Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Habíamos llegado a la Posada del Torreón. Entramos.

Esta vez no vimos al dueño, sino que fue su mujer quien nos recibió con una alegre sonrisa. Ya describí el salón en el que nos encontrábamos y adelanté algo acerca de la encantadora mujer rubia de ojos dulces que se puso inmediatamente a nuestra disposición para prepararnos el almuerzo.

–¿Cómo anda el tío Mathieu? – preguntó Rouletabille.

–No mejora, señor, no mejora: sigue en cama.

–¿Su reuma no lo deja tranquilo?

–¡No! Anoche tuve que volver a aplicarle una inyección de morfina. Es la única droga que calma sus dolores.

Hablaba con voz dulce; todo en ella expresaba dulzura. Era realmente una hermosa mujer, un poco indolente, con ojos grandes y ojerosos, ojos de enamorada. El tío Mathieu debía de ser alegre y atrevido cuando no sufría de reumatismo. Pero ¿era ella feliz con ese reumático huraño? La escena que habíamos presenciado con anterioridad lo desmentía y, sin embargo, la actitud de la mujer no denotaba desesperación. Desapareció en la cocina para preparar nuestra comida, dejándonos en la mesa una excelente botella de sidra. Rouletabille la sirvió en dos cuencos, llenó su pipa, la encendió y, tranquilamente, me explicó por fin la razón por la que había decidido pedirme que viniera al Glandier con dos revólveres.

–Sí –dijo, siguiendo con mirada contemplativa las volutas de humo que soltaba de su pipa–, sí, amigo, esta noche espero al asesino.

Hubo un breve silencio, que me cuidé de no interrumpir, y prosiguió:

–Anoche, cuando iba a acostarme, Robert Darzac golpeó a la puerta de mi habitación. Le abrí y me confió que necesitaba ir, la mañana siguiente, es decir, esta mañana, a París. La razón que lo impulsaba a ese viaje era, a la vez, perentoria y misteriosa: perentoria, porque le resultaba imposible no emprenderlo, y misteriosa, porque le era igualmente imposible rebelarme con qué finalidad lo realizaba.

–Me voy –añadió– y, sin embargo, daría la mitad de mi vida para no dejar en este momento a la señorita Stangerson.

No me ocultó que la creía nuevamente en peligro.

–No me sorprendería que ocurriera algo mañana a la noche –confesó– y, sin embargo, debo ausentarme. No estaré de regreso en el Glandier hasta pasado mañana a la mañana.

Le pedí explicaciones y esto fue lo que me dijo: la idea del peligro inminente se debía únicamente a la coincidencia que existía entre sus ausencias y los atentados de los que la señorita Stangerson era víctima. La noche de la "galería inexplicable", había tenido que abandonar el Glandier; la noche del "cuarto amarillo" no había podido estar en el castillo y, de hecho, sabemos que no se hallaba en él. Al menos lo sabíamos oficialmente, según sus declaraciones. El hecho de que hoy se ausentara otra vez, embargado por una idea semejante, tenía que obedecer a una voluntad más fuerte que la suya. Eso fue lo que pensé, y se lo dije. Me respondió:

– ¡Tal vez!

Le pregunté si esa voluntad más fuerte que la suya era la de la señorita Stangerson; me juró que no y que él había tomado la decisión de partir, más allá de cualquier instrucción de la señorita Stangerson. En resumen, me repitió que sólo creía en la posibilidad de un nuevo atentado a causa de aquella extraordinaria coincidencia que había notado y que, además, el juez de instrucción le había hecho notar.

–Si le sucediera algo a la señorita Stangerson –dijo–, sería terrible para ella y para mí; para ella, porque estaría nuevamente entre la vida y la muerte; para mí, porque no podré defenderla en caso de que fuera atacada e, inmediatamente, me vería en la necesidad de ocultar adónde pasé la noche. Ahora bien, me doy cuenta de las sospechas que pesan sobre mí. El juez de instrucción y Frédéric Larsan (este último me siguió la pista, la última noche que fui a París, y me costó mucho sacármelo de encima) no están lejos de considerarme culpable.

