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100 Clásicos de la Literatura

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La siniestra nueva se había difundido en seguida de arriba a abajo de la ópera, en la que Joseph Buquet era muy querido. Los palcos se vaciaron y las pequeñas bailarinas, agrupadas alrededor de la Sorelli como corderos asustados alrededor del pastor, tomaron el camino del foyer a través de los corredores y de las escaleras mal alumbradas, trotando a toda la velocidad que les permitían sus piernecitas rosas.

CAPÍTULO II

LA NUEVA MARGARITA

En el primer rellano, la Sorelli se topó con el conde de Chagny, que subía. El conde, por lo general muy tranquilo, mostraba una gran excitación.

—Iba a buscarla —dijo el conde saludando a la joven con galantería—. ¡Ah, Sorelli! ¡Qué hermosa velada! ¡Y qué triunfo el de Christine Daaé!

—¡No es posible! —protestó Meg Giry—. ¡Si hace seis meses cantaba como un loro! Pero déjenos pasar, mi querido conde —dijo la chiquilla con una reverencia revoltosa—, vamos en busca de noticias de un pobre hombre al que han ahorcado.

En aquel momento pasaba muy excitado el administrador, que se detuvo bruscamente al oír la conversación.

—¡Cómo! ¿Ya lo saben ustedes, señoritas? —dijo con tono bastante rudo—. Pues bien, no habléis de ello… y sobre todo que los señores Debienne y Poligny no se enteren. Les causaría demasiado trastorno en su último día.

Todo el mundo se encaminó hacia el foyer de la danza, que se encontraba ya invadido.

El conde de Chagny tenía razón: no hubo jamás gala comparable a aquélla; los privilegiados que asistieron hablan aún a sus hijos y nietos con emocionado recuerdo. Pensad que Gounod, Reyer, Saint-Saens, Massenet, Guiraud y Delibes subieron por turno al atril del director de la orquesta y dirigieron ellos mismos la ejecución de sus obras. Tuvieron, entre otros intérpretes, a Faure y la Krauss, y es en esta velada cuando se reveló al estupefacto y embriagado público de París el arte de Christine Daaé, cuyo misterioso destino quiero dar a conocer en esta obra.

Gounod había dirigido La marche fúnebre de una marioneta; Reyer, su bella obertura de Sigurd; Saint-Saens, la Danza macabra y una Ensoñación oriental; Massenet, una Marcha húngara inédita; Giraud, su Carnaval; Delibes, el vals lento de Sylvia y los pizzicati de Copelia. Las señoritas Krauss y Denise Bloch habían cantado, la primera, el bolero Vísperas sicilianas; la segunda, el brindis de Lucrecia Borgia.

Pero el triunfo mayor recayó en Christine Daaé, que había comenzado con algunos pasajes de Romeo y Julieta. Era la primera vez que la joven artista cantaba esta obra de Gounod que, además, aún no se había llevado a la ópera y que la ópera Cómica acababa de reponer mucho después de haber sido estrenada en el antiguo Teatro Lírico por la señora Carvalho. ¡Ah! Hay que compadecer a aquellos que no oyeron a Christine Daaé en el papel de Julieta, que no conocieron su gracia ingenua, que no se estremecieron con los acentos de su voz seráfica, que no sintieron volar sus almas junto a la suya sobre las tumbas de los amantes de Verona: «¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! ¡Perdónanos!».

Pues bien, todo esto no fue nada al lado de los acentos sobrehumanos que dejó oír en el acto de la prisión y en el trío, final de Fausto, que cantó en sustitución de la Carlotta que se hallaba indispuesta. ¡Jamás se había oído ni visto aquello!

Era «una Margarita nueva» lo que la Daaé interpretaba, una Margarita de un esplendor, de un fulgor aún insospechados.

