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100 Clásicos de la Literatura

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¡Pero el hombre ya no estaba allí!

Nos miramos con ojos estúpidos, con ojos de espanto ante esta incongruencia lógica: ¡el hombre no estaba allí!

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?... Todo nuestro ser preguntaba: "¿Dónde está?".

–¡Es imposible que se haya escapado! – exclamé, con una cólera más grande que mi espanto.

–Lo toqué –exclamó Frédéric Larsan.

–¡Estaba allí, sentí su respiración en la cara! – decía el tío Jacques.

–¡Lo tocamos! – repetíamos el señor Stangerson y yo.

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?...

Corrimos como locos por las dos galerías; revisamos puertas y ventanas: estaban cerradas, herméticamente cerradas... Nadie pudo haberlas abierto, puesto que las encontramos cerradas... Y, además, la abertura de una puerta o de una ventana por el hombre acosado de ese modo, sin que pudiésemos percibir su gesto, ¿no habría sido aún más inexplicable que la desaparición misma del hombre?

¿Dónde está? ¿Dónde está?... No pudo pasar por una puerta, ni por una ventana, ni por nada. ¡No pudo pasar a través de nuestros cuerpos! Confieso que en aquel momento quedé aniquilado. Porque el hecho es que había bastante claridad en la galería, y en esta galería no había trampas, ni puertas secretas en las paredes, ni sitio alguno donde alguien se pudiera esconder. Movimos los sillones y levantamos los cuadros. ¡Nada! ¡Nada! ¡Habríamos mirado hasta dentro de los jarrones, si hubiera habido jarrones!

17. LA GALERÍA INEXPLICABLE

Mathilde Stangerson apareció en el umbral de su antecámara. Estábamos prácticamente frente a su puerta, en la galería en la que acababa de producirse el increíble fenómeno. Hay momentos en los que uno siente que le explota el cerebro. Una bala en la cabeza, un cráneo que estalla, la sede de la lógica, asesinada, la razón, hecha pedazos... Así podría explicar, quizás, la sensación que me invadía, que me vaciaba, de total desequilibrio, de aniquilación de mi yo pensante, ¡pensante, con mi pensamiento de hombre! La ruina moral de un edificio racional, sumada a la ruina real de la visión fisiológica, aun cuando los ojos siguen viendo claro, ¡qué golpe terrible en el cráneo!

Felizmente, la señorita Mathilde Stangerson apareció en el umbral de su antecámara. La vi, y verla fue un alivio para el caos de mi mente... La respiré... Respiré su perfume de la dama vestida de negro... ¡Querida dama de negro, querida dama de negro que jamás volveré a ver! ¡Dios mío! ¡Diez años de mi vida, la mitad de mi vida para volver a ver a la dama de negro! Pero, ¡ay!, sólo de vez en cuando vuelvo a encontrar, ¡tan sólo...!, ¡tan sólo...!, el perfume, casi el mismo perfume cuya huella, sólo perceptible para mí, iba a respirar en el locutorio de mi juventud... ¡Es esta intensa reminiscencia de tu querido perfume, dama vestida de negro, la que me hace ir hacia esta otra, completamente de blanco, y tan pálida, tan pálida y tan hermosa en el umbral de la "galería inexplicable"! Sus hermosos cabellos dorados, recogidos en la nuca, dejan ver la estrella roja de su sien, la herida a causa de la cual estuvo a punto de morir... Sólo cuando comencé a empuñar mi razón por el extremo correcto en este caso, imaginé que la noche del misterio del "cuarto amarillo", la señorita Stangerson llevaba el pelo en bandós... Pero, antes de haber entrado en el "cuarto amarillo", ¿cómo habría podido razonar sino con la cabellera en bandas? Y ahora, desde el suceso de la "galería inexplicable", ya no razono; me quedo ahí, como un estúpido, ante la aparición de la señorita Stangerson, pálida y tan hermosa. Está vestida con una bata de una blancura de ensueño. Se diría que es como una aparición, como un dulce fantasma. Su padre la toma entre sus brazos, la abraza con pasión, parece haberla reconquistado una vez más, ¡porque una vez más estuvo a punto de perderla! No se atreve a preguntar... La lleva a su cuarto, donde los seguimos, porque..., en fin, ¡tenemos que saber!... La puerta del gabinete está abierta... Las caras espantadas de las dos enfermeras se inclinan hacia nosotros... La señorita Stangerson pregunta qué significa todo ese ruido. "Bueno", dice, "es muy sencillo..." ¡Qué sencillo! ¡Qué sencillo!... Esa noche se le ocurrió no dormir en su habitación, sino acostarse en el mismo cuarto que sus enfermeras, en el gabinete... Desde la noche del crimen siente miedo, temores repentinos muy comprensibles..., ¿no es cierto?... ¡Quién entiende por qué, precisamente esa noche en la que él iba a volver, se encerró, por una afortunada casualidad, con sus mujeres! ¡Quién entiende por qué rechaza la proposición del señor Stangerson de dormir en el salón de su hija, ya que su hija tiene miedo! ¡Quién entiende por qué la carta que estaba hace un instante en la mesa de la habitación ya no está allí!... Quien pueda entender todo esto dirá: la señorita Stangerson sabía que el asesino iba a volver..., ella no podía evitar que volviera..., no se lo dijo a nadie, porque el asesino debe seguir siendo un desconocido..., desconocido para su padre, desconocido para todos..., menos para Robert Darzac. Porque el señor Darzac, ahora, debe de conocerlo... ¡Quizás lo conocía con anterioridad! Recordar la frase del jardín del Elíseo: "¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?". ¿Un crimen contra quién sino contra el obstáculo, contra el asesino? Recordar también esta frase del señor Darzac –en respuesta a mi pregunta: "¿No le molestará que descubra al asesino?" "¡Ah! ¡Lo mataría con mis propias manos!". Y yo le repliqué: "¡Pero no ha contestado a mi pregunta!". Lo cual era cierto. En verdad, en verdad, el señor Darzac conoce tan bien al asesino que tiene miedo de que yo lo descubra, aunque quiera matarlo. Facilitó mi investigación sólo por dos motivos: primero, porque lo obligué a hacerlo; segundo, para poder cuidarla mejor...

