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100 Clásicos de la Literatura

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–¿No creerá que el guardabosque tuvo algo que ver en el asunto? – lo interrumpí.

–Eso lo veremos más tarde –me respondió. Por el momento, lo que el posadero dijo de ese hombre no me interesa. Habló lleno de odio. No lo he llevado a comer al Torreón por el Hombre Verde.

Dicho esto, Rouletabille, con mucha precaución, se deslizó –y lo hice detrás de él– hasta el edificio próximo a la reja que servía d, vivienda a los caseros, detenidos esa misma mañana. Con un movimiento acrobático que me admiró, se metió en la casita por un tragaluz que había quedado abierto en la parte de atrás, y volvió a salir diez minutos después, diciendo esta palabra que, en sus labios, significaba tantas cosas distintas:

–"¡Caramba!".

Cuando nos disponíamos a retomar el camino hacia el castillo, hubo un gran movimiento en la reja. Llegaba un coche y del castillo salían a su encuentro. Rouletabille me mostró a un hombre que bajaba del coche:

–Ese es el jefe de la Sûreté; vamos a ver qué es lo que tiene Frédéric Larsan entre manos y si es más listo que los demás...

Detrás del coche del jefe de la Sûreté, venían otros tres coches repletos de reporteros que también querían entrar al parque; pero fueron apostados dos gendarmes en la reja, con órdenes de no dejar pasar a nadie. El jefe de la Sûreté calmó la impaciencia de los periodistas, comprometiéndose a ofrecerles, esa misma noche, todas las informaciones que pudiera, sin entorpecer el curso de la instrucción.

11. DONDE FRÉDÉRIC LARSAN EXPLICA CÓMO EL ASESINO PUDO SALIR DEL CUARTO AMARILLO

Entre la pila de papeles, documentos, informes, recortes de diarios y pruebas judiciales de los que dispongo sobre el misterio del "cuarto amarillo", hay un fragmento de lo más interesante. Es la narración del famoso careo de las personas involucradas, que tuvo lugar aquella tarde, en el laboratorio del profesor Stangerson, ante el jefe de la Sûreté. Esta narración se la debemos a la pluma del señor Maleine, el secretario, quien, al igual que el juez de instrucción, se dedicaba a la literatura en sus ratos libres.

Este fragmento iba a formar parte de un libro que nunca se publicó y que debía titularse Mis interrogatorios. Me fue entregado por el mismo secretario, poco tiempo después del desenlace inaudito de este proceso, único en los anales jurídicos.

Aquí está. Es más que una fría transcripción de preguntas y respuestas. Con frecuencia, el secretario relata en él sus impresiones personales.

LA NARRACIÓN DEL SECRETARIO

Hacía una hora –cuenta el secretario– que el juez de instrucción y yo nos encontrábamos en el "cuarto amarillo", con el maestro de obras que había construido el pabellón, según los planos del profesor Stangerson. El maestro de obras había venido con un obrero. El señor de Marquet ordenó que se limpiaran completamente las paredes, es decir, mandó que el obrero quitara todo el papel que las decoraba. Picos y piquetas aquí y allá nos demostraron que no había ningún tipo de abertura. El cielo raso y el parqué fueron examinados minuciosamente. No descubrimos nada, porque no había nada que descubrir. El señor de Marquet parecía encantado y no dejaba de repetir:

–¡Qué caso, señor contratista, qué caso! ¡Ya verá usted que nunca sabremos cómo hizo el asesino para salir de ese cuarto!

De pronto, el señor de Marquet, con la cara radiante porque no comprendía, debió de recordar que su deber era tratar de entender, y llamó al cabo de la gendarmería.

–Cabo –dijo–, vaya al castillo y pídale al señor Stangerson y a Robert Darzac que vengan a reunirse conmigo en el laboratorio, y al tío Jacques, y que sus hombres me traigan también a los caseros.