La sala entera había estallado en miles de clamores de inenarrable emoción dirigidos a una Christine que sollozaba y desfallecía en los brazos de sus compañeros. Hubo que llevarla a su camerino. Parecía haber entregado su alma. El gran crítico P. De St.-V fijó el inolvidable recuerdo de este minuto maravilloso en una crónica a la que tituló con justicia La nueva Margarita. Como gran artista que era, el crítico simplemente ponía al descubierto que esta bella y dulce niña había aportado aquella tarde algo más que su arte: su corazón. Ninguno de los amigos de la ópera ignoraba que el corazón de Christine permanecía tan puro como era a los quince años, y P de St.-V declaraba que «para comprender lo que acababa de suceder con Daaé, ¡era necesario imaginar que se había enamorado por primera vez! Quizá soy un poco indiscreto —añadía—, pero sólo el amor es capaz de realizar un milagro tal, una transformación tan fulgurante. Cuando oímos, hace dos años, a Christine Daaé en el recital del Conservatorio, nos dio grandes esperanzas… ¿Pero de dónde proviene la sublime actuación de hoy? ¡Si no desciende del cielo en alas del amor, tendré que pensar que asciende del infierno y que Christine, como el maestro cantor Ofterdingen, hizo un pacto con el diablo! Quien no haya oído cantar a Christine Daaé el trío final de Fausto no conoce Fausto. ¡No podría superarse esta exaltación de la voz y esta sagrada embriaguez de un alma pura!».

Sin embargo, algunos abonados protestaban. ¿Cómo podía habérseles ocultado tanto tiempo semejante tesoro? Christine Daaé había sido hasta entonces un Siebel aceptable al lado de esa Margarita demasiado espléndidamente material que era la Carlotta. ¡Y había sido necesaria la ausencia incomprensible e inexplicable de la Carlotta, en esta velada de gala, para que a pie firme la pequeña Daaé pudiera dar muestra de lo que era capaz, en una parte del programa reservada a la diva española! ¿Y por qué, privados de Carlotta, los señores Debienne y Poligny se habían dirigido a la Daaé? ¿Conocían acaso su genio oculto? Y si lo conocían, ¿por qué lo escondían? ¿Por qué, ella también, lo ocultaba? Cosa rara, no se le conocía en la actualidad ningún profesor. Y había declarado en vanas ocasiones que en lo sucesivo trabajaría completamente sola. Todo lo cual resultaba muy inexplicable.

El conde de Chagny había asistido, de pie en su palco, a este delirio y había compartido los estruendosos bravos.

El conde de Chagny (Philippe-Georges-Marie) tenía entonces exactamente cuarenta y un años. Era un gran señor y un hombre atractivo. De talla más que mediana, de rostro agradable a pesar de la frente dura y unos ojos un poco fríos, era de una educación refinada con las mujeres y un poco altanero con los hombres, que no siempre le perdonaban sus éxitos mundanos. Tenía un corazón excelente y una conciencia honrada. Tras la muerte del viejo conde Philibert, se había convertido en jefe de una de las más ilustres y antiguas familias de Francia, cuyos títulos de nobleza se remontaban a Luis el Testarudo. La fortuna de los Chagny era considerable y, cuando el viejo conde, que era viudo, murió, no fue tarea fácil para Philippe administrar un patrimonio tan enorme. Sus dos hermanas y su hermano Raoul no quisieron saber nada de la herencia y ni quisieron oír hablar de reparto, encargando de todo a Philippe, como si el derecho de primogenitura no hubiera dejado de existir. Cuando se casaron las dos hermanas —el mismo día—, tomaron su parte de manos del hermano, no como algo que les perteneciera, sino como una dote, por la que le expresaron su reconocimiento.

La condesa de Chagny —de soltera Moerogis de la Martyniére— había muerto al dar a luz a Raoul, nacido veinte años después que su hermano mayor. Cuando el viejo conde murió, Raoul tenía doce años. Philippe se ocupó activamente de la educación del niño. Fue auxiliado en esta labor, de forma admirable, por sus hermanas primero y luego por una anciana tía, viuda de marino, que vivía en Brest, y que inició al joven Raoul en el gusto por las cosas de la mar. El joven entró en la tripulación del Borda, salió entre los primeros números y realizó tranquilamente su vuelta al mundo. Gracias a poderosas influencias, acababa de ser designado para formar parte de la expedición oficial del Réquin, que tenía la misión de buscar en los hielos polares a los supervivientes de la expedición del Artois, del que no se tenían noticias desde hacía tres años. Mientras tanto, disfrutaba de un largo permiso de seis meses, y las viudas ricas del noble barrio, viendo a este hermoso joven, que parecía tan frágil, le compadecían ya de los rudos trabajos que le esperaban.