– ¿Por qué no dice el nombre del asesino, ya que lo sabe? – exclamé de repente.

El señor Darzac pareció alterarse mucho ante mi sospecha. Me replico con voz titubeante:

– ¿Que yo sé el nombre del asesino? ¿Quién me lo habría dicho?

–La señorita Stangerson –respondí de inmediato.

Entonces se puso tan pálido que creí que se iba a desmayar y me di cuenta de que había dado en el clavo: ¡La señorita Stangerson y él saben el nombre del asesino! Cuando se repuso un poco, me dijo:

–Me despido, señor. Desde que está usted aquí, he podido apreciar su excepcional inteligencia y su ingenio sin igual. Este es el servicio que reclamo de usted: quizá me equivoque al temer que se produzca un atentado mañana a la noche; pero, como hay que preverlo todo, cuento con usted para que lo impida... Disponga de todo lo necesario para aislar y proteger a la señorita Stangerson. Haga lo que considere conveniente para que no se pueda entrar a su habitación. Vigile alrededor de ese cuarto como un buen perro guardián. No duerma. No se conceda un segundo de descanso. El hombre al que tememos es de una astucia prodigiosa, como quizá no haya otra igual en el mundo. Esta misma astucia la salvará si usted vigila; porque es imposible que, a causa de esa misma astucia, él no sepa que usted vigila; y, si sabe que usted vigila, no intentará nada.

– ¿Ha hablado de esto con el señor Stangerson?

– ¡No!

– ¿Por qué?

–Porque no quiero, señor, que el señor Stangerson me diga lo que usted me acaba de decir: ¡usted sabe el nombre del asesino! Si usted mismo se sorprendió cuando le dije que el asesino quizás venga mañana, ¡cómo sería el asombro del señor Stangerson si le repitiera lo mismo! Quizás no admita que mi siniestro pronóstico sólo se basa en coincidencias que también él terminaría considerando extrañas... Le digo todo esto, señor Rouletabille, porque tengo una gran... una gran confianza en usted... ¡Sé que usted no sospecha de mí!...

El pobre hombre –prosiguió Rouletabille– me respondía como podía, con rodeos y vacilaciones. Sufría. Sentí lástima por él, y más cuando me daba perfecta cuenta de que se dejaría matar antes que decirme quién era el asesino, del mismo modo que la señorita Stangerson se dejaría asesinar antes que denunciar al hombre del "cuarto amarillo" y de la "galería inexplicable". El hombre la debe de tener en su poder, o debe de tenerlos a ambos en su poder, de un modo terrible, y a nada deben temerle tanto como a que el señor Stangerson se entere de que su hija está en poder de su asesino. Le di a entender al señor Darzac que se había explicado lo suficiente y que podía callarse, ya que no podía darme más información. Le prometí vigilar y no acostarme en toda la noche. Me insistió para que organizara una verdadera barrera infranqueable en torno de la habitación de la señorita Stangerson, del gabinete donde dormían las dos enfermeras y del salón en el que dormía, desde lo que había ocurrido en la "galería inexplicable", el señor Stangerson; en una palabra, en torno de sus aposentos. Ante tal insistencia, comprendí que el señor Darzac me pedía no sólo que impidiera al asesino que llegara a la habitación de la señorita Stangerson, sino también que hiciera esa llegada tan manifiestamente imposible, que el hombre se diera cuenta enseguida y desapareciera sin dejar rastro. Así expliqué para mis adentros la frase final con la que se despidió:

–Cuando yo me haya ido, podrá hablarle de sus sospechas sobre lo que puede acontecer esta noche al señor Stangerson, al tío Jacques, a Frédéric Larsan, a todos en el castillo, y así organizar, hasta mi regreso, una vigilancia que parezca a todos una idea única y exclusivamente suya.