Cinco minutos después, toda esa gente estaba reunida en el laboratorio. El jefe de la Sûreté, que acababa de llegar al Glandier, también se nos unió en ese momento. Yo estaba sentado en el escritorio del señor Stangerson, listo para empezar a trabajar, cuando el señor de Marquet nos dirigió este pequeño discurso, tan original como inesperado:

–Si quieren, señores –dijo–, ya que los interrogatorios no llevan a ninguna parte, vamos a abandonar, por esta vez, el tradicional sistema de interrogatorios. No los llamaré por turnos ante mí, no. Nos quedaremos todos aquí: el señor Stangerson, el señor Darzac, el tío Jacques, los dos caseros, el señor jefe de la Sûreté, el señor secretario y yo. Y estaremos todos aquí, de igual a igual; los caseros olvidarán, por un instante, que están detenidos. ¡Vamos a charlar! Los hice venir para charlar. Estamos en el lugar del crimen; pues bien, ¿de qué podemos conversar si no es del crimen? ¡Entonces, hablemos de él! ¡Hablemos de él! Con elocuencia, con inteligencia o con estupidez. Digamos todo lo que se nos ocurra. Hablemos sin método, puesto que el método no nos da resultado. ¡Dirijo una ferviente plegaria al dios Azar, al azar de nuestras ideas! ¡Empecemos!...

Después de esto, al pasar frente a mí, me dijo en voz baja:

–¡Qué escena, eh! ¿Qué le parece? ¿Se la hubiera imaginado usted?

Haré con ella un pequeño acto para el vodevil. Y se frotaba las manos con júbilo. Dirigí mis ojos al señor Stangerson. La esperanza que debió de suscitar en él el último parte de los médicos, que habían declarado que la señorita Stangerson podría sobrevivir a sus heridas, no había borrado en aquel noble rostro las marcas del más profundo dolor.

Aquel hombre había imaginado a su hija muerta, y todavía no se había recuperado. Sus ojos azules, tan dulces y tan claros, reflejaban ahora una infinita tristeza. Varias veces había tenido ocasión de ver al señor Stangerson en ceremonias públicas. Desde el principio, me había impresionado su mirada, tan pura como la de un niño: la mirada soñadora, la mirada sublime y espiritual del inventor o del loco.

En esas ceremonias, detrás de él o a su lado, siempre se podía ver a su hija, porque se decía que nunca se separaban, ya que compartían los mismos trabajos desde hacía largos años. Aquella virgen, que tendría entonces treinta y cinco años, aunque apenas parecía de treinta, consagrada enteramente a la ciencia, seguía provocando admiración por su belleza imperial, que se había mantenido intacta, sin una arruga, victoriosa del tiempo y del amor... ¿Quién hubiera dicho entonces que, un día no muy lejano, me encontraría en la cabecera de su cama con mis papeles y que la vería, casi moribunda, contarnos con esfuerzo el más monstruoso y misterioso atentado que jamás haya oído en mi carrera? ¿Quién hubiera dicho que me encontraría, como aquella tarde, delante de un padre desesperado que intenta en vano explicarse cómo había podido escapar el asesino de su hija? ¿De qué sirve, entonces, el trabajo silencioso, en el oscuro retiro de los bosques, si no lo preserva a uno de las grandes catástrofes de la vida y la muerte, comúnmente reservadas a aquellos hombres que frecuentan las pasiones de la ciudad?

–Veamos, señor Stangerson –dijo el señor de Marquet dándose un poco de importancia–, –colóquese exactamente en donde estaba cuando la señorita Stangerson se despidió para entrar a su cuarto.

El señor Stangerson se levantó y, ubicándose a cincuenta centímetros de la puerta del "cuarto amarillo", dijo con una voz apagada, sin color, con una voz que yo calificaría como muerta:

–Estaba aquí. A eso de las once, después de haber procedido a un breve experimento de química en los hornos del laboratorio, corrí mi escritorio hasta aquí, porque el tío Jacques, que pasó toda la noche limpiando algunos de mis aparatos, necesitaba todo el lugar que había detrás de mí. Mi hija trabajaba en el mismo escritorio que yo. Cuando se levantó, después de besarme y desearle buenas noches al tío Jacques, tuvo que deslizarse con bastante dificultad entre el escritorio y la puerta para entrar a su cuarto. Quiero decir que estaba muy cerca del lugar en el que se cometería el crimen.