La timidez de este marino, casi estoy tentado de decir su inocencia, era notable. Parecía haber salido el día anterior de las faldas de sus hermanas. De hecho, mimado por ellas y por su anciana tía, había conservado de esta educación puramente femenina unos modales casi cándidos, huellas de un encanto que hasta entonces nada había podido empañar. En esa época tenía poco más de veintiún años y aparentaba dieciocho. Llevaba un bigotito rubio, tenía los ojos azules y una tez de niña.

Philippe consentía mucho a Raoul. En principio, se sentía muy orgulloso de él y preveía con gozo una carrera gloriosa para su hermano menor en la misma marina donde uno de sus antepasados, el famoso Chagny de la Roche, había ostentado el rango de almirante. Aprovechaba los permisos del joven para enseñarle París, al que éste casi desconocía en todo lo que esa ciudad puede ofrecer de alegría lujosa y placer artístico.

El conde consideraba que a la edad de Raoul una excesiva prudencia no es muy recomendable. Philippe tenía un carácter muy bien equilibrado, ponderado tanto en sus trabajos como en sus placeres, siempre de modales perfectos, y era incapaz de dar a su hermano un mal ejemplo. Lo llevó con él a todas partes. Le dio a conocer incluso el foyer de la danza. Sé de sobra que se decía que el conde tenía «buenísimas relaciones» con la Sorelli. Pero, ¿acaso podía considerarse un crimen que un joven, que se había mantenido soltero y que por lo tanto disponía de mucho tiempo, especialmente desde que sus hermanas se habían establecido, viniera a pasar una o dos horas después de cenar en compañía de una bailarina que, evidentemente, no era excesivamente espiritual, pero que tenía los ojos más bellos del mundo? Además, hay sitios donde un verdadero parisino, cuando posee el título de conde de Chagny, debe hacerse ver, y en esta época, el foyer de la danza de la ópera era uno de estos sitios.

 

Además, quizá Philippe no hubiera llevado a su hermano a los bastidores de la Academia Nacional de música si éste no hubiera sido el primero en pedírselo en varias ocasiones, con una dulce obstinación de la que el conde debía acordarse más tarde.

Philippe, después de haber aplaudido aquella noche a la Daaé, se había vuelto hacia Raoul y lo había visto tan pálido que se había asustado.

—¿No ve usted que esta mujer se encuentra mal? —había dicho Raoul.

En efecto, en el escenario tuvieron que sostener a Christine Daaé.

—Eres tú el que va a desmayarse… —dijo el conde inclinándose hacia Raoul—. ¿Qué te pasa?

Pero Raoul ya se había puesto en pie.

—Vamos —dijo con voz temblorosa.

—¿Adónde quieres ir, Raoul? —preguntó el conde, asombrado del estado en que se encontraba su hermano menor.

—¡Vayamos a ver qué pasa! ¡Es la primera vez que canta así!

El conde observó con curiosidad a su hermano y una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.

—¡Bah! —y añadió enseguida—: ¡Vamos, vamos!

Parecía estar encantado.

En seguida se encontraron en la entrada de los abonados, que estaba abarrotada. A la espera de poder entrar en el escenario, Raoul desgarraba sus guantes con un gesto inconsciente. Philippe, que era comprensivo, no se burló de su impaciencia. Pero ya estaba resignado. Ahora sabía por qué Raoul estaba distraído cuando le hablaba y también por qué parecía sentir un vivo placer encauzando todas las conversaciones hacia la Opera.

Penetraron en el escenario.

Una masa de fracs se dirigía apresuradamente hacia el foyer de la danza o hacia los camerinos de los artistas. A los gritos de tramoyistas se mezclaban las alocuciones vehementes de los jefes de servicio. Los figurantes del último cuadro que abandonan el escenario, los «viejos verdes» que empujan, un bastidor que pasa, un decorado que baja del telar, un practicable que sujetan a martillazos, el eterno «sitio del teatro» que resuena en los oídos como la amenaza de alguna catástrofe nueva para vuestra chistera o de una sólida carga contra vuestros riñones: tal es el acontecimiento habitual de los entreactos y que nunca deja de turbar a un novato como el joven del bigotito rubio, de ojos azules y tez de niña que atravesaba, todo lo rápido que la aglomeración se lo permitía, el escenario en el que Christine Daaé acababa de triunfar y bajo el que Joseph Buquet acababa de morir.