Estoy en la habitación..., en su habitación... La miro..., la miro a ella..., y miro también el lugar en el que estaba la carta hasta hace un instante... La señorita Stangerson se apoderó de la carta; aquella carta era para ella, evidentemente..., evidentemente... ¡Ah! ¡Cómo tiembla la desdichada!... Tiembla ante el relato fantástico que su padre le hace de la presencia del asesino en su habitación y de la persecución de la que fue objeto... Pero es evidente..., es evidente que no estará completamente tranquila hasta que le aseguremos que el asesino, por un sortilegio inaudito, pudo escapársenos.

Y después, se produce un silencio... ¡Qué silencio!... Estamos todos allí, mirándola... Su padre, Larsan, el tío Jacques y yo... ¿Qué pensamientos se dirigen a ella en ese silencio?... Después del acontecimiento de esta noche, después del misterio de la Galería inexplicable, después de la prodigiosa realidad del asesino instalado en su habitación, me parece que todos los pensamientos, todos, desde los que se agitan en la cabeza del tío Jacques hasta los que nacen en la cabeza del señor Stangerson, podrían traducirse con estas palabras a ella dirigidas: "¡Oh! ¡Tú que conoces el misterio, explícanoslo, y quizás te salvemos!". ¡Ah! ¡Cómo quisiera salvarla... de sí misma y del otro!... Lloro... Sí, siento que mis ojos se llenan de lágrimas ante un dolor tan terriblemente escondido.

Ahí está ella, la que tiene el perfume de la dama de negro... Por fin la veo, en su habitación, en esa habitación en la que no me quiso recibir..., en esa habitación en la que calla, en la que sigue callando. Desde la hora fatal del "cuarto amarillo", giramos alrededor de esta mujer invisible y muda, para saber lo que ella sabe. Nuestro deseo, nuestra voluntad de saber, deben ser para ella un suplicio más. ¿Quién nos asegura que, si nos enteramos, el hecho de conocer su misterio no sea el comienzo de un drama más espantoso que los que ya se produjeron aquí? ¿Quién nos asegura que no morirá por ello? Y, sin embargo, estuvo a punto de morir..., y no sabemos nada... O, más bien, hay algunos que no saben nada..., pero yo..., si yo supiera quién, lo sabría todo... ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?... Y como no sé quién es, tengo que callarme, por ella, porque no cabe la menor duda de que ella sí sabe cómo él se escapó del "cuarto amarillo"; y, sin embargo, se calla. ¿Por qué iba a hablar yo? Cuando sepa quién es, ¡hablaré con él!