–¿Y el escritorio? – lo interrumpí, obedeciendo, al meterme en la conversación, a los deseos expresados por mi jefe. ¿Qué pasó con el escritorio cuando oyó gritar: "¡Al asesino!" y cuando resonaron los disparos, señor Stangerson?

El tío Jacques respondió:

–Lo corrimos contra esta pared, más o menos donde está ahora, para poder precipitarnos contra la puerta sin dificultad, señor secretario...

Seguí con mi razonamiento, al que, por otra parte, sólo le daba la importancia de una débil hipótesis:

–¿El escritorio estaba tan cerca del cuarto que un hombre, si salía agachado y se deslizaba por debajo de él, podía haber pasado inadvertido?

–Siempre se olvida –interrumpió el señor Stangerson con evidentes muestras de cansancio– que mi hija había cerrado su puerta con llave y cerrojo, que la puerta permaneció cerrada, que luchamos contra esa puerta desde el instante en que comenzó el asesinato, que ya estábamos en la puerta mientras la pelea entre mi pobre hija y el asesino continuaba, que los ruidos de la pelea nos llegaban aún y que oíamos agonizar a mi desdichada hija bajo la presión de los dedos cuyas sangrientas marcas conservó su cuello. Por más rápido que haya sido el ataque, nosotros fuimos tan rápidos como él y nos encontramos inmediatamente detrás de esa puerta que nos separaba del drama.

Me levanté y fui hacia la puerta, que examiné nuevamente con muchísimo cuidado. Después me incorporé con un gesto de desaliento.

–Imaginen –dije– que el panel inferior de esta puerta hubiera podido ser abierto sin que fuera necesario abrir la puerta, ¡y el problema estaría resuelto! Pero, por desgracia, esta última hipótesis es inadmisible después del examen de la puerta. Es una sólida y gruesa puerta de roble que forma un bloque inseparable... Se ve muy bien, a pesar de los daños causados por los que la derribaron...

 

–¡Oh! – exclamó el tío Jacques. Es una vieja y sólida puerta del castillo que hemos transportado hasta aquí..., una puerta como ya no se construyen. Necesitamos esa barra de hierro para forzarla, entre cuatro..., porque la casera también nos ayudó, como la valiente mujer que es, señor juez. ¡Es lamentable verlos en la cárcel en este momento!

No bien el tío Jacques pronunció esta frase de piedad y de protesta, los lamentos y lloriqueos de los dos caseros se reanudaron. Nunca había visto acusados tan llorones. Estaba completamente asqueado. Incluso admitiendo su inocencia, no comprendía cómo dos personas podían carecer a tal punto de agallas ante la adversidad. En tales circunstancias, vale más una actitud clara que las lágrimas y la desesperación, las cuales, en general, son fingidas e hipócritas.

–¡Eh! – exclamó el señor de Marquet. ¡Dejen de chillar de ese modo y dígannos, por su bien, lo que estaban haciendo debajo de las ventanas del pabellón en el momento en que asesinaban a su ama!

Porque estaban muy cerca del pabellón cuando el tío Jacques los encontró...

–¡Acudíamos en su ayuda! – gimieron.

Y la mujer bramó entre hipos:

–¡Ah! ¡Si tuviéramos al asesino entre las manos, le haríamos saber lo que es bueno!

Y no logramos, tampoco esta vez, sacarles dos frases coherentes seguidas. Continuaron negando obstinadamente, jurando por Dios y por todos los santos que estaban en la cama cuando oyeron el disparo de un revólver.

–No fue uno, fueron dos los disparos. ¿Ven que están mintiendo? ¡Si oyeron uno, tienen que haber oído el otro!

