ofendido. Pero, irritado de su propia torpeza y encontrándose estúpido, no ve más salida a esta ridícula situación que adopta de mostrarse odioso.

—¡No me contesta, usted! —exclama, rencoroso y desdichado—. Pues bien, voy a contestar yo por usted. Había en el camerino alguien que le estorbaba, Christine. ¡Alguien en cuya presencia no quería revelar que podía usted interesarse en una persona que no fuera él!…

—Si alguien me molestaba, amigo mío —lo interrumpió Christine con acento glacial—, si alguien me estorbaba aquella noche, debía de ser usted, pues es a usted a quien rechacé.

—Sí… para quedarse con el otro…

—¿Qué dice usted, señor?… —exclama la joven estremeciéndose—. ¿Y de qué otro se trata?

—De aquél a quien usted dijo: «¡Yo no canto más que para usted! ¡Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta!».

Christine ha cogido el brazo de Raoul: lo aprieta con una fuerza insospechada en una criatura tan frágil.

—¿Entonces escuchaba detrás de la puerta?

—¡Sí! Porque la amo… Y lo oí todo…

—¿Oyó qué?

Y la joven, que extrañamente ha vuelto a calmarse, soltó el brazo de Raoul.

—Él le dijo: «Es preciso que me ames».

Al oír estas palabras, una palidez cadavérica se extiende por el rostro de Christine, sus ojos se oscurecen… Vacila, está a punto de caer. Raoul se precipita hacia ella, le tiende los brazos, pero ya Christine ha vencido este desfallecimiento pasajero y susurra en voz baja, apenas perceptible:

—¡Diga! ¡Diga todo! ¡Diga todo lo que oyó!

Raoul la mira, vacila, no comprende nada de lo que pasa.

—¡Hable ya! ¿No ve que me está haciendo sufrir?

—Oí también lo que él le contestó después de que usted le confesara que le había entregado su alma: «Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiese un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!».

Christine se ha llevado una mano al corazón. Clava la mirada en Raoul con emoción indescriptible. Es una mirada tan aguda, tan fija, que parece la de alguien que ha perdido el juicio. Raoul está asustado. Pero de pronto los ojos de Christine se humedecen y por sus mejillas de marfil se deslizan dos perlas, dos pesadas lágrimas…

—¡Christine!…

—¡Raoul!…

El joven quiere tomarla en sus brazos, pero ella se desprende de sus manos y huye en la confusión.

Mientras Christine permanecía encerrada en su habitación Raoul se hacía mil reproches por su brutalidad; pero, por otra parte, los celos le recorrían las venas encendidas. ¿Por qué había mostrado la joven semejante emoción al saber que habían descubierto su secreto? ¡Tenía que ser muy importante! A pesar de lo que había oído, Raoul no dudaba de la pureza de Christine. Sabía que su conducta era intachable, y no era tan novato como para no comprender que una artista está a veces obligada a oír proposiciones amorosas. Lo cierto es que Christine había contestado que le había entregado su alma, pero era evidente que se refería tan sólo al canto y la música. ¿Evidente? ¿Entonces, por qué esa turbación hacía un momento? ¡Dios mío, qué desgraciado era Raoul! Si hubiera podido atrapar al hombre, la voz de hombre, le hubiera pedido explicaciones concretas.

¿Por qué había huido Christine? ¿Por qué no bajaba?

Rechazó el desayuno. Estaba abatido y su dolor era grande al ver desvanecerse, lejos de la joven sueca, aquellas horas que había imaginado tan dulces. ¿Por qué no venía a recorrer con él la región que encerraba tantos recuerdos comunes? ¿Por qué, ya que parecía no tener nada que hacer en Perros y de hecho no hacía nada, no volvía inmediatamente a París? Se había enterado de que por la mañana había hecho celebrar una misa por el descanso del alma de su padre y que había pasado largas horas rezando en la pequeña iglesia y en la tumba del músico.