El hombre, el pobre hombre, se fue, ya sin saber muy bien qué decir, ante mi silencio y mis ojos, que le decían a gritos que yo había adivinado las tres cuartas partes de su secreto. Sí, sí, realmente debía sentirse completamente desamparado para haber acudido a mí en un momento así y abandonar a la señorita Stangerson, obsesionado como estaba por aquella terrible idea de la coincidencia...

Cuando se fue, me puse a pensar. Y pensé en esto: que había que ser más astuto que la astucia, de tal modo que el hombre, si pensaba ir esta noche a la habitación de la señorita Stangerson, no dudara un segundo de que podíamos sospechar su venida. ¡Por supuesto, había que impedir que entrara, incluso matándolo, pero dejarlo avanzar lo suficiente para que, muerto o vivo, pudiéramos ver claramente su rostro! Porque había que terminar con esto, ¡había que librar a la señorita Stangerson de ese asesinato en potencia!

–Sí, mi amigo –declaró Rouletabille, después de apoyar su pipa en la mesa y vaciar su vaso–, es preciso que vea claramente su cara, de modo de estar seguro de que entra en el círculo que tracé con el extremo correcto de mi razón.

En ese momento, volvió a aparecer la posadera, trayendo la tradicional omelette con panceta. Rouletabille bromeó un poco con la señora Mathieu y ella se mostró con un humor de lo más encantador.

–¡Es mucho más alegre –me dijo– cuando el tío Mathieu está inmovilizado en la cama por su reumatismo, que cuando tiene bien sus piernas!

Pero yo no pensaba ni en los ojos de Rouletabille, ni en las sonrisas de la posadera; yo sólo pensaba en las últimas palabras de mi joven amigo y en la extraña actitud de Robert Darzac.

Cuando terminó la omelette y estuvimos solos de nuevo, Rouletabille retomó el curso de sus confidencias:

–Cuando le envié mi telegrama esta mañana, a primera hora, seguía pensando en las palabras del señor Darzac –me dijo–: "Quizás el asesino venga esta noche". Ahora, puedo decirle que seguramente vendrá. Sí, lo espero.

–¿Y por qué está tan seguro? ¿No será por casualidad...?

–Cállese –me interrumpió, sonriendo, Rouletabille–, cállese, va a decir una tontería. Desde esta mañana, a las diez y media, estoy seguro de que el asesino vendrá, es decir, desde antes de su llegada y, en consecuencia, desde antes de que viéramos a Arthur Rance en la ventana del patio...

 

–¡Ah! ¡Ah!... –dije. ¡Siendo así...! Pero ¿por qué estaba seguro a las diez y media?

–Porque a las diez y media comprobé que la señorita Stangerson hacía tantos esfuerzos para permitir que el asesino entre en su habitación esta noche, como precauciones para que no lo haga tomaba Robert Darzac cuando recurrió a mí...

–¡Oh! ¡Oh! – exclamé. –¿Es posible? – Y más bajo–: ¿No me dijo que la señorita Stangerson adora a Robert Darzac?

–¡Se lo dije porque es la pura verdad!

–Entonces, ¿no le parece extraño...?

–¡Todo es extraño en este caso, mi amigo, pero créame que lo que usted considera extraño no es nada comparado con las cosas extrañas que le esperan!...

–Habría que admitir –seguí diciendo– que la señorita Stangerson y su asesino mantienen relaciones, por lo menos, epistolares.

–¡Admítalo, amigo, admítalo!... ¡No se equivoca usted en nada!... Ya le conté la historia de la carta sobre de la mesa de la señorita Stangerson, la carta que dejó el asesino la noche de la "galería inexplicable", la carta que desapareció... en el bolsillo de la señorita Stangerson... ¿Quién podría negar que en esa carta el asesino obligaba a la señorita Stangerson a una nueva cita con él y cómo suponer que no le haya hecho saber a la señorita Stangerson, tan pronto como estuvo seguro de la partida del señor Darzac, que esa cita debía concretarse esta noche?