La confusión no había sido nunca tan completa como en esta noche, pero Raoul no había sido nunca menos tímido. Apartaba con el hombro vigoroso todos los obstáculos, sin ocuparse de lo que se decía a su alrededor, sin intentar atender a las palabras asustadas de los tramoyistas. Tan sólo le preocupaba el deseo de ver a aquélla cuya voz mágica le había arrancado el corazón. Sí, sentía claramente que su pobre corazón aún nuevo ya no le pertenecía. Había intentado defenderlo desde el día en que Christine, a la que conocía de pequeña, había reaparecido ante él. Sintió en su presencia una emoción muy dulce a la que quiso rechazar mediante la reflexión, ya que se había hecho el juramento, tanto sé respetaba a sí mismo y a su fe, de que no amaría más que a la que fuera su mujer, y ni por un momento podía imaginar en casarse con una cantante. Pero he aquí que a la dulce emoción había seguido una sensación atroz. ¿Sensación? ¿Sentimiento? Había en ello algo físico y algo moral. El pecho le dolía como si se lo hubieran abierto para arrancarle el corazón. ¡Sentía allí un hueco horrible, un vacío real que jamás podría ser rellenado más que por el corazón de ella! Estos son acontecimientos de una psicología particular que, parece ser, no pueden ser comprendidos más que por los que han sido heridos, en el amor, por un golpe extraño, llamado en el lenguaje común, «un flechazo».

El conde Philippe tenía dificultad en seguirlo. Y continuaba sonriendo.

Al fondo del escenario, pasada la puerta doble que se abre a los escalones que conducen al foyer y a los que conducen a los palcos de la izquierda de la planta baja, Raoul hubo de detenerse ante la pequeña tropa de «ratas» que, recién bajadas de su granero, obstruían el pasillo por el que pretendía introducirse. Más de un comentario burlón fue pronunciado por pequeños labios pintados, a los que él no respondió. Por fin consiguió pasar y se sumergió en la oscuridad de un corredor invadido por el estruendo de las exclamaciones que proferían los admiradores entusiastas. Un nombre ahogaba todos los rumores: ¡Daaé, Daaé! El conde, detrás de Raoul, se decía: «El muy bribón sabe el camino», y se preguntaba cómo lo había aprendido. Él nunca lo había llevado al camerino de Christine. Había que suponer por lo tanto que éste había ido solo mientras el conde se quedaba charlando en el foyer con la Sorelli, ya que a menudo ella le rogaba que permaneciera a su lado hasta el momento de salir a escena, y quien a veces tenía la manía tiránica de dejarle al cuidado de las pequeñas polainas con que bajaba de su camerino y con las que garantizaba el lustre de sus zapatillas de raso y la limpieza del maillot color carne. La Sorelli tenía una excusa: había perdido a su madre.

El conde, retrasando la visita que debía hacer a la Sorelli, seguía pues la galería que conducía al camerino de la Daaé y comprobaba que aquel corredor nunca había sido tan frecuentado como aquella noche en la que todo el teatro parecía trastornado por el éxito de la artista, y también por su desvanecimiento. Pues la hermosa niña aún no se había recuperado y habían ido a buscar al médico del teatro, que llegó entretanto empujando a los grupos de gente y seguido por Raoul, que le pisaba los talones.

De este modo, el médico y el enamorado se encontraron al mismo tiempo al lado de Christine, que recibió del uno los primeros cuidados y abrió los ojos en brazos del otro. El conde se había quedado, con otros muchos, en el umbral de la puerta, ante la cual se ahogaba.

—¿No cree, doctor, que estos señores deberían «desalojar» el camerino? —preguntó Raoul con audacia increíble—. No se puede respirar aquí dentro.

—Tiene usted toda la razón —afirmó el doctor, y despachó a todos, excepción hecha de Raoul y de la doncella.

Esta contemplaba a Raoul con los ojos agrandados por el más sincero de los asombros. Jamás lo había visto.

Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.

Y el doctor pensó que si el joven actuaba así era, evidentemente, porque tenía derecho a hacerlo. De tal forma que el vizconde permaneció en el camerino presenciando cómo la Daaé volvía a la vida, mientras los dos directores, Debienne y Poligny, que habían acudido para expresar su admiración a su pupila, se veían rechazados al pasillo, con sus trajes oscuros. El conde de Chagny, echado al corredor como los demás, se reía a carcajadas.

—¡Ah, el muy bribón! ¡El muy bribón!

