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100 Clásicos de la Literatura

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–En la mente de Frédéric Larsan, este bastón debe ser muy valioso, una prueba del delito... ¿Pero cómo? Porque, por la hora en que se efectuó la compra, no podía estar en manos del asesino...

–La hora no significa un obstáculo para Larsan... No está obligado a adoptar mi sistema, que comienza por hacer entrar al asesino en el "cuarto amarillo" entre las cinco y las seis. ¿Qué le impide a él hacerlo entrar entre las diez y las once de la noche? En ese momento, precisamente, el señor y la señorita Stangerson, ayudados por el tío Jacques, realizaban un interesante experimento de química en esa parte del laboratorio ocupada por los hornillos; Larsan dirá que el asesino se deslizó a sus espaldas, por más inverosímil que parezca... Ya se lo dio a entender al juez de instrucción... Analizándolo con detenimiento, ese razonamiento es absurdo, dado que la persona conocida si es que hay una persona conocida, debía saber que el profesor pronto iría del pabellón; y sería más seguro para él, como conocido, posponer sus operaciones para después de esa salida... ¿Por qué se arriesgaría a atravesar el laboratorio mientras el profesor estaba allí?... Hay muchos puntos para dilucidar antes de admitir las especulaciones de Larsan. ¡Yo, por mi parte, no perderé mi tiempo en ello, pues tengo una hipótesis irrefutable que me prohíbe entretenerme con esas elucubraciones! Pero, como por el momento me veo obligado a callar y Larsan algunas veces habla..., podría ser que todo terminara volviéndose en contra del señor Darzac..., ¡si yo no estuviera! – agregó el joven con orgullo. –Porque hay otros signos exteriores en contra del señor Darzac, mucho más terribles que esa historia del bastón, que sigue siendo incomprensible para mí, más incomprensible aún cuando Larsan no tiene problemas en mostrarse delante del señor Darzac... ¡con el bastón que habría pertenecido al mismo Darzac! Comprendo muchas cosas en el sistema de razonamiento de Larsan, pero todavía no comprendo el bastón.

–¿Frédéric Larsan sigue en el castillo?

–Sí, ¡casi no se ha alejado de él! Duerme allí, como yo, a pedido del señor Stangerson. El señor Stangerson ha hecho por él lo mismo que Robert Darzac ha hecho por mí. Acusado por Frédéric Larsan de conocer al asesino y de haber permitido su huida, el señor Stangerson se preocupó por facilitarle a su acusador todos los medios para llegar al descubrimiento de la verdad. Del mismo modo actúa Robert Darzac conmigo.

–Pero usted está convencido de la inocencia de Robert Darzac, ¿no es así?

–Por un momento creí en la posibilidad de que fuera culpable. Fue cuando llegamos aquí por primera vez. Llegó el momento de que le cuente lo que pasó aquí entre el señor Darzac y yo.

En este punto, Rouletabille se interrumpió y me preguntó si había traído las armas. Le mostré los dos revólveres. Los examinó y dijo:

–¡Perfecto!

Y me los devolvió.

–¿Los necesitaremos? – le pregunté.

–Quizás esta noche. ¿Le molestaría pasar la noche aquí?

–¡En absoluto! – dije, con una expresión que provocó la risa de Rouletabille.

–¡Vamos, vamos! – prosiguió. No es momento para reír. Hablemos en serio. ¿Se acuerda de esa frase que fue el "¡Ábrete, sésamo!" de este castillo lleno de misterio?

–Sí –dije–, perfectamente: La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor. Es la misma frase que encontró en un papel medio chamuscado entre los carbones del laboratorio.