Y mi amigo se rio silenciosamente; había momentos en que me preguntaba si no me tomaba el pelo.

La puerta de la posada se abrió. Rouletabille se incorporó tan rápidamente que pareció que acababa de sufrir una descarga eléctrica bajo su asiento.

–¡Arthur Rance! – exclamó.

Arthur Rance estaba ante nosotros y saludaba flemáticamente.

20. UNA MANIOBRA DE LA SEÑORITA STANGERSON

–¿Me reconoce, señor? – le preguntó Rouletabille al caballero.

–Perfectamente –respondió Arthur Rance. He reconocido en usted al chiquillo del bufé... –El rostro de Rouletabille enrojeció de cólera ante el tratamiento de "chiquillo". Y bajé de mi habitación para estrecharle la mano. Es usted un alegre chiquillo.

El estadounidense tiende la mano; Rouletabille desfrunce el ceño, estrecha su mano sonriendo, me presenta a Arthur William Rance y lo invita a compartir nuestra comida.

–No, gracias. Almuerzo con el señor Stangerson.

Arthur Rance habla perfectamente nuestro idioma, casi sin acento.

–No pensé que tendría el placer de volver a verlo, señor. ¿No debía abandonar nuestro país al día siguiente, o a los dos días, de la recepción del Elíseo?

Rouletabille y yo, aparentemente indiferentes a esta conversación casual, prestábamos atención a cada palabra del estadounidense.

La cara rojiza del hombre, sus párpados pesados, ciertos tics nerviosos, todo demuestra, todo prueba el alcoholismo. ¿Cómo este triste individuo puede estar invitado a la mesa del señor Stangerson? ¿Cómo puede intimar con el ilustre profesor?

Unos días después, me enteraría por Frédéric Larsan –quien, al igual que nosotros, estaba asombrado e intrigado por la presencia del estadounidense en el castillo y había realizado sus indagaciones– de que el señor Rance se había vuelto alcohólico sólo unos quince años atrás, es decir, después que el profesor y su hija abandonaran Filadelfia. En la época en t que los Stangerson vivían en los Estados Unidos, conocieron y frecuentaron mucho a Arthur Rance, que era uno de los frenólogos más distinguidos del Nuevo Mundo. Gracias a nuevos e ingeniosos experimentos, había hecho progresar enormemente la ciencia de Gall y Lavater. Por último, es preciso decir en favor de Arthur Rance, y para explicar esta intimidad con la que se lo recibía en el Glandier, que el científico estadounidense había prestado un gran servicio a la señorita Stangerson al detener los caballos desbocados de su coche, poniendo en peligro su propia vida. Incluso era probable que, luego de este hecho, una cierta amistad hubiera unido momentáneamente a Arthur Rance y a la hija del profesor; pero nada hacía suponer una historia de amor. ¿De dónde había sacado Frédéric Larsan esta información? No me lo dijo; pero parecía estar más o menos seguro de lo que exponía.

Si cuando Arthur Rance se reunió con nosotros en la Posada del Torreón hubiéramos conocido estos detalles, es probable que su presencia en el castillo nos habría intrigado menos, pero, en todo caso, no habría hecho más que aumentar el interés que sentíamos por este nuevo personaje. El estadounidense debía rondar los cuarenta y cinco años. Respondió de un modo muy natural a la pregunta de Rouletabille:

–Cuando me enteré del atentado, pospuse mi regreso a los Estados Unidos; antes de partir, quería asegurarme de que la señorita Stangerson no estuviera mortalmente herida; y no me iré hasta que se encuentre totalmente repuesta.