Ahora ella nos mira..., pero de lejos..., como si no estuviéramos en su habitación... El señor Stangerson rompe el silencio. El señor Stangerson declara que, de ahora en adelante, no abandonará los aposentos de su hija. Ella quiere oponerse, en vano, a esa determinada voluntad. El señor Stangerson está decidido. Se instalará ahí desde esta misma noche, dice. Luego de lo cual, preocupado únicamente por la salud de su hija, le reprocha haberse levantado... Después, de pronto, le habla como a una niña..., le sonríe..., ya no sabe muy bien lo que dice ni lo que hace... El ilustre profesor pierde la cabeza... Repite palabras sin sentido, que expresan el estado de confusión de su mente... El nuestro no es mucho menor. Entonces, la señorita Stangerson dice estas simples palabras con voz quejumbrosa: "¡Padre! ¡Padre!", y este prorrumpe en llanto. El tío Jacques se suena la nariz y hasta Frédéric Larsan se ve obligado a volverse para ocultar su emoción. Yo no puedo más... Ya no pienso, ya no siento, soy como una planta. Me avergüenzo de mí mismo.

Es la primera vez que Frédéric Larsan se encuentra, como yo, ante la señorita Stangerson, desde el atentado del "cuarto amarillo". Al igual que yo, había insistido para poder interrogar a la desgraciada, pero sin mayor suerte. Tanto a él como a mí, siempre se nos daba la misma respuesta: la señorita Stangerson estaba demasiado débil para recibirnos, los interrogatorios del juez de instrucción ya la cansaban lo suficiente, etc. Había en ello una evidente mala voluntad respecto de ayudarnos en nuestras pesquisas que a mí, personalmente, no me sorprendía, pero que seguía desconcertando a Frédéric Larsan. Es verdad que Frédéric Larsan y yo tenemos una concepción del crimen completamente distinta...

 

Ellos lloran... Y me vuelvo a sorprender repitiendo, en el fondo de mi ser: ¡Salvarla!... ¡Salvarla a su pesar! ¡Salvarla sin comprometerla! ¡Salvarla sin que él hable! ¿Quién es él? Él, el asesino... ¡Atraparlo y cerrarle la boca!... Pero el señor Darzac lo ha dado a entender: "¡Para cerrarle la boca hay que matarlo!". Conclusión lógica de las frases que se le escaparon al señor Darzac. ¿Tengo derecho a matar al asesino de la señorita Stangerson? ¡No!... Pero que no me presente la oportunidad de hacerlo. ¡Ya veremos si es realmente de carne y hueso! ¡Ya veremos su cadáver, ya que no se puede atrapar a su cuerpo viviente!

¡Ah! ¡Cómo hacerle entender a esta mujer, que ni siquiera nos mira, que está entregada a su espanto y al dolor de su padre, que soy capaz de todo para salvarla... Sí..., sí... Volveré a empuñar mi razón por el extremo correcto y realizaré milagros...

Avanzo hacia ella..., quiero hablar, quiero suplicarle que tenga confianza en mí... Quisiera hacerle entender, con unas pocas palabras que sólo nosotros comprendiéramos, que sé cómo su asesino salió del "cuarto amarillo", que adiviné la mitad de su secreto..., y que la compadezco con todo mi corazón... Pero ya su gesto nos ruega que la dejemos sola, expresa su cansancio, su necesidad de descanso inmediato... El señor Stangerson nos pide que regresemos a nuestras habitaciones, nos agradece, nos despide... Frédéric Larsan y yo saludamos y, seguidos por el tío Jacques, volvemos a la galería. Oigo a Frédéric Larsan murmurar: "¡Qué extraño! ¡Qué extraño!...". Me hace señas de que entre en su habitación. En el umbral, se vuelve hacia el tío Jacques. Le pregunta:

–¿Lo vio usted bien?

–¿A quién?

–Al hombre.

–¡Que si lo vi!... Tenía una larga barba pelirroja, el cabello también rojizo...

–Yo también lo vi así –intervine.

–Y yo –dijo Frédéric Larsan.

Ahora, el gran Fred y yo estamos solos, hablando del asunto en su habitación. Hablamos durante una hora, dando vueltas y más vueltas al caso. Está claro que Fred, por las preguntas que me hace y por las explicaciones que me da, está persuadido –a pesar de sus ojos, a pesar de mis ojos, a pesar de todos los ojos– de que el hombre conocía algún pasadizo secreto del castillo, por el que desapareció.

–Porque conoce el castillo –me dice–, lo conoce bien...

–Es un hombre de estatura más bien alta, bien plantado...

–Tiene la estatura necesaria –murmura Fred.

–Lo comprendo –le digo–, pero ¿cómo explica la barba y el cabello pelirrojos?

–Demasiada barba, demasiado cabello... Postizos –indica Fred.

–Es pronto para decirlo... Sigue pensando en Robert Darzac... ¿No se lo sacará más de la cabeza?... Yo estoy seguro de que es inocente...

–¡Tanto mejor! Eso espero..., pero lo cierto es que todo lo condena... ¿Se fijó usted en los pasos sobre la alfombra?... Venga a verlos...