–¡Por Dios, señor juez, sólo oímos el segundo! Seguramente dormíamos cuando dispararon el primer tiro...

–¡Eso sí, dispararon dos! – dijo el tío Jacques. Estoy seguro de que todos los cartuchos de mi revólver estaban intactos; pero encontramos dos cartuchos quemados, dos balas, y oímos dos disparos de revólver detrás de la puerta. ¿No es cierto señor Stangerson?

–Sí –dijo el profesor–, fueron dos disparos; primero un disparo sordo y después uno estridente.

–¿Por qué siguen mintiendo? – exclamó el señor de Marquet, volviéndose hacia los caseros. ¿Creen que la policía es tan bruta como ustedes? Todo prueba que estaban afuera, cerca del pabellón, en el momento del drama. ¿Qué hacían allí? ¿No lo quieren decir? ¡Su silencio demuestra su complicidad! Y en lo que a mí respecta –dijo volviéndose hacia el señor Stangerson–, en lo que a mí respecta..., no puedo explicarme la huida del asesino si no es con la ayuda de estos dos cómplices. No bien derribaron la puerta, señor Stangerson, mientras usted se ocupaba de su desdichada hija, el casero y su mujer facilitaban la huida de ese miserable, que se escabullía detrás de ellos, llegaba a la ventana del vestíbulo y saltaba al parque. El casero cerró la ventana y los postigos detrás de él. ¡Porque, convengamos, esos postigos no se cerraron solos! Esta es la conclusión a la que he llegado... ¡Si a alguien se le ocurrió otra cosa, que lo diga!...

El señor Stangerson intervino:

–¡Es imposible! No creo en la culpabilidad ni en la complicidad de mis caseros, aunque no comprendo qué hacían en el parque a esa hora avanzada de la noche. Digo que es imposible, porque la casera sostenía la lámpara y no se movió del umbral de la habitación; porque yo, no bien derribamos la puerta, me arrodillé junto al cuerpo de mi hija, ¡y era imposible que salieran o que entraran a la habitación por esa puerta sin pasar por encima del cuerpo de mi hija y sin tocarme a mí! Es imposible, porque el tío Jacques y el casero sólo tuvieron que echar un vistazo al cuarto y debajo de la cama, como lo hice yo al entrar, para comprobar que no había nadie más en la habitación que mi hija agonizante.

–¿Y usted qué piensa, señor Darzac, que todavía no ha dicho nada? – preguntó el juez.

El señor Darzac respondió que no pensaba nada.

–¿Y usted, señor jefe de la Sûreté?

Hasta ese momento, el señor Dax, jefe de la Sûreté, se había limitado a escuchar y a examinar el lugar. Por fin, se dignó abrir la boca:

–Mientras intentamos encontrar al criminal habría que descubrir el móvil del crimen. Eso nos haría avanzar un poco –dijo.

–Señor jefe de la Sûreté, este parece ser un vulgar crimen pasional –replicó el señor de Marquet. Las huellas dejadas por el asesino, el pañuelo ordinario y la boina innoble nos llevan a pensar que el asesino no pertenecía a una clase social muy elevada. Tal vez los caseros puedan informarnos al respecto...

El jefe de la Sûreté, volviéndose hacia el señor Stangerson y con ese tono frío que es propio, en mi opinión, de las grandes inteligencias y de los caracteres enérgicos, prosiguió:

–¿La señorita Stangerson no debía casarse próximamente? El profesor miró dolorosamente a Robert Darzac.

–Con un amigo al que me habría hecho feliz llamar hijo... Con Robert Darzac...

–La señorita Stangerson se encuentra mejor y se recuperará rápidamente de sus heridas. Es una boda simplemente aplazada, ¿no es cierto, señor? – insistió el jefe de la Sûreté.

–Eso espero.

–¡Cómo! ¿No está seguro?

El señor Stangerson calló. Robert Darzac pareció inquietarse, cosa que percibí en el temblor de su mano sobre la cadena de su reloj, porque nada se me escapa. El señor Dax tosió, como hacía el señor de Marquet cuando se sentía incómodo.