Arthur Rance tomó entonces la dirección de la charla, evitando responder a ciertas preguntas de Rouletabille, comunicándonos, sin que lo invitáramos a ello, sus ideas personales sobre el drama, las que no estaban muy alejadas, por lo que pude comprender, de las del mismo Frédéric Larsan, es decir que el estadounidense también pensaba que Robert Darzac tenía algo que ver en el asunto. No lo mencionó, pero no hay que ser un experto para darse cuenta de lo que sugería su argumentación. Nos dijo que conocía todos los esfuerzos que había hecho el joven Rouletabille para llegar a desenmarañar la embrollada madeja del drama del "cuarto amarillo". Nos informó de que el señor Stangerson lo había puesto al corriente de los acontecimientos ocurridos en la "galería inexplicable". Mientras oíamos hablar a Arthur Rance, adivinábamos que sospechaba de Robert Darzac. Varias veces lamentó que el señor Darzac estuviera ausente del castillo justamente cuando ocurrían en él tan misteriosos dramas, y nosotros entendimos lo que quería decir con esas palabras. Finalmente, opinó que el señor Darzac se había mostrado "muy inspirado, muy hábil", al instalar en el escenario de los acontecimientos a Joseph Rouletabille, quien no dejaría, tarde o temprano, de descubrir al asesino. Pronunció esta última frase con evidente ironía, se levantó, nos saludó y salió.

Desde la ventana, Rouletabille lo miró alejarse y dijo:

–¡Qué facha!

–¿Cree que pasará la noche en el Glandier? – le pregunté.

Para mi sorpresa, el joven reportero respondió "que le era completamente indiferente".

Pasaré por alto lo que hicimos durante la tarde. Es suficiente con que diga que fuimos a pasear por los bosques, que Rouletabille me llevó a la gruta de Santa Genoveva y que, todo ese tiempo, mi amigo consiguió hablarme de cualquier cosa, menos de lo que le preocupaba. Así llegó el atardecer. Estaba muy sorprendido de ver que el reportero no tomaba ninguna de las medidas que yo esperaba. Se lo mencioné cuando, al llegar la noche, estuvimos en su habitación. Me respondió que ya había adoptado todas sus disposiciones y que, esta vez, el asesino no podría escapársele. Cuando manifesté cierta duda, al recordarle la desaparición del hombre en la galería y darle a entender que podía repetirse el mismo hecho, replicó que eso esperaba, y que era lo único que deseaba aquella noche. No volví a insistir, sabiendo por experiencia hasta qué punto mi insistencia sería en vano y estaría fuera de lugar. Me confió que, desde el amanecer y gracias a su cuidado y el de los porteros, el castillo estaba vigilado de tal modo que nadie podría acercarse sin que le avisaran y que, en el caso de que nadie viniera desde afuera, se hallaba muy tranquilo con respecto a los de adentro.

Eran las seis y media en el reloj que extrajo de su chaleco; se levantó, me hizo señas de que lo siguiera y, sin tomar ninguna precaución, sin siquiera tratar de amortiguar el ruido de sus pasos, sin recomendarme que hiciera silencio, me condujo a través de la galería; llegamos a la galería recta y la seguimos hasta el descanso de la escalera, que atravesamos. Entonces seguimos caminando por la galería del ala izquierda, pasando delante de los aposentos del profesor Stangerson. En el extremo de esta galería, antes de llegar al torreón, había un cuarto, que era el que ocupaba Arthur Rance. Lo sabíamos, porque habíamos visto al estadounidense, al mediodía, en la ventana de esa habitación que daba al patio. La puerta estaba situada a lo ancho de la galería pues, a diferencia de los otros cuartos, dispuestos a lo largo, este clausuraba y remataba la galería. En síntesis, la puerta de esa habitación estaba justo enfrente de la ventana "este" que había en el extremo de la otra galería recta, en el ala derecha, allí donde la otra noche Rouletabille había apostado al tío Jacques. Cuando se daba la espalda a esa puerta, es decir, cuando se salía de la habitación, se veía toda la galería a lo largo: ala izquierda, descanso y ala derecha. Lo único que no se veía era, naturalmente, el recodo de la galería del ala derecha.