Triste, desalentado, Raoul se dirigió hacia el cementerio que rodeaba la iglesia. Empujó la puerta. Vagó solitario entre las tumbas, descifrando las inscripciones, pero al llegar detrás del ábside vio inmediatamente un esplendoroso ramo de flores que descansaba sobre una lápida de granito y que, desbordándola, caían en la tierra blanca. Llenaban de perfume aquel helado rincón del invierno bretón. Eran milagrosas rosas rojas que parecían brotadas de la nieve, aquella misma mañana. Era un poco de vida entre los muertos, ya que la muerte estaba presente por todas partes. También la vida se desprendía de la tierra que había arrojado su exceso de cadáveres. Esqueletos y calaveras se amontonaban a centenares contra el muro de la iglesia, retenidos únicamente por una fina alambrada que dejaba al descubierto todo el macabro edificio. Las calaveras, apiladas, alineadas como ladrillos, sujetas en los intervalos por huesos fuertes y limpiamente blanqueados, parecían formar el primer asentamiento sobre el que se habían levantado las paredes de la sacristía. La puerta de la sacristía se abría en medio de aquel osario, al igual que en muchas viejas iglesias bretonas.

Raoul rezó por el alma de Daaé, luego, tristemente impresionado por esas sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras, salió del cementerio, subió la colina y se sentó al borde de la landa que domina el mar. El viento se agitaba malignamente por los arenales, aullando bajo la pobre y tímida luz del día. Ésta fue cediendo, desapareció y se convirtió tan sólo en una raya lívida en el horizonte. Entonces, el viento calló. Había llegado la noche. Raoul se encontraba cercado por sombras heladas, pero no sentía el frío. Todo su pensamiento vagaba por la colina desierta y desolada, toda recuerdos. Allí, en aquel lugar, había venido a menudo a la caída de la tarde con la pequeña Christine para ver danzar a las korrigans en el momento preciso en que salía la luna. Por lo que a él se refiere, jamás las había visto, sin embargo tenía buena vista. Pero Christine, aún siendo un poco miope, pretendía haber visto a muchas. Sonrió a este recuerdo y, luego, de repente, se estremeció. Una silueta, una silueta muy concreta, pero que había llegado hasta allí sin que ningún ruido la anunciara, una silueta de pie, a su lado, decía:

—¿Cree que las korrigans vendrán esta noche?

Era Christine. Él quiso hablar. Ella le tapó la boca con su mano enguantada.

—¡Escúcheme, Raoul, estoy decidida a decirle algo grave, muy grave!

Su voz temblaba. Él esperó.

Ella volvió a hablar, con algo de ahogo.

—¿Se acuerda, Raoul, de la leyenda del Ángel de la música?

—¡Claro que me acuerdo! —dijo él—; me parece incluso que fue aquí donde su padre nos la contó por primera vez.

—Fue también aquí donde me dijo: «Cuando esté en el cielo, te lo enviaré». Pues bien, Raoul, mi padre está en el cielo y yo he recibido la visita del Ángel de la música.

—No lo dudo —contestó el joven con gravedad. Creía que su amiga, en un arrebato piadoso, mezclaba el recuerdo de su padre con el resplandor de su último triunfo.

Christine pareció ligeramente extrañada de la sangre fría con la que el vizconde de Chagny se enteraba de que había recibido la visita del Ángel de la música.

—¿Cómo se lo explica, Raoul? —dijo, inclinando su pálido rostro tan cerca del joven que éste pudo pensar que Christine iba a darle un beso, aunque ella sólo quería leer, a pesar de la oscuridad, en sus ojos.

—Creo —le respondió él— que una criatura humana no canta como cantó usted la otra noche sin que se dé un milagro, sin que el Cielo no haya intervenido. No existe en la tierra maestro alguno que pueda enseñar semejantes tonalidades. Usted ha oído al Ángel de la música, Christine.

—Sí —dijo ella solamente—, en mi camerino. Es allí donde me da sus lecciones diarias.

 

El tono con el que dijo esto era tan penetrante y tan particular, que Raoul la miró inquieto, como se mira a una persona que dice una monstruosidad o que se aferra a alguna loca visión en la que cree con todas las fuerzas de su pobre cerebro enfermo. Ahora se había echado hacia atrás e, inmóvil, no era más que un poco de sombra en la noche.

—¿En su camerino? —repitió él como un estúpido eco.

—Sí, es allí donde lo oigo, y no he sido la única en oírlo.

—¿Quién más lo ha oído entonces, Christine?

—Usted, amigo mío.