–Comprenderá, señor Stangerson –dijo–, que en un caso tan enrevesado no podemos pasar nada por alto; que debemos saberlo todo, hasta el detalle más trivial..., la información aparentemente más insignificante relacionados con la víctima... ¿Qué le hace pensar, entonces, ahora que tenemos casi la certeza de que la señorita Stangerson vivirá, que ese matrimonio no se llevará a cabo? Usted dijo: "Eso espero". Esta esperanza parece más una duda. ¿Por qué duda de ello?

El señor Stangerson hizo un visible esfuerzo para contenerse:

–Sí, señor –acabó diciendo. Tiene razón. Más vale que sepa una cosa que parecería tener importancia si yo se la ocultara. Además, el señor Darzac estará de acuerdo conmigo.

El señor Darzac, cuya palidez me pareció completamente anormal en aquel momento, indicó con una seña que estaba de acuerdo con el profesor. Para mí, el señor Darzac sólo respondía por medio de señas porque era incapaz de decir una palabra.

–Sepa entonces, señor jefe de la Sûreté –prosiguió el señor Stangerson–, que mi hija había jurado que nunca me abandonaría, y mantenía su juramento a pesar de todos mis ruegos, porque yo intenté muchas veces convencerla de que se casara, como era mi deber.

Conocíamos a Robert Darzac desde hacía muchos años. El señor Darzac ama a mi hija. Por un momento creí que era correspondido, ya que tuve la reciente alegría de oír de boca de mi hija que finalmente consentía un casamiento que yo deseaba con toda mi alma. Soy un hombre mayor, señor, y fue una hora bendita aquella en la que supe, por fin, que después de mí la señorita Stangerson tendría a su lado, para amarla y continuar nuestros trabajos en común, a un ser al que aprecio y estimo por su gran corazón y por su ciencia. Ahora bien, señor jefe de la Sûreté, dos días antes del crimen, no sé por qué cambio de parecer, mi hija me manifestó que no se casaría con Robert Darzac.

Se produjo un silencio agobiante. El momento era grave. El señor Dax continuó:

–¿Y la señorita Stangerson no le dio ninguna explicación, no le dijo por qué motivo?...

–Me dijo que ya era demasiado mayor para casarse..., que había esperado demasiado tiempo..., que lo había pensado mucho..., que estimaba, e incluso quería, a Robert Darzac..., pero que sería mejor que las cosas quedaran así..., que siguiéramos como antes..., que hasta sería muy feliz si los lazos de pura amistad que nos unían a Robert Darzac se estrechaban aún más, pero que quedara claro que no quería volver a oír hablar de matrimonio.

–¡Qué cosa más extraña! – murmuró el señor Dax.

–Muy extraña –repitió el señor de Marquet.

El señor Stangerson, con una pálida y helada sonrisa, dijo: –Por ese lado no encontrará el móvil del crimen, señor.

–De todas formas –dijo el señor Dax con voz impaciente–, ¡el móvil no es el robo!

–¡Oh! De eso estamos seguros –exclamó el juez de instrucción.

En ese momento, la puerta del laboratorio se abrió y el cabo de gendarmería le entregó una carta al juez de instrucción. El señor de Marquet la leyó y profirió una sorda exclamación. Luego dijo:

–¡Ah! ¡Esto es demasiado!

–¿Qué es eso?

–La carta de un insignificante reportero de L´Époque, Joseph Rouletabille, con estas palabras: "¡Uno de los móviles del crimen fue el robo!".

El jefe de la Sûreté sonrió:

–¡Ah! ¡Ah! El joven Rouletabille... Ya he oído hablar de él... Se lo considera ingenioso... Hágalo entrar, señor juez de instrucción.