–Yo me reservo este recodo de la galería –dijo Rouletabille. Cuando se lo pida, usted vendrá a instalarse aquí.

Y me hizo entrar en un pequeño y oscuro cuarto triangular, ganado a la galería y situado oblicuamente a la izquierda de la puerta de la habitación de Arthur Rance. Desde ese rincón, yo podía ver todo lo que pasaba en la galería, tan fácilmente como si estuviera delante de la puerta de la habitación de Arthur Rance, y también podía vigilar la puerta del estadounidense. La puerta de ese cuartito, que sería mi lugar de observación, estaba provista de cristales sin esmerilar. La galería, cuyas lámparas estaban todas encendidas, se hallaba bien iluminada; el cuartito estaba a oscuras. Era un puesto ideal para un espía.

Porque ¿qué hacía yo ahí sino un trabajo de espía, de vulgar policía? Sin duda me repugnaba y, además de mis instintos naturales, ¿no estaba en juego la dignidad de mi profesión, que se oponía a tal avatar? Realmente, ¡si me viera mi decano...! ¿Qué diría el Consejo del Colegio de Abogados si en el palacio se enteraran de mi conducta? Rouletabille, por su parte, ni siquiera sospechaba que se me pudiera ocurrir negarle el servicio que me pedía y, de hecho, no se lo negaba: en primer lugar, porque temía que me considerara un cobarde; después, porque pensé que siempre podía argumentar que, en mi carácter de aficionado a la verdad, me era lícito buscarla por todas partes; y, finalmente, porque era demasiado tarde para librarme del compromiso. ¿Por qué no tuve esos escrúpulos antes? ¿Por qué? Porque mi curiosidad era más fuerte que todo. Además, podía decir que estaba contribuyendo a salvar la vida de una mujer y no hay reglamentos profesionales que puedan prohibir tan generosa intención. Recorrimos la galería en sentido inverso. Al llegar frente a los aposentos de la señorita Stangerson, la puerta del salón se abrió, empujada por el mayordomo que servía la cena (hacía tres días que el señor y la señorita Stangerson cenaban en el salón del primer piso), y, como la puerta había quedado abierta, vimos perfectamente que la señorita Stangerson, aprovechando la ausencia del criado y que su padre se había agachado para recoger un objeto que ella acababa de dejar caer, volcaba rápidamente el contenido de un frasquito en el vaso del señor Stangerson.

21. AL ACECHO

Esta maniobra, que me perturbó, no pareció inquietar demasiado a Rouletabille. Volvimos a su habitación y, sin siquiera mencionar la escena que acabábamos de sorprender, me dio sus últimas instrucciones para la noche. Primero íbamos a comer. Después de comer, tenía que entrar en el cuartito oscuro y, una vez allí, esperaría todo el tiempo que hiciera falta para ver algo.

–Si usted ve algo ante que yo –me explicó mi amigo–, tendrá que avisarme. Verá antes que yo si el hombre llega a la galería recta por otro camino que no sea el recodo de la galería, pues, desde su posición, usted domina toda la galería recta; en cambio yo no alcanzo a ver más que el recodo de la galería. Para avisarme, sólo tendrá que desatar el cordón de la cortina de la ventana de la galería recta que está más cerca del cuartito oscuro. La cortina caerá por su propio peso, tapando la ventana y dejando inmediatamente un cuadrado de sombra allí donde antes había uno de luz, ya que la galería está iluminada. Para hacer esto, no tiene más que estirar la mano fuera del cuartito oscuro. Desde el recodo de la galería, que forma ángulo recto con la galería recta, yo veo por las ventanas todos los cuadrados de luz que proyectan las ventanas de la galería recta. Cuando el cuadrado luminoso en cuestión se oscurezca, sabré lo que quiere decir.

 

–¿Y entonces?

–Entonces me verá aparecer en la esquina del recodo de la galería.