—¿Yo? ¿Yo he oído al Ángel de la música?

—Sí, la otra noche. Era él el que hablaba cuando usted escuchó detrás la puerta de mi camerino. Fue él quien me dijo: «Es preciso que me ames». Pero yo creía ser la única en escuchar su voz.

Imagine pues, mi sorpresa, cuando esta mañana me he enterado de que usted también podía oírlo…

Raoul se echó a reír a carcajadas. Y, en seguida, la noche se disipó en la colina desierta y los primeros rayos de luna envolvieron a los jóvenes. Christine se había vuelto hacia Raoul con aire hostil. Sus ojos, por lo general tan dulces, relampagueaban.

—¿De qué se ríe tanto? ¿Cree acaso haber oído una voz de hombre?

—¡Exacto! —exclamó el joven, cuyas ideas comenzaban a confundirse ante la actitud agresiva de Christine.

—¡Usted, Raoul! ¡Usted es quien me dice esto! ¡Un amigo de la infancia! ¡Un amigo de mi padre! No lo reconozco. Pero, ¿qué se ha creído usted? Soy una joven honesta, señor vizconde de Chagny, y no me encierro con voces de hombre en mi camerino. ¡Si hubiera abierto la puerta, habría visto que allí no había nadie!

—¡Es cierto! Cuando usted salió, abrí la puerta y no encontré a nadie en el camerino…

—Ya lo ve… ¿Entonces?

El conde hizo acopio de todo su valor.

—¡Entonces, Christine, creo que alguien se burla de usted!

Ella lanzó un grito y huyó. Él corrió tras ella, pero la muchacha, llena de una irritación feroz, lo detuvo con un enérgico:

—¡Déjeme! ¡Déjeme!

Y desapareció. Raoul volvió al albergue muy abatido, muy descorazonado y muy triste.

Se enteró de que Christine acababa de subir a su habitación y que había anunciado que no bajaría a cenar. El joven preguntó si se encontraba enferma. La buena posadera le contestó de forma ambigua que, de encontrarse mal, no era nada grave y, como creía en los enfados de los enamorados, se alejó encogiéndose de hombros y diciendo en voz baja que era una lástima ver a dos jóvenes desperdiciando en vanas discusiones las pocas horas de felicidad que el buen Dios les ha permitido pasar en la tierra. Raoul cenó solo en un rincón del atrio y, como podéis imaginar, de una forma bien triste. Más tarde, en su habitación, intentó leer y, luego, en la cama, intentó dormir. En la habitación de al lado no salía ningún ruido. ¿Qué hacía Christine? ¿Dormía? Y si no dormía, ¿en qué pensaba? Y él, ¿en qué pensaba? ¿Acaso era capaz de decirlo? La extraña conversación que había tenido con Christine lo habrá turbado por completo… Pensaba menos en Christine que alrededor de Christine, y ese «alrededor» era tan difuso, tan nebuloso, tan incomprensible, que sentía un singular y angustioso malestar.

De este modo las horas pasaban muy lentas. Serían más o menos las once y media de la noche cuando oyó, con claridad, pasos en la habitación de al lado. Eran pasos ligeros, furtivos. ¿Entonces Christine no se había acostado? Sin pensar en lo que hacía, el joven se vistió a tientas, cuidando de no hacer el menor ruido. Y esperó, dispuesto a todo. ¿Dispuesto a qué? ¿Lo sabía acaso? El corazón le saltó en el pecho cuando oyó que la puerta de Christine giraba lentamente sobre sus goznes. ¿Adónde iba a estas horas en las que todo dormía en Perros? Entreabrió cuidadosamente la puerta y pudo ver, al claro de luna, la silueta blanca de Christine que se deslizaba con precaución por el corredor. Alcanzó la escalera, bajó, y él, por encima de ella, se inclinó sobre la barandilla. De repente, oyó dos voces que hablaban rápidamente. Le llegó una frase: «No pierda la llave». Era la voz de la posadera. Abajo abrieron la puerta que daba a la rada. La volvieron a cerrar y todo quedó en calma. Raoul se dirigió inmediatamente a su habitación y corrió hacia la ventana, que abrió. La blanca silueta de Christine se destacaba en el muelle desierto.