–Sí, y en la parte de abajo del papel, las llamas habían respetado esta fecha: "23 de octubre". Recuerde esta fecha, que es muy importante. Ahora voy a decirle qué significa esta frase incongruente. Recordará que, un día antes del crimen, es decir, el 23 de octubre, el señor y la señorita Stangerson fueron a una recepción en el Elíseo. Incluso asistieron a la cena, si no me equivoco. Lo cierto es que se quedaron en la recepción, porque los vi. Por razones profesionales, yo también estaba allí. Tenía que entrevistar a uno de esos científicos de la Academia de Filadelfia a quienes se homenajeaba ese día. Hasta entonces, nunca había visto al señor ni a la señorita Stangerson. Estaba sentado en el salón que precede al salón de los Embajadores y, cansado de ir y venir entre tantos nobles personajes, comenzaba a perderme en mis ensoñaciones, cuando sentí pasar el perfume de la dama vestida de negro. Me preguntará: "¿Qué es el perfume de la dama vestida de negro?". Basta con que sepa que es un perfume que he amado mucho, porque era el de una dama, siempre vestida de negro, que me brindó cierta bondad maternal en mi infancia. La dama que aquel día estaba discretamente impregnada por el perfume de la dama vestida de negro se hallaba vestida de blanco. Era maravillosamente hermosa. No pude evitar levantarme y seguirla, a ella y a su perfume. Un hombre, un anciano, le daba el brazo a aquella belleza. Todos se daban vuelta a su paso, y oí que murmuraban: "¡Son el profesor Stangerson y su hija!". Así supe a quién seguía. Se encontraron con Robert Darzac, a quien yo conocía de vista. El profesor Stangerson, solicitado por uno de los científicos estadounidenses, Arthur William Rance, se sentó en un sillón de la gran galería y Robert Darzac condujo a la señorita Stangerson hacia el invernadero. Yo los seguí. Aquella noche, el tiempo era muy agradable y las puertas que daban al jardín estaban abiertas.

La señorita Stangerson se echó un chal liviano sobre los hombros y vi que fue ella quien le pidió al señor Darzac que la acompañara al jardín casi desierto. Y no dejé de seguirlos, interesado por la evidente agitación que se percibía en Robert Darzac. Ahora se deslizaban con pasos lentos a lo largo de la pared que bordea la avenida de Marigny. Tomé el paseo central. Caminaba paralelamente a mis dos personajes. Y después, "corté camino" por el césped para cruzarme con ellos. La noche estaba oscura, el pasto amortiguaba mis pasos. Se detuvieron bajo la claridad vacilante de un farol e, inclinados sobre un papel que sostenía la señorita Stangerson, parecían leer algo que les interesaba mucho. Yo también me detuve. Estaba rodeado de sombra y de silencio. No me vieron y pude oír claramente a la señorita Stangerson que repetía, doblando el papel: "¡La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor!" Dijo esas palabras en un tono a la vez tan burlón y desesperado, y fueron seguidas por una carcajada tan nerviosa, que creo que esa frase quedará para siempre grabada en mi memoria. Pero oí otra frase, esta vez de labios de Robert Darzac:

“Entonces, ¿tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?”. Robert Darzac estaba extraordinariamente agitado; tomó la mano de la señorita Stangerson, la mantuvo durante largo tiempo sobre sus labios y, por el movimiento de sus hombros, pensé que lloraba. Después se alejaron.

Cuando llegué a la galería central –prosiguió Rouletabille–, ya no vi a Robert Darzac, al que sólo volvería a ver en el Glandier, después del crimen, pero vi a la señorita Stangerson, al señor Stangerson y a los delegados de Filadelfia. La señorita Stangerson estaba junto a Arthur Rance. Este le hablaba animadamente y los ojos del estadounidense, durante esta conversación, brillaban con un singular resplandor. Creo que la señorita Stangerson ni siquiera oía lo que le decía Arthur Rance, y su rostro expresaba una absoluta indiferencia. Arthur William Rance es un hombre sanguíneo, con la cara rojiza; le debe gustar la ginebra. Cuando el señor y la señorita Stangerson se marcharon, se dirigió al bufé y ya no salió de allí. Me reuní con él y lo ayudé un poco en ese barullo de gente. Me agradeció y me informó que volvería a Norteamérica en tres días, es decir el 26 (al día siguiente del atentado).

Le hablé de Filadelfia; me dijo que vivía en esa ciudad desde hacía veinticinco años y que allí había conocido al ilustre profesor y a su hija. Entonces, se sirvió de nuevo champán y creí que no dejaría nunca de tomar. Cuando lo dejé, estaba casi borracho.

Así fue la velada, querido amigo. No sé por qué extraña intuición, la doble imagen de Robert Darzac y de la señorita Stangerson no me abandonó en toda la noche, y puede imaginarse el efecto que me produjo la noticia del asesinato de la señorita Stangerson. ¡Cómo no iba a recordar aquellas palabras: “¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?"! No obstante, no fue esta la frase que le dije al señor Darzac cuando lo encontramos en el Glandier. La que habla de la rectoría y del jardín esplendoroso, que la señorita Stangerson pareció leer en el papel que tenía en la mano, bastó para abrirnos las puertas del castillo de par en par. ¿Creía, en ese momento, que Robert Darzac era el asesino? ¡No! Me parece que nunca lo creí del todo. En aquel momento, no pensaba seriamente nada. Tenía tan poca información... Pero necesitaba imperiosamente que me demostrara que no estaba herido en la mano. Cuando estuvimos los dos solos, le conté lo que el azar me había permitido sorprender de su conversación en los jardines del Elíseo con la señorita Stangerson y, cuando le dije que había oído estas palabras: "¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?", se mostró muy perturbado, pero mucho menos, por cierto, que cuando escuchó la frase de "la rectoría". Lo que verdaderamente lo consternó fue enterarse, por mi boca, de que el día que iba a encontrarse en el Elíseo con la señorita Stangerson, esta había ido, por la tarde, a la oficina de correos número 40, a buscar una carta que, tal vez, era la que habían leído los dos en los jardines del Elíseo y que terminaba con estas palabras: “La rectoría no ha perdido nada de su brillo ni el jardín de su esplendor”. Por lo demás, esta hipótesis me fue confirmada, después, por el trozo de carta fechada el 23 de octubre que descubrí, usted recordará, entre los carbones del laboratorio. La carta había sido escrita y retirada de la oficina el mismo día. No hay dudas de que, de regreso del Elíseo, esa misma noche, la señorita Stangerson quiso quemar el papel comprometedor. El señor Darzac negó en vano que esta carta tuviera algo que ver con el crimen. Le dije que, en un caso tan misterioso, no tenía derecho a ocultar a la justicia el incidente de la carta; que yo estaba convencido de que esta tenía una importancia considerable; que el tono desesperado con el que la señorita Stangerson había pronunciado la frase fatídica, sus lágrimas (las de Robert Darzac) y la amenaza de cometer un crimen que había proferido luego de leer la carta no me permitían dudarlo. Robert Darzac estaba cada vez más agitado. Decidí aprovechar la ventaja con que contaba.

 

–Iba a casarse, señor –dije aparentando indiferencia y sin volver a mirar a mi interlocutor–, y de pronto ese casamiento se vuelve imposible a causa del autor de esta carta, ya que, al terminar su lectura, usted habla de la necesidad de un crimen para que la señorita Stangerson sea suya. POR LO TANTO, ALGUIEN SE INTERPONE ENTRE USTED Y LA SEÑORITA STANGERSON, ALGUIEN QUE LE PROHÍBE CASARSE, ¡ALGUIEN QUE LA MATA PARA QUE NO SE CASE!

Y concluí mi pequeño discurso con estas palabras:

Ahora, señor, sólo tiene que confiarme el nombre del asesino.

Sin proponérmelo, debí de decir cosas formidables. Cuando levanté mis ojos hacia Robert Darzac, vi un rostro descompuesto, una frente bañada en sudor, unos ojos espantados.