Y añadía para sí: «Para que te fíes de esos jovenzuelos que adoptan aires de niñitas».

Estaba radiante.

—Es un Chagny —concluyó, y se encaminó al camerino de la Sorelli; pero ésta bajaba hacia el foyer con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y el conde la encontró en el camino, como ya se ha dicho.

En el camerino, Christine Daaé había dejado escapar un profundo suspiro al cual respondió un gemido. Volvió la cabeza, vio a Raoul y se estremeció. Miró al doctor, al que sonrió, después a su criada y por último a Raoul.

—¡Señor! —preguntó a este último con una voz que era tan sólo un suspiro—. ¿Quién es usted?

—Señorita —respondió el joven, al tiempo que se arrodillaba y depositaba un ardiente beso en la mano de la diva—, señorita, soy el niño que fue a recoger su chal del mar.

Christine volvió a mirar al doctor y a la doncella, y los tres se echaron a reír. Raoul se levantó muy sonrojado.

—Señorita, ya que le place no reconocerme, quisiera decirle algo en privado, algo muy importante.

—Cuando me encuentre mejor, ¿no le parece bien, señor?… —y su voz temblaba—. Es usted muy amable…

—Pero es necesario que se vaya… —añadió el doctor con su mejor sonrisa—. Déjeme usted atender a la señorita.

—¡No estoy enferma! —exclamó Christine de repente con una energía tan extraña como inesperada.

Y se levantó, pasándose una mano por los párpados con gesto rápido.

—¡Se lo agradezco mucho, doctor!… Necesito estar sola… Váyanse todos, por favor…, déjenme… Estoy muy nerviosa esta noche…

El médico quiso oponer algunos argumentos, pero ante la agitación de la joven estimó que el mejor remedio para su estado era no contradecirla. Y salió junto con Raoul, quien se encontró en el pasillo completamente desamparado. El doctor le dijo:

—No la reconozco esta noche… normalmente es tan dulce…

Y lo dejó allí.

Raoul le quedó solo. Toda aquella parte del teatro se encontraba ahora desierta. La ceremonia de despedida debía haber empezado en el foyer de la ópera. Raoul pensó que quizá la Daaé iría y esperó sumido en la soledad y el silencio. Incluso se escondió en la sombra propicia del quicio de una puerta. Seguía teniendo aquel horrible dolor en el corazón. Y era de eso de lo que quería hablarle a la Daaé sin demora. De repente, el camerino se abrió y vio a la criada que salía completamente sola, llevando unos paquetes. Se interpuso en su camino y le pidió noticias de su ama. Ella le contestó riendo que se encontraba bien, pero que no debía molestarla puesto que quería estar sola. Y se escapó. Una idea atravesó el cerebro abrasado de Raoul. ¡Evidentemente, la Daaé quería estar sola para él…! ¿Acaso no le había dicho que quería conversar en privado? Esta era la razón por la que había despedido a los demás. Respirando con dificultad, se acercó al camerino y, con la oreja pegada a la puerta para escuchar lo que iban a contestarle, se dispuso a llamar. Pero su mano se detuvo. Acababa de percibir, en el camerino, una voz de hombre que decía con entonación particularmente autoritaria:

—¡Christine, es preciso que me ames!

Y la voz de Christine, dolorida, que se adivinaba entrecortada por las lágrimas, una voz temblorosa, respondía:

—¿Cómo puede decirme esto? ¡A mí, que no canto más que para usted!

Raoul se apoyó en un panel, tal fue su sufrimiento. El corazón, al que creía haber perdido para siempre, había vuelto a su pecho y latía con estruendo. El corredor entero retumbaba y los oídos de Raoul estaban como aturdidos. Seguramente, si su corazón seguía haciendo tanto ruido, iban a oírlo, iban a abrir la puerta y el joven sería vergonzosamente expulsado. ¡Qué papel para un Chagny! ¡Escuchar detrás de una puerta! Se apretó el corazón con ambas manos para hacerlo callar. Pero un corazón no es el hocico de un perro e, incluso sujetándolo el morro a un perro que ladra sin parar, siempre se le oye gruñir.

La voz del hombre prosiguió:

—Debes estar muy cansada.

—Oh! Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta.

—Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía —siguió diciendo la voz grave del hombre—, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiera un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!

Después de estas palabras, esta noche han llorado los ángeles, el conde ya no oyó más.