El primer piso de la posada del Sol Poniente no era muy alto, y un árbol que tendía sus ramas a los brazos impacientes de Raoul le permitió llegar afuera sin que la posadera pudiera sospechar su ausencia. Así pues, ¿cuál no fue el estupor de la buena mujer, a la mañana siguiente, cuando le trajeron al joven casi helado, más muerto que vivo, y cuando se enteró de que le habían encontrado tendido en las escaleras del altar de la pequeña iglesia de Perros? Corrió a dar la noticia a Christine, que bajó al instante y prodigó al joven, ayudada por la posadera, sus cuidados inquietos. Éste no tardó en abrir los ojos y volvió completamente a la vida al ver a su lado el encantador rostro de su amiga.

¿Qué había sucedido? El comisario Mifroid tuvo ocasión, unas semanas más tarde, cuando el drama de la ópera exigió la intervención de la policía, de interrogar al vizconde de Chagny acerca de los sucesos de la noche de Perros, y he aquí de qué forma fueron transcritos en las hojas del sumario (Signatura 150).

Pregunta. —¿La señorita Daaé lo vio bajar de su habitación por el curioso camino que usted eligió?

Respuesta. —No, señor, no. Sin embargo, la alcancé sin cuidar de ahogar el ruido de mis pasos. No quería entonces más que una cosa, que se volviera, me viera y me reconociera. Me decía que mi persecución era absolutamente incorrecta y que aquel tipo de espionaje era indigno de mí. Pero ella no pareció oírme y, de hecho, actuó como si yo no estuviera allí. Abandonó con tranquilidad el muelle y después, de repente, subió rápidamente por el camino. El reloj de la iglesia acababa de dar las doce menos cuarto y me pareció que el sonido de la hora le hacían forzar la marcha, ya que empezó casi a correr. Llegó así a la puerta del cementerio.

P. —¿Estaba abierta la puerta del cementerio?

R. —Sí, señor. Eso me sorprendió, pero no pareció extrañar en lo más mínimo a la señorita Daaé.

P. —¿No había nadie en el cementerio?

R. —No había nadie. Si hubiera habido alguien, le habría visto. La luz de la luna deslumbraba y la nieve que recubría la tierra, al reflejar sus rayos, hacía aún más clara la noche.

P. —¿No era posible que hubiera alguien escondido detrás de las tumbas?

R. —No, señor. Son unas lápidas miserables que desaparecen bajo la nieve y cuyas cruces se alzan a ras del suelo. Las únicas sombras eran las de las cruces y las dos nuestras. La iglesia resplandecía de luz. Jamás he visto semejante luz nocturna. Era muy hermoso, muy transparente y muy frío. Jamás había ido de noche a un cementerio e ignoraba que fuera posible una luz semejante, «una luz que no pesa nada».