Y dejaron entrar a Joseph Rouletabille. Yo lo había conocido en el tren que nos había traído esa mañana a Épinay–sur–Orge. Se había metido, casi a mi pesar, en nuestro compartimiento, y me gustaría decir de entrada que sus modales, su desenvoltura y la pretensión que parecía tener de comprender algo de un caso en el que la justicia no entendía nada hicieron que se me metiera entre ceja y ceja. No me agradan los periodistas. Son mentes entrometidas y audaces de las que hay que huir como de la peste. Esa clase de gente cree que todo le está permitido y no respeta nada. Cuando se ha tenido la desgracia de concederles algo y dejar que se acerquen, se siente uno desbordado y se puede temer cualquier cosa. Este aparentaba apenas veinte años, y la insolencia con la que se atrevió a interrogarnos y a conversar con nosotros lo había vuelto particularmente odioso para mí. Además, tenía una manera de expresarse que demostraba que se estaba burlando descaradamente de nosotros. Sé muy bien que L'Époque es un órgano influyente con el que hay que saber "contemporizar", pero convendrán conmigo en que ese periódico haría bien en no contratar a niños de pecho.

Así pues, el señor Joseph Rouletabille entró en el laboratorio, nos saludó y esperó a que el señor de Marques le pidiera que se explicara.

–¿Usted pretende, señor –dijo este–, conocer el móvil del crimen, y que ese móvil, contra toda evidencia, sería el robo?

–No, señor juez de instrucción, no he pretendido eso. No digo que el móvil del crimen haya sido el robo y no lo creo así.

–Entonces, ¿qué significa esta carta?

–Significa que es uno de los móviles del crimen.

–¿De dónde sacó esa información?

–¡De aquí! Si quieren acompañarme...

El joven nos rogó que lo siguiéramos hasta el vestíbulo, y así lo hicimos. Una vez allí, se dirigió hacia donde estaba el baño y le pidió al señor juez de instrucción que se arrodillara a su lado. El baño recibía luz a través de su puerta de vidrio y, cuando la puerta estaba abierta, la luz que penetraba era suficiente para iluminarlo perfectamente. El señor de Marquet y el señor Joseph Rouletabille se arrodillaron en el umbral. El joven mostraba un lugar preciso del embaldosado.

–El tío Jacques no ha lavado las baldosas del baño desde hace un tiempo –dijo–; eso se puede ver en la capa de tierra que las recubre. Ahora bien, miren, en ese lugar, la huella de dos anchas suelas y de esa ceniza negra que acompaña por todas partes los pasos del asesino. Esa ceniza no es otra cosa que el polvo de carbón del sendero que hay que atravesar para venir directamente, a través de los bosques, de Épinay al Glandier. Sabrán que en aquel sitio hay una pequeña cabaña de carboneros, y que en ella se fabrica carbón de leña en grandes cantidades. Esto es lo que debió de hacer el asesino: entró aquí a la tarde, cuando no quedaba nadie en el pabellón, y perpetró su robo.

–Pero, ¿qué robo? ¿Adónde ve usted el robo? ¿Qué es lo que le indica que hubo un robo? – exclamamos todos al mismo tiempo.

–Lo que me puso sobre la pista del robo... –prosiguió el periodista.

–¡Es esto! – interrumpió el señor de Marquet, que seguía arrodillado.

–Efectivamente –dijo el señor Rouletabille.

Y el señor de Marquet explicó que había, en efecto, sobre el polvo de las baldosas, al lado de las huellas de las dos suelas, la impresión reciente de un pesado paquete rectangular, en el que era fácil distinguir la marca de los hilos que lo ataban...

–Pero, entonces, usted estuvo aquí, señor Rouletabille; y, sin embargo, yo le ordené al tío Jacques que no dejara entrar a nadie; tenía que custodiar el pabellón.

–No rete al tío Jacques, vine con el señor Robert Darzac.

 

–¡Ah! Ya veo... –exclamó el señor de Marquet, descontento y mirando de reojo al señor Darzac, que seguía en silencio.