–Señor –me dijo–, le voy a pedir algo que quizás le parezca una locura, pero a cambio de lo cual daría mi vida: no debe hablar delante de los magistrados de lo que vio y oyó en los jardines del Elíseo... Ni delante de los magistrados, ni de nadie en el mundo. Le juro que soy inocente y sé, y siento, que usted me cree, pero preferiría pasar por culpable antes que ver que las sospechas de la policía se dirigen hacia esta frase: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor". Es necesario que la justicia ignore esta frase. Todo el caso le pertenece, señor, se lo encomiendo, pero olvídese de la velada del Elíseo. Encontrará muchos otros caminos que lo llevarán a descubrir al criminal. Se los abriré, lo ayudaré. ¿Quiere instalarse aquí? ¿Ser amo y señor? ¿Comer y dormir aquí? ¿Vigilar mis actos y los actos de todos? Estará en el Glandier como si fuera su dueño, señor, pero olvídese de la velada del Elíseo.

En este punto, Rouletabille se detuvo para recuperar un poco el aliento. Ahora entendía la actitud inexplicable de Robert Darzac en relación con mi amigo y la facilidad con la que este había podido instalarse en el lugar del crimen. Todo lo que acababa de saber no pudo sino excitar mi curiosidad. Le pedí a Rouletabille que la satisficiera aún más. ¿Qué había pasado en el Glandier en los últimos ocho días? ¿No me había dicho mi amigo que ahora había signos exteriores en contra del señor Darzac, mucho peores que el del bastón encontrado por Larsan?

–Todo parece volverse contra él –me respondió mi amigo–, y la situación se torna extremadamente grave. Robert Darzac no parece preocuparse demasiado. Hace mal, pero nada le interesa más que la salud de la señorita Stangerson, que iba mejorando día tras día ¡hasta que sobrevino un acontecimiento más misterioso aún que el misterio del "cuarto amarillo"!

–¡Eso no es posible! – exclamé. ¿Qué acontecimiento puede ser más misterioso que el misterio del "cuarto amarillo"?

–Primero, volvamos a Darzac –dijo Rouletabille, tranquilizándome. Le decía que todo se ha vuelto en su contra. Los pasos elegantes identificados por Frédéric Larsan parecen ser los pasos del novio de la señorita Stangerson. La huella de la bicicleta puede ser la huella de su bicicleta; todo parece indicarlo. Desde que la compró, esa bicicleta la dejaba siempre en el castillo. ¿Por qué llevarla a París justo en ese momento? ¿Acaso no debía volver al castillo? ¿La ruptura de su casamiento debía acarrear también la de sus relaciones con los Stangerson? Cada uno de los interesados asegura que estas relaciones iban a continuar. ¿Entonces? Frédéric Larsan, por su parte, cree que todo se había roto. Desde el día en que Robert Darzac acompañó a la señorita Stangerson a las grandes tiendas de la Louve, hasta el día después del crimen, el otrora novio no volvió al Glandier. Hay que recordar que la señorita Stangerson perdió su bolso y la llave con cabeza de cobre cuando estaba en compañía de Robert Darzac. Desde ese día hasta la velada del Elíseo, el profesor de la Sorbona y la señorita Stangerson no volvieron a verse. Pero quizás se escribieron.

La señorita Stangerson fue a buscar una carta a la oficina 40 del poste restante, carta que Frédéric Larsan cree que pertenece a Robert Darzac.