P. —¿Es usted supersticioso?

R. —No, señor. Soy creyente.

P. —¿En qué estado de ánimo se encontraba?

R. —Muy sereno y tranquilo, se lo aseguro. En verdad, la insólita salida de la señorita Daaé me había turbado en un principio profundamente. Pero, en cuanto vi que la joven penetraba en el cementerio, pensé que iba a cumplir alguna promesa sobre la tumba de su padre, y encontré la cosa tan natural que recobré toda mi calma. Sólo me extrañaba aún el que no hubiera oído mis pasos, ya que la nieve crujía bajo mis pies. Pero debía estar, sin duda, absorta por su devoción. Decidí, pues, no molestarla y, cuando llegó a la tumba de su padre, me quedé detrás algunos pasos. Se arrodilló en la nieve, hizo la señal de la cruz y empezó a rezar. En aquel momento dieron las doce de la noche. Aún resonaba la última campanada en mis oídos, cuando vi a la joven alzar la cabeza. Su mirada se clavó en la bóveda celeste, sus brazos se tendieron hacia el astro de la noche. Me pareció como si estuviera en éxtasis y aún me preguntaba cuál había sido la causa súbita y determinante de este éxtasis, cuando yo mismo levanté la cabeza, lancé a mi alrededor una mirada perdida y todo mi ser se tendió hacia el Invisible, el invisible que nos tocaba música. ¡Y qué música! ¡Ya la conocíamos! Christine y yo la habíamos oído en nuestra juventud. Pero jamás del violín del señor Daaé había surgido un arte tan divino. En aquel instante no pude dejar de recordar todo lo que Christine me había explicado acerca del Ángel de la música, y no supe qué pensar de aquellos sonidos inolvidables que, si no bajaban del cielo, no permitían adivinar su origen en la tierra. Allí no había instrumento alguno ni mano alguna para guiar el arco. ¡Recordaba esa admirable melodía! Se trataba de La resurrección de Lázaro, que el viejo Daaé nos tocaba en sus horas de tristeza y devoción. Si el Ángel de Christine hubiera existido, no lo hubiera hecho mejor aquella noche con el violín del viejo músico de pueblo. La invocación de Jesús nos arrebataba de la tierra y, en verdad, esperaba incluso ver levantarse la piedra de la tumba del padre de Christine. Tuve también la idea de que Daaé había sido enterrado con su violín y, sinceramente, no sé hasta dónde, en aquellos momentos fúnebres y esplendorosos, en el fondo de aquel perdido cementerio de provincia, al lado de las calaveras de los muertos que nos sonreían con sus mandíbulas inmóviles… no, no sé hasta dónde llegó mi imaginación ni dónde se detuvo. Pero la música se extinguió y volví a recobrar mis sentidos. Me pareció oír un ruido del lugar donde estaban las calaveras del osario.

P. —¡Ajá! ¿Oyó un ruido procedente del osario?

R. —Sí. Me pareció que las calaveras reían con sarcasmo y no pude evitar un escalofrío.

P. —¿Acaso no pensó que, detrás del osario, podía esconderse precisamente el músico celeste, que acababa de embelesarle?

R. —Pensé tanto en eso que no pude pensar en otra cosa, señor comisario, hasta el punto que olvidé seguir a la señorita Daaé, que se había levantado y se acercaba tranquilamente a la puerta del cementerio. Ella, por su parte, estaba tan absorta que no me sorprende que no me viera. Permanecí sin moverme, con los ojos fijos en el osario, decidido a llegar hasta el final de esta increíble aventura y aclararlo todo hasta el último detalle.

P —¿Y qué ocurrió entonces para que lo encontraran, por la mañana, medio muerto, en los escalones del altar mayor?

R. —¡Oh! Ocurrió todo muy rápido… Una calavera rodó hasta mis pies…, luego otra…, y otra… Era como si yo fuera el centro de aquel fúnebre juego de bolos. Pensé que un falso movimiento había destruido la armonía del montón de huesos tras el cual se ocultaba nuestro músico. Esta hipótesis me pareció del todo razonable, cuando vi a una sombra deslizarse de repente por la pared resplandeciente de la sacristía. Me lancé tras ella. La sombra, empujando la puerta, había entrado ya en la iglesia. Yo llevaba alas, la sombra una capa. Fui lo bastante rápido como para coger una punta de la capa de la sombra. En aquel momento, la sombra y yo estábamos justo ante el altar mayor y los rayos de la luna, a través de la gran vidriera del ábside, caían a pico delante de nosotros. Como yo no la soltaba, la sombra se volvió hacia mí y la capa con la que se envolvía se entreabrió. Vi, señor juez, como le veo a usted, una espantosa calavera que clavaba en mí una mirada en la que ardían los fuegos del infierno. Creí vérmelas con el propio Satán y, ante esa aparición de ultratumba, mi corazón, pese a todo su valor, desfalleció, y ya no recuerdo nada hasta el momento en que me desperté en mi pequeña habitación de la posada del Sol Poniente.

CAPÍTULO VII

UNA VISITA AL PALCO N° 5

Abandonamos a los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin en el momento en que se decidían a visitar el palco n° 5 del primer piso.

Dejaron atrás la larga escalera que va desde el vestíbulo de la administración hasta el escenario y sus dependencias. Atravesaron el escenario, entraron en el teatro por la puerta de los abonados, después en la sala por el primer pasillo a la izquierda. Se deslizaron a través de las primeras filas de las butacas de la orquesta y contemplaron el palco n° 5 del primer piso. Se veía mal porque estaba sumido en una semioscuridad y porque enormes fundas colgaban del terciopelo rojo de los pasamanos.

En aquel momento estaban prácticamente solos en el inmenso agujero tenebroso y un profundo silencio los rodeaba. Era la hora tranquila en la que los tramoyistas van a tomar una copa.

El equipo había abandonado por un tiempo el escenario, dejando un decorado a medio instalar. Algunos rayos de luz (una luz pálida, siniestra, que parecía robada a un astro moribundo) se insinuaba a través de una abertura hasta una vieja torre que alzaba sus almenas de cartón sobre el escenario. Las cosas, en aquella noche ficticia, o mejor dicho en aquel día engañoso, adoptaban formas extrañas. Encima de los sillones de la orquesta, la tela que los recubría parecía un mar enfurecido cuyas olas glaucas hubieran sido inmovilizadas instantáneamente por orden secreta del gigante de las tormentas que, como todos sabemos, se llama Adamástor. Los señores Moncharmin y Richard eran los náufragos en esta agitación inmóvil de un mar de tela pintada. Avanzaban hacia los palcos de la izquierda a grandes brazadas, como marineros que han abandonado su barco e intentan ganar la orilla. Las ocho grandes columnas de cartón pulido se alzaban en la sombra como otros tantos prodigiosos pilares destinados a sostener el acantilado amenazador, crujiente y ventrudo, cuyos soportes estaban representados por las líneas circulares, paralelas y oscilantes de los palcos de los pisos primeros, segundos y terceros. En lo alto, en lo más alto del acantilado, perdidas en el cielo de cobre, obra de Lenepveu, unas figuras hacían muecas, reían sarcásticamente, se burlaban de la inquietud de los señores Moncharmin y Richard. Eran, sin embargo, figuras que suelen ser muy serias. Se llamaban Isis, Amfitrite, Hebe, Flora, Pandora, Psique, Tetis, Pomona, Dafne, Clitia, Galatea, Aretusa. Sí, la propia Aretusa y Pandora, a la que todo el mundo conoce a causa de su caja, miraban a los dos nuevos directores de la Ópera que habían conseguido aferrarse a una ruina y que, desde allí, contemplaban en silencio el primer palco n° 5. He dicho ya que estaban inquietos. Al menos, me lo imagino. El mismo señor Moncharmin confiesa que se encontraba impresionado. Dice textualmente: «Aquel “columpio” (¡vaya estilo!) del fantasma de la ópera, al que nos habían hecho subir tan amablemente desde que sucedimos a los señores Poligny y Debienne, había terminado sin duda alguna por turbar mis facultades imaginativas, y me parece que también las visuales, porque (¿acaso era el escenario ideal en el que nos movíamos en medio de un increíble silencio lo que nos impresionó hasta aquel punto?… ¿Fuimos acaso juguetes de una especie de alucinación hecha posible por la semioscuridad de la sala y la que inundaba el palco n° 5?), porque que vi, y también Richard vio, al mismo tiempo, una silueta en el palco n° 5. Richard no dijo nada; tampoco yo. Pero nos cogimos de la mano con un mismo gesto. Después, esperamos así vanos minutos, sin movernos, con los ojos siempre fijos en el mismo punto; pero la silueta había desaparecido. Entonces salimos y, en el corredor, intercambiamos nuestras impresiones y hablamos de la silueta. Lo peor fue que mi imagen de la silueta no se parecía en lo más mínimo a la de Richard. Yo había visto algo parecido a una calavera inclinada sobre la barandilla del palco, mientras que Richard observó a una silueta de mujer vieja que recordaba a la de mamá Giry. De tal modo comprendimos que habíamos sido víctimas de una ilusión y, sin dudar más, corrimos sin tardanza y riendo como locos, al primer palco n° 5, en el que entramos y en el que ya no encontramos silueta alguna».

 

Ahora estamos en el palco n° 5.

Es, un palco como todos los demás palcos del primer piso. En realidad, nada diferencia a este palco de los vecinos.