–Cuando vi la huella del paquete al lado de la marca de las suelas, ya no dudé del robo –continuó el señor Rouletabille. El ladrón no vino con un paquete... Hizo el paquete aquí, sin duda con los objetos robados, y lo apoyó en ese rincón, con la intención de recuperarlo al escapar; también apoyó, al lado de su paquete, sus pesados zapatos, porque, miren, ninguna huella de pasos conduce a esos zapatos, y las suelas están una al lado de la otra, como en reposo y sin el peso de los pies. De este modo, se comprende por qué el asesino, cuando salió del "cuarto amarillo", no dejó ninguna huella de sus pasos en el laboratorio ni en el vestíbulo. Después de entrar con sus zapatos en el "cuarto amarillo", se los sacó, sin duda porque le molestaban o porque quería hacer el menor ruido posible. La marca de sus pasos "de ida" a través del vestíbulo y el laboratorio fue borrada por el lavado subsiguiente del tío Jacques, lo cual nos lleva a pensar que el asesino entró al pabellón por la ventana abierta del vestíbulo durante la primera ausencia del tío Jacques, ¡antes del lavado de las cinco y media!

El asesino, después de quitarse los zapatos, que seguramente le molestaban, los llevó en la mano al baño y los colocó allí desde el umbral, porque en el polvo del baño no hay huellas de pies descalzos o con medias, ni tampoco de otros zapatos. Entonces, apoyó sus zapatos al lado del paquete. En ese momento, el robo ya se había perpetrado.

Después, el hombre regresa al "cuarto amarillo" y se desliza debajo de la cama, donde la huella de su cuerpo es perfectamente visible en el parqué e incluso en la estera, que quedó en ese sitio ligeramente enrollada y muy arrugada. Las mismas briznas de paja, recién arrancadas, atestiguan igualmente el paso del asesino por debajo de la cama.

–Sí, sí, eso lo sabemos... –dijo el señor de Marquet.

–El hecho de que volviera a ocultarse debajo de la cama prueba que el robo –prosiguió ese asombroso niño periodista– no era el único móvil de la visita del hombre. No me digan que se habría refugiado enseguida debajo de la cama al ver, por la ventana del vestíbulo, ya sea al tío Jacques, o al señor y a la señorita Stangerson, que se disponían a entrar al pabellón. ¡Era mucho más fácil para él subir al desván y esperar, escondido, una ocasión para escaparse, sí su intención sólo hubiera sido la de huir! ¡No! ¡No! El asesino debía estar en el "cuarto amarillo"...

Aquí intervino el jefe de la Sûreté:

–¡Eso no está nada mal, jovencito! Lo felicito... Y si bien todavía no sabemos cómo se fue el asesino, ya podemos seguir, paso a paso, su entrada aquí y ver lo que hizo: robó. ¿Pero qué robó?

–Cosas extremadamente valiosas –respondió el reportero.

En ese momento, oímos un grito que provenía del laboratorio. Nos precipitamos allí y encontramos al señor Stangerson que, con los ojos desorbitados y los miembros agitados, nos mostraba una especie de mueble biblioteca que acababa de abrir y que estaba vacío.

A continuación, se dejó caer en el gran sillón que estaba colocado delante del escritorio y gimió:

–Me han robado otra vez...

Luego una lágrima, una gruesa lágrima, corrió por su mejilla:

–Ante todo –dijo–, no le digan una sola palabra de esto a mi hija... Ella se sentiría más apenada que yo...

Dio un profundo suspiro y, en un tono de dolor que nunca olvidaré, añadió:

–¡Después de todo, qué importa..., con tal que ella viva!

–¡Vivirá! – dijo con una voz extrañamente conmovedora Robert Darzac.

–Y encontraremos los objetos robados –dijo el señor Dax. Pero ¿qué había en ese mueble?