–¿Y qué debo hacer?

–Vendrá enseguida hacia mí, detrás del hombre, pero yo ya estaré sobre él y habré visto si su cara entra en mi círculo...

–El que está trazado por el extremo correcto de la razón –concluí, esbozando una sonrisa.

–¿Por qué sonríe? Es inútil... En fin, aproveche los pocos instantes que le quedan para divertirse, porque le juro que, dentro de un rato, ya no tendrá ocasión de hacerlo.

–¿Y si el hombre escapa?

–¡Mejor! – dijo flemáticamente Rouletabille. – No me interesa atraparlo; puede escaparse bajando la escalera, por el vestíbulo de la planta baja... Y eso antes de que usted haya llegado al descanso, puesto que usted estará en el fondo de la galería. Yo lo dejaré ir después de haber visto su cara. Es lo único que necesito: ver su cara. Después, sabré arreglármelas para que esté muerto para la señorita Stangerson, aunque siga vivo. Si lo atrapo vivo, ¡la señorita Stangerson y el señor Darzac no me lo perdonarán nunca! Y me importa su estima; son buenas personas. Cuando vi que la señorita Stangerson vertía un narcótico en el vaso de su padre, para que esta noche no se despierte durante la conversación que piensa mantener con el asesino, comprenderá usted que no sentiría mucha gratitud hacia mí si le llevara a su padre, con las manos atadas y la lengua suelta, al hombre del "cuarto amarillo" y de la "galería inexplicable". ¡Quizás haya sido una suerte que la noche de la "galería inexplicable" el hombre se haya desvanecido como por encanto! Lo comprendí esa misma noche, al ver el rostro súbitamente radiante de la señorita Stangerson cuando supo que se había escapado. Y comprendí que, para salvar a la desdichada, mejor que atrapar al hombre es hacerlo callar, del modo que sea. ¡Pero matar a un hombre, matar a un hombre no es cualquier cosa! Y, además, no es de mi incumbencia... ¡A menos que me dé motivos!... Por otra parte, hacerlo callar sin que la dama me haga confidencias... ¡implica tener que adivinarlo a partir de nada!... Felizmente, amigo mío, adiviné, o mejor dicho, razoné..., y al hombre de esta noche sólo le pido que me traiga la cara material que debe entrar...

–En el círculo...

–¡Exactamente, y su cara no me sorprenderá!...

–Pero yo creía que usted había visto su cara la noche que saltó en la habitación...

–Mal..., la vela estaba en el piso..., y, además, con toda esa barba...

–¿Acaso esta noche no la tendrá?

–Creo que puedo afirmar que la tendrá... Pero la galería está iluminada y, además, ahora sé..., o, al menos, mi cerebro sabe... Entonces, mis ojos verán...

–Si sólo se trata de verlo y dejarlo escapar..., ¿para qué estar armados?

–Querido amigo, porque si el hombre del "cuarto amarillo" y de la "galería inexplicable" sabe que yo sé, es capaz de todo. Así que tendremos que defendernos.

–¿Y está seguro de que vendrá esta noche?

–¡Tan seguro como de que usted está aquí!... Esta mañana, a las diez y media, la señorita Stangerson se las ingenió, con gran habilidad, para que las enfermeras no estuvieran con ella esta noche; les dio franco por veinticuatro horas, con pretextos verosímiles, y no quiso que nadie velara por ella durante su ausencia, excepto su padre, que dormirá en el gabinete de su hija y que acepta esta nueva función con una alegría agradecida. La coincidencia de la partida del señor Darzac (según lo que él me dijo) y de las excepcionales precauciones de la señorita Stangerson para asegurarse de quedarse casi completamente sola, no dejan lugar a dudas. ¡La llegada del asesino, que Darzac teme, la señorita Stangerson la prepara!

–¡Es espantoso!

–Sí.

–Entonces, la maniobra que le vimos hacer ¿es para dormir a su padre?

–Sí.

