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100 Clásicos de la Literatura

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–¡Sería bueno, señor, que le preguntara al señor Stangerson quién se ocupaba normalmente de guardar esa llave!

–Mi hija –respondió el señor Stangerson. Y nunca se separaba de esa llave.

–¡Ah! Pero esto cambia el aspecto de las cosas y ya no corresponde a la idea del señor Rouletabille –exclamó el señor de Marquet. Si la señorita Stangerson nunca se separaba de esa llave, entonces el asesino habría esperado a la señorita Stangerson aquella noche en su cuarto para robarle esa llave, ¡y el robo se habría llevado a cabo después del asesinato! Pero, después del asesinato, había cuatro personas en el laboratorio... Decididamente, ¡ya no entiendo nada!...

Y el señor de Marquet, con una rabia desesperada, que para él debía ser el colmo de la embriaguez –porque no sé si ya he dicho que nunca estaba más feliz que cuando no entendía algo– exclamó:

–... ¡Nada de nada!

–El robo –replicó el reportero–, sólo pudo llevarse a cabo antes del asesinato. Es indudable, por la razón que usted cree, y por otras razones que yo creo. Y, cuando el asesino entró en el pabellón, ya estaba en posesión de la llave con cabeza de cobre.

–Eso no es posible –dijo en voz baja el señor Stangerson.

–Es tan posible, señor, que aquí tiene la prueba.

Ese mocoso endemoniado sacó entonces, de su bolsillo, un número de L´Époque con fecha del 21 de octubre (les recuerdo que el crimen ocurrió en la noche del 24 al 25) y, mostrándonos un aviso, leyó:

Ayer se perdió un bolso de satén negro en las grandes tiendas de la Louve. Este bolso contenía diversos objetos y, entre ellos, una llavecita con cabeza de cobre. Se ofrecerá una importante recompensa a la persona que lo haya encontrado. Esta persona deberá escribir a poste restante, oficina 40, a la siguiente dirección: M.A.T.H.S.N.

–¿Acaso estas letras no designan a la señorita Stangerson? – prosiguió el reportero. ¿Acaso esa llave con cabeza de cobre no es esta misma llave?... Siempre leo los avisos. En mi profesión, como en la suya, señor juez de instrucción, siempre hay que leer los avisos personales... ¡Se descubren tantas intrigas!... ¡Y tantas llaves que abren intrigas..., que no siempre tienen cabeza de cobre y por ello no son menos interesantes! Este aviso me sorprendió particularmente por el tipo de misterio que rodeaba a la mujer que había perdido una llave, objeto poco comprometedor. ¡Cuánto interés por esa llave! ¡Y esa importante recompensa prometida! Y pensaba en estas seis letras: M.A.T.H.S.N. Las cuatro primeras me indicaban enseguida su nombre. "Claro", pensé, "Math, Mathilde..." La persona que perdió la llave con cabeza de cobre en un bolso se llamaba Mathilde... Pero no supe qué hacer con las últimas dos letras. Así que, dejando el periódico de lado, me ocupé de otra cosa... Cuando, cuatro días después, los diarios vespertinos aparecieron con enormes titulares que anunciaban el asesinato de la señorita Mathilde Stangerson, el nombre Mathilde me recordó, sin ningún esfuerzo, maquinalmente, las letras del anuncio. Un poco intrigado, pedí el número de aquel día a la administración. Había olvidado las últimas dos letras: S.N. Cuando las volví a ver, no pude contener una exclamación: "¡Stangerson!... Salté a un simón y me precipité a la oficina 40. Pregunté: "¿Tiene una carta con esta dirección: M.A.T.H.S.N.?". El empleado me respondió: "¡No!". Y, como yo insistía, rogándole y suplicándole que siguiera buscando, me dijo: "¡Ah, señor, esto parece una broma!... Sí, tuve una carta con las iniciales M.A.T.H.S.N.; pero la entregué hace tres días a una dama que me la reclamó. Y ahora viene usted a reclamarme también esa carta. Ahora bien, antes de ayer, un señor, con la misma insistencia descortés, también me la pidió... ¡Ya estoy harto de esta historia!". Quise interrogar al empleado sobre los dos personajes que ya habían reclamado la carta, pero, ya sea porque quería escudarse detrás del secreto profesional –sin duda, estimaba que ya había dicho demasiado–, ya sea porque realmente estaba cansado de lo que creía una posible broma, no quiso seguir respondiendo...Rouletabille se calló. Todos nos callamos. Cada uno sacaba las conclusiones que podía de esta extraña historia del poste restante. De hecho, ahora parecía que había un hilo firme por el cual íbamos a poder tomar este caso inasible.