Porque Frédéric Larsan, que como es lógico no sabe nada de lo que pasó en el Elíseo, concluyó que fue Robert Darzac quien robó el bolso y la llave, con la intención de forzar la voluntad de la señorita Stangerson apropiándose de los papeles más valiosos de su padre, papeles que devolvería con la condición de casarse con ella. Todo esto sería una hipótesis muy dudosa y casi absurda, como el mismo gran Fred me decía, si no hubiera algo más, algo mucho más grave. Primero, cosa extraña y que no logro explicarme: sería el señor Darzac en persona quien, el 24, habría ido a la oficina a pedir la carta que ya había sido retirada la víspera por la señorita Stangerson; la descripción del hombre que se presentó a la ventanilla responde punto por punto a las características del señor Darzac. Este, ante las preguntas que le hizo el juez de instrucción, a título simplemente informativo, niega haber ido a la oficina de correos; y yo le creo a Robert Darzac, porque, incluso admitiendo que él haya escrito la carta, cosa que no pienso, sabía que la señorita Stangerson la había retirado, porque él había visto la carta entre sus manos en los jardines del Elíseo. Por lo tanto, no fue él quien se presentó, al día siguiente, el 24, a la oficina 40, para pedir una carta que sabía que ya no estaba allí. Para mí, es alguien curiosamente parecido (y debe ser también el ladrón del bolso), que en esa carta le pedía algo a su propietaria, la señorita Stangerson..., algo que no recibió. Esto debió de sorprenderlo y lo indujo a preguntarse si la carta que había enviado con la inscripción en el sobre M.A.T.H.S.N. había sido retirada. De ahí su gestión en la oficina de correos y la insistencia con la que reclama la carta. Después se va, furioso. ¡La carta fue retirada y, sin embargo, lo que pedía no le fue concedido! ¿Qué pide? La señorita Stangerson es la única que lo sabe. El caso es que, al día siguiente, nos enterábamos de que había sido prácticamente asesinada durante la noche, y yo descubría, dos días después, que, al mismo tiempo, el profesor había sido víctima de un robo, gracias a dicha llave, objeto de la carta del poste restante. Por eso, me parece que el hombre que fue a la oficina de correos es el asesino; y todo este razonamiento, en definitiva absolutamente lógico, sobre los motivos de la gestión del hombre en la oficina de correos, Frédéric Larsan lo ha hecho, pero aplicándolo a Robert Darzac. No se equivoca usted al pensar que el juez de instrucción, Larsan y yo mismo hicimos todo lo posible por obtener, en la oficina de correos, detalles precisos sobre el singular personaje del 24 de octubre. ¡Pero no pudimos saber de dónde venía ni hacia dónde se fue! Exceptuando esta descripción que lo hace parecerse a Robert Darzac, ¡nada! Publiqué este aviso en los periódicos más importantes:

Se ofrece una importante recompensa al cochero que condujo a un pasajero a la oficina de correos 40 en la mañana del 24 de octubre, hacia las 10. Dirigirse a la redacción de L'Époque y preguntar por el señor R.

No dio resultado. En resumen, a lo mejor ese hombre llegó a pie, pero, como estaba apurado, cabe pensar en la posibilidad de que haya llegado en coche. En mi nota del periódico no di la descripción del hombre para que acudieran a verme todos los cocheros que pudieran haber llevado, alrededor de esa hora, a un cliente a la oficina 40. Pero no se presentó ni uno. Y me sigo preguntando día y noche: "¿Quién será ese hombre que se parece tan curiosamente a Robert Darzac y que vuelvo a encontrar comprando el bastón que cayó en manos de Frédéric Larsan?". Lo más grave de todo es que el señor Darzac, que, a la misma hora en que su doble se presentaba en la oficina de correo, tenía que dar una clase en la Sorbona, no lo hizo. Lo reemplazó uno de sus amigos. Y cuando le preguntan qué estaba haciendo en ese momento, responde que fue a pasear a los bosques de Boulogne. ¿Qué piensa usted de un profesor que pide que lo reemplacen en su clase para ir a pasear a los bosques de Boulogne? Por último, debe saber que, si bien Robert Darzac confiesa haber ido a pasear a los bosques de Boulogne la mañana del 24, ¡no puede decir en qué ocupó su tiempo la noche del 24 al 25!...

Cuando Frédéric Larsan le pidió esa información, le respondió, con mucha calma, que lo que hacía con su tiempo en París era asunto suyo... Ante esto, Frédéric Larsan juró en voz alta que descubriría, sin ayuda de nadie, cómo empleó ese tiempo. Todo esto parece otorgar cierta consistencia a las hipótesis del gran Fred; especialmente porque el hecho de que fuera Robert Darzac quien se encontraba en el "cuarto amarillo" podría corroborar la explicación del policía sobre la forma en que el asesino se habría escapado: ¡el señor Stangerson lo habría dejado pasar para evitar un terrible escándalo! Por lo demás, es esta misma hipótesis, que yo creo falsa, la que desorientará a Frédéric Larsan, y esto no me molestaría si no hubiera un inocente de por medio. Ahora bien, ¿esta hipótesis realmente desorienta a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cuestión! ¡Esa es la cuestión! ¡Esa es la cuestión!...

–¡Eh! ¡Frédéric Larsan quizás tenga razón! – exclamé, interrumpiendo a Rouletabille. ¿Está usted seguro de que el señor Darzac es inocente? Me parece que hay demasiadas coincidencias comprometedoras...

–Las coincidencias –me respondió mi amigo– son las peores enemigas de la verdad.

–¿Y qué piensa de todo esto el juez de instrucción?

–El señor de Marquet, el juez de instrucción, duda acerca de arrestar a Robert Darzac sin alguna prueba segura, porque no sólo tendría en su contra a toda la opinión pública, sin contar a la Sorbona, sino también al señor y a la señorita Stangerson. Esta adora a Robert Darzac. Por poco que haya visto al asesino, será difícil hacerle creer al público que no reconoció a Robert Darzac si él hubiera sido el agresor. Aunque el "cuarto amarillo" estaba oscuro, no olvide que lo iluminaba una pequeña mariposa. Así estaban las cosas, mi amigo, cuando hace tres días, o más bien tres noches, ocurrió aquel acontecimiento inaudito del que le hablaba hace un rato.

14. "ESTA NOCHE ESPERO AL ASESINO"

–Tengo que llevarlo al escenario de los hechos –me dijo Rouletabille para que pueda entender o, mejor, para que se convenza de que es imposible entender. En cuanto a mí, creo haber encontrado lo que todos siguen buscando: la forma en que el asesino salió del "cuarto amarillo"..., sin cómplices de ningún tipo y sin que el señor Stangerson se vea involucrado. Mientras no esté seguro de la personalidad del asesino, no puedo decir cuál es mi hipótesis, pero creo que esta hipótesis es correcta y, en todo caso, es totalmente natural, quiero decir absolutamente simple. En cuanto a lo que pasó hace tres noches, aquí, en el mismo castillo, durante veinticuatro horas me pareció que superaba toda facultad de imaginación. Y, además, la hipótesis que ahora surge del fondo de mi ser es tan absurda, que casi prefiero las tinieblas de lo inexplicable. Luego de decir esto, el joven reportero me invitó a salir y me hizo dar la vuelta al castillo. Bajo nuestros pies crujían las hojas secas; era cl único ruido que yo oía. El castillo parecía abandonado. Las viejas piedras, el agua estancada en los fosos que rodeaban el torreón, la tierra desolada cubierta con los deshechos del último verano, el esqueleto negro de los árboles, todo contribuía a darle a ese triste lugar, acechado por un misterio feroz, un aspecto fúnebre. Al dar la vuelta al torreón nos encontrarnos con el Hombre Verde, el guardabosque, que no saludó y pasó a nuestro lado como si no existiéramos. Tal como lo y por primera vez, a través de la ventana de la posada del tío Mathieu seguía llevando la escopeta en bandolera, su pipa en la boca y sus quevedos sobre la nariz.

–Qué bicho raro! – me dijo en voz baja Rouletabille.

–¿Habló con él? – le pregunté.

–Sí, pero no se le puede sacar nada... Responde con gruñidos, se encoge de hombros y se va. Habitualmente reside en el primer piso del torreón, una amplia habitación que se usaba antaño como oratorio. Allí vive, como un oso; sólo sale con su escopeta. No es amable más que con las mujeres. Con el pretexto de perseguir a los cazadores furtivos, se levanta a menudo por la noche; pero sospecho que tiene citas galantes. La doncella de la señorita Stangerson, Sylvie, es su amante. En este momento, está perdidamente enamorado de la mujer del tío Mathieu, el posadero; pero el tío Mathieu vigila de cerca a su esposa, y creo que es precisamente la imposibilidad que el Hombre Verde tiene de acercarse a la señora Mathieu lo que lo vuelve aún más sombrío y taciturno. Es un tipo buen mozo, cuidadoso de su persona, casi elegante... Las mujeres en cuatro leguas a la redonda se vuelven locas por él.

 

Después de pasar el torreón, que se encuentra en el extremo del ala izquierda, caminamos por la parte trasera del castillo. Rouletabille, señalando una ventana, que reconocí por tratarse de una de las que dan a los aposentos de la señorita Stangerson, me dijo:

–Si hubiera pasado por aquí hace dos noches, a la una de la mañana, habría visto a este servidor en lo alto de una escalera disponiéndose a entrar en el castillo por esa ventana.

Como yo manifesté cierta sorpresa por aquella práctica de gimnasia nocturna, me rogó que prestara mucha atención a la disposición exterior del castillo, luego de lo cual regresamos al edificio.

–Ahora –dijo mi amigo–, tengo que mostrarle el primer piso del ala derecha. Ahí es donde duermo yo.

Para explicar mejor la disposición del nuevo escenario, pongo a disposición del lector un plano del primer piso de esta ala derecha, que fue dibujado por Rouletabille al día siguiente del extraordinario fenómeno que van a conocer con todo detalle.

1. Lugar donde Rouletabille colocó a Frédéric Larsan.

2. Lugar donde Rouletabille colocó al tío Jacques.

3. Lugar donde Rouletabille colocó al señor Stangerson.

4. Ventana por la que entró Rouletabille.

5. Ventana que Rouletabille encontró abierta cuando salió de su cuarto. La cierra. Todas las otras puertas y ventanas están cerradas.

6. Terraza que corona un cuartito voladizo en la planta baja.

Rouletabille me hizo una seña para que subiera detrás de él la doble escalera monumental que, a la altura del primer piso, formaba un rellano. Desde ese rellano se alcanzaba directamente el ala derecha o el ala izquierda del castillo por una galería que desembocaba allí. La galería, alta y ancha, se extendía a lo largo de todo el edificio y recibía luz de la fachada del castillo orientada hacia el norte. Las puertas de las habitaciones, cuyas ventanas daban al mediodía, se abrían sobre la galería. El profesor Stangerson vivía en el ala izquierda del castillo.

La señorita Stangerson tenía sus aposentos en el ala derecha. Entramos en la galería del ala derecha. Una estrecha alfombra sobre el parqué encerado, que brillaba como un espejo, ahogaba el ruido de nuestros pasos. Rouletabille me dijo, en voz baja, que caminara con precaución, porque pasábamos delante de la habitación de la señorita Stangerson. Me explicó que los aposentos de la señorita consisten en su habitación, una antecámara, un baño pequeño, un gabinete y un salón. Como es lógico, se podía pasar de una de estas piezas a la otra sin necesidad de salir a la galería. El salón y la antecámara eran las únicas piezas de los aposentos que tenían una puerta que daba a la galería. La galería continuaba recta hasta el extremo este del edificio, en donde recibía luz del exterior por una alta ventana (ventana 2 del plano). Hacia los dos tercios de su extensión, esta galería formaba un ángulo recto con otra, que seguía el recodo del ala derecha del castillo. Para dar mayor claridad a este relato, llamaremos "galería recta" a la que va de la escalera hasta la ventana del este, y "recodo de la galería" al tramo que dobla siguiendo el ala derecha y desemboca en ángulo recto en la galería recta. En el cruce de estas dos galerías se encontraba la habitación de Rouletabille, contigua a la de Frédéric Larsan. Las puertas de estas dos habitaciones daban al recodo de la galería, mientras que las puertas de los aposentos de la señorita Stangerson daban a la galería recta (ver el plano).

Rouletabille empujó la puerta de su habitación, me hizo entrar y volvió a cerrar la puerta detrás de nosotros, echando el cerrojo. Todavía no me había dado tiempo para echar una ojeada a su aposento, cuando dio un grito de sorpresa, a la vez que me mostraba, encima de la mesita de luz, unos quevedos.

–¿Qué es esto? – preguntaba. ¿Cómo llegaron esos quevedos a mi mesita de luz?

Me hubiera costado trabajo responderle.

–A menos que... –dijo–, a menos que..., a menos que esos quevedos sean lo que ando buscando..., y que..., y que...¡y que sean unos quevedos de présbite!...

Se abalanzó literalmente sobre los quevedos; sus dedos acariciaron la convexidad de los cristales... y entonces me miró de un modo aterrador.

–¡Oh!... ¡Oh!...

Y repetía: "¡Oh!... ¡Oh!..." como si sus pensamientos lo hubieran vuelto loco de repente...

Se levantó, apoyó su mano en mi hombro, se echó a reír como un demente y me dijo:

–¡Estos quevedos me van a volver loco! Porque la cosa es posible, vea, matemáticamente hablando; pero humanamente hablando es imposible..., a menos..., a menos..., a menos...

Dieron dos golpecitos en la puerta de la habitación; Rouletabille entreabrió la puerta; una cara se asomó. Reconocí a la casera, que había visto pasar delante de mí cuando la llevaron al pabellón para el interrogatorio, y me sorprendió, porque creía que seguía detenida. La mujer dijo en voz muy baja:

¡En la ranura del parqué!

Rouletabille respondió: "¡Gracias!" y la cara desapareció. Se volvió hacia mí, después de haber cerrado cuidadosamente la puerta, y pronunció unas palabras incomprensibles con aire azorado.

–Ya que la cosa es matemáticamente posible, ¡por qué no habría de serlo humanamente!... Pero si la cosa es humanamente posible, ¡el caso es formidable!

Interrumpí el monólogo de Rouletabille.

–¿Así que los caseros ahora están en libertad? – le pregunté.

–Sí –me respondió Rouletabille. Logré que los pusieran en libertad. Necesito gente confiable. La mujer se desvive por mí y el casero se dejaría matar por mí... ¡Y como los quevedos tienen cristales para presbicia, seguramente voy a necesitar de gente fiel que se dejaría matar por mí!

–¡Oh! ¡Oh! – dije. Usted habla en serio, mi amigo... ¿y cuándo habrá que dejarse matar?

–¡Pues esta noche! Porque debo decirle, mi querido amigo, ¡que esta noche espero al asesino!

–¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!... ¿Espera al asesino esta noche?... ¿De verdad, de verdad espera al asesino esta noche?... Pero, entonces, ¿conoce al asesino?

–¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Puede ser que ahora lo conozca. Pero estaría loco si afirmara categóricamente que lo conozco, porque la idea matemática que tengo del asesino conduce a resultados tan aterradores, tan monstruosos, ¡que espero que todavía exista la posibilidad de que me equivoque! ¡Oh! Lo deseo con todas mis fuerzas...

–¿Cómo puede decir que espera al asesino esta noche, si hasta hace cinco minutos no lo conocía?

–Porque sé que va a venir.

Rouletabille cargó su pipa lenta, muy lentamente, y la encendió. Esto me hacía presagiar un relato de lo más cautivador. En ese momento, alguien caminó por el corredor y pasó por delante de nuestra puerta. Rouletabille escuchó. Los pasos se alejaron.