–Los vi... Son los pasos elegantes del borde del estanque.

–Son los pasos de Robert Darzac; ¿va a negarlo?

–Evidentemente, podrían confundirse...

–¿Notó que la huella de esos pasos no regresa? Cuando el hombre salió de la habitación, perseguido por todos nosotros, sus pasos no dejaron huellas...

–Quizás el hombre estaba en la habitación desde hacía horas. El barro de sus botas se secó y él se deslizaba en puntas de pie con una velocidad tal... Lo veíamos huir..., pero no lo oíamos...

De repente, interrumpo estas palabras incoherentes, sin lógica, indignas de nosotros. Le hago a Larsan una seña para que escuche:

–Allá abajo... Están cerrando una puerta...

Me levanto; Larsan me sigue; descendemos a la planta baja; salimos del castillo. Llevo a Larsan al pequeño cuarto voladizo cuya terraza da a la ventana del recodo de la galería. Mi dedo señala la puerta –cerrada ahora, abierta hace un rato– por debajo de la cual se filtra luz.

–¡El guardabosque! – dice Fred.

–¡Vamos! – le susurro.

Y, decidido, aunque ¿decidido a qué? ¿Acaso lo sabía? ¿Decidido a creer que el guardabosque es el culpable? ¿Podía afirmarlo? Me acerco a la puerta y llamo con brusquedad.

Algunos pensarán que este regreso a la puerta del guardabosque es bastante tardío..., y que el primer deber de todos nosotros, después de haber comprobado que el asesino se nos había escapado en la galería, era buscarlo en cualquier otra parte, alrededor del castillo, en el parque..., por todos lados.

Si se nos hace tal objeción, sólo podemos responder esto: "¡Es que el asesino desapareció de tal modo de la galería que realmente pensamos que no estaba en ninguna parte!". Se nos había escapado cuando todos lo teníamos al alcance de la mano, cuando casi lo tocábamos... No nos quedaban energías para imaginar que podríamos descubrirlo ahora, en el misterio de la noche y del parque. ¡En fin, ya les he dicho hasta qué punto me impresionó esta desaparición!

En cuanto llamé, la puerta se abrió; el guardabosque nos preguntó, con voz serena, qué queríamos. Estaba en camisa de dormir e iba a meterse a la cama; la cama todavía no estaba deshecha...

Entramos; me sorprendí.

–¡Caramba! ¿Todavía no se acostó?...

–¡No! – respondió con rudeza. –Fui a hacer una recorrida por el parque y por los bosques... De ahí vengo... Ahora tengo sueño... ¡Buenas noches!...

–Escuche... –dije. –Hasta hace un rato había una escalera cerca de su ventana...

–¿Qué escalera? No vi ninguna escalera... ¡Buenas noches!

Y, sin mayor ceremonia, nos echó.

Afuera miré a Larsan. Era impenetrable.

–¿Y bien? – le dije.

–Y bien? – repitió Larsan.

–¿Esto no le abre nuevas perspectivas?

Su malhumor era evidente. Al volver al castillo, le oí gruñir:

–¡Sería muy extraño, pero muy extraño que me haya equivocado a tal punto!...

Y tuve la impresión de que esta frase estaba más dirigida a mí que dicha para sí mismo.

Agregó:

–En todo caso, pronto lo sabremos... Mañana será otro día.

18. ROULETABILLE DIBUJÓ UN CÍRCULO ENTRE LAS DOS PROTUBERANCIAS DE SU FRENTE

Fragmento de las notas de Joseph Rouletabille

Nos despedimos a la puerta de nuestras habitaciones con un melancólico apretón de manos. Estaba feliz por haber logrado despertar alguna sospecha de error en esa mente original, extremadamente inteligente, pero contraria a todo método. No me acosté. Esperé el amanecer y bajé al frente del castillo. Di una vuelta a su alrededor, examinando todas las huellas que pudieran venir de él o desembocar en él. Pero estaban mezcladas y tan confusas, que no pude sacar nada en limpio. Además, quiero destacar que no suelo darle una importancia exagerada a los signos exteriores que quedan cuando se comete un crimen. Este método, que consiste en sacar conclusiones sobre el criminal a partir de las huellas de sus pasos, es completamente primitivo. Muchas de ellas son idénticas y, a lo sumo, se puede pedir que ofrezcan una primera indicación, que en ningún caso podría considerarse una prueba.

De todas maneras, en medio de la gran confusión que reinaba en mi mente, fui al patio y me incliné sobre las huellas, sobre todas las huellas que había allí, a pedirles esa primera indicación que tanto necesitaba para aferrarme a algo razonable, algo que me permitiera razonar sobre los acontecimientos de la "galería inexplicable". ¿Cómo razonar?... ¿Cómo razonar?

¡Ah! ¡Razonar desde el lado correcto! Desesperado, me siento sobre una piedra del patio desierto... ¿Qué estoy haciendo, desde hace más de una hora, sino la más vil tarea del más vulgar de los policías?... ¡Voy al encuentro del error, como un inspector cualquiera, en tanto sigo la huella de ciertos pasos que me harán decir lo que ellos quieran!

Me considero más despreciable y siento que he caído más bajo en la jerarquía de las inteligencias que esos agentes de la Sûreté que imaginaron los novelistas modernos, detectives que adquirieron su método leyendo las novelas de Edgar Poe o de Conan Doyle. ¡Ah! ¡Detectives literarios..., que construyen montañas de estupidez con una pisada en la arena o con la impronta de una mano en la pared! ¡A ti, Frédéric Larsan, a ti, detective literario!... ¡Amigo, has leído demasiado a Conan Doyle!... Sherlock Holmes te hará cometer estupideces, razonamientos estúpidos, peores que los que se leen en los libros, que te harán detener a un inocente... Con tu método tomado de Conan Doyle, has sabido convencer al juez de instrucción, al jefe de la Sûreté..., a todos... ¡Estás esperando una última prueba..., la última!... ¡Di mejor la primera, desgraciado!... No todo lo que ofrecen los sentidos puede ser una prueba... Yo también me incliné sobre las huellas materiales, pero únicamente para pedirles que entren en el círculo que había dibujado mi razón. ¡Ah! Muchas veces el círculo era tan estrecho, tan estrecho... Pero por más estrecho que fuera, era inmenso, ¡porque sólo contenía la verdad! Sí, sí, lo juro, las huellas materiales nunca fueron sino mis esclavas..., jamás mis dueñas... Nunca hicieron de mí esa cosa monstruosa, más terrible que un hombre sin ojos: ¡un hombre que ve mal! ¡Y, por eso, triunfaré sobre tu error y sobre tu razonamiento propio de un ser inferior, oh Frédéric Larsan!

¡Claro que sí! ¡Por cierto! Porque, por primera vez, esta noche, en la "galería inexplicable", se produjo un acontecimiento que parece no entrar en el círculo trazado por mi razón; por eso divago, por eso me inclino, con la nariz pegada a la tierra, como un cerdo que busca, al azar, en el barro, la basura que lo alimentará... ¡Vamos, Rouletabille, amigo mío, levanta la cabeza!... Es imposible que lo acontecido en la "galería inexplicable" salga del círculo trazado por tu razón... ¡Lo sabes! ¡Lo sabes! Entonces, levanta la cabeza..., presiona con tus dos manos las protuberancias de tu frente y recuerda que, cuando trazaste el círculo, empuñaste, para dibujarlo en tu cerebro, como se hace con una figura geométrica en el papel, tu razón por el extremo correcto.

Pues bien, ahora ve..., y regresa a la "galería inexplicable" apoyándote en el extremo correcto de tu razón, como Frédéric Larsan se apoya en su bastón, y pronto habrás demostrado que el gran Fred no es más que un tonto.

Joseph ROULETABILLE.

Mediodía del 30 de octubre.

Así fue como pensé..., así fue como actué... Con la cabeza ardiendo, volví a subir a la galería y he aquí que, sin haber encontrado allí sino lo que había visto aquella noche, el extremo correcto de mi razón me mostró una cosa tan formidable que tuve que sostenerme de ella para no caer.

¡Ah! ¡Voy a necesitar fuerzas, sin embargo, para descubrir ahora las huellas materiales que van a entrar, que tienen que entrar en el círculo más amplio que he dibujado aquí, entre las dos protuberancias de mi frente!

Joseph ROULETABILLE.

Medianoche del 30 de octubre.

(Aquí termina la cita de la libreta de notas de J. Rouletabille).

19. ROULETABILLE ME INVITA A ALMORZAR EN LA POSADA DEL TORREÓN

Sólo mucho tiempo después, Rouletabille me entregó este cuaderno donde, la mañana que siguió a aquella noche enigmática, refirió extensamente la historia del fenómeno de la "galería inexplicable". El día que me reuní con él en su habitación del Glandier, me contó, con lujo de detalles, todo lo que ustedes ahora conocen, incluso cómo había empleado su tiempo durante las pocas horas que había pasado aquella semana en París, donde, por otra parte, no se había enterado de nada que le resultara útil.

El acontecimiento de la "galería inexplicable" se había producido en la noche del 29 al 30 de octubre, es decir, tres días antes de mi regreso al castillo, pues era 2 de noviembre. Es, entonces, el 2 de noviembre cuando vuelvo al Glandier, urgido por el telegrama de mi amigo, llevando los revólveres.

Estoy en la habitación de Rouletabille; acaba de terminar su relato.

Mientras hablaba, no dejó de acariciar la convexidad de los cristales de los quevedos que había encontrado en la mesita de luz, y comprendí, por la alegría con que manipulaba aquellos cristales de présbite, que estos debían constituir una de esas huellas materiales destinadas a entrar en el circulo trazado por el extremo correcto de su razón. Esta forma extraña y única de expresarse, usando términos que reflejaban maravillosamente su pensamiento, ya no me sorprendía; pero, a menudo, había que conocer su pensamiento para comprender esos términos y no siempre era fácil penetrar en los pensamientos de Joseph Rouletabille. El pensamiento de este muchacho era una de las cosas más curiosas que jamás haya podido observar. Rouletabille se paseaba por la vida con esa forma de pensar, sin sospechar el asombro o, para ser más exactos, la estupefacción que encontraba en su camino. La gente se daba vuelta para mirar este pensamiento y se quedaba viéndolo alejarse, como nos detenemos para contemplar durante más tiempo una figura original que se cruzó en nuestro camino. Y así como nos decimos: "¿De dónde viene ese? ¿Adónde va?", nos decíamos: "¿De dónde viene el pensamiento de Rouletabille y adónde va?". Debo confesar que él no sospechaba la originalidad de su pensamiento; por eso, no representaba un obstáculo para que se paseara por la vida como todo el mundo. Como un individuo que no imagina cuán excéntrico es su atuendo, y se siente cómodo en todas partes, cualquiera sea el ambiente en el que se desenvuelve. Así pues, este chico, que no era responsable de que su cerebro fuera extraordinario, expresaba con natural sencillez cosas formidables con su lógica abreviada, tan abreviada que para nosotros resultaba imposible comprender su forma hasta que él se dignaba a desplegarla y presentarla de frente, en su posición normal, ante nuestros ojos maravillados.

 

Joseph Rouletabille me preguntó qué pensaba del relato que acababa de hacerme. Le respondí que su pregunta me ponía en un gran aprieto, a lo cual me contestó que intentara, yo también, empuñar mi razón por el extremo correcto.

–Pues bien –dije–, me parece que el punto de partida de mi razonamiento debe ser este: no hay dudas de que el asesino que usted persigue estuvo, en algún un momento de la persecución, en la galería.

Y me detuve...

–Ya que empezó tan bien –exclamó–, no debería detenerse tan pronto. Vamos, un pequeño esfuerzo.

–Voy a intentarlo. Puesto que se encontraba en la galería y desapareció de ella, sin posibilidad de pasar ni por una puerta ni por una ventana, tiene que haber escapado por alguna otra abertura.

Joseph Rouletabille me miró con compasión, se sonrió con indiferencia y no esperó un minuto más para decirme que estaba razonando con los pies.

–¡Qué digo con los pies! ¡Razona como Frédéric Larsan!

Porque Joseph Rouletabille pasaba alternativamente por períodos de admiración y de desdén por Frédéric Larsan; a veces exclamaba: "¡Es verdaderamente bueno!", a veces se lamentaba: "¡Qué bruto!", según –y eso yo lo había notado muy bien– los descubrimientos de Frédéric Larsan corroboraran o contradijeran su propio razonamiento. Era una de las facetas del noble carácter de aquel extraño muchacho.

Nos levantamos y me llevó hacia el parque. Cuando estábamos en el patio, y nos dirigíamos hacia la salida, un ruido de postigos que golpeaban contra la pared nos hizo girar la cabeza y vimos, en una ventana del primer piso del ala izquierda del castillo, un rostro amoratado y completamente afeitado que yo no conocía.

–Caramba –murmuró Rouletabille –, ¡Arthur Rance!

Bajó la cabeza, apuró el paso y le oí decir entre dientes:

–¡Quiere decir que anoche estaba en el castillo?... ¿A qué habrá venido?

Cuando nos alejamos lo suficiente del castillo, le pregunté quién era ese Arthur Rance y cómo lo había conocido. Entonces se refirió a su relato de esa mañana y me recordó que Arthur W Rance era el estadounidense de Filadelfia con el que tantas veces había brindado en la recepción del Elíseo.

–Pero ¿no tenía que irse de Francia casi de inmediato? – pregunté.

–Efectivamente; por eso me ve tan sorprendido de encontrarlo todavía aquí, no sólo en Francia, sino, sobre todo, en el Glandier. No llegó esta mañana, y tampoco anoche; habrá llegado antes de cenar y no lo vi. ¿Cómo puede ser que los caseros no me hayan avisado?