El señor Stangerson dijo:

–Al parecer, entonces, mi hija debió perder esa llave. No quiso mencionármelo para evitarme cualquier preocupación y pidió a la persona que la encontrara que escribiera al poste restante. Evidentemente temía que, si daba nuestra dirección, este hecho ocasionara diligencias que me habrían puesto al tanto de la pérdida de la llave. Es muy lógico y natural, ¡porque, señor, a mí ya me han robado!

–¿Dónde? ¿Cuándo? – preguntó el director de la Sûreté.

–¡Oh! Hace muchos años, en los Estados Unidos, en Filadelfia. Me robaron, de mi laboratorio, el secreto de dos invenciones que habrían podido enriquecer a todo un pueblo... No sólo no supe nunca quién fue el ladrón, sino que jamás oí hablar del objeto robado, quizás porque, para frustrar los planes de la persona que me había robado, yo mismo di a conocer al público estas dos invenciones, y así el hurto resultó inútil. Desde entonces, me he vuelto muy desconfiado y, cuando trabajo, me encierro herméticamente. Todos los barrotes de esas ventanas, el aislamiento del pabellón, ese mueble que yo mismo mandé construir, esa cerradura especial, esa llave que no tiene copia, todo ello es el resultado de mis temores, inspirados por esa triste experiencia.

El señor Dax declaró:

–¡Muy interesante!

Y Joseph Rouletabille pidió noticias del bolso. Ni el señor Stangerson ni el tío Jacques habían visto, desde hacía unos días, el bolso de la señorita Stangerson. Algunas horas más tarde nos enteraríamos, por boca de la señorita Stangerson, de que le habían robado el bolso –o lo había perdido–, y de que las cosas habían ocurrido tal como su padre nos las había explicado. El 23 de octubre había ido a la oficina postal 40, donde le habían entregado una carta que era, según afirmó, la de un chistoso. La había quemado inmediatamente.

Volviendo a nuestro interrogatorio o, mejor dicho, a nuestra conversación, debo señalar que el jefe de la Sûreté, cuando le preguntó al señor Stangerson en qué circunstancias su hija había viajado a París el 20 de octubre, día de la pérdida del bolso, este nos informó que había ido a la capital acompañada por Robert Darzac, quien no volvió a aparecer por el castillo desde ese instante hasta el día siguiente al crimen.

El hecho de que Robert Darzac estuviera con la señorita Stangerson en las grandes tiendas de la Louve, cuando el bolso desapareció, no podía pasar inadvertido, y reconozco que nos llamó mucho la atención.

Esta conversación entre magistrados, acusados, testigos y periodistas estaba a punto de concluir, cuando se produjo un verdadero golpe teatral, cosa que nunca disgusta al señor de Marquet. El cabo de la gendarmería vino a anunciarnos que Frédéric Larsan pedía ingresar, lo cual le fue inmediatamente concedido. Llevaba en la mano un par de zapatos toscos llenos de barro, que arrojó dentro del laboratorio.

–¡Aquí están –dijo– los zapatos que llevaba el asesino! ¿Los reconoce, tío Jacques?

El tío Jacques se inclinó sobre aquel cuero infecto y, estupefacto, reconoció unos viejos zapatos suyos que había arrinconado en el desván hacía ya bastante tiempo. Estaba tan aturdido, que tuvo que sonarse la nariz para disimular su emoción.

Entonces, señalando el pañuelo que usaba el tío Jacques, Frédéric Larsan dijo:

–Aquí tenemos un pañuelo que se parece asombrosamente al que se encontró en el "cuarto amarillo".

–¡Ah! Ya lo sé –dijo el tío Jacques temblando–, son casi iguales.

–Además –continuó Frédéric Larsan–, la vieja boina vasca que también se encontró en el "cuarto amarillo" habría podido cubrir en otra época la cabeza del tío Jacques. Todo esto, señor jefe de la Sûreté y señor juez de instrucción, prueba, a mi parecer... ¡Tranquilo, buen hombre! – le dijo al tío Jacques, que estaba desfalleciendo–, esto prueba, a mi parecer, que el asesino quiso disfrazar su verdadera personalidad. Lo ha hecho de un modo bastante burdo, o al menos así nos parece, porque estamos seguros de que el asesino no es el tío Jacques, que no se separó de la señorita Stangerson. Pero imaginen que el señor Stangerson, aquella noche, no hubiera prolongado su velada; que después de despedirse de su hija hubiera regresado al castillo, que la señorita Stangerson hubiera sido asesinada cuando ya no quedaba nadie en el laboratorio y mientras el tío Jacques dormía en el desván:

¡Nadie hubiera dudado de que el tío Jacques era el asesino! Debe su salvación tan sólo a que el drama estalló demasiado pronto, sin duda porque el asesino creyó, por el silencio que reinaba al lado, que el laboratorio estaba vacío y que había llegado el momento de actuar. El hombre que pudo introducirse aquí tan misteriosamente y tomar tales precauciones contra el tío Jacques era, sin lugar a dudas, alguien familiar en la casa. ¿A qué hora exactamente entró aquí? ¿Durante la tarde? ¿Durante la noche? No sabría decirlo... Una persona tan familiarizada con las cosas y la gente de este pabellón tuvo que entrar en el "cuarto amarillo" en el momento indicado.

–¡Sin embargo, no pudo entrar cuando había gente en el pabellón! – exclamó el señor de Marquet.

–¿Y qué sabemos? – replicó Larsan. –Hubo una cena en el laboratorio, las idas y venidas del servicio... Hubo un experimento de química que debió de mantener, entre las diez y las once, al señor Stangerson, a su hija y al tío Jacques al lado de los hornos..., en ese rincón de la chimenea... ¿Quién me dice que el asesino..., ¡alguien conocido!..., no aprovechó ese momento para deslizarse en el "cuarto amarillo", después de haberse quitado los zapatos en el baño?

 

–¡Es altamente improbable! – dijo el señor Stangerson.

–Sin duda, pero no imposible... Sobre eso, no afirmo nada. En cuanto a su salida, la cosa es distinta. ¿Cómo pudo huir? ¡De la forma más natural del mundo!

Frédéric Larsan se calló un instante. Ese instante nos pareció eterno. Esperamos que siguiera hablando con una ansiedad muy comprensible.

–No entré en el "cuarto amarillo" –prosiguió Frédéric Larsan–, pero me imagino que tienen la prueba de que no se podía salir sino por la puerta. Es decir, que el asesino salió por la puerta. Como resulta imposible que sea de otro modo, tiene que ser así. ¡Cometió el crimen y salió por la puerta! ¿En qué momento? Cuando le resultó más fácil: en el momento en que todo se vuelve más explicable, tan explicable que no podría haber otra explicación. Así pues, examinemos los "momentos" que siguieron al crimen. Tenemos el primer momento, cuando el señor Stangerson y el tío Jacques se encuentran ante la puerta, cerrándole el paso. Tenemos el segundo momento, cuando el tío Jacques se ausenta un instante y el señor Stangerson se encuentra solo ante la puerta. Tenemos el tercer momento, cuando el casero se reúne con el señor Stangerson. Tenemos el cuarto momento, cuando se encuentran ante la puerta el señor Stangerson, el casero, su mujer y el tío Jacques. Tenemos el quinto momento, cuando la puerta es derribada y se invade el "cuarto amarillo". El momento en el que la huida es más explicable es el momento en el que hay menos personas ante la puerta. Hay un momento cuando no hay más que una: cuando el señor Stangerson se queda solo ante la puerta. A menos que admitamos la complicidad del silencio del tío Jacques, y no lo creo, porque el tío Jacques no habría salido del pabellón para ir a examinar la ventana del "cuarto amarillo" si hubiera visto que se abría la puerta y salía el asesino. Por lo tanto, la puerta no se abrió sino ante el señor Stangerson solo, y el hombre salió. En este punto, debemos admitir que el señor Stangerson tenía poderosas razones para no detener o para no hacer detener al asesino, ya que lo dejó llegar hasta la ventana del vestíbulo, ¡y la cerró tras él!... Hecho esto, como el tío Jacques iba a regresar y tenía que encontrar las cosas como antes, la señorita Stangerson, terriblemente herida, pudo encontrar la fuerza, sin duda ante las advertencias de su padre, para cerrar de nuevo la puerta del "cuarto amarillo" con llave y con cerrojo antes de derrumbarse, moribunda, sobre el parqué... No sabemos quien cometió el crimen; no sabemos de qué miserable son víctimas el señor y la señorita Stangerson; ¡pero no caben dudas de que ellos sí lo saben! Debe ser un secreto terrible para que el padre no haya dudado en dejar a su hija agonizante detrás de la puerta que ella misma volvía a cerrar, terrible para que haya dejado escapar al asesino... ¡Pero no hay otra forma humana de explicar la huida del asesino del "cuarto amarillo"!