Sin embargo, no se fue. Como temía ser sorprendido, se ocultó en un rincón sombrío decidido a esperar a que el hombre abandonase el camerino. En un mismo instante acababa de conocer el amor y el odio. Sabía a quién amaba. Quería saber a quién odiaba. Ante su gran estupor de su parte, la puerta se abrió y Christine Daaé, envuelta en pieles y escondido el rostro bajo un encaje, salió sola. Cerró la puerta, pero Raoul observó que no la cerraba con llave. Pasó ante él, quien ni siquiera la siguió con los ojos puesto que los tenía fijos en la puerta, que no se volvía a abrir. Entonces, al ver que el corredor estaba de nuevo desierto, lo cruzó. Abrió la puerta del camerino y la cerró inmediatamente detrás de él. Se encontraba en la más absoluta oscuridad. Habían apagado el gas.

—¿Hay alguien aquí? —dijo Raoul con voz vibrante—. ¿Por qué se esconde?

Y al decir esto, seguía apoyado en la puerta cerrada.

Oscuridad y silencio. Raoul no oía más que el ruido de su propia respiración. Seguramente no se daba cuenta de que la indiscreción de su conducta sobrepasaba todo lo imaginable.

—¡Sólo saldrá usted de aquí cuando yo lo permita! —exclamó el joven—. ¡Si no me contesta, es usted un cobarde! ¡Pero yo sabré dar con usted!

 

Y encendió una cerilla. La llama iluminó el lugar. ¡No había nadie en el camerino! Raoul, después de cerrar cuidadosamente la puerta con llave, encendió los globos y las lámparas. Penetró en el tocador, abrió los armarios, buscó, tanteó con sus manos húmedas las paredes. ¡Nada!

—¡Ah! ¿Es que me estoy volviendo loco? —dijo en voz alta.

Permaneció así diez minutos escuchando el silbido del gas en medio de la paz del camerino abandonado: enamorado como estaba, ni siquiera pensó en llevarse una cinta que le hubiera reconfortado con el perfume de su amada. Salió sin saber qué hacía ni adónde iba. En un momento de su incoherente deambular, un aire frío le golpeó en la cara. Se encontraba al final de una estrecha escalera por la que bajaba detrás de él un cortejo de obreros inclinados sobre una especie de camilla que recubría un paño blanco.

—¿La salida, por favor? —preguntó a uno de ellos.

—¡La está viendo! Delante de usted —le contestaron—. La puerta está abierta, pero déjenos pasar.

Preguntó maquinalmente, señalando la camilla.

—¿Qué es eso?

El obrero respondió:

—Esto es Joseph Buquet, al que se ha encontrado ahorcado en el tercer sótano, entre un bastidor y un decorado de El rey de Labore.

Se hizo a un lado ante el cortejo, saludó y salió.

CAPÍTULO III

DONDE, POR PRIMERA VEZ, LOS SEÑORES DEBIENNE Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU MARCHA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA

Mientras tanto proseguía la ceremonia de la despedida.

Ya he dicho anteriormente que esta magnífica fiesta se daba, con ocasión de su marcha de la ópera, en honor a los señores Debienne y Poligny, que habían querido morir, como decimos hoy, a lo grande.

Habían sido ayudados en la realización de este programa ideal y fúnebre por todos aquellos que, por aquel entonces, desempeñaban un papel en la sociedad y las artes de París.

Toda esta gente se había reunido en el foyer de la ópera donde la Sorelli esperaba, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado en la punta de la lengua, a los directores dimisionarios. Tras ella, sus jóvenes y viejas compañeras del cuerpo de ballet se apretujaban, conversando en voz baja de los acontecimientos del día, y otras haciendo discretas señales de complicidad a sus amigos que en tropel parlanchín rodeaban ya el bufé que había sido levantado sobre el suelo en pendiente, entre la danza guerrera y la danza campestre del señor Boulenger.

Algunas bailarinas se habían vestido ya con sus ropas de calle; la mayoría llevaba aún sus faldas de gasa ligera; pero todas habían creído su deber adoptar un tono de circunstancia. Tan sólo la pequeña Jammes, cuyas quince primaveras parecían haber olvidado, en su despreocupación —feliz edad— al fantasma y la muerte de Joseph Buquet, no cesaba de cacarear, de cuchichear, de saltar, de hacer diabluras, hasta el punto de que, al aparecer los señores Debienne y Poligny en las escalinatas del salón, fue severamente llamada al orden por la Sorelli, que estaba impaciente.