A propósito de los caseros, le señalé a mi amigo que todavía no me había dicho cómo se las había ingeniado para que los dejaran en libertad.

Nos acercábamos justamente a la casa que ellos ocupaban; el tío y la tía Bernier nos miraban llegar. Una hermosa sonrisa iluminaba sus caras radiantes. No parecían guardar ningún mal recuerdo de su prisión preventiva. Mi joven amigo les preguntó a qué hora había llegado Arthur Rance. Le respondieron que ignoraban que el señor Rance estuviera en el castillo. Debió de presentarse la noche anterior, pero no habían tenido que abrirle la reja, ya que Arthur Rance –quien, al parecer, amaba las caminatas y no quería que lo fueran a buscar en coche– tenía la costumbre de bajar en la estación del pueblito de Saint Michel y, desde allí, se dirigía al castillo a través del bosque. Llegaba al parque del castillo por la gruta de Santa Genoveva, bajaba hasta esta gruta, saltaba por encima del alambrado y estaba en el parque.

A medida que los caseros hablaban, yo veía que el rostro de Rouletabille se ensombrecía con manifiesto descontento; sin lugar a dudas, descontento consigo mismo. Evidentemente, se sentía un poco humillado dado que, después de haber trabajado en el lugar, estudiando a los seres y a las cosas del Glandier con un cuidado meticuloso, recién en ese momento se enteraba de que Arthur Rance era un visitante habitual del castillo.

Malhumorado, pidió explicaciones.

–Dicen que Arthur Rance suele venir al castillo... Pero ¿cuándo vino por última vez?

–No sabríamos decírselo con exactitud –respondió el señor Bernier, pues ese era el nombre del casero–, porque no podíamos enterarnos de nada mientras estábamos presos y, además, porque este señor no pasa por nuestra reja cuando viene al castillo, ni tampoco cuando se va...

–Al menos, ¿saben cuándo vino por primera vez?

–¡Oh, sí, señor, hace nueve años!...

–Entonces, vino a Francia hace nueve años –respondió Rouletabille. Y en esa ocasión, ¿cuántas veces vino al Glandier, que ustedes sepan?

–Tres veces.

–Que ustedes sepan, ¿cuándo vino al Glandier por última vez, antes de hoy?

–Unos ocho días antes del atentado del "cuarto amarillo". Rouletabille volvió a preguntar, esta vez dirigiéndose a la mujer:

–En la ranura del panqué?

–En la ranura del parqué –respondió la casera.

–Gracias –dijo Rouletabille–, y prepárense para esta noche. Pronunció esta última frase con un dedo en los labios, para recomendar silencio y discreción.

Salimos del parque y nos dirigimos a la Posada del Torreón.

–¿Va a comer a la posada a veces?

–A veces.

–¿Pero también come en el castillo?

–Sí, Larsan y yo pedimos que nos sirvan en nuestras habitaciones: unas veces en la mía, otras, en la suya.

–¿El señor Stangerson nunca los invitó a su mesa?

–Nunca.

–¿No le cansará su presencia?

–No lo sé, pero, en todo caso, hace como si no le molestáramos.

–¿Nunca les pregunta nada?

–¡Nunca! Sigue siendo el hombre que estaba detrás de la puerta del "cuarto amarillo" mientras asesinaban a su hija, que derribó la puerta y no pudo encontrar al asesino. Está convencido de que, si él no pudo descubrir nada en el acto, mucho menos podremos descubrirlo nosotros... Pero, desde que Larsan formuló su hipótesis, se ha impuesto el deber de no oponerse a nuestras ocurrencias.

Rouletabille volvió a sumirse en sus reflexiones. Por fin, saliendo de su ensimismamiento, me explicó cómo había liberado a los caseros.