El silencio que siguió a esta explicación dramática e iluminadora tenía algo de espantoso. Todos sufríamos por el ilustre profesor, obligado por la despiadada lógica de Larsan a confesarnos la verdad de su tortura o a callar, confesión aún más terrible. Lo vimos levantarse y extender la mano con un gesto tan solemne, que todos bajamos la cabeza como ante la vista de una cosa sagrada. Entonces pronunció estas palabras, con una voz estridente que pareció agotar todas sus fuerzas:

–Juro, por la vida de mi hija agonizante, que no me alejé de esa puerta desde el momento en que oí la llamada desesperada de mi pequeña, que esa puerta no se abrió mientras estuve solo en el laboratorio y, por último, que cuando entramos en el "cuarto amarillo" mis tres criados y yo, ¡el asesino ya no estaba allí! ¡Juro que no conozco al asesino!

¿Hace falta que diga que, a pesar de la solemnidad de semejante juramento, poco creímos en la palabra del señor Stangerson? Frédéric Larsan acababa de hacernos entrever la verdad: no era cuestión de perderla tan pronto.

Cuando el señor de Marquet nos anunciaba que la conversación había terminado y que debíamos abandonar el laboratorio, el joven reportero, ese chiquilín de Rouletabille, se acercó al señor Stangerson, le tomó la mano con el más profundo respeto y lo oí decir:

–¡Yo le creo, señor!

Aquí interrumpo la cita que creí conveniente hacer de la narración del señor Maleine, secretario del tribunal de Corbeil. No necesito decirle al lector que todo lo que acababa de pasar en el laboratorio me fue fiel y rápidamente informado por el mismo Rouletabille.

12. EL BASTÓN DE FRÉDÉRIC LARSAN

No me decidí a abandonar el castillo sino a las seis de la tarde, llevando el artículo que mi amigo había escrito rápidamente en el saloncito que Robert Darzac había mandado poner a nuestra disposición. El reportero se quedaría a dormir en el castillo, haciendo uso de esa inexplicable hospitalidad que le había ofrecido Robert Darzac, a quien el señor Stangerson, en aquellos tristes momentos, había delegado todos los problemas domésticos. No obstante, quiso acompañarme a la estación de Épinay. Mientras atravesábamos el parque, me dijo:

–Frédéric Larsan es muy astuto y tiene bien merecida su reputación. ¿Sabe cómo logró encontrar los zapatos del tío Jacques? Cerca del lugar donde advertimos las huellas de los pasos elegantes y la desaparición de las huellas de los zapatones, un hueco rectangular en la tierra húmeda indicaba que, hasta hacía poco, allí había habido una piedra. Larsan la buscó, sin encontrarla, y se imaginó enseguida que le había servido al asesino para enviar al fondo del estanque los zapatos de los que quería deshacerse. La deducción de Fred era excelente y lo probó el éxito de sus pesquisas. Eso se me escapó; pero es justo decir que mi mente ya estaba en otra parte, porque, por la gran cantidad de pistas falsas que dejó el asesino de su paso y por la medida de las pisadas negras, equivalentes a la medida de los pasos del tío Jacques –que comparé en el parqué del "cuarto amarillo", sin que él se diera cuenta–, tenía ante mis ojos la prueba de que el asesino había querido desviar la sospecha hacia el viejo criado. Esto fue lo que me permitió decirle al tío Jacques, como recordará, que, ya que habían encontrado una boina en ese cuarto fatal, tenía que parecerse a la suya, y luego describirle un pañuelo en todo parecido al que le había visto usar. Larsan y yo estamos de acuerdo hasta ahí, pero sólo hasta ahí, y lo que sigue va a ser terrible, ¡porque avanza de buena fe hacia un error que voy a tener que combatir sin ningún elemento!

Me sorprendió el tono profundamente grave con el que mi joven amigo pronunció estas últimas palabras.

–¡Sí, TERRIBLE, TERRIBLE!... –repitió. – ¡Porque realmente combatir con una idea es combatir con nada!

En ese momento, pasábamos por detrás del castillo. Había caído la noche. La ventana del primer piso estaba entreabierta. Un tenue resplandor salía de ella, al igual que unos ruidos que llamaron nuestra atención. Avanzamos hasta llegar al ángulo de una puerta que había o de la ventana. Rouletabille me dio a entender, con una palabra pronunciada en voz baja, que esta ventana daba a la habitación de la señorita Stangerson. Los ruidos que nos habían detenido cesaron, y después recomenzaron un instante. Eran gemidos ahogados... Sólo pudimos oír tres palabras que nos llegaban claramente: "¡Mi pobre Robert!". Rouletabille puso su mano sobre mi hombro y me dijo al oído:

–Si pudiéramos saber qué se dice en esa habitación, mi investigación terminaría enseguida...

Miró a su alrededor; nos envolvía la oscuridad de la noche; casi no veíamos más allá de la estrecha franja de pasto bordeada de árboles que se extendía detrás del castillo. Los gemidos habían cesado de nuevo.

–Ya que no podemos oír –siguió diciendo Rouletabille–, por lo menos vamos a intentar ver...

Y, haciéndome señas de que amortiguara el ruido de mis pasos, me llevó más allá del césped, hasta el tronco pálido de un fuerte abedul cuya línea blanca se percibía entre las tinieblas. El abedul se alzaba justo enfrente de la ventana que nos interesaba y sus ramas más bajas estaban más o menos a la altura del primer piso del castillo. Desde lo alto de estas ramas, seguramente se podía ver lo que estaba pasando en la habitación de la señorita Stangerson; y esto era lo que pensaba Rouletabille, porque, después de ordenarme que me quedara callado, abrazó el tronco con sus jóvenes y vigorosos brazos, y trepó. Pronto desapareció entre las ramas y luego se produjo un gran silencio.

Allá arriba, frente a mí, la ventana entreabierta seguía iluminada.

No vi pasar ninguna sombra ante la luz. El árbol, encima de mí, permanecía en silencio; yo esperaba. De pronto, mi oído percibió estas palabras procedentes del árbol:

–¡Después de usted!

–¡Después de usted, faltaba más!

Arriba, encima de mi cabeza, estaban dialogando..., se hacían cumplidos, y cuál no sería mi sorpresa cuando vi aparecer, en el tronco liso del árbol, ¡dos formas humanas que pronto tocaron el suelo! ¡Rouletabille había subido allí solo y ahora bajaban dos!

–¡Buenas tardes, señor Sainclair!

Era Frédéric Larsan... El policía ya estaba en el puesto de observación que mi joven amigo creyó ocupar solitario... Por otra parte, ninguno de los dos se ocupó de disipar mi desconcierto. Creí comprender que habían asistido, en lo alto de su observatorio, a una escena llena de ternura y de desesperación entre la señorita Stangerson, tendida en su cama, y el señor Darzac, arrodillado junto a su cabecera. Y cada uno parecía sacar, con mucha prudencia, conclusiones diferentes. Resultaba fácil adivinar que esta escena había producido un gran efecto en la mente de Rouletabille a favor de Robert Darzac, mientras que, en la de Larsan, sólo testimoniaba la perfecta hipocresía, digna de un artista, del novio de la señorita Stangerson...

Cuando llegábamos a la reja del parque, Larsan nos detuvo:

–¡Mi bastón! – exclamó.

–¿Olvidó su bastón? – preguntó Rouletabille.

–Sí –respondió el policía. Lo dejé allá, cerca del árbol.

Y se alejó, diciendo que enseguida se reuniría con nosotros...

–¿Se fijó en el bastón de Frédéric Larsan? – me preguntó el reportero cuando estuvimos solos. Es un bastón nuevo..., nunca se lo había visto... Parece estar muy apegado a él... Nunca lo suelta... Se diría que tiene miedo de que caiga en manos extrañas... Hasta hoy, nunca había visto a Frédéric Larsan con bastón... ¿De dónde sacó ese bastón? No es normal que un hombre que nunca usa bastón sea incapaz de dar un paso sin él, al día siguiente del crimen del Glandier... El día de nuestra llegada al castillo, cuando nos vio, volvió a poner su reloj en el bolsillo y recogió su bastón del piso, gesto al que quizás hice mal en no atribuirle ninguna importancia.

Ya estábamos fuera del parque; Rouletabille no decía nada... Sin duda, su mente seguía ocupada en el bastón de Frédéric Larsan. Tuve la prueba de ello cuando, al bajar por la cuesta de Épinay, me dijo:

–Frédéric Larsan llegó al Glandier antes que yo; comenzó su pesquisa antes que yo; tuvo tiempo para enterarse de cosas que yo no sé y pudo encontrar cosas que ignoro... ¿Dónde habrá encontrado ese bastón?...

Y añadió:

–Es probable que su sospecha (más que su sospecha, su razonamiento) que apunta directamente a Robert Darzac, se sirva de algo palpable, que él puede palpar y yo no... ¿Será ese bastón?... ¿Dónde diablos habrá encontrado ese bastón?...

En Épinay hubo que esperar el tren veinte minutos; entramos a un bar. Casi enseguida, la puerta se volvió a abrir detrás de nosotros y apareció Frédéric Larsan, blandiendo el famoso bastón...

–¡Lo encontré! – nos dijo sonriendo.

Los tres nos sentamos a una mesa. Rouletabille no apartaba la vista del bastón; estaba tan absorto que no percibió una seña de complicidad que Larsan dirigió a un empleado del ferrocarril, un jovencito cuyo mentón estaba adornado por una barbita rubia mal peinada. El empleado se levantó, saludó y salió. Tampoco yo le habría dado la menor importancia a esta señal si, unos días después, no me hubiera vuelto a la memoria, cuando volvió a aparecer la barbita rubia en uno de los momentos más trágicos de este relato. Entonces supe que esa barbita rubia era de un agente de Larsan, a quien él mismo le había encomendado vigilar las idas y venidas de los viajeros en la estación de Épinay–sur–Orge, puesto que Larsan no descuidaba nada que creyera que pudiere serle útil.

 

Dirigí mis ojos hacia Rouletabille.

–¡Ah! A propósito, señor Larsan –decía–, ¿desde cuándo tiene usted bastón?... Yo siempre lo he visto andar con las manos en los bolsillos...

–Es un regalo que me hicieron... –respondió el policía.

–No hace mucho –insistió Rouletabille.

–No, me lo regalaron en Londres...

–Es cierto, usted viene de Londres... Señor Fred, ¿lo puedo ver, su bastón?...

–Pero ¡cómo no!...

Fred le pasó el bastón a Rouletabille. Era un bastón de bambú, amarillo y curvo, adornado con un aro dorado. Rouletabille lo examinó minuciosamente.

–Pues parece que, en Londres, le regalaron un bastón francés –dijo. – Puede ser –dijo Fred, imperturbable.

–Lea la marca aquí, en letras pequeñas: "Cassette, 6 bis, Opéra... ".

–Nosotros mandamos lavar la ropa a Londres –dijo Fred. Los ingleses bien pueden comprar sus bastones en París...

Rouletabille le devolvió el bastón. Cuando se despidió de mí, en mi compartimiento, me dijo:

–¿Recuerda la dirección?

–Sí, "Cassette, 6 bis, Opéra..." Cuente conmigo, mañana por la mañana recibirá noticias mías.

En efecto, esa misma tarde, en París, fui a ver al señor Cassette, vendedor de bastones y paraguas, y le escribí a mi amigo:

Un hombre que responde de manera sorprendente a la descripción de Robert Darzac, con idéntica altura, ligeramente encorvado, la barba igualmente recortada, un abrigo color gris y sombrero hongo, fue a comprar un bastón similar al que nos interesa la noche del crimen, a eso de las ocho. El señor Cassette no ha vendido uno así desde hace dos años. El bastón de Fred es nuevo. Por lo tanto, se trata del mismo que tiene en sus manos. No lo ha comprado él, porque estaba en Londres. Como usted, creo que lo encontró en algún lugar próximo a Robert Darzac... pero entonces, si, como usted pretende, el asesino estaba en el "cuarto amarillo" desde las cinco, o incluso desde la seis, dado que el drama no ocurrió hasta la medianoche, la compra de este bastón le proporciona a Robert Darzac una coartada irrefutable.