Moncharmin y Richard, burlándose ostensiblemente y riéndose el uno del otro, movían los muebles del palco, levantaban las fundas y los sillones, y examinaban en particular aquél en el que la voz tenía costumbre de sentarse. Pero comprobaron que se trataba de un simple sillón que no tenía nada de mágico. En resumen, el palco era uno de los palcos más normales, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo. Después de haber examinado, de la forma más seria del mundo, la alfombra y de no haber encontrado allí ni en ninguna otra parte nada especial, bajaron a la platea, al palco debajo del palco n° 5. En el palco de platea n° 5, que está justo en el rincón de la primera salida a la izquierda de las butacas de la orquesta, no encontraron tampoco algo que mereciese ser señalado.

—Toda esa gente se burla de nosotros —terminó exclamando Firmin Richard—. El sábado se representa Fausto, ¡y nosotros dos asistiremos a la representación en el palco n° 5!

CAPÍTULO VIII

DONDE LOS SEÑORES FIRMIN RICHARD Y ARMAND MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE REPRESENTAR «FAUSTO» EN UNA SALA «MALDITA» Y DEL ESPANTOSO ESPECTÁCULO QUE TUVO LUGAR EN LA ÓPERA

El sábado por la mañana, al llegar a su despacho, los directores encontraron una doble carta del F. de la Ó. que rezaba así:

Estimados directores.

¿Me han declarado acaso la guerra?

Si quieren reencontrar la paz, éste es mi ultimátum.

Contiene de las cuatro siguientes condiciones.

1º Devolverme mi palco, y quiero que sea puesto a mi libre disposición a partir de este momento.

2º El papel de «Margarita» lo cantará esta noche Christine Daaé. No se preocupen de la Carlotta, que estará enferma.

3º Exijo los buenos y leales servicios de la señora Giry, mi acomodadora, a la que reintegrarán inmediatamente a sus funciones.

4º Espero me comuniquen, mediante una carta entregada a la señora Giry, quien me la hará llegar, si aceptan ustedes, como sus predecesores, el pliego de condiciones referente a mi pago mensual. Les informaré más adelante de cómo habrá de efectuarse.

De lo contrario, esta noche representarán Fausto en una sala maldita. A buen entendedor… ¡Saludos!

F de la Ó.

—¡Empieza a fastidiarme este tipo, a fastidiarme en serio! —gritó Richard, mientras levantaba los puños en señal de venganza y los dejaba caer con estruendo sobre la mesa de su despacho.

Entre tanto, entró Mercier, el administrador.

—Lachenal querría ver a uno de los señores —dijo—. Parece que el asunto es urgente; el buen hombre parece muy alterado.

—¿Quién es ese Lachenal? —preguntó Richard.

—Es al jefe de sus caballerizos.

—¿Cómo que el jefe de mis caballerizos?

—Claro, señor —explicó Mercier—… en la Opera hay varios caballerizos, y el señor Lachenal es su jefe.

—¿Y qué hace?

—Se encarga de la dirección de las cuadras.

—¿Qué cuadras?

—Pues las suyas, señor. Las cuadras de la Ópera.

—¿Pero es que hay cuadras en la ópera? ¡La verdad es no sabía nada! ¿Y dónde están?

—En los bajos, del lado de la Rotonda. Es un servicio muy importante, tenemos doce caballos.

—¡Doce caballos! ¿Y para qué, Dios mío?

—Pues, para los desfiles de La judía, de El Profeta, etc… Se necesitan caballos amaestrados y «que sepan de tablas». Los caballerizos se encargan de amaestrarlos. El señor Lachenal es muy hábil. Es el antiguo director de las cuadras de Franconi.

—Muy bien… ¿Pero qué quiere?

—No lo sé… Jamás lo había visto en semejante estado.

—¡Hágalo pasar!

El señor Lachenal entra. Lleva una fusta en la mano y se golpea nerviosamente una de sus botas.

—Buenos días, señor Lachenal —dijo Richard impresionado. ¿A qué debemos el honor de su visita?

—Señor director, vengo a pedirle que ponga en la calle a toda la cuadra.

—Pero, ¿cómo? ¿Quiere que ponga en la calle a nuestros queridos caballos?

—No se trata de los caballos, sino de los palafreneros.

—¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?

—¡Seis!

—¡Seis palafreneros! Bastaría con dos.

—Se trata de «plazas» —lo interrumpió Mercier— que fueron creadas e impuestas por el subsecretario de Bellas Artes. Los ocupan hombres protegidos por el gobierno, y me atrevo a sugerir…