–Hace unos días, fui a buscar al señor Stangerson con una hoja de papel. Le pedí que escribiera estas palabras en la hoja: "Me comprometo, a pesar de lo que declaren, a conservar a mi servicio a mis dos fieles servidores, Bernier y su esposa, y que las firmara. Le expliqué que, con esta declaración, yo estaría en condiciones de hacer hablar al casero y a su mujer, y le aseguré que, según mi opinión, no tenían nada que ver con el crimen. Él, por otra parte, siempre había pensado lo mismo. El juez de instrucción presentó esta hoja firmada a los Bernier, que entonces hablaron. Dijeron lo que yo sabía que iban a decir no bien perdieran el miedo de ser despedidos de su trabajo. Contaron que cazaban furtivamente en la propiedad del señor Stangerson y que, aquella noche, habían salido para una batida, por eso estaban cerca del pabellón cuando ocurrió la tragedia. Los pocos conejos que obtenían de este modo, a expensas del señor Stangerson, los vendían al dueño de la Posada del Torreón, que los destinaba a su clientela o los despachaba a París. Esa era la verdad y yo la había adivinado desde el primer día. Acuérdese de esta frase con la que entré en la Posada del Torreón: "¡Ahora va a haber que comer carne roja!". Esa frase yo la había oído esa misma mañana, cuando llegamos ante la reja del parque, y usted también la oyó, pero no le dio importancia. Recuerde que cuando llegábamos a esa reja, nos detuvimos a mirar un instante a un hombre que iba y venía delante de la pared del parque y consultaba a cada rato su reloj. Ese hombre era Frédéric Larsan, que ya estaba trabajando. Ahora bien, detrás de nosotros, el patrón de la posada, en el umbral, le decía a alguien que estaba en el interior de la posada: "¡Ahora, habrá que comer carne roja!". ¿Por qué decía ahora? Cuando alguien está, como yo, en busca de la más misteriosa de las verdades, no deja que se le escape nada de lo que ve ni de lo que oye. Hay que encontrarle un sentido a todo. Acabábamos de llegar a un pequeño poblado que todavía estaba conmocionado por un crimen. La lógica me llevaba a sospechar que toda palabra que se dijera podía relacionarse con el acontecimiento del día. "Ahora", para mí, significaba: "Desde que ocurrió el atentado". Por eso, desde el principio de mi investigación, intenté encontrar una correlación entre esta frase y el drama. Fuimos a almorzar al Torreón. Repetí la frase de buenas a primeras y, al ver la sorpresa y el fastidio del tío Mathieu, comprobé que no era exagerada la importancia que yo le había dado a esta frase. El tío Mathieu nos habló de aquella gente como se habla de verdaderos amigos, a quienes se extraña... Por una asociación inevitable de ideas me digo: "Ahora que los caseros están detenidos, habrá que comer carne roja". ¡Sin caseros, no hay caza! ¿Cómo llegué a precisar que se trataba de la caza? El odio que el tío Mathieu manifestó por el guardabosque del señor Stangerson (un odio que, según pretendía, era compartido por los caseros) me llevó naturalmente a la idea de la caza furtiva... Ahora bien, era innegable que los caseros no estaban en su cama en el momento del crimen. ¿Por qué se hallaban afuera aquella noche? ¿A causa del crimen? No estaba dispuesto a creerlo, puesto que ya pensaba, por razones que le expondré después, que el asesino no tenía cómplices y que todo ese drama ocultaba un misterio entre la señorita Stangerson y el asesino; misterio con el que los caseros no tenían ninguna relación. La historia de la caza furtiva explicaba todo lo relativo a los caseros. Lo admití en principio y busqué una prueba en su vivienda. Entré a su cabaña, como usted sabe, y descubrí, debajo de sus camas, lazos y alambre. "¡Caramba!" pensé, "¡Caramba! Por eso estaban de noche en el parque". No me extrañó que hubieran callado delante del juez y que, ante una acusación tan grave como la de complicidad en el crimen, no respondieran enseguida confesando que cazaban de manera furtiva. La caza furtiva los salvaba del tribunal, pero los ponía de patitas en la calle y, como estaban absolutamente seguros de su inocencia en relación con el crimen, esperaban que este se resolviera rápidamente y que no se descubriera el asunto de la caza furtiva. ¡Siempre estarían a tiempo de hablar! Cuando les llevé el compromiso firmado por el señor Stangerson, hice que adelantaran su confesión. Ofrecieron todas las pruebas necesarias, fueron liberados y sienten por mí una inmensa gratitud. ¿Por qué no hice que los pusieran en libertad antes? Porque no estaba seguro de que sólo estuvieran involucrados en la caza furtiva. Quería estudiar el terreno y esperar a que actuaran antes de intervenir. Mi convicción se afirmó a medida que pasaban los días. Al día siguiente del suceso de la "galería inexplicable", como necesitaba contar con gente fiel aquí, resolví ponerlos de mi lado e hice que terminara su cautiverio. ¡Eso es todo! Así se expresó Joseph Rouletabille, y no pude menos que maravillarme una vez más de lo sencillo del razonamiento que lo había conducido a la verdad en lo que respecta a la complicidad de los caseros. Sin duda, se trataba de un tema nimio, pero yo pensaba que, cualquiera de esos días, el joven no dejaría de explicarnos, con la misma sencillez, las extraordinarias noches del "cuarto amarillo" y de la "galería inexplicable".