13. "LA RECTORÍA NO HA PERDIDO NADA DE SU ENCANTO NI EL JARDÍN DE SU ESPLENDOR"

Ocho días después de los acontecimientos que acabo de relatar, exactamente el 2 de noviembre, recibía, en mi domicilio de París, un telegrama que decía lo siguiente:

"Venga al Glandier en el primer tren. Traiga revólveres. Saludos. ROULETABILLE."

Creo haberles dicho ya que, en aquella época, yo, joven pasante de abogado y casi desprovisto de causas, frecuentaba el Palacio de justicia más para familiarizarme con mis deberes profesionales que para defender a viudas y huerfanitos. No era extraño, entonces, que Rouletabille dispusiera así de mi tiempo; y, además, él sabía cuánto me interesaban sus aventuras periodísticas, en general, y el caso del Glandier, en particular. Desde hacía ocho días no había tenido noticias de este último más que por los innumerables chismorreos de los periódicos y por algunas notas muy breves de Rouletabille en L´Époque. Estas notas divulgaron el golpe con el hueso de cordero e informaron que el análisis había comprobado que las marcas en el hueso de cordero eran de sangre humana. Se veían, en él, las huellas frescas de la sangre de la señorita Stangerson y huellas antiguas, provenientes de otros crímenes, que podían remontarse a varios años...Imagínense que el caso era la comidilla de la prensa del mundo entero. Nunca antes un crimen había intrigado a las mentes de ese modo. Sin embargo, me parecía que la instrucción casi no avanzaba; por eso, me habría alegrado mucho la invitación de mi amigo de reunirme con él en el Glandier, si el mensaje no hubiera incluido las palabras: "Traiga revólveres".

Esto me intrigaba mucho. Si Rouletabille me telegrafiaba pidiéndome que llevara revólveres, era porque preveía que tendríamos que utilizarlos. Ahora bien, no me avergüenza confesarlo: no soy un héroe. ¡Pero qué iba a hacer! En ese momento se trataba de un amigo que, seguramente en apuros, me pedía ayuda. No dudé y, después de haber comprobado que el único revólver que tenía estaba cargado, me dirigí a la estación de Orleans. En el camino, pensé que un revólver equivalía a una sola arma y que el mensaje de Rouletabille reclamaba "revólveres", en plural; entré en una armería y compré un arma pequeña, excelente, que me daría gusto regalar a mi amigo.

Confiaba en encontrar a Rouletabille en la estación de Épinay, pero no estaba ahí. Sin embargo, un cabriolé me esperaba y pronto estuve en el Glandier. Nadie en la reja. No vi al joven reportero hasta llegar al umbral del castillo. Me saludó con gesto amistoso y me recibió con un abrazo, preguntándome efusivamente cómo estaba.

Cuando estuvimos en el saloncito del que ya hablé, Rouletabille me pidió que me sentara y me dijo enseguida:

–¡La cosa está mal!

–¿Qué es lo que está mal?

–¡Todo!

Se acercó a mí y me confió al oído:

–Frédéric Larsan se ha lanzado a fondo contra Robert Darzac.

Después de haber visto al novio de la señorita Stangerson palidecer ante la huella de sus pasos, esto no podía asombrarme demasiado.

Sin embargo, hice notar al instante:

–¿Y el bastón?

–¡El bastón! Sigue en manos de Frédéric Larsan, que no lo suelta nunca...

–Pero..., ¿no le da una coartada a Robert Darzac?

–Para nada. El señor Darzac, al que interrogué en secreto, niega haber comprado esa tarde, ni ninguna otra, un bastón en la tienda de Cassette... Sea como fuera –dijo Rouletabille–, no pondría las manos en el fuego porque el señor Darzac tiene unos silencios tan extraños, que uno no sabe exactamente qué pensar de lo que dice...