–En una palabra, para el asunto de esta noche, ¿sólo somos dos?

–Cuatro; el casero y su mujer vigilan, por si acaso... Creo que su vigilancia es inútil antes... ¡Pero el casero podrá serme útil después, si hay que matar!

–¿Entonces cree que habrá que matar?

–¡Mataremos, si él así lo quiere!

–¿Por qué no advertir al tío Jacques? ¿Hoy no va a recurrir a sus servicios?

–No –me respondió Rouletabille con tono brusco.

Permanecí un instante en silencio; después, deseoso de conocer el fondo del pensamiento de Rouletabille, le pregunté de sopetón:

–¿Por qué no advertir a Arthur Rance? Podría sernos de gran ayuda...

–¡Ah, bueno! – dijo Rouletabille de mal humor. ¿Acaso quiere poner a todo el mundo al tanto de los secretos de la señorita Stangerson?... Vamos a cenar... Ya es hora... Esta noche cenamos con Frédéric Larsan..., a menos que siga pisándole los talones a Robert Darzac... No lo pierde de vista ni un segundo. Pero, ¡bah!, si no está aquí ahora, estoy completamente seguro de que vendrá esta noche...

¡Cómo lo voy a engañar!

En ese momento, oímos ruido en la habitación de al lado.

–Debe ser él –dijo Rouletabille.

–Me olvidaba de preguntarle –le dije–: cuando estemos ante el policía, no haremos ninguna alusión a la expedición de esta noche, ¿no?

–Obviamente; actuamos solos, por nuestra propia cuenta.

–¿Y toda la gloria será para nosotros?

Rouletabille, riéndose, añadió:

–¡Tú lo has dicho, engreído!

Cenamos con Frédéric Larsan, en su habitación. Lo encontramos allí... Nos dijo que acababa de llegar y nos invitó a sentarnos a la mesa. La cena transcurrió en el mejor clima del mundo, y no me costó comprender que esto debía atribuirse a que cada uno de ellos estaba prácticamente seguro de haber llegado, por fin, a la verdad. Rouletabille le confió al gran Fred que yo había venido a verlo por propia iniciativa y que me había pedido que me quedara para ayudarlo con un extenso trabajo que tenía que entregar, esa misma noche, a L´Époque. Yo debía regresar a París –le informó– en el tren de las once, llevando conmigo su original, que era una especie de folletín, en el que el joven reportero detallaba los principales episodios de los misterios del Glandier. Larsan sonrió ante esta explicación como un hombre que no se deja engañar fácilmente, pero que se cuida, por cortesía, de emitir el menor comentario sobre cosas que no le conciernen. Tomando mil precauciones con el tipo de lenguaje que empleaban y hasta en la entonación de sus frases, Larsan y Rouletabille conversaron largo y tendido sobre la presencia de Arthur Rance en el castillo y de su pasado en los Estado Unidos, que hubieran querido conocer mejor, al menos en lo que respecta a las relaciones que mantuvo con los Stangerson. En un momento, Larsan, que de pronto pareció no sentirse del todo bien, dijo con esfuerzo:

–Yo creo, señor Rouletabille, que no tenemos mucho más que hacer en el Glandier, y me parece que ya no dormiremos muchas noches más aquí.

–Eso mismo me parece a mí, señor Fred.

–¿Entonces cree, amigo mío, que el caso está concluido?

–Creo, en efecto, que está concluido y que ya no tiene nada nuevo que revelarnos –replicó Rouletabille.

–¿Tiene usted un culpable? – preguntó Larsan.

–¿Y usted?

–Sí.

–Yo también –dijo Rouletabille.

–¿Será el mismo?

–No lo creo, si usted no ha cambiado de opinión –dijo el joven reportero, y agregó con firmeza–: ¡El señor Darzac es un hombre honesto!

–¿Está seguro? – preguntó Larsan. Pues bien, yo estoy seguro de lo contrario... Entonces, ¿me desafía?