Todo el mundo comprobó que los directores dimisionarios parecían alegres, lo que en provincias no hubiera parecido natural a nadie, pero que en París se consideró de muy buen gusto. Aquel que no haya aprendido a ocultar su tristeza bajo una máscara de alegría y a simular algo de tristeza, aburrimiento o indiferencia ante su íntima alegría, no será nunca un parisino. Si sabéis que uno de vuestros amigos está preocupado, no intentéis consolarle; os dirá que ya lo está. Pero, sí le ha sucedido algo agradable, guardaos de felicitarle por ello; encuentra tan natural su buena suerte que se extrañaría de que se hable de ella. En París se vive siempre en un baile de máscaras, y no es en el foyer de la Opera, donde personajes tan «enterados» como los señores Debienne y Poligny hubieran cometido el error de mostrar su tristeza, que era real. Comenzaban ya a sonreír a la Sorelli, que empezaba a despachar su discurso de compromiso, cuando una exclamación de aquella loquilla de Jammes vino a truncar la sonrisa de los señores directores de una forma tan brutal que la expresión de desolación y de espanto que se escondía en ellos apareció ante los ojos de todos:

—¡El fantasma de la ópera!

Jammes había soltado esta frase con un tono de indecible terror y su dedo señalaba entre la muchedumbre de fracs a un rostro tan pálido, tan lúgubre y tan espantoso, con los tres agujeros negros de los arcos superficiales tan profundos, que aquella calavera así señalada obtuvo de inmediato un éxito loco.

—¡El fantasma de la Opera! ¡El fantasma de la Opera!

La gente reía, se empujaba y quería ofrecer de beber al fantasma de la Ópera; ¡pero había desaparecido! Se había deslizado entre los asistentes y lo buscaron en vano, mientras dos ancianos señores intentaban calmar a la pequeña Jammes y la pequeña Giry lanzaba gritos de pavo real.

La Sorelli estaba furiosa: no había podido terminar su discurso. Los señores Debienne y Poligny la habían abrazado, agradecido y habían escapado tan aprisa como el mismo fantasma. Nadie se extrañó, puesto que se sabía que debían asistir a una ceremonia similar en el piso superior, en el foyer del canto, y que finalmente sus amigos íntimos serían recibidos por última vez en el gran vestíbulo del despacho de dirección, en donde les aguardaba una cena.

Aquí es donde volvemos a encontrarlos, junto con los nuevos directores, los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Los primeros apenas conocían a los segundos, pero se presentaron con grandes demostraciones de amistad, y éstos les respondieron con mil cumplidos. De tal manera que aquellos invitados que habían temido una velada más aburrida se mostraron en seguida muy risueños. La cena fue casi alegre y, llegado el momento de los brindis, el señor comisario del gobierno fue tan extraordinariamente hábil, mezclando la gloria del pasado con los éxitos del futuro, que la mayor cordialidad reinó en seguida entre los convidados. La transmisión de los poderes de dirección se habían efectuado la víspera de la forma más simple posible, y los asuntos que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva dirección habían sido solucionados bajo la presidencia del comisario del gobierno con tal deseo de entendimiento por ambas partes que realmente no podía resultar extraño, en esta velada memorable, encontrar cuatro caras de directores tan sonrientes.

Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya las dos llaves minúsculas, las llaves maestras que franqueaban las múltiples puertas de la Academia Nacional de Música —varios miles de puertas—, a los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Las llavecitas, objeto de la curiosidad general, pasaban con presteza de mano en mano, cuando la atención de algunos fue atraída al descubrir de pronto, en el extremo de la mesa, aquella extraña, pálida y cadavérica figura de ojos hundidos que ya había aparecido en el foyer de la danza y que había sido interpelada por la pequeña Jammes como «¡El fantasma de la ópera!».

Se encontraba allí como el más normal de los convidados, salvo que no comía ni bebía.

Los que habían comenzado a mirarlo sonriendo, habían acabado por volver la cabeza, hasta tal punto la visión de aquel individuo llenaba inmediatamente el espíritu de los pensamientos más fúnebres. Ninguno volvió a hacer las bromas del foyer, ninguno gritó: «¡El fantasma de la ópera!».