–Veinte años de mi vida –respondió sordamente el ilustre profesor–; o, mejor dicho, de nuestras vidas, la mía y la de mi hija. Sí, nuestros documentos más valiosos, los informes más confidenciales sobre nuestros trabajos y experiencias de los últimos veinte años estaban encerrados allí. Era una verdadera selección de todos los documentos que llenan esta habitación. Es una pérdida irreparable para todos y, me atrevo a decir, para la ciencia. Todas las etapas por las que tuve que pasar para llegar a la prueba decisiva de la aniquilación de la materia habían sido cuidadosamente enunciadas, etiquetadas, anotadas, ilustradas con fotografías y dibujos hechos por nosotros. Todo eso estaba ordenado allí. El plano de los tres nuevos aparatos, uno para estudiar la pérdida, bajo la influencia de los rayos ultravioletas, de los cuerpos previamente electrizados; otro que debía hacer visible la pérdida eléctrica por la acción de las partículas de materia disociada contenida en el gas de las llamas; el tercero, muy ingenioso, un electroscopio condensador diferencial; toda la compilación de nuestras curvas que traducían las propiedades fundamentales de la sustancia intermedia entre la materia ponderable y el éter imponderable; veinte años de experiencias sobre la química de la estructura atómica y sobre los equilibrios ignorados de la materia; un manuscrito que quería publicar con este título: Los metales que sufren. ¡Qué sé yo! ¡Qué sé yo! El hombre que vino aquí me lo robó todo..., mi hija y mi obra..., mi corazón y mi alma...

Y el gran Stangerson se echó a llorar como un niño.

Lo rodeamos en silencio, conmovidos ante aquel inmenso desamparo. El señor Robert Darzac, acodado en el sillón en el que el profesor se había desmoronado, intentaba en vano disimular sus lágrimas, lo que por un instante casi hizo que me pareciera simpático, a pesar de la instintiva repulsión que la actitud extraña de aquel enigmático personaje y su emoción, a menudo inexplicable, me habían inspirado.

Joseph Rouletabille, por su parte, como si su precioso tiempo y su misión en la tierra no le permitieran detenerse en la desgracia ajena, se había acercado con mucha tranquilidad al mueble vacío y, mostrándoselo al jefe de la Sûreté, pronto rompió el religioso silencio con el que honrábamos la desesperación del gran Stangerson. Nos dio algunas explicaciones, que poco nos importaban, sobre la forma en que había llegado a pensar en un robo, a raíz del descubrimiento simultáneo de las huellas –de las que ya hablé más arriba– en el baño y de la presencia de aquel valioso mueble en el laboratorio. No hizo más que pasar por el laboratorio, nos decía, y lo sorprendió la extraña forma del mueble, su solidez, su estructura de hierro, que lo resguardaba de cualquier posible incendio, y el hecho de que un mueble como ese, destinado a conservar objetos cuyo valor estaba por encima de todo, tuviera en la puerta de hierro, la llave puesta. "No es habitual tener una caja fuerte y dejarla abierta..." En fin, esa llavecita con cabeza de cobre, de las más elaboradas, al parecer había llamado la atención de Joseph Rouletabille, mientras para nosotros había pasado inadvertida. Para nosotros, que no somos unos niños, la presencia de una llave en un mueble despierta más bien una idea de seguridad, pero para Joseph Rouletabille, que evidentemente es un genio –como dice José Dupuy en Los quinientos millones de Gladiator: "¡Qué genio! ¡Qué dentista!"– la presencia de una llave en un mueble despierta la idea del robo. Pronto supimos la razón.

Pero, antes de darla a conocer a ustedes, debo decir que el señor de Marquet me pareció muy perplejo, sin saber si tenía que alegrarse por el nuevo paso que el insignificante reportero había hecho dar a la instrucción o si debía desanimarse por no haber sido él quien lo hiciera. Nuestra profesión conlleva esos sinsabores, pero no tenemos derecho a ser pusilánimes y debemos dejar de lado nuestro amor propio cuando se trata del bien común. Así que el señor de Marquet triunfó sobre sí mismo y tuvo a bien unir al fin sus cumplidos a los del señor Dax, quien no los escatimaba al señor Rouletabille. El muchachito se encogió de hombros diciendo: "¡No hay de qué!". Con gusto le habría dado una cachetada, sobre todo en el momento en que añadió: